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Francesca

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Francesca
de Leopoldo Lugones

Conocílo en Forli, adonde había ido para visitar el famoso salón municipal decorado por Rafael.

Era un estudiante italiano, perfecto en su género. La conversación sobrevino a propósito de un dato sobre horarios de ferrocarril que le di para trasladarme a Rimini, la estación inmediata; pues en mi programa de joven viajero, entraba, naturalmente, una visita a la patria de Francesca.

Con la más exquisita cortesía, pero también con una franqueza encomiable, me declaró que era pobre y me ofreció en venta un documento –del cual nunca había querido desprenderse–, un pergamino del siglo XIII, en el cual pretendía darse la verdadera historia del célebre episodio.

Ni por miseria ni por interés, habríase desprendido jamás del códice; pero creía tener conmigo deberes "de confraternidad", y además le era simpático. Mi fervor por la antigua heroína, que él compartía con mayor fuego ciertamente, entraba también por mucho en la transacción.

Adquirí el palimpsesto sin gran entusiasmo, poco dado como soy a las investigaciones históricas; mas, apenas lo tuve en mi poder, cambié de tal modo a su respecto, que la hora escasa concedida en mi itinerario para salvar los cuarenta kilómetros medianeros entre Forli y Rimini, se transformó en una semana entera. Quiero decir que permanecí siete días en Forli.

La lectura del documento habría sido en extremo difícil sin la ayuda de mi amigo fortuito; pero éste se lo sabía de memoria, casi como una tradición de familia, pues pertenecía a la suya desde remota antigüedad.

Cuanta duda pudo caberme sobre la autenticidad de aquel pergamino, quedó desvanecida ante su minuciosa inspección. Esto fue lo que me tomó más tiempo.

El documento está en latín, caligrafiado con esas bellas y fuertes góticas tan características del siglo XIII, y que, no obstante un avanzado deterioro, son bastante legibles, gracias a la cabal individualización de cada letra en el encadenamiento de los renglones, y a la anchura de los espacios intermedios entre éstos. Hasta se halla legalizado por un signum tabellionis, ciertamente muy complicado con sus nueve lazadas, y perteneciente al notario Balzarino de Cervis. Su data es el 12 de junio de 1292.

Si descifrar las letras no era del todo fácil, la lectura del texto resultaba pesadísima, por las innumerables abreviaturas y signos convencionales que habrían hecho indispensable la colaboración de un paleógrafo, a no encontrarse allí su antiguo dueño como una clave tradicional; pero esas mismas abreviaturas y signos eran preciosos, por otra parte, como pruebas de autenticidad. Había entre ellos datos concluyentes. La o atravesada por una línea oblicua que baja de derecha a izquierda, significando cum, signo peculiar de los últimos años del siglo XIII, al comienzo del cual, así como en los anteriores y en los sucesivos, tuvo otras formas; el 2 coronado por una b a manera de exponente algebraico (2b) significando duabus y agregando con su presencia un dato más, puesto que las cifras arábigas no se generalizaron en Europa hasta el siglo XIII; el 7, representado por una A sin travesaño, como para marcar dicha transición; la palabra corpus abreviada en su primera sílaba y coronada por un 9 (cor9) y el vocablo fratibus abreviado en ftbz con una a superpuesta a la f y una i a la t; amén de diversos signos que omito. No quiero olvidar, sin embargo, las iniciales de la heroína, aquella F y aquella R tan características también en su parecido con las PP manuscritas de nuestra caligrafía, salvo el travesaño que las corta.

Existen, además, en la margen del texto, a manera de apostilla, dos escudos: uno en forma de ancha almendra, característico también del siglo XIII, y el otro romboidal, es decir, blasón de dama, salvo excepciones rarísimas como las de algunos Visconti; pero los Visconti eran lombardos, y en la época de mi documento, recién conquistaban la soberanía milanesa.

Además, los blasones en cuestión, se hallan acolados, lo que indica unión conyugal. Desgraciadamente, su campo no conserva sino partículas informes de las piezas y colores heráldicos.

