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Frutos coloniales

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Escritos de juventud
Frutos coloniales

de José María de Pereda

El telégrafo continúa remitiendo a la Península, con una prodigalidad escandalosa, lo que va produciendo la última sementera del general Dulce.

Admirable semilla. Asombroso terreno. Prodigiosa mano.

«Las insurrecciones aumentan. -Suspendidas libertades. -Creados consejos de guerra para los delincuentes. -Se arbitran recursos». Dicen los últimos partes.

En Plaza. -La cosecha es superior a mis esperanzas. -El fruto no cabe en los graneros. -Se me cae la casa a cuestas y acudo a los viejos puntales que derribé a mi llegada, por lo mismo que eran los únicos capaces de resistir la pesadumbre de este edificio.

Si esta proeza del célebre general de Vicálvaro no estuviera a punto de ocasionar la ruina de media España después de haber cubierto de luto a la Habana, casi me atrevería a cercenarle parte de la gloria que le corresponde por ella en beneficio del Gobierno provisional, a cuya iniciativa se debe la marcha del leal caudillo del Campo de Guardias a la isla de Cuba y hasta la implantación allí del árbol regenerador de septiembre.

Otra parte, y no escasa, diera también a la Prensa liberalísima que se ha enronquecido, la pobre, a fuerza de pedir para nuestras Antillas las libertades que tan en paz nos tienen cuatro meses hace en la metrópoli, y merced a las que no se ha derramado una gota de sangre en Andalucía, ni se ha roto un cráneo en los colegios electorales, ni se ha encarcelado a ningún español, ni se ha decretado un empréstito, ni se ha dejado de pagar una sola obligación del Estado.

Por otro lado, esa Prensa y ese Gobierno no necesitan para nada los jirones de gloria ultramarina que en esta ocasión pudieran adquirir. Una y otro cuentan ya con títulos sobrados para que la Historia, si no se pronuncia también, si es leal a su condición, les reserve un par de párrafos que no se borren a los primeros restregones.

Por de pronto, convengamos en que es admirable el tacto y el desinterés con que en Madrid se estudian entre el uno y la otra las cuestiones que, como ésta, afectan al corazón de la patria.

¿Piden los contribuyentes soldados para Cuba, fuerzas para sofocar aquella rebelión?

Pues se le dan libertades para fomentarla, porque lo exige la Prensa que no representa en España más interés que los de una legión de empleados o de cesantes.

Nada es comparable, en opinión de los hombres que nos administran y en la de los que los aconsejan, a la perspectiva que presentaran en el Congreso nacional dos docenas de diputados con dril y jipijapa, entre los que ya, le adornan de frac y de chaqueta.

El himno de Riego nos dejó sin las colonias de América, que hoy son las naciones que más cordialmente nos detestan. Pues tóquese en la isla de Cuba, por lo mismo que una rebelión estalla en ella al grito de «Independencia».

Y por si esto es poco, lleve la música y los atriles el único hombre que, sin merecer por completo las simpatías de los rebeldes, se ha enajenado, la confianza de todo español que tenga en Cuba un palmo de terreno que defender.

A los primeros acordes del himno libertador se tiñe de sangre el suelo que besó Colón antes de entregársele a Castilla; la propiedad se estremece y el pabellón nacional se abate, no sé si herido por la metralla o corrido de vergüenza.

Sólo entonces se le ocurre al destructor de los símbolos borbónicos que su munificencia liberal le compromete, y aun así necesita ver la situación al fulgor siniestro que refleja el filo de un puñal que amenaza su vida; sólo entonces se decide a retirar una dádiva de que tan pródigo se mostró, porque sólo retirándola se puede contener por un instante la catástrofe. Saludable dádiva.

Entonces se aperciben también los órganos de la Gloriosa de que la conservación de la isla de Cuba es cuestión de honra nacional; y como si no hubiera hecho todo lo posible por perder aquel rico pedazo de nuestra pasada grandeza, cambian de rumbo y piden a gritos hombres y dinero para salvarle.

El pueblo español, el anima vilis en todas las situaciones, sabiendo lo que tiene que esperar de sus gobernantes, se apresta a ir en auxilio de sus hermanos que luchan como héroes al otro lado del Atlántico.

El día en que esta empresa se realice dirá esa misma Prensa que a ella, centinela constante de los intereses de sus conciudadanos, se le debe todo. Salud se le vuelva.

Pero yo admiro mucho más que esos desvelos, la serenidad del Gobierno provisional. «Conmigo no va nada», dice muy impávido y desdeñoso, ante la augusta representación del sufragio, al tener noticia de la catástrofe de Cuba. «Todo esto se debe a las pasadas administraciones».

En esta salida no hallo más que un lado censurable: la impunidad tras de la cual se guarece el Gobierno; la confianza que abrigan sus excelencias anormales de que el cargo que hacen a los pasados Gobiernos no podrán hacérselo a ellos los que los sucedan.

Y se prueba fácilmente. El Gobierno actual está convencido de que en sus manos ha de perecer lo poco que España conserva aún que de algo le sirva.

Los que vengan detrás, como nada heredarán, nada tendrán que perder, nada que pedirle..., como no le pidan una limosna para la infeliz España regenerada.



(De El Tío Cayetano, núm. 16.)

21 de febrero de 1869.