Gerona/IX
IX
Cuando fui a la casa, ya cerca de las diez, aún no había regresado D. Pablo. Dejé abajo el fusil, y subí sin tardanza, anhelando saber de Siseta y de la señorita, y a las dos me las encontré en la sala en actitud no muy tranquilizadora. Estaba Josefina recostada en su silla con muestras de decaimiento y postración; pero con los ojos abiertos, atentamente fijos en la puerta. De rodillas a su lado, Siseta le tomaba las manos y con ademanes y palabras tiernas, a pesar de no ser oídas, procuraba tranquilizarla.
-Gracias a Dios que viene alguien de la casa-me dijo Siseta-. ¡Qué día hemos pasado! ¿Y el Sr. D. Pablo, y la señora Sumta, y mis tres hermanos?
Respondile que a ninguno de los nuestros había pasado desgracia, y ella prosiguió:
-La señorita quería salir a la calle, y he tenido que luchar con ella para detenerla. Todo lo comprende, y aunque no oye los cañonazos, se estremece toda y tiembla cuando resuena alguno, aunque sea muy lejano. Tan pronto lloraba, como caía en mis brazos desmayada llamando sin cesar a su padre. La pobrecita sabe muy bien que hay guerra en Gerona. Yo también he tenido un miedo... Figúrate: aquí solas... A cada instante me parecía que la casa se venía al suelo. Pero lo peor fue que se nos metieron aquí unos hombres. No me quiero acordar, Andrés. A eso de las dos, y cuando pareció que se acababan los tiros, entraron seis o siete patriotas, unos con uniforme, otros sin él y todos con fusiles. Cuando nos vieron, empezaron a reírse de nuestro susto, y luego dieron en registrar la casa, diciendo que querían llevarse todo lo que había de comida, porque la tropa estaba muerta de hambre. La señorita se quedó como difunta cuando los vio, y ellos por broma nos apuntaban con los fusiles para oírnos gritar llamando a todos los santos en nuestra ayuda. Aunque eran unos bárbaros, no nos hicieron daño alguno más que el gran susto y el llevarse cuanto encontraron en la cocina y en la despensa. ¡Ay, Andrés! No handejado nada de lo que el Sr. D. Pablo había guardado, y esta noche no se encontrará aquí ni una miga de pan que llevar a la boca. ¡Cómo se reían los malditos al meter en un gran saco lo mucho y bueno que encontraron! Yo les rogué que dejasen alguna cosa; pero volvieron a apuntarme con los fusiles, diciendo que la tropa tenía ganas, y que la señora Sumta les había dicho que estas despensas estaban bien provistas.
No había concluido mi amiga su relación, cuando entró el Sr. D. Pablo; mas para no presentarse a su hija con el brazo manchado de sangre, pasó a una habitación interior, con objeto de arreglarse un poco y vendar su herida, en cuyo sitio me reuní con él para contarle lo ocurrido.
-¡Dios y la Virgen Santísima nos amparen! -exclamó con consternación-. ¡Con que me han saqueado la casa! La culpa la tiene esa maldita, y siempre habladora Sumta, que por todas partes ha de ir pregonando si tenemos o no tenemos provisiones. ¿Y mi hija? La pobrecita habrá comprendido que se encuentra en el cráter de un espantoso volcán, y serán inútiles todas nuestras comedias para convencerla de lo contrario. Es preciso buscar algo que comer, Andrés, sí, algo que comer. Mi hija se morirá de terror; pero no quiero que se muera de hambre.
-Nada se encuentra en Gerona -respondí- y menos a estas horas.
-¡Qué calamidad! Pero cómo es posible...-dijo en la mayor confusión, mientras yo le vendaba la herida, y se mudaba de vestido-. ¡Ay!, cómo me duele el brazo; pero es preciso disimular. Andrés, no te marches. Esta noche necesito de tu ayuda... Es preciso que busquemos algún alimento.
