Fortunata y Jacinta: 2.02.05

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V
Parte Segunda (Capitulo II)

de Benito Pérez Galdós
Maximiliano solía contar algunos particulares de la familia de Rubín, por lo cual tenía ella noticias de doña Lupe, de Juan Pablo y del cura. Con los detalles que el joven iba dando de sus parientes, ya Fortunata les conocía como si les hubiera tratado. Aquella noche, excitado por el entusiasmo que le produjo la resolución de casamiento, se dejó decir, tocante a su tía, algo que era quizá indiscreto. Doña Lupe prestaba dinero, por mediación de un tal Torquemada, a militares, empleados y a todo el que cayese. Hablando con completa sinceridad, Maximiliano no era partidario de aquella manera de constituirse una renta; pero él ¿qué tenía que ver con los actos de su señora tía? Esta le amaba mucho y probablemente le haría su heredero. Tenía una papelera antigua, negra y muy grande, de hierro, frente a su cama, donde guardaba el dinero y los pagarés de los préstamos. Gastaba lo preciso y de mes en mes su fortuna aumentaba, sabe Dios cuánto. Debía de ser muy rica, pero muy rica, porque él veía que Torquemada le llevaba resmas de billetes. En cuanto a su hermano Juan Pablo, ya se sabía a ciencia cierta que estaba con los carlistas, y si estos triunfaban, ocuparía una posición muy alta. Su hermano Nicolás había de parar en canónigo, y quién sabe, quién sabe si en obispo... En fin, que por todos lados se ofrecía a la joven pareja horizontes sonrosados. En estas y otras conversaciones se pasaron la primera noche, hasta que se retiró Maximiliano a su casa, quedándose Fortunata tan pensativa y preocupada que se durmió muy tarde y pasó la noche intranquila.

El amante también estaba poco dispuesto al sueño; mas era porque el entusiasmo le hacía cosquillas en el epigastrio, atravesándole un bulto en el vértice de los pulmones, con lo que le pesaba el respirar, y además poníale candelas encendidas en el cerebro. Por más que él soplaba para apagarlas y poder dormirse, no lo podía conseguir. Su tía estaba con él un poco seria. Sin duda sospechaba algo, y como persona de mucho pesquis, no se tragaba ya aquellas bolas del estudiar fuera de casa y de los amigos enfermos a quienes era preciso velar. A los dos días de aquel en que el exaltado mozo se arrancó a prometer su mano, doña Lupe tuvo con él una grave conferencia. El semblante de la señora no revelaba tan sólo recelo, sino profunda pena, y cuando llamó a su sobrino para encerrarse con él en el gabinete, este sintió desvanecerse su valor. Quitose la señora el manto y lo puso sobre la cómoda bien doblado. Después de clavar en él los alfileres, mirando a su sobrino de un modo que le hizo estremecer, le dijo: «Tengo que hablarte detenidamente». Siempre que su tía empleaba el detenidamente, era para echarle un réspice.

«¿Tienes hoy jaqueca?» le preguntó después doña Lupe.

Maximiliano estaba muy bien de la cabeza; pero para colocarse en buena situación, dijo que sentía principios de jaqueca. Así doña Lupe tendría compasión de él. Dejose caer en un sillón y se comprimió la frente.

«Pues se trata de una mala noticia -aseveró la viuda de Jáuregui-, quiero decir, mala, precisamente mala no... aunque tampoco es buena».

Rubín, sin comprender a qué podía referirse su tía, barruntó que nada tenía que ver aquello con sus amores clandestinos, y respiró. La opresión del epigastrio se le hizo más ligera, y se acabó de tranquilizar al oír esto:

«La noticia no ha de afectarte mucho. ¿Para qué tanto rodeo? Tu tía doña Melitona Llorente ha pasado a mejor vida. Mira la carta en que me lo dice el señor cura de Molina de Aragón. Murió como una santa, recibió todos los Sacramentos y dejó treinta mil reales para misas».

Maximiliano conocía muy poco a su tía materna. La había visto sólo dos o tres veces siendo muy niño, y no vivía en su imaginación sino por las rosquillas y el arrope que mandaba de regalo todos los años en vida de D. Nicolás Rubín. La noticia del fallecimiento de esta buena señora le afectó poco.

«Todo sea por Dios» murmuró por decir algo.

Doña Lupe se volvió de espaldas para abrir el cajón de la cómoda y en esta postura le dijo:

«Tú y tus hermanos heredáis a Melitona, que por mis cuentas debía tener un capitalito sano de veinte o veinticinco mil duros».

Maximiliano no oyó bien por estar su tía de espaldas, y aquello le interesaba tanto que se levantó, puso un codo sobre la cómoda y allí se hizo repetir el concepto para enterarse bien.

