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Gerona/XVII

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XVII

Pero en la desbandada del numeroso ejército, no abandonaron el campo todos los combatientes, no: allí enfrente de mí, arrastrando por el suelo su panza formidable estaba uno, el más grande, el más fuerte ¿por qué no decirlo?, el más hermoso de todos, fijando en mí el chispeante rayo de sus negras pupilas, con la oreja atenta, el hocico husmeante, las garras preparadas, el pelo erizado, y extendida la resbaladiza cola escamosa y pardusca.

-¡Ah, eres tú, Napoleón! -exclamé en voz alta como si el terrible animal entendiese mis palabras-. Ya te reconozco. Eres el mayor y el más fuerte de todos, eres el que iba delante cuando bajabais por la escalera. Infame, tu corpulencia y tus años te dan sobre los de tu ralea la superioridad que demuestras; pero eres un egoísta que por tu propio provecho reúnes a tus hermanos para que te ayuden en tus carnicerías. Miserable, ellos están flacos y tú estás gordo. Lo que ellos husmean tú te lo comes, y a falta de otro manjar, devorarás alos pequeñuelos que te siguen, orgullosos de tener un general tan bravo. Miserable, ¿por qué me miras? ¿Crees que te temo? ¿Crees que temo a una vil alimaña como tú? El hombre, que a todos los animales domina, que de todos se vale, que se alimenta con los más nobles ¿temblará ante un indigno roedor como tú?

Corrí hacia él, pero desapareció agachándose para esconderse entre unos maderos. Despejé aquel sitio; pero él se escurrió ligeramente y le perdí de vista. Esta exploración me llevó muy adelante en la larga bodega, y en la crujía inmediata vi que se desparramaban a un lado y otro, corriendo por encima de las tinajas y por las mil sinuosidades de la pared, mis enemigos de un momento antes. Todos me miraban pasar y corrían de un lado para otro. No me quedaba duda de que eran algunos miles. A cada instante me parecía mayor su número.

En un rincón de la última crujía había un pequeño tonel en pie tapado con una baldosa, con aspecto muy parecido al de una colmena. Cierto vago rumor que de allí salía, me hizo fijar la atención, y entonces vi que por la posición del tonel, la boca estaba de frente. Pero lo que me causó sorpresa no fue esto, sino que por dicha boca apareció un dedo y después dos. En el mismo momento una voz al mismo tiempo infantil y cavernosa, como voz de niño que sale por el agujero de un tonel, llegó a mis oídos diciendo:

-Andrés, ya te veo. Aquí estoy. Soy yo, Manalet. ¿Se ha ido esa canalla? Me he encerradoaquí para que no me comieran, y he tapado mi casa con una baldosa. ¿Tienes algo de comer?

-No; ya puedes salir. No tengas miedo -le respondí.

-Están ahí todavía. Siento sus patadas. Son cientos de miles. Ayer no había tantos; pero Napoleón ha ido esta mañana y ha vuelto con no sé cuántos miles más. Toma este eslabón y esta yesca, Andrés. Prende fuego en un manojo de yerba, teniendo cuidado de que no se encienda todo y verás cómo echan a correr.

Diome por el agujero el pedernal, eslabón y pajuela, y al punto hice fuego. Cuando el resplandor de la llama iluminó las oscuras bóvedas y muros, todos los caballeros corrieron despavoridos, y bien pronto no quedó uno. Ignoro el lugar de su repentina retirada.

-Se han ido -dije-. Ya puedes salir.

Entonces vi que se levantaba la baldosa que tapaba el tonel y aparecieron los cuatro picos negros de un bonete de clérigo. Debajo de este tocado se sonreía con expresión de triunfo la cara de Manalet.

-Si tú no vienes -dijo- ¿qué hubiera sido de mí?

-¡Bonito sombrero! -exclamé riendo.

-Perdí la barretina, y como tenía frío en la cabeza...

-¿Y Badoret?

