Gloria/Primera parte/XXXI
Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza
Por desgracia, o por ventura suya (que esto no lo hemos de dilucidarlo ahora), Gloria movía con más vigor a cada hora las funestas alas de su latitudinarismo, que debían conducirla Dios sabe a qué regiones de espanto.
Después de meditarlo mucho, D. Ángel resolvió no revelar a su hermano la funesta pasión de Gloria. Aquello era ya cosa pasada y resuelta, y mientras más pronto se olvidase mejor. Pero al mismo tiempo juzgó prudente advertirle de los errores, porque si se les dejaba, tomarían gran crecimiento, como la mala yerba.
No es preciso decir que D. Juan experimentó viva pesadumbre al conocer las descarriadas pendientes por donde iba dando tumbos el despeñado pensamiento de su hija. Recordando entonces las atrevidas ideas de Gloria dos años antes, comprendió que el mal era antiguo y que sólo variaba de forma. Amargósele la vida en aquel día, y todo en él era discurrir paliativos, imaginar tratamientos morales que volviesen a su adorada hija al primitivo ser católico que antes tenía.
No pudo adivinar Lantigua lo que había pasado con Morton; pero allá en el fondo de su alma había una sospecha vaga. Sin creer que su hija amaba al extranjero, consideraba que el prestigio y el brillo exterior de este no había dejado de influir en los desvaríos heterodoxos de Gloria. Por esta razón deploraba entonces más que nunca el lastimoso naufragio del Plantagenet.
Los dos hermanos emprendieron sin pérdida de tiempo un verdadero asedio de consejos, amonestaciones y sermones. Con suavidad el obispo y el seglar con enojo y rigor trataban de volverla al camino de la salvación; pero estas embestidas no produjeron resultado alguno positivo, o mejor dicho, diéronlo contrario a las buenísimas intenciones de ambos Lantiguas y al esplendor de la Iglesia.
En aquel mismo día de la confesión, Gloria, de una proposición herética pasó a otra, y en su cabeza iban entrando atropelladamente demonio tras demonio. Del latitudinarismo pasó al racionalismo y a otras perversas pestilencias.
Llegó, sin embargo, un punto en que las relaciones cariñosísimas entre ella y su padre y tío empezaron a quebrantarse, y aquí la sensibilidad de la infeliz muchacha se sobrepuso a todo. Perder el amor de ellos le pareció desgracia irreparable, y resolvió echar en olvido sus errores, ya que no podía extirparlos. Al día siguiente, cuando D. Ángel la amonestaba delante de su padre, dijo:
-¡Oh, padre mío! ¿Quién puede resistir a la autoridad y a la bondad de usted? Me declaro conquistada. Creo todo lo que la Santa Madre Iglesia nos manda creer.
Sometiose, sí; pero allá en el fondo de su espíritu las proposiciones latitudinarias, aquello que mil veces llamó pestífero la autoridad visible, continuaban vivas en su mente, como raíces que de un año para otro guardan el germen de nueva flor. Gloria hizo lo que hacen las nueve décimas partes de los católicos, es decir, guardarse sus heterodoxias para no lastimar a los viejos. De aquí resultó que era, como la muchedumbre, creyente para los demás y latitudinaria para sí.
D. Juan de Lantigua volvió entonces con nuevo ardor a sus trabajos, y el prelado tornó lentamente a la paz de su espíritu, satisfecho en extremo de haber salvado de espantosos peligros la hermosísima alma de su sobrina. El amor que sentía por Gloria no disminuyó por los desvaríos de ella, antes se mezclaba de cierta compasión cariñosa. Aquel varón insigne, que todo quería resolverlo con su bondad angelical, dejábalo todo, no obstante, sin resolución; ejemplo que muy a menudo se repite en el mundo. Había querido convertir un hereje, y su santo empeño no dio fruto. Había querido también desviar el noble espíritu de Gloria de un vulgar error, y su victoria no fue más que aparente. La bondad, la buena voluntad del prelado derramaba su luz; pero la herejía y el error pasaban sin inmutarse derechos a realizar el fin que una ley inflexible les había marcado.
Cuando los hechos toman una dirección determinada es inútil querer desviarlos de ella. Así en esta ocasión nos hallamos con que a pesar de la aparente serenidad que han tomado las cosas, la tempestad está sólo contenida, mas no aplacada, y la corriente oculta bajo el hielo saldrá fuera y marchará por donde tenía trazado su camino.
Ved de qué singular manera se anudan los sucesos, cómo los pequeños incidentes traen los grandes y de qué suerte se establece la natural consecuencia y la lógica de las cosas. El conflicto de Ficóbriga no estaba más que suspendido; había tomado un respiro para estallar con más fuerza, al modo que el colérico detiene la voz y el brazo antes de descargar el golpe. Aquella pausa enteramente ilusoria era, bien puede decirse así, como el intervalo aparente entre el relámpago y el trueno (a causa de la diversa aptitud de nuestros sentidos), siendo en realidad una cosa misma.
Hemos visto ya el relámpago. Pues irremisiblemente sonará el trueno. Dijimos que los acontecimientos traían marcado su curso fatal. ¿Llamaremos a esto fatalidad o lógica? Ello es difícil de decidir. Corría, pues, la lógica sin que la bondad de los buenos ni la perversidad de los perversos pudiera contenerla.