Al presentarse delante de su hija, ésta mostró su alegría claramente, abrazándole con cariño; pero al punto sus ojos revelaron vivísimo espanto, echó atrás la cabeza y cruzando las manos exclamó, «sangre».
-¿Qué hablas de sangre, hija mía? -dijo el padre desconcertado-. Que estoy manchado de sangre... Ya... sí, en la chupa hay algunas gotas... pero déjame que te cuente. ¿Sabes que he ido de caza?
La muchacha no entendía.
-Que fui de caza -escribió en el pliego de papel D. Pablo-. Fue un compromiso; no me pude evadir. El magistral y D. Pedro me cogieron, y zas, al campo... He matado tres conejos.
La enferma oprimiéndose la cabeza entre las manos, exclamó:
-¡Guerra en Gerona!
-¿Qué hablas ahí de guerra? Lo que hay es que hemos tenido un fuerte temporal... Me he mudado de ropa, porque me puse como una uva. ¿Has comido hoy bien?
-No ha tomado nada -dijo Siseta-. Ya sabrá su merced por Andrés, que unos bergantes saquearon la casa.
Esto pasaba, cuando sentimos gran estruendoen lo bajo de la casa, no estampido de bombas y granadas, sino clamor chillón y estridente, de mil desacordes ruidos compuesto, tales como patadas, bufidos, cacharrazos y sones bélicos de varia índole; pero que al pronto revelaban proceder de una muchedumbre infantil que se había metido por las puertas adentro. Nomdedeu lleno de confusión, miraba a todos lados, inquiriendo con los ojos qué podía ser aquello; pero pronto él y los demás salimos de dudas, viendo entrar una turba de chiquillos, que desvergonzadamente y sin respeto a nadie, se colaron en la sala, dando golpes, empujándose, chillando, cacareando y berreando en los más desacordes tonos. Dos de ellos llevaban sendos cacharros colgados al cinto, y sobre cuyo abollado fondo redoblaban con palillos de sillas viejas; varios tocaban la trompeta con la nariz, y todos al compás de la inaguantable música bailaban con ágiles brincos y cabriolas. Parecía una chusma infernal que salía de las escuelas de Plutón.
No necesito decir que al frente del ejército venían Manalet y Badoret, este último llevando a cuestas a Gasparó, tal como le vi en la muralla. Ninguno dejaba de llevar palo, caldero viejo o vara con pingajos colgados de la punta, con cuyos objetos se simulaban fusiles, tambores y banderas. Un fondo de silla de paja atado a una cuerda y arrastrado por el suelo, servía de trofeo a uno, y otro adornaba su cabeza con un cesto medio deshecho, no faltando las casacas de militares hechas jironesy los morriones de antigua forma con descoloridas plumas adornados.
D. Pablo, ciego de cólera y fuera de sí, apostrofó a los muchachos tan violentamente, que casi casi estuvieron a punto de aplacar un poco su entusiasmo bélico.
-Granujas, largo de aquí al instante -les dijo-. ¿Qué desvergüenza es esta? ¡Meterse en mi casa de este modo!
Siseta, indignada de tal audacia, cogió por un brazo a Manalet, que acertara a pasar junto a ella, y comenzó a vapulearle de un modo lastimoso. Yo también tomé parte en la persecución del enjambre, y empezó el reparto de pescozones a diestra y siniestra. Pero de pronto observamos que la enferma contemplaba a los desvergonzados muchachos con complaciente atención y sonreía con tanta espontaneidad y desahogo como si su alma sintiera indecible gozo ante aquel espectáculo. Hícelo notar al Sr. D. Pablo, y al punto este se puso de parte de los alborotadores, conteniendo a Siseta que iba sobre ellos con implacable furor.
-Dejarlos -dijo Nomdedeu-. Mi hija demuestra que está muy complacida viendo a esta canalla. Mira cómo se ríe, Andrés; observa cómo les aplaude. Bien, muchachos; corred y chillad alrededor del cuarto.