-Está en el tejado. Oye lo que nos pasó. Ayer cazamos algunos; pero no pudimoscoger a Napoleón; que así le llamamos por ser el más grande y el más malo de todos. Cuando anocheció, anduvimos dando vueltas por la casa y nos encontramos una cama; ¡qué cama, Andresillo! Era la del canónigo. Como valía más que la nuestra, nos acostamos en ella; pero no pudimos dormir, porque al poco rato sentimos un rum de dientes y uñas... Eran esos pillos que se estaban cenando la biblioteca. Nos levantamos, Andrés, y les apedreamos con los libros y con los muchos cacharros y figuritas de barro que el canónigo tiene allí. ¿Pues creerás que no pudimos coger ninguno vivo? Perseguidos por nosotros, se fueron en bandada al tejado, luego bajaron al patio, volvieron, y nosotros siempre tras ellos sin poderlos pescar. Pero me dijo Badoret: «Yo me voy al tejado, y les hostigaré para que bajen. Ponte tú a la entrada de la bodega, detrás de la puerta, y conforme vayan entrando, les vas descargando palos, y alguno ha de caer». Así lo hicimos. Yo bajé aquí, y desde arriba Badoret me decía: «Alerta, Manalet. ¡Allá van!». ¿Querrás creer que estando yo en esa puerta entraron todos en batallón con tanta fuerza que me caí al suelo? Cuando me levanté encendí la luz y todos se marcharon; pero luego volvieron y entre todos casi me comen. ¡Ay, Andrés, qué miedo! Uno me roía por aquí, otro por allá, y yo empecé a llorar, porque ya creía no volver a ver más a Siseta, a Gasparó, a ti ni al Sr. Nomdedeu. Pero, amigo, oye lo que hice para escapar: le recé a San Narciso y a la Virgen unos ocho padrenuestroslo menos, y cátate aquí que no había de decir más líbranos del mal amén, cuando, chico, suenan unos truenos, unos cañonazos, unos estampidos tan terribles que aquello parecía el fin del mundo. ¿Qué crees que era? Pues nada más sino que un gigante empezó a dar patadas en la casa, encimita de aquí, y desde esta misma bodega sentí caer las paredes. Allí habías de ver cómo corrían estos bichos, llenos de miedo por los golpes que dio el gigante mandado por la Virgen y San Narciso para salvarme. Me parece que le estoy oyendo.

-Pues qué, ¿habló también?

-Sí, hombre. Pues no había de hablar. Después de dar muchas patadas dijo con un vozarrón muy fuerte: «¡Canallas, dejad a Manalet!». Pues verás. Después de esto quise salir, pero no encontré la puerta. Me volví loco dando vueltas para arriba y para abajo, y otra vez recé a San Narciso y a la Virgen para que me sacaran. Nada, no me querían sacar. Luego volvió Napoleón, y con él muchos, muchísimos más, porque has de saber que por el agujero que está debajo de aquella pipa se pasan de esta casa al almacén de la calle de la Argentería, y también van al río, y a las casas de la plaza de las Coles. Como ahora no encuentran qué comer en ninguna parte, andan de aquí para allí y entran y salen. Pues, hijito, la volvieron a emprender conmigo, y la segunda vez no me valió rezar hasta diez y ocho o diez y nueve padrenuestros. Lo que hice fue encender luz, y entonces me dejaronen paz; pero tenía tanto miedo que me metí en el tonel donde me encontraste y lo tapé con la baldosa para estar más seguro. Yo decía: «¿Pero tendré que estar aquí un par de años, San Narcisito de mi alma?». Y me acordaba de Siseta y de Gasparó. ¡Ay, Andrés, si no vienes tú, allí me quedo!

-Pues vámonos fuera -le dije tomándole por la mano- y busquemos a Badoret para salir de esta casa. Veo que los dos sois unos cobardes, que os habéis dejado acoquinar por esos animalitos. ¿Habéis llevado algo al mercado?

-¡Qué habíamos de llevar! Espérate y verás. Hemos de coger vivos un par de docenas, y si tú nos ayudas... Andresillo, Napoleón vale lo menos nueve reales. Si le cogiéramos...

Salimos fuera y Manalet se sorprendió de ver los destrozos causados en la casa por la explosión del proyectil.

-Mira los desperfectos hechos por el gigante que vino a salvarte, Manalet. Ahora tratemos de subir en busca de tu hermano.

