Gloria/Primera parte/VI
Cómo se explicaba la niña
Sin más norte que su buen juicio y libre de preocupaciones, Gloria conversando un día con su padre sobre el viejo asunto de las novelas cuya lectura debe permitirse o vedarse a la juventud, dijo que la literatura picaresca de que tanto se envanece España por sus riquezas de estilo, le parecía una literatura deplorable, inmoral, irreverente y en suma anti-religiosa, porque en ella se hace la apología de las malas costumbres, de la holgazanería ingeniosa y truhanesca, de todas las malas artes y travesuras groseras que degradan a un pueblo. Concluyó por afirmar con una osadía verdaderamente escandalosa, que las gracias de aquellos perdidos, héroes de tales novelas, si al principio le causaron agrado, bien pronto le dieron repugnancia y tedio; y que tales gracias, comúnmente obscenas y sin delicadeza, habían encanallado la lengua.
Si hemos de creer a testigos presenciales cuya veracidad no debe ponerse en duda, Gloria mutatis mutandi dijo también que al penetrar con ánimo valeroso en el laberinto de desvergüenzas, engaños, groserías y envilecimiento que con tanta gracia pinta la literatura picaresca, no podía menos de considerar a la sociedad del siglo XVII como una sociedad artista en la imaginación, pero caduca en la conciencia; y que comprendía el decaimiento de la raza española, que a la sazón no conservaba más virtud que un heroísmo ciego, virtud no suficiente a suplir la falta de un sentido moral puro y de una religiosidad sencilla y desnuda de superstición.
Cuentan que D. Juan de Lantigua, cuando esto oyó, estuvo largo rato perplejo y confuso, no tanto por lo peregrino de tales conceptos, sino por el desenfado con que su hija los manifestaba. Sucedió a la confusión cierto terror ocasionado por la precocísima aptitud que mostraba Gloria para el sofisma y la paradoja; mas notando en ella un entendimiento de mucho brío aunque extraviado, consideró lo mejor llevarlo dulcemente por el buen camino. Con tales ideas y propósitos, ordenó a su hija que se diese una buena hartada de comedias de Calderón, acompañándola con lecturas diarias de los místicos, poetas y prosadores religiosos, para que variasen sus ideas radicalmente respecto a la sociedad española del glorioso siglo.
En efecto, hizo la señorita todo lo que su padre le mandaba, y a vuelta de algunas semanas le manifestó que en efecto sus ideas habían cambiado un poco, aunque no radicalmente. Usando términos comunes que me veo obligado a variar, para expresarlo propia y claramente, aseguró que en la sociedad de aquellos tiempos encontraba además de lo indicado antes, una inclinación demasiado ardiente al idealismo, la cual si bien producía maravillosos efectos en la poesía y en las artes, era tal que sacaba a la sociedad fuera de su asiento. Le repugnaban los perdidos, los rufianes, las busconas, los estudiantes, los militares, los escribanos, los oidores, los médicos, las terceras, los maridos y las mujeres de las novelas picarescas; pero todos estos tipos tenían innegable sello de verdad. Como una protesta contra tal linaje de gentuza, los galanes y damas, los caballerosos padres y los hidalgos campesinos de los dramas querían establecer con sus nobles ideas y estupendas acciones, el imperio de lo bueno y de lo justo; pero a juicio de Gloria, había en el hermosísimo semblante de aquellas figuras sin par la expresión melancólica de quien ha estado durante cien años empeñado en un objeto sin conseguirlo.
Como Lantigua se riese de tan evidente despropósito, Gloria afirmó (empleando por supuesto frases comunes), que aquel ideal del honor y del amor no era la mejor ni más sólida piedra para asentar el edificio moral de una sociedad. Luego se ocupó de los místicos, reconociendo en ellos falta de equiponderación entre la fantasía y el discernimiento, y afirmando que su literatura, en ocasiones muy bella, no podría servir nunca de guía al común de las gentes, por ser de pocos comprendida.
