Gloria/Segunda parte/XV
¿A dónde va? ¿A dónde ha ido?
Teniendo llave de la puerta principal podían entrar y salir cuando les acomodase sin pedir permiso a los dueños de la casa. Eran más de las once y media cuando salieron. La noche estaba clara y bastante fría. Había luna llena; pero las muchas nubes que corrían, viniendo del mar y en dirección a las montañas, la velaban a ratos, y cuando el astro quedaba descubierto, aparecía corriendo y como arrastrado por los vaporosos brazos blanquecinos, cuya colosal gesticulación en los altos cielos imponía miedo a los que con ánimo triste vagaban a tal hora por la tierra.
-¿A dónde vamos esta noche, señor? -preguntó Sansón que no podía ocultar la nostalgia del lecho.
-Ya lo veremos -repuso Morton sombríamente.
-¡Oh! Señor... -dijo el criado, marchando a la izquierda de su amo por la calle adelante-. Si yo me atreviera, diría al señor aquellas sentencias: «Quita, pues, el enojo de tu corazón y aparta el mal de tu carne, porque la mocedad y la juventud vanidad son»... «Yo miré todas las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí que todo ello es vanidad y aflicción de espíritu...».
Morton no contestó nada.
-¡Ah señor! -añadió Sansón sonriendo-. Es verdad que yo no debo dar consejos, ni señalar el peligro a mi amo, porque el amo es siempre sabio y el criado necio; pero no puedo remediar el saber de memoria los proverbios de nuestra ley, que se me salen de la boca cuando menos lo pienso. Si el señor me diera su venia, le diría... «Vase en pos de ella luego, como va el buey al degolladero, y como el loco a las prisiones para ser castigado... Como el ave que se apresura al lazo y no sabe que es contra su vida, hasta que la saeta traspasó su hígado».
-Entremos por esta calleja -dijo Morton sin hacer caso de la erudición de su criado-. Aquella es la casa de Lantigua.
Habían llegado cerca de la plazoleta, ya bautizada con el nombre de Plaza de Lantigua, y allí se detuvieron.
-¿De modo, señor, que esta noche no iremos a pasear por la orilla del mar? -dijo Sansón-. ¿Nos estaremos de centinela, señor, en este delicioso lugar, mirando a la luna?
Morton con los ojos fijos en la casa de Lantigua, no atendía la verbosidad salomónica de su sirviente, el cual continuó diciendo:
«Vi entre los jóvenes un mancebo falto de entendimiento... El cual pasaba por la casa, junto a la esquina de aquella... A la tarde del día, ya que oscurecía, en la oscuridad y tiniebla de la noche... Y he aquí que le sale al encuentro una mujer, astuta de corazón... Rencillosa y alborotadora, sus pies no pueden estar en casa».
-Calla, idiota -dijo repentinamente Daniel, poniendo la mano en la boca de su criado, para tapar aquella fuente de sabiduría-. ¿No ves?... por aquella puerta que está en la callejuela ha salido una mujer.
-Yo veo un hombre.
-Sí, un hombre la acompaña -dijo Morton con voz ahogada-. Sansón, Sansón, si pronuncias una sola palabra te estrangulo... Ocultémonos tras esta esquina, porque vienen hacia acá.
Por la puerta de la casa vieja que da a la callejuela había salido una persona, la cual, uniéndose a otra que esperaba fuera, marchó precipitadamente hacia la plaza; después torcieron a la izquierda, entrando en la calle que conducía al centro de la villa.
-Sigámoslos -dijo Morton-. Andemos a su paso y no hagamos ruido... La conozco... Es ella. En medio de las mismas tinieblas absolutas la conocería. El que la acompaña es Caifás.
Morton les vio apartarse luego de la vía central del pueblo y dirigirse a la misma escalerilla donde él pasó parte de la noche del domingo de Ramos.
-Van al cementerio -pensó lleno de estupor-. ¿Que es esto?
Gloria y Caifas subieron la escalera; pero en vez de dirigirse al cementerio torcieron a la izquierda, costeando la tapia. Iban a buen paso como quien tiene medido el tiempo. Daniel y Sansón los siguieron a conveniente distancia, por la orilla de un prado inmediato a las tapias.
-Que se nos van, que desaparecen -dijo Morton con angustia, apresurando el paso.
-Les detendremos, señor -indicó Sansón.
Los perseguidos, que un momento desaparecieron de la vista de los perseguidores, volvieron a ser vistos. Iban más de prisa, y pasando junto a las casuchas del arrabal, parecían tener intención de dirigirse a un camino estrecho que conducía a la carretera.
-Hay allí un bosque -dijo Morton apresurando más el paso.- Si se internan en él les perderemos de vista.
Pero entonces Gloria y su acompañante se detuvieron. Oyéronse rumores de un corto diálogo y la voz que se acostumbra dirigir a un caballo impaciente. Corrieron los perseguidores; pero no habían avanzado mucho, cuando viose partir un breck, que llevaba al parecer más de una persona. El breck iba, rápidamente en busca del camino real.
Los dos hebreos corrieron tras él; pero el coche avanzaba mucho, y al poco tiempo desapareció. Su ruido sordo duró algo más, pero al fin difundiose también en el hondo monólogo de la noche.
Daniel Morton se halló en el camino real desconsolado y perplejo.
-¿A dónde ha ido? -se preguntaba-. ¿Volverá?
Su aturdimiento fue como el de quien ve prodigios y fenómenos incomprensibles dentro de la esfera de la razón humana.
-La he visto -pensó-, la he visto, y aún dudo si sería ella. ¿Por qué no la llamé? ¿Por qué no pronuncié a gritos su nombre?
Sentándose sobre una piedra, meditó.
