Gotas de sangre/¡El Honor de los apaches!

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¡El Honor de los apaches!


Como complemento del telegrama que te dirigí, lector querido, y más querido aún si eres lectora, enterándote de las barbaridades que los titulados apaches hicieron en los bulevares el martes de Carnaval, puedes, si gustas, leer los artículos que todos los periódicos de París dedican hoy a dichos bandoleros y sus recientes proezas, tales como arrancar pendientes de orejas femeninas, hendidas por el tirón, y arrancarle los bigotes a monsieur Benjamín Fallois, cajero de una imprenta.

Como mucho antes de hoy he tenido el disgusto de presentarte en varios Paríses los novísimos paladines de la Tabla redonda con inclinación al tablado de la guillotina, debo recordar que mis narraciones parecieron exageradas. Aun no hace mucho que cierta dama, comentando una crónica mía sobre los apaches de Bois-Colombes, me dijo:

-¡Qué cosas inventa usted!

-Yo no he inventado nada, ni siquiera la pólvora -le contesté.- Lo que hago es narrar exactamente lo que ocurre, y como la verdad monda y lironda siempre fue atroz, lo que digo resulta invención.

Y anoche mismo contábame el Sr. Cubas que una dama de Jerez, recién llegada a París con una carta para mí, «no se atrevía a presentármela porque ese hombre, a juzgar por lo que escribe -dijo la señora,- debe ser un Marat».

Dice usted, por ejemplo, de los apaches, lo que dirán luego, al cabo de los años mil, los periódicos de París, y hay lectores que, en vez de ponerse en guardia para que los apaches no les arranquen los pelos -que es lo menos que pueden arrancarles,- piensan que es usted un Marat capaz de mandar a la guillotina una dama que le presentó una carta de recomendación; y al pensarlo así son injustos hasta con Marat, que era muy buena persona, según lo atestiguan con documentos Luis Blanc y otros historiadores de la Revolución francesa.

Los congéneres de los apaches en la Habana son los ñáñigos; pero las autoridades allí les tuvieron siempre a distancia, excepción hecha de alguno que otro que se armó caballero en la acera del Louvre.

¿Por qué, pues, los apaches triunfan y reinan, no sólo en los barrios excéntricos, sino también en los bulevares céntricos de París?

La culpa la tiene el Gobierno -dice Rochefort en su artículo de hoy. ¡Pícaro Gobierno!...

No es el Gobierno quien tiene la culpa del apachismo boulevardier; tiénenla los periódicos, que, con raras excepciones, no dejan pasar día sin que sus reporters-embajadores cerca de los apaches dediquen, con mal disimulado entusiasmo, extensos y pintorescos relatos a los amoríos de los apaches, a las aventuras y correrías de los apaches, a los homicidios y asesinatos de los apaches, a las valentías de los apaches, hasta a los duelos(!!) entre apaches; y la Casco de Oro, Laca y Manda, como personajes de los Dumas, de los Ponson du Terrail, de los Fernández y González, han escalado, en hombros del reportaje, la notoriedad y la heroicidad, sugestionando de paso, y malamente, la imaginación del vulgo, y creyéndose ya con derecho a todo.

Hoy mismo, casi todos los periódicos parisienses narran y comentan extensamente «el duelo habido entre Jorge Tierez, apache, y Trucharelli, también apache, apodado el Bicot de Montparno», ya difunto, gracias a Dios, de un tiro que le dio el tal Tierez, que es lástima no quedase también en el terreno del honor.

Del honor, sí; puesto que, según refiere Le Matin, Tierez, después de contar al juez instructor de la causa que se le sigue «que Casco de Oro le regaló dos sortijas y que ella se las compró luego por 50 francos» exclamó, con referencia a su lance de honor con el Bicot de Montparno:

-¡Soy asesino; pero no ladrón! J'ai mon honneur, moi aussi!

Es asesino, pero con honor; porque el honor ha venido tan a menos, en la opinión de ciertas gentuzas, que se le hace consistir en tener, o aparentar, bravura para arrancar unos pendientes y unos bigotes de cajero.

En ese honor sui generis, y en esos apaches que pretenden cobrar el barato, debió pensar Juan-Jacobo Rousseau cuando escribió:

«La más extravagante y bárbara de cuantas opiniones se han apoderado del espíritu humano es que un hombre no es torpe, pillo, calumniador, sino, por el contrario, cortés, honrado, veraz, siempre que sepa batirse; que la mentira se torna verdad; que el robo se hace legítimo, la perfidia honesta, la infidelidad loable, con tal que todo esto se mantenga con una espada en la mano. Los hombres prontos a provocar son, por lo general, malvados que, por miedo a que se les muestre abiertamente el desprecio que inspiran, se esfuerzan por encubrir con algunos lances de honor la infamia de su vida entera.»

De buena escapó, con morir, Juan-Jacobo Rousseau; porque, de vivir hoy, esta misma tarde recibiría la visita de le Miroir du Sébasto y de le Rempart de la Courtille, distinguidos maitres chanteurs, que, muy tirados de levitones monumentales y de charoladas botas, que se les ven desde muy lejos, irían, como padrinos, a pedirle una retractación, o una reparación por las armas, en nombre del asesino, pero honrado, Tierez.

Y la consecuencia de un duelo con esos tercios no es una vacuna de las que hacen reír a la galería, sino una cuchillada de las que llevan al cementerio.

No es lo peor que los apaches se apoderen de los bulevares, sino que se apoderen también del sentido moral, si no se pone pronto y enérgico correctivo a la leyenda forjada con las aventuras de esos facinerosos; porque, de seguir así las cosas, no habrá más que dos carreras viables: Apaches para los caballeros; Casco de Oro, para las damas...