Fragmentos (Castro)

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La flor de Rosalía de Castro


Fragmentos

 Cuando miré de soledad vestida
 la senda que el destino me trazó,
 sentí en un punto aniquilar mi vida.

 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 ¡Cuando infeliz me contemplé perdida
 y el árbol de mi fe se desgajó,
 tuvieron, ¡ay!, para llorar mis ojos
 de amargura y de hiel tristes despojos!
    
 ¡La nada contemplé que me cercaba,
 y... al presentir mi aterrador quebranto,
 miré que solitaria me anegaba
 en un mar de dolores y de llanto!

 ¡Nadie ni amor ni compasión cantaba,
 ni un ángel me cubrió bajo su manto,
 sólo la voz mi corazón oía
 de la última ilusión que se perdía!...
    
 Ya marchita la flor de mi esperanza
 vi revolar no más en torno mío,
 vaga esfera sin luz que nunca alcanza
 dar resplandor a un corazón ya frío.

 Vano es el ¡ay! que desgarrado lanza
 por el dolor de ese vivir sombrío:
 ¡La oscuridad de esa existencia muerta,
 cierra de un bien al porvenir la puerta!
    
 La risa y el sarcasmo por doquiera
 que fuera yo mi corazón palpaba,
 y doquiera también que me escondiera,
 ¡ay!, la risa sardónica encontraba.

 No hubo un rincón donde vivir pudiera,
 no hubo esa paz que con afán buscaba;
 ¡guerra sin fin, fatídica existencia,
 fue en mi vivir la delicada esencia!
    
 Y rotas ya de la existencia mía
 de paz y amor las ilusiones bellas,
 llenas de horror las contemplé en un día
 cual en cielo sin luz, muertas estrellas:
 Su oscuridad mi porvenir partía,
 mi fe y mi paz se confundió con ellas;
 ¡que eran del alma indisolubles lazos
 que se fueron al fin, hechas pedazos!
    
 Al caminar después por mil abrojos
 mi frente juvenil se marchitó,
 y al sentir las espinas en mis ojos
 de angustia el corazón se poseyó;
 luego al cielo exclamé puesta de hinojos,
 y el cielo mis clamores no advirtió;
 y sola combatí con mis pesares
 ¡lágrimas tristes derramando a mares!
    
 Padecer y morir: Tal era el lema
 que en torno mío murmurar sentí,
 y mirando en redor de espanto llena,
 su fatídico emblema comprendí;
 y al ver el torcedor que me encadena
 de espanto y de temor retrocedí...
 ¡Sola era yo con mi dolor profundo
 en el abismo de un imbécil mundo!
   
 Y buscando un apoyo, una caricia,
 el eco «Soledad» me respondió:
 Y cual cauce que ronco se desquicia
 fatídico en mi pecho resbaló,
 regalándome a un tiempo una delicia
 que heló mi sien, y el porvenir mató;
 que era fría y glacial como ella sola,
 ¡y aun sin querer, el corazón guardóla!
    
 La soledad... cuando en la vida un día
 circunda nuestra frente su fulgor,
 un mundo de mortal melancolía
 nos presenta un fantasma aterrador,
 quitándole a las aves su armonía,
 cubriendo de la luz el resplandor:
 ¡Noche sin fin al porvenir avanza
 ahuyentando el amor y la esperanza!
    
 Por eso, ¡ay Dios!, al caminar aún pura
 entre inmundicias mil que tropecé,
 llenaron de dolor y desventura
 la hermosa realidad con que soñé:
 Terrible asolación, esencia impura
 lanzaron al Edén que acaricié;
 y aquel Edén se convirtió en infierno
 ¡triste ilusión de mi dolor eterno!
    
 Hoy yerto el corazón, falto de vida,
 horas de horror e insensatez presiente,
 largas horas sin fin que en la partida
 marchitan su ilusión, secan su ambiente.
 Y al dejar su ilusión seca y perdida,
 vana esperanza el porvenir le miente;
 sabe muy bien que esa esperanza es vana
 ¡sombra fugaz de su primer mañana!
    
 Cubierto de sombríos nubarrones
 un cielo en lontananza divisó,
 y un canto singular de maldiciones
 en sus bóvedas altas retumbó.
 Rasgaban al pasar esas canciones
 el alma del que triste las oyó;
 ¡por eso el pecho en su dolor profundo
 sintió cubierto de aspereza el mundo!
    
 Imágenes bellísimas de amores
 fúlgidos rayos de brillante aurora,
 frescas coronas de lucientes flores
 que un sol de fuego con su luz colora.
 Dulces cantos de amor arrobadores
 que al delirar el corazón adora;
 ¡todo voló con la ilusión de un día
 rota la flor de la esperanza mía!
    
 Las horas que soñé desparecieron,
 cual la flor que un torrente arrebató;
 y allá en la nada del no ser se hundieron...
 ¡Que mi espíritu aquí no las halló!...
 Tal vez ellas también se arrepintieron
 de brindarme el placer que me halagó:
 Y huyeron, ¡ay!, a una región lejana
 que dice sin cesar: ¡ya no hay mañana!...

 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 Mas ¿por qué se fatiga el pensamiento
 en indagar el mal de esa partida?
 ¿Ignoro yo quizá que es como el viento
 la dicha que arrullara nuestra vida?
 Lo pasado será de hoy más un cuento
 que se escuchó veloz...
 ¡Y correré en este vivir incierto
 cual brisa solitaria del desierto!...

 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 ¿Qué es este miedo aterrador que siento
 y esta congoja inalterable y fría,
 que cuanto más desvanecerle intento
 más se burla mordaz del ansia mía?
 ¿Quién ése fue que me robó violento
 cándida paz que recobrara un día,
 clavándole en la mitad del pecho mío
 la terrible visión de un desvarío?...
    
 ¿Por qué en mi acerbo padecer maldigo
 mis placeres sin fin, llena de enojos?
 ¿Por qué «si os amo» alguna vez les digo,
 se llenarán de lágrimas mis ojos?
 ¿Por qué terrible un pensamiento abrigo
 que marca mi camino con abrojos,
 entrelazando espinas con las flores,
 que forman el Edén de mis amores?
    
 ¡Ay!... yo buscando un lenitivo leve
 en el dulce elixir de una esperanza,
 siento sin ver que a mi dolor se atreve
 el viento asolador de la mudanza:
 Las hojas, ¡ay!, de mi placer conmueve
 con el soplo voraz de su pujanza;
 y la acritud de un pensamiento triste,
 me grita sin cesar: «¡La fe perdiste!...
    
 «Y perdida la fe... la fe perdida...
 Roto el cristal de esa belleza oculta,
 el cielo encantandor de nuestra vida
 entre pálidas nubes se sepulta...
 Su luz tan celestial queda escondida,
 ¡nuestra la faz aterradora e inculta;
 y atmósfera infernal, monte de plonio,
 ¡pesa en el alma, sin saberse el cómo!...»

 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 Yo callo a esa verdad que me despierta
 a un mundo de aridez desconocido,
 y muevo sin pensar mi planta incierta,
 sin buscar ese bien que hallo perdido.
 Porque esa flor de mis jardines muerta
 nada... y nada no más se ha convertido;
 ¿y quién la nada en algo convirtiera?
 ¡Sabio fuera en verdad quien lo dijera!...