Resumió sus ideas sobre este punto diciendo que no podía tolerar que se tratase de religión sin sencillez suma, por lo cual ponía por encima de todos los tratados y disertaciones místicas el Catecismo de las escuelas, que, hablando como Jesucristo, lo decía todo. Parece que al llegar a este punto D. Juan de Lantigua hizo, no sin burlarse de su hija, algunas observaciones sobre la profunda filosofía y estudio de la divinidad y del hombre que en tales obras se encierra, y vierais aquí a la pícara Gloria sosteniendo que la sociedad modelo, según las ideas de su padre, había alambicado y desvirtuado un poco la idea religiosa, dejándose seducir demasiado por los símbolos que la misma idea religiosa emplea como órganos eficaces y al mismo tiempo como culto tributado por la verdad a la belleza eterna.
-Esas novelas de truhanes y desalmados -dijo Gloria para terminar-, esas comedias de caballeros galanes y discretos, aunque no siempre intachables bajo el punto de vista de la moral cristiana, esas disertaciones donde mi espíritu se pierde sin poder seguir el hilo sutilísimo del enrevesado discurso, bastan a darme idea de la gente para quien tales cosas, por lo común admirables, se escribían. Veo las conciencias muy anchas y gran tolerancia para mucha parte de los vicios que degradan al hombre en todas las épocas. No dudo que existiesen caracteres generosos, los cuales creyeran cumplir su misión y dar vuelo a los nobles impulsos de su alma, elevando por cima de la general torpeza, como enseñas sagradas, el ideal del honor y la fe religiosa. Pero el pueblo, a quien no habían enseñado a discernir y que vegetaba comido de vicios, incapaz para el trabajo, y soñando con guerras que traían el pillaje o conquistas que dieran fácil fortuna, no tenía más que sentidos. No ponía atención a nada, ni aún al sublime misterio de la Eucaristía, si no se lo presentaban en forma de comedia.
«Por un lado se me presenta una realidad baja y común, compuesta de endémica miseria, en cuyo seno haraposo y vacío se agitaba la gran masa de la Nación pidiendo destinos al rey, y a los nobles las sobras de sus mesas, y a los frailes el bodrio, y a la política nuevas tierras que expoliar. Por otro no veo más que hombres bien alimentados, a quienes deslumbra un ideal de gloria y una dominación del mundo, que cual sombra vana se desvanece al fin, dejándolos con la mano puesta en las mechas de sus arcabuces para matar pájaros. -En el arte, veo también dos términos: los poetas que cantan el amor y el honor, y los místicos y poetas de claustro, que pasan sus días buscando fórmulas nuevas para hacer comprender al pueblo los dogmas sagrados. De estas dos musas, una sublima el amor humano y otra el divino, pero empleando iguales formas poéticas, iguales símiles, hasta iguales versos, sin duda porque lenguas de la tierra han sido hechas para lo humano y humanamente lo dicen todo.
»Los poetas, los grandes guerreros, los frailes, los teólogos, los hombres de inteligencia cultivada entrevén una sociedad mejor, vislumbran un mundo moral superior a aquel en que viven y se agitan los pedigüeños desnudos, los holgazanes pícaros y demás gente menuda. Luchan unos contra otros. La cosa no va bien; pero no se sabe cómo puede enmendarse. Los unos piden pan, destinos, bienestar material, y no hallando quien se lo dé, roban lo que pueden; los otros piden gloria, amor exaltado, profunda fe, religiosidad, caballerosidad, justicia perfecta, bondad perfecta, belleza perfecta, y jamás pueden entenderse. De estas dos voluntades que aparecen una frente a otra en aquella sociedad calenturienta, se apodera Cervantes y escribe el libro más admirable que ha producido España y los siglos todos. Basta leer este libro para comprender que la sociedad que lo inspiró no podía llegar nunca a encontrar una base firme en que asentar su edificio moral y político. ¿Por qué? Porque Don Quijote y Sancho Panza no llegaron a reconciliarse nunca».