Lo que dice el documento es imposible de traducir sin desventaja para el lector, pues su rudo latín perjudica desde luego el interés, con su retórica curial; sin contar la sequedad del concepto. Haré, en consecuencia, una traducción tan libre como me plazca, poniendo el original a disposición de los escrupulosos, con cuyo fin lo he depositado en nuestra Biblioteca Nacional donde puede verse a las horas de práctica.

Comienza en estos términos, que, como se verá, contradicen a Dante, a Boccaccio y al falso Boccaccio, quienes coinciden en afirmar la consumación del adulterio.

"Jamás hubo otra relación que una exaltada amistad entre Paolo y Francesca. Aun sus manos estuvieron exentas de culpa; y sus labios no tuvieron otra que la de estremecerse y palidecer en la dulce angustia de la pasión inconfesa."

El autor dice haber tenido esta confidencia del marido mismo, cuyo amigo afirma que fue.

Francesca tenía dieciséis años (la historia es conocida) cuando la desposaron con Giovanni Malatesta, como certificación de la paz concluida entre los Polentas de Ravena y los Malatesta de Rimini.

El esposo, contrahecho y feo, envió a su hermano Paolo para que se casara por poder suyo, no atreviéndose a presentarse en persona ante la joven, en previsión de un desengaño fatal y del rechazo consiguiente.

Hallábase Francesca en una ventana del palacio solariego, cuando entró al patio de honor la cabalgata nupcial; y una dama de su séquito, equivocada también, o sobornada quizá por el futuro esposo, señalóle a Paolo como al que iba a ser su efectivo dueño.

De este error provino la tragedia.

Paolo era bello y joven; culto en letras, tanto como valeroso caballero; cortés hasta el rendimiento y alegre hasta la jovialidad; todo lo contrario de su hermano, cuya sombría astucia rayaba en crueldad, y cuya desgracia física había dado en el torvo pesimismo que es patrimonio de los contrahechos con talento.

La joven se desposó, así engañada; y conducida que fue al castillo conyugal, el esposo verdadero pasó con ella la primera noche sin dejarse ver, pues había entrado a la alcoba en la obscuridad.

Creía que, consumado el matrimonio, la altivez de la dama sería la mejor custodia de sus derechos de esposo, y no se equivocaba en ello, por cierto; pero el acto demuestra con claridad, así la violencia de sus pasiones, como el frío cálculo que en satisfacerlas ponía.

El desengaño del despertar fue horrible, como es fácil colegir, para la joven desposada; y tanto como engendró desprecio y odio hacia el tirano que así abusara de su buena fe virginal, acreció hasta el amor la simpatía que por el otro había empezado a nacer. Cuánta y cuán atroz diferencia, en efecto, entre la curiosa ansiedad del breve noviazgo, satisfecha hasta el deleite con la presentación del falso prometido; el regocijado orgullo del desposorio, bajo la pompa religiosa y el esplendor mundano que parejamente realzaban la gallardía del caballero; y aquel despertar en los brazos del monstruo, cuya primera mirada de esposo aumentó ya con el ultraje de una desconfianza el cruel imperio de su fatalidad.

Uno, era todo recuerdos de dicha entrevista, de satisfacción juvenil, de belleza inmolada en ternuras; el otro, sólo tiranía del deber antipático, engaño innoble, fealdad cobarde.

No tenía más que un rasgo de grandeza, y era el miedo que inspiraba; miedo que en traílla con el deber, custodiaban su honra como dos mastines.

Francesca empezaba así a encontrar, en el fracaso de la dicha legítima, la dulzura prohibida del infierno.

En su torva primavera, que la rebelión de los cortos años no dejaba cubrirse con nieves de resignación, Paolo era el rayo de sol que recordaba, único, los marchitos pimpollos.

Alejado primero como un peligro, su discreción había vencido las desconfianzas, hasta sustituir con una fraternidad melancólica las repulsiones del mal fingido desdén.

Francesca en su misantropía que la inclinaba a la soledad, después de todo grande en el castillo, no estaba a gusto sino con él; pero sólo se veían a la luz del sol, en tácito convenio de no encontrarse por la noche.