«Esas son mis cuentas -agregó doña Lupe-; pero ya ves que en los pueblos no se sabe lo que se tiene y lo que no se tiene. Probablemente la difunta emplearía algún dinero en préstamos, que es como tirarlo al viento. Se cobra tarde y mal, cuando se cobra. De modo que no os hagáis muchas ilusiones. Cuando Juan Pablo venga a Madrid irá a Molina de Aragón a enterarse del testamento y recoger lo que es vuestro».

-Pues que vaya inmediatamente -dijo Maximiliano dando una palmada sobre la cómoda-; pero aquello de llegar y en la misma estación coger el billete y zas... al tren otra vez.

-Hombre, no tanto. Tu hermano está en Bayona. Lo mejor es que se pase por Molina antes de venir a Madrid. Le escribiré hoy mismo. Sosiégate; tú eres así, o la apatía andando o la pura pólvora... Eso es ahora, que antes, para mover un pie le pedías licencia al otro. Te has vuelto muy atropellado.

Le miró de un modo tan indagador, que al pobre chico se le volvieron a abatir los ánimos. Era hombre de carácter siempre que su tía no le clavase la flecha de sus ojuelos pardos y sagaces, y viose tan perdido que se apresuró a variar la conversación, preguntando a su tía cuántos años tenía doña Melitona. Estuvo la señora de Jáuregui un ratito haciendo cuentas, estirado el labio inferior, la cabeza oscilando como un péndulo y los ojos vueltos al techo, hasta que salió una cifra, de la cual Maximiliano no se hizo cargo. Volvió después doña Lupe a tomar en boca la metamorfosis de su sobrino, deslizando algunas bromitas, que a este le supieron a cuerno quemado. «Ya se ve, con esos estudios que haces ahora en casa de los amigos, te habrás vuelto un pozo de ciencia... A mí no me vengas con fábulas. Tú te pasas el día y la mitad de la noche en alguna conspiración... porque por el lado de las mujeres no temo nada, francamente. Ni a ti te gusta eso, ni puedes aunque te gustara...».

Aquel ni puedes incomodaba tanto al joven y le parecía tan humillante, que a punto estuvo de dar a su tía un mentís como una casa. Pero no pasó de aquí, pues doña Lupe tuvo que ocuparse de cosas más graves que averiguar si su sobrino podía o no podía. Papitos fue quien le salvó aquel día, atrayendo a sí toda la atención del ama de la casa. Porque la mona aquella tenía días. Algunos lo hacía todo tan bien y con tanta diligencia y aseo, que doña Lupe decía que era una perla. Pero otros no se la podía aguantar. Aquel día empezó de los buenos y concluyó siendo de los peores. Por la mañana había cumplido admirablemente; estuvo muy suelta de lengua y de manos, haciendo garatusas y dando brincos en cuanto la señora le quitaba la vista de encima. Semejante fiebre era señal de próximos trastornos. En efecto, por la tarde dividió en dos la tapa de una sopera, y desde entonces todo fue un puro desastre. Cuando se enfurruñaba creeríase que hacía las cosas mal adrede. Le mandaban esto y se salía con lo otro. No se pueden contar las faltas que cometió en una hora. Bien decía doña Lupe que tenía los demonios metidos en el cuerpo y que era mala, pero mala de veras, una sinvergüenza, una mal criada y una calamidad... en toda la extensión de la palabra. Y mientras más repelones le daban, peor que peor. Pasó tanta agua del puchero del agua caliente al puchero de la verdura, que esta quedó encharcada. Los garbanzos se quemaron, y cuando fueron a comerlos amargaban como demonios. La sopa no había cristiano que la pasara de tanta sal como le echó aquella condenada. Luego era una insolente, porque en vez de reconocer sus torpezas decía que la señora tenía la culpa, y que ella, la muy piojosa, no estaría allí ni un día más porque misté... en cualsiquiera parte la tratarían mejor. Doña Lupe discutía con ella violentamente, argumentando con crueles pellizcos, y añadiendo que estaba autorizada por la madre para descuartizarla si preciso era. A lo que Papitos contestaba echando lumbre por los ojos: «¡Ay, hija, no me descuartice usted tanto!». Este solía ser el periodo culminante de la disputa, que concluía dándole la señora a su sirviente una gran bofetada y rompiendo la otra a llorar... Los disparates seguían, y al servir la mesa ponía los platos sobre ella sin considerar que no eran de hierro. Doña Lupe la amenazaba con mandarla a la galera o con llamar una pareja, con escabecharla y ponerla en salmuera, y poco a poco se iba aplacando la fierecilla hasta que se quedaba como un guante.
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