-En el otro patio hay una escalera chica por donde se puede subir -dijo-. ¡Cómo está la casa! Bien decía yo que el gigante, por querer meter mucho ruido, la destrozó toda.

Subimos, y en ninguna de las habitaciones del piso principal vimos al buen Badoret. Le llamábamos, pero ninguna voz nos respondía. Por último, le hallamos dormido sobre una cama colocada en uno de los últimos aposentos del desván. Despertámosle y nos llevó a la biblioteca donde, según dijo, tenía un repuestode víveres que había encontrado en la casa.

-Sí, señor D. Andrés -dijo sacando gravemente una llave del bolsillo de sus andrajosos calzones-. Aquí tengo una buena cosa.

Y abrió la gaveta de una gran cómoda antigua chapeada de marfil y madreperla. Lo primero que vi fue un gran número de antiguas monedas de cobre y plata, todas romanas, a juzgar por lo que había oído contar de las colecciones del canónigo Ferragut. Badoret apartó a un lado varios objetos, y descubrió un niño Jesús de esa pasta de alfeñique que tan bien han hecho siempre las monjas.

-Este es un regalito que hicieron las monjas al señor canónigo -dije tomándolo -. Se lo llevaremos a Siseta. En casos de hambre, es lícito comerse lo ajeno. Muchachos, cuidado con coger una sola de esas monedas.

Al niño Jesús le faltaba una pierna devorada por Badoret, y no pude evitar que Manalet se comiese la otra.

-¿Tienes algo más? -pregunté.

-Sí -dijo Badoret-. Si el Sr. Andrés quiere unas lonjitas de manuscrito de ochocientos años y una copa de tinta superior, se lo puedo servir.

Por el suelo yacían arrojados en desorden y medio roídos por los ratones, los preciosos manuscritos y los incunables, reunidos en tantos años por el celo y la paciencia del ilustre clérigo; y con un plano a pluma de la vía romana ampurdanesa, Badoret se había hecho un sombrero de tres picos.

-Aquí tengo un pincho que voy a llevar esta tarde a la muralla para ver qué dicen de él los franceses -dijo el mismo señalando una partesana del renacimiento, cuyo rico damasquino causaría admiración al menos inteligente-. Por ese agujero que está en el rincón, salieron varios generales que venían de la otra casa, y para cortarles la retirada lo tapé con la cabeza de aquella estatua de mármol que está debajo del sillón.

En efecto, una cabeza de ángel tapaba un agujero que se abría por el desconche de la mampostería en el zócalo de la pieza. Estaba ajustado y atacado con papeles y trozos de vitela, entre cuyos pliegues se advertía el hermoso colorido y el oro de las letras pintadas por los benedictinos de la Edad Media.

-Habéis destrozado todas las maravillas que aquí tenía el Sr. Ferragut -dije con enfado-. En cambio de tanta pérdida, nada habéis podido llevar hoy al mercado.

-Ya llevaremos, amigo Andrés -me contestó Badoret-. ¿Cómo está mi hermana? ¿Cómo está mi señor hermano D. Gasparó? No salgo de aquí sin llevarles una buena pieza. La cabeza del niño Jesús será para el chiquito, el cuerpo para Siseta, un brazo para la señorita Josefina, y otro para el Sr. Nomdedeu. Veremos si se coge a Napoleón. Anoche vino aquí y quiso llevarse un pedazo de vela de cera. Si no estoy pronto a coger el violín en que tocaba el señor canónigo y a estampárselo encima, carga con ella.

En el suelo yacía hecho astillas el Estradivarius del buen Ferragut; pero Manalet le recogió con intento, según dijo, de hacer un barco con él.

