Grito de gloria/XX

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Capítulo XX

Llegaron al campo sin novedad alguna en su trayecto, después de un galope de media legua. Allí se informaron de la causa del movimiento producido en la línea; el cual no reconocía otra que la llegada de varios patriotas escapados de la ciudadela antes del alba. Aprovechándose de la confusión ocasionada por una de tantas alarmas diarias, especialmente después del repliegue de la columna descubridora, muchos prisioneros habían escalado la muralla y descolgádose al foso, diseminándose por las afueras a favor de las sombras. El más numeroso de los grupos encontró caballos en un «potrero», algunos de ellos semi-enjaezados, pertenecientes sin duda a los guardianes de la «tropilla», y era ese grupo el que acababa de atravesar la línea entre vítores y aclamaciones.

Como si todo concurriese a alentar el esfuerzo de los revolucionarios, súpose también que otros amigos de causa habían llegado del exterior. De diversas localidades habían venido nuevas igualmente halagadoras, sobre otros desembarcos, encuentros parciales, levantamientos; una verdadera atmósfera de alegría y de bullicio dominaba el campo entre diálogos rumorosos y ecos de diana.

Luis María y Cuaró pasaron por el sitio de los carretones, en donde se detuvieron un momento para tomar un «mate» que les brindaba Jacinta.

Esta parecía también contenta, y muy al cabo de lo que pasaba. Lucíanle los ojos negros con un brillo de loza fina, tenía la tez encendida, los labios más rojos, el pelo mejor peinado. En realidad, estaba hermosa; con esa hermosura agreste, selvática, que olía a flor de alhucema y a miel de «camoatí».

Ella les comunicó lo que sabía, y aun lo que se esperaba, añadiendo:

-¡No hay apuro, por irse! Apeense... ¡Tengo «churrasco» y un costillar al asador que me trujo el cabo Mateo de parte del cordobés!

Y se reía, mostrando una dobla fila de dientes pequeños, afilados y lustrosos como los de un niño, acompañando su expansión con un ademán de alto desdén.

-Yo no quiero que se vayan... Bájense, pues, no parece sino que les gusta el ruego.

Cuaró, que miraba a su compañero de reojo, reprimiendo una sonrisa maliciosa, se apresuró a contestar:

-Aura no, Jacinta; pero luego ha de ser...

Enseguida, como recapacitando, reaccionó y dijo a Luis María:

-Mirá, hermano: es preciso comer a donde se encuentra, porque uno no sabe lo que ha de acontecerle cuando anda de «tapera» en galpón... Apeáte, que yo vuelvo de aquí a un ratito.

-El asao está listo -repuso Jacinta;- ¡lindo no más! Es una carne flor como la de regalo.

Guiñaba un ojo, con una sonrisa sardónica.

-¡Viene del cordobés, indio! Apurao por merecer dende hace días. ¡Jai!... No faltaba otra cosa. Y yo sé una que he de contarles porque corro priesa.

Dirigiéndose a Berón, agregó:

-Bájese a merendar, si tiene gusto; ¡no hay perros en la querencia!

Pensando que si bien era verdad que no había mastines bravos y sueltos, habría acaso leonas allí, Luis María, que tenía apetito, no vaciló en echar pie a tierra. Por otra parte, sentía cierta fuerza de atracción en aquel vivac de los carretones, que le hacía agradable la permanencia.

Tiró del cabestro y oprimió la mano de Cuaró, que le prometía de nuevo volver.

Cuando el teniente se fue, ella le tomó el caballo a pesar de sus protestas, lo condujo a un sitio herboso, quitole el freno y ató el «maneador» a una estaca allí clavada. Toda esta faena fue obra de pocos minutos.

Luis María, que ya estaba junto al fogón, no dejó de seguirla en sus menores movimientos no sabiendo que admirar más, si su práctica en tales tareas, o la bizarría de su figura de mocetona llena de bríos.

Aquellas botas de piel de puma con pelaje, tan bien ceñidas al pie y a la pierna redonda... ¡nunca había él pensado en semejantes coturnos!

Sin engañarse, aunque de estructura y arte semi-salvaje, las hallaba algo de interesante. Le habían llamado la atención las botas de Cuaró, aunque sabía que Cuaró era más que matador de tigres, y caíanle correctas al fiero lancero; con mayor motivo en Jacinta, parecíale que entre sus pies estrechos y regordetes y las afelpadas zarpas de la leona, no podía haber gran diferencia.

A juzgar, pues, por los extremos de plantígrado, las pasiones o los instintos que bullían en aquel tronco de amazona debían guardar íntima relación.

Sus dientes blancos y filosos encajados en encías de un color de grana, se mostraban con amenaza, aun sonriendo. El cabello muy negro algo crespo y retaceado, que ella sacudía cuando se quitaba el sombrero, semejaba una melena espesa, aunque cuidada y luciente.