Parece indudable por los datos confusos que han llegado a mis noticias, que cuando Gloria expuso a su manera las ideas del párrafo anterior, estaban en compañía de su padre obra de cuatro o seis personajes graves, que no podían con la fama de sabios, tales era el peso y grandor de ella. Alabando el agudo ingenio paradójico de la muchacha, se rieron mucho de sus donaires, y celebraron sus originales ocurrencias, mezclando hábilmente a veces la crítica con la galantería; y como alguno, más curioso que los demás, manifestase deseos de conocer en qué consistía la reconciliación entre Don Quijote y Sancho Panza, Gloria, un poco confusa por el dudoso éxito de su osada tesis, se expresó así:
-Ustedes que son tan sabios no habrán dejado de observar que si Don Quijote hubiera aprendido con Sancho a ver las cosas con su verdadera figura y color natural, quizás habría podido realizar parte de los pensamientos sublimes que llenaban su grande espíritu; así como si el escudero... pero no digo más, porque se ríen ustedes de mí. Ya sé que esto que hablo es algo extraño, quizás disparatado y hasta ridículo, por lo muy contrario a la verdad, que sólo ustedes pueden conocer; pero si es así, ténganlo por no dicho o por pura broma mía.
Más tarde, cuando los sabios privaron a la casa de su presencia majestuosa, D. Juan de Lantigua, a quien las desatinadas opiniones de su hija habían puesto algo malhumorado, encerrose con ella y la reprendió afablemente, ordenándole que en lo sucesivo interpretase con más rectitud la historia y la literatura. Afirmó que el entendimiento de una mujer era incapaz de apreciar asunto tan grande, para cuyo conocimiento no bastaban laboriosas lecturas, ni aun en hombres juiciosos y amaestrados en la crítica. Díjole también que cuanto se ha escrito por varones insignes sobre diversos puntos de religión, de política y de historia, forma como un código respetable ante el cual es preciso bajar la cabeza, y concluyó con una repetición burlesca de los disparates y abominaciones que Gloria había dicho, y que evidentemente la conducirían, no poniendo freno en ello, al extravío de la razón, a la herejía y tal vez a la inmoralidad.
Retirose Gloria muy apurada a su alcoba, pues era hora de dormir, y a solas meditó largo rato, llegando por fin ¡tal era el prestigio de su padre sobre ella! a un convencimiento profundísimo de que había pensado mil tonterías, despropósitos y barbaridades abominables. Pero deseosa de absolverse, echó toda la culpa a los libros, e hizo voto de no volver a leer cosa alguna escrita o impresa, como no fuera el libro de misa y las cuentas de la casa y las cartas de sus tíos. Arrodillándose para orar, según su piadosa costumbre, dijo:
-¡Gracias, Dios mío, por haberme revelado a tiempo que soy tonta!
Acostándose discurrió que le iba a ser muy difícil dejar de pensar toda suerte de extrañas y endemoniadas cosas, porque aquella facultad suya de discernir era como una monstruosidad fecunda que llevaba dentro de sí y que a todas horas estaba procreando ideas. Pronto pudo observar que si bien los libros estimulaban en ella aquel surgir constante de pensamientos varios y jamás ideados de otro alguno, el fenómeno no cesaba por completo renunciando a las lecturas. Esto la puso en cuidado.
-Pues si no puedo menos de pensar -dijo-, al menos callaré.
Pero la verdad es que, aun sin manifestarse por medio del discurso, sus facultades estaban siempre en febril ejercicio, y a su observación no escapaba cosa alguna. Durante largo tiempo, su padre no cambió con ella ni una sola palabra relativa a ningún alto asunto. Ella asistía al culto religioso con devoción minuciosa y con regocijo, y en lo demás mostraba afición a las cosas nimias de todos los órdenes, detallando hasta un extremo pueril todos los actos de la vida. Tenía cortadas las alas. Así la hemos hallado.
Pero en sus horas de soledad, en sus arrobamientos y en los crepúsculos que preceden o siguen al sueño y en los cuales la percepción interna suele ser más viva, Gloria sentía hondas voces dentro de sí, como si un demonio se metiese en su cerebro y gritase:
-Tu entendimiento es superior... los ojos de tu alma abarcan todo. Ábrelos y mira... levántate y piensa.
Cuando leía, cuando daba su opinión sobre los pícaros y sobre la sociedad del gran siglo, Gloria tenía diez y seis años.