-¡Ah! -dijo después de largo rato-. Ya sé... huye de su casa y de su familia... Pero entonces no volverá.
-No volverá -repitió Sansón, sentándose junto a su señor-. Sería temeridad buscarla más, y ahora aunque el señor no me lo permita, me atreveré a decirle...
-Sansón, déjame en paz -dijo Morton-. ¿Qué piensas tú de esto? ¿Volverá?
-Pienso que «el avisado ve el mal y escóndese; mas los simples pasan y reciben el daño». Pues hemos visto el mal, señor, escondámonos, es decir, vámonos mañana para Londres.
-Amigo -dijo Daniel desarrollando su tema-, yo creo que aquí hay algo grande que no comprendemos.
-Lo que yo comprendo -repuso el servidor-, es que se ha dicho: «Sima profunda es la mujer. Aquel contra el cual estuviese airado Jehová, caerá en ella».
-Sansón, Sansón -exclamó Daniel regocijándose con una idea lisonjera que brillaba en su mente como luz que nace y crece-. Yo estoy seguro de que volverá. El corazón me lo dice.
-¿Y estaremos aquí hasta que vuelva, señor?
-Aquí estaremos mientras sea de noche. ¿Tienes frío? Pues toma mi gabán y póntelo sobre el tuyo.
-Gracias, señor. ¿Es absolutamente preciso que yo esté en vela?
-Puedes dormir si para ello tienes cuerpo. Yo te despertaré en caso necesario.
-Entonces con permiso del señor -dijo Sansón acomodándose en el suelo-, voy a descansar, porque... «¿qué más tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?... Generación va, generación viene, mas la tierra siempre permanece... ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? lo mismo que se hará, y nada hay nuevo debajo del sol... Vanidad de vanidades, dijo el predicador, vanidad de vanidades, y todo vanidad».
Poco después de pronunciar su última sentencia, dormía. El amo, siempre vigilante, no apartaba los ojos del último término visible del camino real y de las colinas que se sucedían tierra adentro. Nada podía distinguirse en aquella masa oscura, a ratos mal iluminada por la luna. Los negros árboles ocultaban los senderos; pero el hebreo, empleando su alma toda en la atención, buscaba en la inmensidad negra un rastro del ave cuyo vuelo había visto, y tan grande es el poder del espíritu que al fin lo hallaba. No veía nada con los ojos, pero su curiosidad, excitada hasta la inspiración, estaba segura de la existencia de una estela misteriosa, trazada por un corazón que corría en busca de su amor. Era como aquella seguridad de la fe que sostiene y declara la verdad sin verla ni poder explicarla.
Después oyó cantar un gallo, y a la voz de aquel respondieron otros sucesivamente cerca y lejos, formando el más bello concierto que puede imaginarse. No existe en la naturaleza fuera de lo humano, voz más conmovedora que el alarido de aquel noble animal, exclamación lanzada por los campos en los instantes lúcidos de su placentero sueño y con la cual dice al hombre: «yo soy la amenidad de la vida, la paz, la sencillez, la diligencia y el trabajo».
Daniel oía los remotos alertas del gallo que clamaban: «¡allá va, allá va!».
-Ha de volver -pensó, dirigiendo ávidas miradas hacia las colinas-. Si el corazón me engaña esta vez dudaré de él toda la vida.
Había transcurrido poco más de hora y media desde la desaparición del coche, cuando el israelita creyó sentir torbellino de ruedas. No era todavía más que un convencimiento íntimo sin nada real que resultara de una sensación clara. Esperó, y al cabo de cierto tiempo adquirió la certidumbre de que un coche venía.
-Sansón, Sansón -gritó tirándole de un brazo-. Levántate, perezoso.
-Señor, señor... ¿Nos vamos para Londres?... -dijo el criado frotándose los ojos-. Soñé que me embarcaba y decía...
-No digas nada... Prepárate para hacer lo que te mande. Tú tienes buenos puños. Detén ese coche.
-¿Cuál?
-Ahí viene. ¿No oyes?
Dejose ver el carruaje, que venía corriendo tirado por dos caballos.
-¡Dos caballos! -dijo el amante de Dalila.
-Aunque sean veinte, hemos de detenerlos.
El coche se acercó, y Sansón, poniéndose en medio del camino, con los brazos abiertos como un misionero que va a exhortar a la buena vida, gritó:
-¡Stop!
Mas el que guiaba blandió el látigo, cruzando con él la cara del importuno que intentaba detener el coche. Entonces los caballos elevaron rugiendo sus cabezas al sentirse contenidos por una mano de hierro que sujetaba sus riendas; anduvieron trabajosamente algunos pasos; sacudiose el vehículo; una voz de mujer grito angustiada: «¡Jesús!» un chico dijo: «¡Ladrones!» y Caifás, que era el que guiaba, exclamó: «¡Por vida de Patillas! ¡me lo temía!».
Daniel Morton, tirando del brazo de Caifás, le hizo bajar más que de prisa del pescante, y después extendió sus brazos al interior del breck, que se cubría con cortinas de hule. Una mujer aterrada y llorosa estaba allí en compañía de un chico, de quien Morton no hizo caso alguno. Era Sildo.
Gloria no habló nada. Quiso luchar un instante con los brazos que la robaban; pero esto no era posible. Morton la sacó del coche, llevándola como a un niño.
-Sr. Morton, por amor de Dios -dijo Caifás poniéndose de rodillas delante del hebreo.
-Márchate -le dijo Daniel-. Sansón, vete tú también con el coche a la entrada del pueblo.
-Déjame -murmuró Gloria sordamente cuando los demás se alejaban-. Déjame; yo no te he llamado, ni te he buscado, ni te quiero ver.