Concluida su diligencia, volvió ella presurosa, atizó el fuego, movió el asador, del que goteaba a hilos la dorada pringue; fuese al carretón, tomó galletas y azúcar terciada, preparó otra vez el «mate», lo «cebó», y presentándoselo a su huésped, dijo:

-Desimule si no está a su gusto, mozo.

-Muy bueno he de encontrarlo, Jacinta; más, cuando pienso que esta suerte mía no la tienen muchos.

-¿Qué suerte, dice?

-La de que V. me lo brinde.

Refregose ella las manos, bajó la vista al suelo, y se quedó en silencio.

Se había sentado en un tronco cerca de él, con la caldera al alcance de la mano, cruzado un pie con el otro.

Alguna vez aspiraba fuerte los junquillos, ya mustios, que conservaba en un ojal de la blusa; y lo miraba de lado de un modo fijo y sombrío, huraño, persistente.

-Lo que siento, Jacinta, es no poder retribuir sus agasajos como yo quisiera, puesto que V. no puede dar de balde lo que a V. lo cuesta.

Hizo ella un gesto de enojo, pero reprimiéndose, respondió con acento grave.

-¡Qué me importa!

Y, después, poniendo en los del joven sus ojos siguió bajito.

-Es mi gusto. Si no juese asina, no estaría V. ahí.

-¡Gracias!

Luis María cogió la caldera para poner agua en el «mate» y pasárselo; pero Jacinta se lo quitó y siguió haciéndolo ella.

-A otros más pintaos, cuasi puedo decir, les he permitido; pero a usted no... Yo estoy para servirlo.

-¿Y V. es de Montevideo? -preguntó enseguida con vivacidad.

-Sí, Jacinta, de allí soy.

-Ya se ve... cuántos habrá que se acuerden de V. ¡Qué lástima andar siempre lejos y entreverao con tanto matreraje!

Mire, algunos son buenos; pero hay otros que ni para atusarlos... Voy a decirle. Frutos y Calderón se rascan juntos. El cordobés siempre jué con él como guasca lechera ¿sabe?... ¡Yo los conozco mucho, y a mí no me vengan con retobos ni con pialadas! Frutos se afigura que naide le pisa el poncho y que él solo manda, porque después de Artigas no hay otro; y a mí mesma me ha dicho que si lo agarraron jué por engaño, que los ha de arrocinar a todos porque él se duebla y no se quiebra, y que cuando menos se piensen los va a hacer andar como avestruz contra el cerco. ¿Oye V.?

-¡Sí, y bien que escucho! -contestó Berón un tanto sorprendido.

-Pues el arrastrao del cordobés quiere más que eso; anda en tratos con los de adentro y ha prometido matar a los mejores de aquí de una noche para otra.

-¿Es posible, Jacinta?

-¡Oh, sí! Tan verdad como esa luz que alumbra.

Y acentuando una a una sus palabras, continuó:

-Yo sé bien lo que pasa... sino, no diría nada. El cabo Mateo, de la gente de Calderón, me ha contao todo, para que me juese al campo de su jefe, de quien me trujo esa carne. Yo no quise... Entonces, dentró a hablar por asustarme; le retruqué, me reí de él y del otro, y el hombre comenzó a descubrirlo todo muy serio, por ver si yo entraba a afligirme y a dirme con el carretón. ¡De adónde! Lo hinqué un poco, por sacarle lo que guardaba, y no tardó en decir que su jefe tenía ofertas muy grandes de Lecor; que aquí, el más ladino era Oribe y no don Juan Antonio, según lo había asigurado Frutos, y que cayéndole a Oribe, Frutos había de acabar por ponerle a don Juan Antonio «pie de amigo», y arreglarlo todo sin más quebradero de cabeza. Últimamente, habló de que nada faltaba para el baile, porque hasta música había de venirles de la plaza. ¿Qué lo parece? ¡Vaya viendo!

Cuando Frutos jugaba en la tienda hacía burla de todos, decía que ninguno valía más que una onza de las que echaba en la carona, y que nunca había de consentir que lo ladeasen, aunque juese el emperador mesmo, ¡porque él era dueño de todo! hasta del último guacho que entriega los ojos a los chimangos. Los hombres habían de servirle en cuanto ordenase; las mujeres tenían que aficionársele, porque sino ¡déle lazo! la plata era para él, que sabería repartirla sin que naide se quejase; y toda «doña» que pariese un hijo tenía que ser su comadre.

Jacinta calló un momento, para cambiar de lado el asador.

Luis María había apoyado el rostro en sus dos manos y parecía absorto, con la vista fija en el fuego.