Giovanni, ocupado en estudios tácticos que –Dios nos libre– llenaban sus horas a medias con la magia, nada advertía al parecer; pero los jorobados son tan celosos como perversos; y él, sabiendo que los jóvenes se amaban, divertíase en verlos padecer. Aquel peligroso juego atraíalo como una emoción a la vez lancinante y deliciosa, por más que el fin estuviese previsto como una obra de su puñal.

Su horrendo beso cruzaba a veces, sugiriendo tentaciones, por entre aquella tortura de la dignidad y del amor, como un refinamiento del infierno; y eso llevaba diez años, esa perversidad, fortaleciéndose de tiempo y de sombra, como el vino.

Mientras se contuviesen, sentíase vengado por la tortura de su continencia; en caso contrario, era la muerte fatal, aquella muerte caina que el canto V del poeta rememora, adjetivándola con el nombre del círculo infernal mencionado por el XXXII, como para mejor expresar su amargura única en lo anómalo del epíteto. Así habían pasado diez años.

Ultra heroísmos y deberes, el amor hizo al fin su obra. La misma sencillez de relaciones entre esposa y cuñado creó una intimidad aun crecida por la frecuencia de verse. Paolo se ingeniaba de todos modos para hacer a aquella juventud más llevadera su clausura en castillo tan lóbrego; y su exquisita cortesía, tanto como su grave ternura, derretían hasta las heces el corazón de aquella mujer, en quien los refinamientos todavía bizantinos de su ciudad natal habían profundizado sensibilidades.

No alcanzaba a perder en la ruda prueba su gusto por las sederías suntuosas, por las joyas y el marfil; y es de creer que en su dulce molicie entrara no poco el espíritu de aquel legendario malvasía, que consolaba la decadencia de los Andrónicos, sus contemporáneos, inmortalizando la ruda pequeñez de la helénica Monembasía. Magias de Bizancio, que el viento conducía a través del Adriático familiar; filtros de Bizancio diluidos en su sangre antigua; pompas de Bizancio, aún coetáneas en el lujo y en el arte, predisponíanla ciertamente al amor; a aquel amor más deseado en lo extremo de su crueldad.

Paolo era diestro en componer enigmas, que el gusto de la época había elevado a un puesto superior de literatura, empleándolos hasta en la correspondencia secreta y en las divisas del blasón. Su única falta consistía en usar, para los que componía a Francesca, el único doble tema de su hermosura y del amor.

Los primeros pasos fueron tímidos, disimulando la intención en la vaguedad.

El pergamino recuerda uno de aquellos juegos, cuya solución consistente en una palabra que tuviese sentido, recta o inversamente leída, daba la solución en legna angel.

Cita igualmente uno, al que llama "la cruz de amor", así dispuesto:


E C A T E
N E M E A
A M O R E


F U R I E
I M E N E


O este otro, en palabras angulares, que pueden ser leídas lo mismo de izquierda a derecha, que de arriba a abajo, y en el cual se precisa más el balbuceo del amor:


A M A I
M I M E
A M O R
I E R I


O este último, del mismo carácter, y que el documento llama un enigma en V.


A N I M E
A M A R O
C U O R E


Pero vengamos a la tragedia.

Habían llegado para Francesca los veintiséis años, la segunda primavera del amor, grave y ardorosa como un estío. Su decenio de padecer clamaba por una hora de dicha; y que es como el adiós amigo a la aturdida adolescencia; habíanla asaltado miedos de morir sin gustar una vez siquiera el ósculo redentor de toda su vida tan injustamente negra.

Aquel otoño habíalos fraternizado más, en largas lecturas que eran vidas de santos, sangrientas de heroísmos y singularizadas por geografías montruosas; pero un día, aciago día, el malvado cuyos diez años de goce infernal exigían por fin el desenlace de la sangre, puso al alcance de sus penas la galante colección del Novellino.

¿Cuántas veces leyeron aquellas cien narraciones halladas por ahí, al azar, en una alacena? Quizá pocas, desde que tanto llegó a turbarlos la de Lanzarote del Lago.

