Gotas de sangre/Descuartizamientos mujeriegos

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Descuartizamientos mujeriegos


Si alguna vez, lector, tropiezas en tus paseos veraniegos por París con un transeúnte que quiere entregarte un paquete, diciéndote: «Hágame usted el favor de guardarme esto un momento, que en seguida vuelvo», no lo tomes por nada del mundo, porque, si no es un feto, es la cabeza de una mujer descuartizada; y si, curioso de cuadros a lo Eugenio Sue, te asomas a la puerta Saint-Ouen, a la barrera Clichy, al solitario espacio comprendido entre el final del bulevar Malesherbes y el comienzo de Asnières, o a otra puerta de las siniestras de París, y ves un paquete en el suelo, por nada del mundo te acerques a examinarlo, porque tropezarán tus dedos con el mondongo de una meretriz destripada.

Por curiosa, se expuso a morir de un susto la persona que en la puerta Clignancourt se acercó a examinar un misterioso paquete, que no contenía turrón de Jijona, sino las siguientes prendas de andar por el mundo:

Una cabeza; un tronco, al cual le faltaban los miembros superiores e inferiores; una pierna y un pie. Privada de la nariz y del maxilar inferior, y con las órbitas vacías, la cabeza, casi enteramente carbonizada, estaba separada del tronco. Algunos pelos castaños adheridos todavía al cráneo. La pierna había sido cortada por cima de la rodilla, y el fémur había sido aserrado. La extremidad del pie aparecía carbonizada. El otro pie, cortado a la altura del tobillo, estaba desnudo. Pendía del tronco un refajo gris, rayado de blanco y retenido por un cordón alrededor del corpiño. Anchas manchas de sangre aparecían aquí y allá sobre estas prendas. Los brazos, completamente quemados, eran dos informes muñones. Del vientre, también quemado, salían secas las entrañas.

-Hágame usted el favor de decirme qué hace usted con semejante paquete, si tiene la desgracia de cogerlo.

Y la ciudadana a quien lo pregunté -una chulapona que con otras de Clignancourt comentaba el sucedido- me respondió sonriente:

-Pues con dejarlo en su sitio, santas pascuas.

Quiero decir con esto que también yo he estado en la puerta Clignancourt para poder decir: Yo lo vi. Excuso decir a usted, que me conoce, que estuve allí cuando el día estaba más claro y era más numerosa la distinguida concurrencia de candidatos al asesinato y de meretrices fósiles que, no habiendo tenido suerte pour s'acheter une conduite, como dicen las que recabaron fondos para retirarse a buen vivir, casándose no pocas, si tienen dote, continúan, entre las cincuenta y las sesenta primaveras, ejerciendo de cocotas de las fortificaciones.

Si fuesen cosa corriente en Madrid, como lo son en París, los asesinatos refinados, perversos, artísticamente siniestros, esos que se llaman en el moderno lenguaje asesinatos sádicos, valdría decir que hay en Madrid muchas puertas absolutamente iguales, por las costumbres y el pelaje de los vecinos, a las puertas de París. Huelen éstas, entre otras cosas, a aceite. La concurrencia, estropajosa y desgreñada, come churros, bebe aguardiente de Bretaña, se jalea, se guitarrea y se casca las liendres a la luna por falta de sol. Mire usted de la puerta de Toledo, por ejemplo, hacia el puente del mismo nombre, y hágase cuenta que está usted en la puerta Clignancourt, aunque sin paquetes, que es lo que da color a las puertas parisienses. Aldije es un frustrado de la puerta Clignancourt o del puente de Asnieres... Sólo que Peñaflor, entre naranjos y limoneros, no tiene el chic siniestro de los citados parajes parisienses.

En algunos periódicos españoles he leído que el descuartizamiento de la misteriosa mujer de Clignancourt ha producido emoción y espanto en París. No hagan ustedes caso. Aquí nadie se espanta de nada.

Además, este descuartizamiento no tiene novedad. En 1891 fue descuartizada una mujer, cuyo asesino permanece aún en las sombras de las misteriosas puertas. Otro tanto ocurre con el que cortó en pedazos, hace pocos años, un chico. Prevost descuartizó a su querida -¡algunos hombres tienen un modo de querer!...- Aline Blondin. Lebiez y Barré hicieron morcilla a una lechera. Billoir hizo unos callos con su parienta. Desmarchaliez mató a la suya y, presintiendo al Francés, la enterró en su propio huerto, al lado de una conejera, cuyos conejos engordaron atrozmente.

¿Y quién no recuerda a la mujer cortada en pedazos y hallada en paquetes dispersos en la calle Botzaris? Por entonces llegué a esta ciudad tan luminosa, y todo emocionado y espantado a consecuencia de tal hallazgo, enviaba crónica sobre crónica a El Liberal, hablando de los paquetes. También yo creía que todo el mundo estaba emocionado y espantado, y la emoción y el espanto eran nulos; tanto, que algunos guasones, echaban paquetes, que la Policía tomaba por los restos que le faltaban al cadáver, y el médico forense, después de examinarlos en la Morgue, exclamaba:

-¡Son de ternera!...

Los descuartizamientos mujeriegos son cosa tan natural para los que vivimos en París, que cuando uno pasa tiempo sin paquete, la verdad, parece que le falta algo...