Volvió ella a su asiento, y prosiguió con mayor locuacidad y acritud:

-Calderón no se le despegaba, como garrón al güeso. Frutos le decía siempre: ¡con este chicote he corrido a los porteños! ¡Había de ver! Se ganaban las onzas todas las tardes y se repartían las aparceras entre los dos como tabaco picao, lo mesmo que las vacas gordas y las «tropillas» ajenas; dentraban a los «ranchos» para averiguar cuántas mozas había, y si eran de carnecita, ¡para qué!... Se había de bailar hasta que rayase el sol cuando era un bautismo y comerse vaquillonas con cuero. Lo mesmo cuando era un velorio. El angelito se pudría de andar, de un pago a otro, en las «casas»que tenían cuartos grandes donde pudiesen amontonarse los oficiales de dragones y armarse el «pericón». Después se iban al campamento llevándose a las ancas más de una prójima, que ya no volvía. Al ñudo alguna madre afligida pedía por Dios que lo dejasen la más chica; se reían a reventar, diciendo que la más cara era la carne flor. Se hacían los quiebros y comadreros, y donde quiera iban al destajo, peor que indios... Mire, yo me cansé de ir atrás con mi carretón viendo tantas maldades; y los dejé una noche, a los pocos días de caer Frutos preso.

Esa tarde pasó V. cerquita de mí sin mirarme, muy tieso y amorrado -y entonces pregunté quién era esa estampa de nazareno con sable que iba montao en un overo rabón... Naide lo conocía, ¡como que no era fruta del pago!

Aura ya sabe. Si el cordobés se suleva, lo va a poner el ojo como ayudante de Oribe; hay que dormir con el caballo de la rienda, que los zorros roban guascas y los tigres se comen hombres. Como a ladina no me ganan, ¡yo les voy a ayudar a pialarlos lindo!

Al decir esto, los ojos de Jacinta centelleaban como dos ascuas, vivaces y bravíos.

Berón levantó la cabeza despacio, y la miró atento.

Todo lo que ella había dicho no tendría nada de poético, pero sí mucho de verdadero. Lo hacía pensar.

-¿Está V. en el secreto de lo que pasa, Jacinta? -preguntó.

-Sí, yo sé todo. El cabo Mateo tiene que venir cuando llegue una mujer que mandan de adentro con cartas. Esa mujer pasa la noche con Agapita, si no viene el cabo, y a ocasiones se va a donde Calderón con los papeles, para traer otros... Yo les voy a avisar asina que estén aquí y antes que Mateo converse con la «doña»... Pero, aura veo que el indio se ha de haber puesto a sestear porque no aparece. ¡Es un indino!

-No importa, Jacinta; yo lo diré lo que ocurre, aunque él ya está sobre aviso.

Y ahora la dejo, pues conviene que hable con mi jefe sobre estas cosas tan disgustantes.

-Es asina. Pero, ¡cuántas de éstas hacen! V. no conoce la laya de alguna gente. Son capaces de darle golpe a todos si ganan en la partida y de pasarse a la plaza en un repeluz, porque creen que los de adentro son de tiro largo y han de quedarse con la plata del juego.

-¡Verdad! Eso han de imaginarse.

Como Jacinta acercase el asador, clavándolo delante de él e invitándolo a servirse, el joven sintió que se reavivaba su apetito en presencia de una carne dorada que chorreaba delicioso jugo.

Almorzó, pues, hasta saciarse; pero antes pasó una costilla a la hermosa vivandera, cortada del centro, dejando otras en el asador al rescoldo por si aparecían Cuaró y Agapita.

Jacinta dijo que Agapita había de traer listo el diente, pero que aún demoraría, pues ese día estaba de lavado. En cuanto al teniente, ella agregó: el indio es muy gaucho y aonde quiera pega el tajo y merienda.

Concluido el almuerzo, Jacinta enfrenó el caballo de su huésped y se lo trajo del cabestro a paso lento.

-Ahí tiene su bayo -dijo-. Ya está por «despiarse», si no lo «desbasa» un poco.

Luis María se sonrió.

-Agradezco la advertencia, y la tendré presente, Jacinta.

Esta se sonrió a su vez.

Y como él añadiese que tenía además que agradecerlo todas sus bondades, ella dijo con acento suave, desentendiéndose:

-¡Que Dios lo acompañe!

Mirolo con ojos cariñosos, y quedose de pie, mientras el joven marchaba.

Todavía al trasponer la vecina loma, observó el jinete que Jacinta le seguía con la vista, inclinada la cabeza y los brazos cruzados sobre el pecho.

Preocupado iba con las revelaciones recibidas, al punto de interesarle mucho el tiroteo de la línea; pero, la verdad es que a poco se siguió a la preocupación formal otra risueña, sobre las botas de cuero de puma concolor de Jacinta. ¡Buenos coturnos para una diana cazadora!