Y diciendo esto D. Pablo, poniéndose en medio de la sala, empezó a llevar el compás. En mal hora se les ordenó seguir. ¡Santo Dios! ¡Qué algazara, qué estrépito! Parecía que lasala se iba a hundir. Baste decir que se extralimitaron de tal modo, y de tal modo se dejaron llevar a los últimos delirios de la travesura, que al fin fue preciso poner freno a tanto juego y vocerío, porque hasta llegó el caso de que los transeúntes se detuvieran en la calle, sorprendidos y escandalizados por tan desusado rumor.
-¿Dónde has estado todo el día? -exclamó Siseta echando mano a Barodet, y deteniéndole-. ¡Y la criatura tiene sangre en el pie! Ven acá, condenado; me las pagarás todas juntas. Espera a que bajemos a casa, y verás. Y tú, Manalet de mil demonios, ¿qué has hecho de la camisa?
-En la calle de la Ballestería estaban curando unos heridos y no tenían trapos. Me quité la camisa y la di.
-¿Para qué habéis traído a casa tanto muchacho mal criado?
-Son nuestros amigos, hermana -repuso Badoret-. Hemos estado en el Capitol y allí nos han dado un poco de vino. Hermana, aquí en el seno te traigo cinco guindas.
-Marrano, ¿piensas que las voy a comer de tus manos asquerosas? Ven acá, Gasparó. Este pobrecito no habrá comido nada. ¿Qué te han hecho en el pie, que tienes sangre?
-Hermana, una bala de cañón pasó por donde estábamos, y si Gasparó no se hace para un lado, le lleva medio cuerpo; no le cogió más que la uña chica. ¡Si vieras qué valiente ha estado! Se metió debajo del cañón y allí seestuvo mirando a los franceses que querían subir a la muralla. Y les amenazaba con el puño cerrado. ¡Bonito genio tiene mi niño! Pues no creas... Ningún francés se metió con él.
-Te voy a desollar vivo -le dijo Siseta-. Espera, espera a que bajemos. A ver si se marcha pronto de aquí toda esa canalla.
-No, que se aguarden un poco -indicó don Pablo-. Son unos jovenzuelos muy salados. Mira qué contenta está Josefina. Lo que quiero, Badoret, es que no metáis mucho ruido. Bailen ustedes, y marchen de largo a largo por toda la casa; pero sin gritar para que no se escandalice la vecindad. Y dime, Manalet, ¿traen ustedes algo de comer?
-Yo traigo cinco guindas -dijo prontamente Badoret, sacándolas del seno.
-Dadme con disimulo y sin que lo vea mi hija todo lo que traigáis, que yo os daré ochavos para que compréis pólvora.
-Pauet tiene cuatro guindas -dijo Manalet.
-Pues vengan acá.
-Y yo tengo también un pedazo de pan, que me sobró del de la monja.
-Pepet -dijo otro de mis chicos- trae acá ese medio pepino que le cogiste al soldado muerto.
-Yo doy este pedazo de bacalao -dijo otro entregando la ofrenda en manos de D. Pablo.
-Y yo esta cabeza de gallina cruda -añadió un tercero.
En un momento se reunieron diversosmanjares tales como troncos de col, que llevaban impreso el sello de las limpias manos de sus generosos dueños; garbanzos crudos que habían sido sacados por los agujeros de las sacas por sutilísimos dedos; algunos pedazos de cecina, andrajos de buñuelos, zanahorias, dos o tres almendras en confite, que ya habían recibido muchas mordidas, y otras viandas, tan liberalmente entregadas como alegremente recibidas. Procurando que no se enterase su hija, llamó D. Pablo a la señora Sumta, que acababa de llegar en aquel instante, y llevándola tras el sillón de la enferma, le dijo:
-A ver si con todo esto compone usted una cena para la enferma. Es preciso hacerle creer que nadamos en la abundancia.
-¿Qué hemos de hacer con esto, señor, si no lo querrán ni las gallinas? En casa no falta qué comer.
