Gloria/Segunda parte/XXXIII
Todo acabó
Poco después entró a iluminar el fúnebre cuadro un rayo de sol, única antorcha digna de aquel cadáver. Con el día llegaron anhelantes y llenos de congoja D. Buenaventura, Serafinita y varios criados de la casa. Puede comprenderse su consternación al ver lo que encerraba la triste alcoba, donde los gemidos de un hombre y el llanto de un niño que se comía los puños hacían más tétrico el silencio inalterable de aquellos labios cuyas palabras habían dado alegría al mundo.
D.ª Serafina cayó de rodillas invocando al Señor, y su hermano, después de los primeros momentos de sorpresa y dolor, pidió explicaciones que no le fueron dadas. Más tarde, y cuando lo que restaba de la señorita fue trasladado a Ficóbriga, D. Buenaventura, a quien acompañó por el camino el hebreo, parecía no tener dudas acerca de la inocencia de este en tan desastroso fin.
D. Ángel, medio muerto de pena, no quiso salir de su habitación. Madama Esther, encerrada también en la suya, tenía los ojos encendidos de tanto llorar. Fue un día de general lástima y pena en la villa marítima, y el tiempo apacible desapareció, poniéndose oscuro, ceñudo y llorón el cielo. Corrían los vientos, y quejándose alborotada la mar, dejaba oír en toda la costa sus mugidores ayes.
A la mañana siguiente hubo entierro, al que asistió gran gentío, la mayor parte de él por verla; que ninguna curiosidad es tan viva como la que inspiran los muertos que en vida han sido objeto de la atención pública. Muchos lloraban durante la triste ceremonia; Caifás parecía un muerto que salía del hoyo para enterrar a un vivo; el cura, dragón formidable de los mares y de los montes, sollozaba como un niño; D. Juan Amarillo simbolizaba correctamente la tristeza oficial; muchos asistentes decían con más asombro que compasión:
-Todavía está guapa.
A las diez de la mañana la tierra había ya pasado su nivel sobre el cuerpo, y el mundo seguía su marcha. Ideas y acontecimientos, todo marchaba en la rueda fatal, dejando atrás aquella idea y aquel suceso caídos ya y segregados del movimiento humano. En tal movimiento debemos comprender la dispersión de los personajes principales de esta historia, dispersión lúgubre y oscura, como la retirada de los ejércitos que han dado encarnizadas batallas sin victoria. También aquellos nobles corazones habían venido de lejanas y contrapuestas tierras para pelear; habían peleado y se retiraban después chorreando sangre preciosa. ¿Quién los lanzó al bárbaro combate? ¿Volverían a empeñarlo? La querella subsistía, subsiste y subsistirá pavorosa, y antes de que se acabe, muchas Glorias sucumbirán, ofreciéndose como víctimas para aplicar al formidable monstruo que toca con la mitad de sus horribles patas a la historia y con la otra mitad a la filosofía, monstruo que no tiene nombre, y que si lo tuviera lo tomaría juntando lo más bello, que es la religión, con lo más vil, que es la discordia; muchas Glorias sucumbirán, sí, arrebatándose del mundo que encuentran despreciable a causa de las disputas, y corriendo a presentar su querella ante el Juez absoluto.
En el mismo día partieron D. Ángel y su hermana, el uno para su diócesis, la otra para su convento o antesala de la bienaventuranza eterna. Partieron también los hebreos, como desterrados. D. Buenaventura se quedó dos días más para arreglar ciertas cosas; pero al fin marchó también. Rechinaron las llaves de la casa, se cerró todo; no quedó allí más que el viento, que jugaba con las persianas rotas y daba vueltas por las cuatro fachadas. De la que regocijaba el universo con su presencia no quedaba nada visible, y donde ella había vivido no había más que soledad, silencio, olvido.
El año pasado, o si se quiere, cuatro años después de los sucesos referidos, vimos restaurada la casa de Lantigua. D. Juan Amarillo no había podido atrapar tan hermosa finca y estaba lívido de desesperación, tristeza y codicia, por lo cual burlonamente le llamaban los de Ficóbriga D. Juan Verde. Su esposa, atacada de una ictericia crónica, se consumía tristemente roída por un diente de cobre que le destrozaba las entrañas.