Fue en el balcón que abría sobre el poniente la alcoba de la castellana, durante un crepúsculo cuya divina tenuidad rosa empezaba a espolvorear, como una tibia escarcha, la vislumbre de la luna. Desde aquel piso, que era el segundo, se dominaba todo el paisaje condensado como un borrón de tinta bajo la luz lunar. Las densas cortinas obligábanlos a unirse mucho para aprovechar el escaso vano abierto sobre el cielo. Juntos en el diván, el libro unía sus rodillas y aproximaba sus rostros hasta producir ese rozamiento de cabellos cuya vaguedad eléctrica inicia el vértigo de la tentación. Sus pies casi se tocaban, compartiendo el escabel. Sobre la inmensa chimenea, una licorera bizantina que acababa de regalarlos con el delicioso licor de Zara, despedía en la sombra de la habitación el florido aroma de las guindas de Dalmacia.

Ya no leían; y así pasaron muchas horas, con las manos tan heladas sobre el libro, que poco a poco se les fue congelando toda la carne. Sólo allá adentro, con grandes golpes sordos, los corazones seguían viviendo en una sombría intensidad de crimen. Y tantas horas pasaron, que la luna acabó por bañarlos con su luz.

Galeoto fue el libro… –dice el poeta–. ¡Oh, no, Dios mío! Fue el astro.

Miráronse entonces; y lo que había en sus ojos no era delicia, sino dolor.

Algo tan distante del beso, que en ello cabía la eternidad. El alma de la joven asomábase a sus ojos deshecha en llanto, como una blanca nube que se vuelve lluvia al fresco de la tarde. ¡Y aquellos ojos, oh, aquellos ojos negros como dos golondrinas de la Pasión, qué sacrificio de ternura abismaban en el heroísmo de su silencio! ¡Ay, vosotros los que sólo en la dicha habéis amado, envidiad la tortura de esos amantes que, en el crepúsculo llorado por las esquilas, gozaban, padeciendo de amor, toda la poesía de las tardes amorosas, difundida en penas de navegantes, de ausentes y sentimentales peregrinos, como en el canto VIII del Purgatorio:


Era già l'ora che volge il disio
ai navicanti e 'ntenerisce il core
lo di c'han detto ai dolci amici addio;
e che lo novo peregrin d'amore
punge, s'é ode squilla di lontano
che paia il giorno pianger che si more.


Pálidos hasta la muerte, la luna aguzaba todavía su palidez con una desoladora convicción de eternidad; y cuando el llanto desbordó en gotas vivas –lo único que vivía en ellos– sobre sus manos, comprendieron que las palabras, los besos, la posesión misma, eran nada como afirmación de amor, ante la dicha de haber llorado juntos. La luna seguía su obra, su obra de blancura y redención, más allá del deber y de la vida…

Una sombra emergió de la trasalcoba, manchó fugazmente el pavimento de losas blancas y negras, se escabulló por la puertecilla que daba acceso al piso, y por él a la torre.

Era el enano del castillo.

Malatesta se hallaba en la torre por no sé qué consulta de astrología; pero todo lo abandonó, descendiendo la escalera interior hasta la planta donde estaba la alcoba de la castellana; aun debió correr para llegar a tiempo, pues era la pieza más distante de la torre.

El éxtasis duraba aún; pero los ojos, secos ahora, brillaban como astros de condenación con toda la ponzoña narcótica de la luna. Aquella palidez desencajada tenía el hielo inconmovible de la fatalidad; y una pureza absoluta como la muerte los aislaba en la excepción de la vida.

Materialmente, no habían pecado, pues ni a tocarse llegaron, ni a hablarse siquiera; pero el esposo vio en sus ojos el adulterio con tan vertiginosa claridad, con tal consentimiento de rebelión y de delito, que les partió el corazón sin vacilar un ápice. Y el pergamino le halla razón, a fe mía.


Pertenece al libro "Cuentos fatales"

Fecha de publicación: 1924