-Andrés -dijo Badoret-. Napoleón es malo y traidor. No se deja coger, y sabe más que todos nosotros. Cuando viene con su gente, él se pone delante y les echa cada arenga... Cuando encuentran algo, él se lo come y da hocicadas a los demás. Aunque le tires encima palos, cacharros, estatuas, cuadros, monedas, libros, violines, bonetes, mapas y cuanto hay aquí no consigues matarle ni herirle. Te diré por qué. Tú crees que Napoleón es una rata. Aviado estás. No es sino el demonio, el demonio mismo. O si no, escucha. Anoche después que bajó Manalet, me tendí en la cama del canónigo, que es más blanda que la mía, y desde que cerré los ojos sentí que me roían un dedo. Sacudí la mano y aquello pasó. Pero luego empezaron a roerme otro dedo. ¡Ay, chico, qué miedo! Volviéndome del otro lado, me puse panza arriba. Entonces el condenado animal se me subió encima del pecho. Chico, cada pata pesaba tanto como la torre de San Félix; ya me iba aplastando, aplastando, y no podía respirar. Ya tenía el pecho como el canto de un papel... Aunque me daba muchísimo miedo, tenía muchísima gana de verlo, y dije: «¿abro los ojos o no los abro?». A veces decía: «los abro», y a veces decía: «pues no los abro». Por fin, amigo, dije: «pues quiero verlo», y lo vi. ¡Jesús me valga! Lo tenía encima, echadosobre los cuartos traseros, y con las patas delanteras tiesas. Me miraba y los ojos no eran sino como dos lunas muy grandes. En la punta de cada pelo negro tenía una chispa de fuego, y los bigotes eran tan grandes, tan grandísimos como de aquí... como de aquí, ¿hasta dónde diré?, hasta el campanario de las monjas Descalzas. El picarón estaba muy satisfecho mirándome, y se relamía con una lenguaza de fuego encamado tan grande como toda la calle de Cort-Real, desde la plaza del Aceite hasta Ballesterías. Yo quería saltar pero no podía. ¡Pobrecito de mí! Quise echarme a llorar llamando a Siseta, pero tampoco pude. Así estuve hasta que me ocurrió decir: «Huye, perro maldito, al infierno». Amigo, el animal saltó bufando. Corrí tras él de un aposento a otro y grité: «Por la señal de la Santa Cruz». Del dormitorio corrió a la biblioteca, de la biblioteca al dormitorio, hasta que al fin... ¿qué pensarás que hizo? ¡Bendita sea mi boca! Pues reventó, quiero decir, saltó contra las paredes y el techo, y paredes y techo todo se vino abajo. La escalera que está pegada el dormitorio se cayó, haciendo un ruido, ¡qué ruido! Las paredes iban retumbando así, bum, bum... la cama, los muebles, todo se hizo pedazos, todo se cayó al fondo, y luego, chico, el patio subió arriba: yo vi el brocal del pozo volando por los aires, y el tejado se fue al patio y media casa se hizo polvo. Yo me acurruqué detrás de ese armario, y allí, con las manos en cruz, recé hasta que se me secó la lengua.Un sudor se me iba y otro se me venía. En fin, Andresillo, hasta que no llegó el día, no salí del rincón, ni se me quitó el miedo. Luego subí al desván, estuve rondando por las bohardillas que no se habían hecho pedazos, y allí me encontré otra vez con el señor Napoleón, seguido de su guardia imperial. Les hostigué: se retiraron por la escalera abajo, llamé a Manalet, no me respondió, me metí en el cuarto del ama del canónigo, registrando todo y en el arca encontré el niño Jesús de alfeñique y después, sin saber cómo ni cuándo quedeme dormido en la cama donde me encontraste.

-Pues ahora a casa -le dije-. Que vuestra hermana está con cuidado por ausencia tan larga.

-Despacio, amigo Andrés -me contestó el mayor-. Mira lo que tengo aquí preparado. ¿Ves este gran artesón? Pues se le pone boca abajo, levantado por un lado con una cañita, se ata a la punta alta de la cañita un hilito, se ponen debajo unos pedazos de esos ratoncillos muertos que hay en la escalera, los cuales quemaremos antes para que huelan; plantamos en el patio toda esta artimaña, y nos escondemos en la escalera, con el hilito en la mano para poder tirar sin que nos vean. Hacemos humo en el sótano quemando la yerba. Salen todos, con el gran Napoleón a la cabeza, y este los lleva al artesón, que es España; empiezan a roer diciendo: «qué buena conquista hemos hecho»; entonces tiramos del hilo, y España se les cae encima cogiéndoles vivos.