Habiendo conservado la casa para sí D. Buenaventura, pasaba en ella los veranos con su simpática familia. De la señorita Gloria nadie o casi nadie se acordaba ya. La aureola de memorias humanas se había marchitado en su frente; pero, ¿qué le importaba si tenía otra de luz inextinguible, cuyo resplandor, no por sernos oculto es menos vivo? Sobre su tumba habían grabado catorce apellidos. D. Silvestre quiso que se pusiera también un verso, un elogio, cualquier cosita aconsonantada de esas que constituyen la fúnebre gacetilla de los cementerios; pero D. Buenaventura no lo consintió. El olvido en que poco a poco ha ido quedando su preciosa memoria debe ser para ella muy placentero, si desde la celestial inmortalidad donde reside puede dirigir una mirada de lástima a Ficóbriga.
De Serafinita se tenían noticias edificantes. Su santidad crecía sin que disminuyera su bondad, lo que era garantía de la salvación de alma tan notable. D. Ángel no volvió más a Ficóbriga, y seguía gobernando su diócesis como él sabía hacerlo. Ahora se dice que le van a trasladar a otro arzobispado de más importancia, y en verdad lo merece. Recordaba siempre con amargo disgusto los sucesos del Sábado Santo de aquel año y la problemática conversión... ¿pero qué podía él hacer, santo varón en medio de la terrible batalla de las conciencias? Si en aquel día no entró alma nueva en el reino de Dios, no fue por culpa del digno y solícito pastor.
En el mismo año a que me refiero, es decir, cuatro después de aquella Semana Santa célebre en Ficóbriga por sus espléndidas procesiones (y no hubo más, porque D. Buenaventura dedicó su dinero a empedrar la villa), cuatro años más tarde, repito, un precioso niño jugaba en el jardín de Lantigua. Era y es la imagen viva de aquel chiquillo divino, cuyos ojos tan lindos como inteligentes miraron con amor al mundo antes de reformarlo. Diríase de él que no nació de madre, sino por milagro del arte y de la fe; que le dio cuerpo y vida la ardiente inspiración de Murillo. En Ficóbriga le llamaban y le llaman el Nazarenito. Tiene los ojos de su madre y el perfil de su padre, gracia, armonía, cierta severidad, lumbre extraordinaria en la fisonomía, el cabello castaño y rizado. Todos le adoran; le crían hasta con mimo, porque D. Buenaventura no sabe negarle nada, y es de oír el horrible estrépito que hacen en la casa sus caballos de palo, sus aros con timbre, sus carretones, sus trompetas, sus velocípedos, sus fusiles, sus tambores y demás instrumentos de juego con que le obsequian un día y otro sus primitas, su mamá Antonia y su tío Ventura.
Entonces, es decir, el año pasado, estaba vestido de luto. Él no sabía por qué; pero había una razón y era que su padre había muerto en Londres. ¿De qué clase de muerte? mejor dicho, ¿de qué enfermedad? De una que no tiene nombre. Había muerto después de dos años de locura, motivada por la extraña y sin igual manía de buscar una religión nueva, la religión única, la religión del porvenir. Él decía que la había encontrado. ¡Pobre hombre!... Meditando se consumió, perdió la razón, y al fin se apagó como una lámpara a la cual dan un soplo.
¿Encontraría su idea allá donde alguien le esperaba impaciente y quizás con hastío del Paraíso mientras él no fue?... Es preciso contestar categóricamente que sí o dar por no escrito el presente libro.
Y en tanto aquí, ¿no debemos aspirar a que sea verdad en lo posible lo que soñaron la enamorada de Ficóbriga y el loco de Londres? Tú, precioso y activo niño Jesús, estás llamado sin duda a intentarlo; tú, que naciste del conflicto y eres la personificación más hermosa de la humanidad emancipada de los antagonismos religiosos por virtud del amor; tú, que en una sola persona llevas sangre de enemigas razas, y eres el símbolo en que se han fundido dos conciencias, harás sin duda algo grande.
Hoy juegas y ríes e ignoras; pero tú tendrás treinta y tres años, y entonces quizás tu historia sea digna de ser contada, como lo fue la de tus padres.