Gloria/Segunda parte/IV
Las amigas del Salvador
La capilla del Salvador, propiedad de la familia de Lantigua, estaba en la derecha nave de la Abadía, con ventana ojival abierta al atrio, altar churrigueresco, pesados bancos de nogal, dos o tres inscripciones sepulcrales y un cuadro de ánimas en el cual los desnudos cuerpos bailaban entre rojas llamaradas. Pequeña puerta de arco escarzano daba entrada a la sacristía o camarín, pieza no muy clara, abovedada y húmeda, donde generalmente no ocurría nada digno de ser contado, como no fueran los devastadores progresos de la carcoma, monstruo imperceptible que parece la representación viva de otro monstruo, el tiempo.
Pero el sábado de Pasión, alegre cháchara de mujeres bachilleras resonaba en la olvidada estancia, como discorde piar de urracas más que de jilgueros; parlerío semejante al de un taller de modista; rumor entreverado de risas y exclamaciones, y salpicado de broncas toses y truenos de nariz, lo cual indicaba que no había allí una congregación de juventud.
En el centro del camarín, puesto ya sobre las plateadas andas que le habían de sostener, estaba el Salvador, imagen de madera cuya hermosa cabeza llena de expresión debió ser modelada por algún escultor del gran siglo. Sus ojos negros miraban con seriedad dulce y profunda. De sus labios iba a salir la palabra... Hablaba, faltaba poco para oír una voz, a ninguna humana voz parecida. Su majestuosa frente descubierta en forma de triángulo por la caída de las dos bandas de cabellos, superaba a cuanto ha podido idear la escultura griega. Pero sobre todas las perfecciones de tan ideal rostro descollaba aquel mirar que era la irradiación de la inteligencia suprema, y que infundía pasmo y veneración. La pupila inmensa que todo lo ve y que penetra hasta lo más íntimo de los corazones no podía tener representación más maravillosa.
El resto de la imagen no correspondía a la cabeza. Había tomado el escultor por su cuenta busto y extremidades, dejando lo demás al carpintero. El divino cuerpo consistía en un tosco madero que la humedad y el tiempo había roído a competencia; mas como debía cubrirse con la rica vestidura de tisú, el efecto artístico no se perdía. Montaba el Señor aquella asna que los discípulos cogieron en la aldea cercana a Betfagé, y fuerza es confesar que el escultor tampoco puso la mano en ella ni en el pollino que la seguía. Ambas figuras eran de tosca labor; pero aun así desempeñaban bien su papel, y principalmente el borriquito hacía las delicias de toda la grey devota y de los chicuelos, que no podían menos de ver en él un santo juguete.
El Salvador estaba aún sin vestido, y el borriquito sin alforjas. Tres mujeres trabajaban allí con celo incansable. La una varonilmente subida en las andas, lavaba con esponja el rostro de la sagrada imagen. La segunda cosía una rica tela, añadiéndole tal cual pieza y fijando los galones. La tercera manejaba flores de trapo, combinándolas en graciosos ramos y lindos festones. Si ocupadas estaban las seis manos, no lo estaban menos las tres lenguas.
Teresita la Monja, esposa de D. Juan Amarillo era la que lavaba. Mujer rica y desocupada por tener más dinero que hijos y más devoción que menesteres domésticos, había mostrado siempre exaltada afición a las cosas de iglesia y a meterse en sacristías y enredar en camarines, ora vistiendo santos, ora manipulando cofradías, gustando además de saber y comentar todo lo que pasaba y todo lo que iba a pasar entre el coro y el altar mayor, y dar su voto sobre cuanto atañese a las ceremonias religiosas, cuyo sentido litúrgico no comprendía ni podía comprender.
La segunda era cuñada de la primera, por ser mujer infelicísima del hombre más desautorizado y más perdido de Ficóbriga, del filósofo y ateo y mentecato, D. Bartolomé Barrabás, hermano de Teresita la Monja; pero Isidorita la del Rebenque (que tal nombre tenía por haber sido su padre dueño del prado del Rebenque) llevaba con gran paciencia la cruz de su matrimonio con aquel ogro; y todo lo que Barrabás perdía en opinión y en intereses por su mala cabeza, ganábalo ella con su trabajo y ejemplar conducta. Hacía con igual aire ropa de mujer, de hombre y de clérigo, pudiendo competir sus levitas con las de Caracuel, como lo probaba la gallardía y elegante soltura del cuerpo de D. Juan Amarillo. En la temporada de verano albergaba huéspedes, tratándolos bien. Había sido hermosa; mas últimamente la obesidad y las penas la tenían en lastimoso estado. Unida con vínculos de parentesco y de cordial amistad a la Monja, de quien recibía frecuentes favores, acompañábala en la iglesia y en casa, siendo un eco de ella en las opiniones y un admirable estímulo preguntón para que Teresita, o sea el Confesonario de Ficóbriga, satisficiese su ardiente necesidad de contar todos los secretos de la villa.
La tercera, o sea la que se ocupaba en arreglar las flores, era la más joven de las tres, y si se quiere la más hermosa, pues había en su rostro vestigios de una belleza varonil y provocativa. Llámanla comúnmente la Gobernadora de las armas, por haber sido esposa de uno que componía armas, o que las gobernaba, como es uso decir. D.ª Romualda era florista y braguerista, y así consta en los estados de la contribución de subsidio industrial, donde puede verlo quien dude de las múltiples habilidades de esta señora. La muerte repentina del gobernador de las armas la había dejado viuda; pero ella se sostenía regularmente, aunque no está averiguado que lo hiciera con la virtud de aquellas dos preciosas industrias.
De Teresita la Monja se nos olvidó decir que era flaca y lustrosa, siendo su piel tan a modo de placa cobriza que las malas lenguas de Ficóbriga decían de ella que se frotaba todas las mañanas largo rato con polvos y bayeta para sacarse brillo. Era su perfil a lo griego, de líneas rectas formado, pero con cierta indecisión o vaguedad a la manera de moneda gastada por el uso. Sus ojuelos grises y a veces dorados como los de los gatos no paraban un momento, y lo que más envidiaba a la Divinidad era el don supremo de ver lo invisible y de leer en los corazones. Llamábanla Monja, porque la exclaustración la sorprendió novicia en las Clarisas, con lo cual torciose la vereda de su destino, y enfriándose de su religioso anhelo al contemplar las gracias personales de D. Juan Amarillo (cuando era pollo), cayó en sus dulces brazos y se descarrió en un momento de tentación funesta o de falso idealismo. El matrimonio puso luego las cosas al derecho, pero Teresita no perpetuó el linaje de los Amarillos. En efecto, aunque esto no pueda definirse bien, había en ella una como representación figurativa de la esterilidad.