-¡Maldita sargentona; todo se lo han llevado, todo lo han saqueado unos malditos militares que se entraron aquí! Si usted no fuera tan entrometida, tan bocona, y tan amiga de meterse donde no la llaman y de hablar lo que nadie la pregunta, no nos veríamos en esta... Y no digo más. Avíe usted una cena con esto; que mañana Dios dirá. ¿Se ha olvidado usted de cocinar? ¡Lástima que no se le reventara el fusil entre las manos, a ver si se curaba de sus locuras! A la cocina. ¡Uf! Pronto, a la cocina. Está usted apestando a pólvora.
Los muchachos, que como todos los de suedad, eran de los que si se les da el pie se toman la mano, luego que se vieron autorizados por el dueño de la casa para hacer de las suyas, dieron rienda suelta a la bulliciosa iniciativa, y no fue gresca la que armaron. Rodeando la mesa que la enferma tenía ante su sillón, no se dieron por satisfechos con mirar los distintos objetos que en ella había, sino que en todos pusieron las manos, tocando, tentando y moviendo cuanto vieron. Josefina, lejos de manifestar disgusto por tanta impertinencia, se reía de ver su inquietud. Por señas indicó a su padre que debía dar de cenar a los importunos visitantes, a lo que contestó con palabras y cierta festiva ironía D. Pablo:
-Sí, ahora. Sumta les está preparando un opíparo banquete.
Padre e hija dialogaron un rato como Dios les dio a entender, y al fin la enferma, con voz clara y entera, habló así:
-No, no me pueden convencer de que no hay guerra en Gerona. Usted no ha ido de caza, sino a curar los heridos, y estos chicos que vienen imitando a los soldados hacen ahora lo mismo que han visto.
-¡Qué habladora está! -dijo Nomdedeu-. Buen síntoma. En un año no le he oído tantas palabras juntas. Está visto que las travesuras y lindezas de estos muchachos han reanimado su espíritu. Andrés y tú, Siseta; riámonos todos, mostrando hallarnos muy satisfechos.
Según la orden del amo, prorrumpimos en sonoras risas, siendo al punto excesivamentesecundados al punto por el coro infantil. D. Pablo sentose luego junto a ella, y tomando la pluma se preparó a comunicarle algo grave y largo y difícil de exprimir por señas, pues sólo en este caso se valía Nomdedeu del lenguaje escrito. Púseme tras de su asiento, y pude leer, mientras escribía, lo que sigue:
-Hija mía, tienes razón. Hay guerra en Gerona. Yo no te lo quería decir por no asustarte; pero pues lo has adivinado, basta de engaños y comedias. Ni yo he estado de caza, ni he pensado en ello. Voy a contarte lo ocurrido para que no estimes ni en más ni en menos los sucesos de este gran día. Cierto es que los franceses han vuelto a poner cerco a Gerona. Hace tiempo que se presentó amenazándonos un ejército de doscientos mil hombres, mandados por el mismo emperador Napoleón en persona.
Josefina al leer esto que era de lo más gordo, mironos a todos, interrogándonos con los ojos acerca de la exactitud de tal noticia, y no necesitamos que D. Pablo nos lo advirtiera para hacer demostraciones afirmativas que hubieran convencido a la misma duda. El padre continuó así:
-Has de saber que ahora tenemos aquí un gobernador que llaman D. Mariano Álvarez de Castro, el cual en cuanto vio venir a los franceses dispuso las cosas de manera que no quedara uno solo para contarlo. Concertó de modo que un ejército español de quinientos mil hombres, que estaba ahí por Aragón sinsaber qué hacerse, viniese en nuestra ayuda por el lado de Montelibi, precisamente cuando los franceses nos atacaban esta mañana por el otro lado. Al amanecer rompieron el fuego; desde la muralla de Alemanes se veía a Napoleón I montado en un caballo y con un grandísimo morrión todo lleno de plumas en la cabeza. Embisten los franceses... ¡Ay!, hija mía: habías tú de ver aquello. Nuestros soldados los barrían materialmente, y como a la hora de empezar el combate apareció el ejército de quinientos mil hombres como llovido, los pobres cerdos no supieron a qué santo encomendarse. En fin, hija mía, les hemos dado una paliza tal, que a estas horas van todos camino de Francia con su Emperador a la cabeza, con lo cual se acaba la guerra y pronto tendremos aquí a nuestro rey Femando.
