Ir al contenido

Gerona/XI

De Wikisource, la biblioteca libre.

XI

Esto que he referido a ustedes se repitió algunos días. Después vinieron circunstancias distintas y todo cambió. Los franceses escarmentados con la vigorosa y nunca vista defensa del 19 de Setiembre, mediante la cual estrelláronse contra todos los puntos de la muralla que quisieron franquear, no se atrevían al asalto. Tenían miedo, dicho sea sin petulancia; conocían la imposibilidad de abrir las puertas de Gerona por la fuerza de las armas, y se detuvieron en su línea de bloqueo, con intención de matarnos de hambre. El 26 de Setiembre llegó al campo enemigo el mariscal Augereau, el cual dicen se había distinguido en las guerras de la república y en el Rosellón; trajo consigo más tropas, las cuales poniéndonos por todos lados cerco muy estrecho, nos encerraron en términos que no podía entrar ni una mosca. Excusado es decir a ustedes que los pocos víveres que había se fueron acabando hasta que no quedó nada, sin que el gobernador diera a esto importancia aparente, pues cada hora se sostenía más en su tema deque Gerona no se rendiría mientras él viviese, y aunque media población sucumbiera a las penas del hambre y a las calenturas que se iban desarrollando al compás de no comer.

Ya no era posible pensar en socorros, como no vinieran por los aires. Ya no teníamos el triste recurso de buscar la muerte en las murallas, porque ellos no se cuidaban de asaltarlas, y era forzoso cruzarse de brazos y dejarse morir, mirando la efigie impasible de don Mariano Álvarez, cuyos ojos vivos no paraban nunca observando aquí y allí nuestras caras, por ver si alguna tenía trazas de desaliento o cobardía. Estábamos moralmente aprisionados entre las garras de acero de su carácter, y no nos era dado exhalar una queja ni un suspiro, ni hacer movimiento que le disgustara, ni dar a entender que amábamos la libertad, la vida, la salud. En suma, le teníamos más miedo que a todos los ejércitos franceses juntos.

Morir en la brecha es no sólo glorioso, sino hasta cierto punto placentero. La batalla emborracha como el vino, y deliciosos humos y vapores se suben a la cabeza, borrando de nuestra mente la idea del peligro, y en nuestro corazón el dulce cariño a la vida; pero morir de hambre en las calles es horrible, desesperante, y en la tétrica agonía ningún sentimiento consolador ni risueña idea alborozan el alma irritada y furiosa contra el mísero cuerpo que se le escapa. En la batalla, la vista del compañero anima; en el hambre el semejanteestorba. Pasa lo mismo que en el naufragio; se aborrece al prójimo, porque la salvación, sea tabla, sea pedazo de pan, debe repartirse entre muchos.

Llegó el mes de Octubre y se acabó todo, señores: se acabó la harina, la carne, las legumbres. No quedaba sino algún trigo averiado, que no se podía moler. ¿Por qué no se podía moler? Porque nos comimos las caballerías que movían los molinos. Se pusieron hombres; pero los hombres extenuados de hambre, se caían al suelo. Era preciso comer el trigo como lo comen las bestias, crudo y entero. Algunos lo machacaban entre dos piedras, y hacían tortas, que cocían en el rescoldo de los incendios. Aún quedaban algunos asnos; pero se acabó el forraje, y entonces los animalitos se juntaban de dos en dos y se mantenían comiéndose mutuamente sus crines. Fue preciso matarlos antes que enflaquecieran más; al fin la carne de asno, que es la más desabrida de las carnes, se acabó también. Muchos vecinos habían sembrado hortalizas en los patios de las casas, en tiestos y aun en las calles; pero las hortalizas no nacieron. Todo moría, humanidad y naturaleza, todo era esterilidad dentro de Gerona, y empezó una guerra espantosa entre los diversos órdenes de la vida, destruyéndose de mayor a menor. Era una guerra a muerte en la animalidad hambrienta, y si al lado del hombre hubiera existido un ser superior, nos hubiéramos visto cazados y engullidos.

Yo padecía las más crueles penas, no sólo por mí, sino por la infeliz Siseta y sus tres hermanos, que carecían absolutamente de todo. Los chicos eran al principio los mejor librados, porque ellos salían a la calle, y merodeando o husmeando aquí y allá, siempre sacaban alguna cosa; pero Siseta, la pobre Siseta, no tenía más amparo que yo, y yo me volvía loco para buscarle el sustento. Había, sí, algunos víveres en la plaza, y se encontraban pececillos del Oñá, que más que peces parecían insectos, y pájaros escuálidos, que eran cazados desde los tejados: también había alguna carne de mulo y de perro; pero para adquirir estos artículos se necesitaba dinero, mucho dinero, y nosotros no lo teníamos. La ración de trigo seco había llegado a sernos tan repugnante como un veneno.

D. Pablo Nomdedeu gastaba todos sus ahorros para poner a su hija una mala comida, y fue de los que dieron por una gallina diez y seis o veinte pesos, cuando algún payés, afrontando mil peligros y venciendo obstáculos mil, lograba entrar en la plaza. En los días de la gran escasez, la señora Sumta no bajaba nada a casa de Siseta, y los chicos se secaban los ojos mirando a la escalera por ver si descendía por ella algún maná. Llegó también el día en que Badoret, Manalet y Gasparó se cansaron de sus correrías por las calles, porque de todas partes eran expulsados los muchachos vagabundos, por la mala opinión que había respecto a la limpieza de sus manos. Flacosy casi desnudos, mis tres hermanos o mis tres hijos, pues como a tales traté siempre, inspiraban profunda compasión, y formando lastimero grupo junto a Siseta, permanecían largas horas en silencio, sin juegos ni risas, tan graves como ancianos decrépitos; inertes y quebrantados, sin más apariencia de vida que el resplandor de sus grandes ojos negros, llenos de ansioso afán. Siseta les miraba lo menos posible, deseando así conservar la calma que se había impuesto como un deber, y hasta se atrevía a mostrar conatos de severidad, creyendo equivocadamente que en tal trance la fuerza moral servía de alguna cosa.

Yo estuve tres días sin verlos, porque mis obligaciones me impedían ir a la casa. Cuando fui, encontreles en la situación que he descrito.

Desde luego admiré la entereza de los pobres niños, bastante inteligentes para no importunarnos pidiéndonos lo que sabían no podíamos darles. Únicamente Gasparó, comiéndose sus puños y bebiéndose sus lágrimas, faltaba a la circunspección sostenida por sus hermanos. Llegó un momento en que Siseta, no pudiendo contener su dolor, empezó a llorar amargamente registrando después los últimos rincones de la casa por ver si parecía de milagro alguna vianda. Yo salí, volví a entrar, salí de nuevo y regresé, después de dar mil vueltas, con la terrible evidencia de que no podía encontrar nada. Siseta y yo convenimos en que era preciso rezar, con la esperanza de que afuerza de ruegos, nos enviase Dios por sus misteriosos caminos, algo de lo que tanto necesitábamos. Pero rezamos y Dios no nos mandó nada.