Josefina volvió a asesorarse de nosotros antes de dar crédito a tales maravillas.
-Yo no te lo había querido decir -continuó Nomdedeu- por no asustarte; pero el júbilo de la ciudad es tan grande, que ni aun tú que estás tan retraída podrías dejar de conocerlo. Lo mismo que estos chicos, andan los mayores por el pueblo, entregados a las manifestaciones de un delirante regocijo. Figúrate que en los pasados días, los franceses que andaban por ahí, no permitían llegar comestibles al pueblo y hoy todo es abundancia, y además de lo que puede venir, tenemos todo lo que al enemigo se ha cogido, que es, si no me engaño, tantos miles de bueyes, no sé cuántos millones de sacosde harina, y los miles de los miles en gallinas, huevos, etc... Ya podemos marchar a Castellà cuando quieras...
-Mañana mismo -dijo Josefina con afán.
-Sí, mañana mismo -escribió D. Pablo-. Estamos como queremos, y jamás ha tenido Gerona temporada más alegre, más animada. La gente está loca de contento, y todo se vuelve cantos y bailes y felicitaciones y regocijos. Como los víveres han entrado esta tarde con abundancia fenomenal, hija mía, yo te he traído de todo cuanto hay en la plaza; y aunque tu estómago sigue débil, yo creo que debes tomar de todo, con tal que sea en dosis muy pequeñas. Sobre esto consulté a D. Pedro, mi compañero en el hospital, y me dijo que convenía alimentarte con una gran diversidad de manjares, tomando de cada uno ración muy mínima y cuidando según lo ordena Hipócrates, de que alternen en un mismo plato la cecina y las guindas, los buñuelos con la leguminosa cicer pisum, que llamamos garbanzo, y las almendras confitadas con esa planta salutífera que se conoce en la ciencia por Beta vulgaris latifolia, y que comúnmente llamamos acelga, manjar de gran virtud medicinal si se le mezcla con dulce, con nueces y hasta con un poquito de bacalao. Con que disponte a cenar, que mañana si el día está bueno, se podrá ir a Castellà, aunque a decir verdad, hija mía, ahora caigo en que tal vez sea difícil, porque todos los carros y caballerías del pueblo los ha tomado la Junta con objeto de organizarla gran procesión y cabalgata con que ha de celebrarse este triunfo sin igual. Pero será cosa de dos o tres días. Es preciso que te animes para salir a ver las iluminaciones de esta noche, aunque hablando en puridad no te conviene tomar el sereno; y para que participes de la común alegría, aquí tenemos a Andrés y a Siseta, que se prestarán a bailar delante de ti con los chicos un poco de sardana y otro poco de tira-bou, comenzando esta noche, para que también en esta casa se manifieste la inmensa satisfacción y patriótico alborozo de que está poseída la ciudad. Como tú no oyes, suprimiremos el fluviol y la tanora que sólo sirven para meter inútil ruido. Con que puedes dar la señal para que comience la fiesta. Yo voy un instante a preparar en el comedor la riquísima y abundante cena con que obsequiaremos a estos jóvenes, así como a los preciosos y bien educados niños.
Y luego volviéndose a Siseta y a mí, nos dijo:
-No hay más remedio. Es preciso bailar un poquito, aunque supongo, Andrés, que ese cuerpo, venido hace poco de Santa Lucía, no estará para sardanas. Pero, amigos, bailando hacéis una obra de caridad. ¡Quién lo había de decir! ¡Hay tantas maneras de practicar el santo Evangelio!