Grito de gloria/XXIX

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Capítulo XXIX

La vida de campamento no era tampoco sosegada como al principio, y desde algún tiempo atrás se venía poniendo a prueba el músculo en marchas y contramarchas a toda hora según las exigencias de orden militar, devorándose distancias con buen sol o bajo la lluvia, en hermosas mañanas como en noches sin estrellas.

El caso era no ser vencido en previsión, ni aventajado en actividad. Había que esforzar las aptitudes y que suplir el exceso del número con el valor y la audacia.

A pesar de esta vida agitadísima, en ciertos días y en determinadas horas su jefe, celoso de la profesión, ordenaba y dirigía personalmente la práctica de evoluciones por mitades, compañías y escuadrones; todo el campo poníase en movimiento; ejercitábanse el sable, la lanza y la carabina; indicábase con esmero como debían equilibrarse la velocidad y la forma de impulsión en las cargas, por elección de caballos; simulábanse protecciones de despliegues y retirada, como si se contase con infanterías; perfeccionábanse en cuanto era posible los medios para el choque; lo que se explica si se tiene en cuenta que, aunque arma accesoria, la acción táctica de la caballería estaba entonces en la plenitud de su vigor.

El jefe era hábil, organizador y valiente; tres aptitudes que creaban el estímulo con el respeto, el celo patriótico y la emulación militar, en la medida del tiempo y de los recursos. Para la elección de los caballos de guerra no era necesaria la teoría; todos eran grandes jinetes, y con ojo experto elegían al compañero de lucha sin equivocarse nunca. Sabían también por experiencia lo que importaban los arreos en la fuerza de impulsión, los equilibraban con la rapidez, y muchos no llevaban más que el rendaje y las armas en el momento del choque.

De esta manera, constituían una caballería ligera o una de línea sin ser pesada, cuando así lo exigían las circunstancias; «una fuerza viva desplegada» capaz de afrontar el mayor peligro, como lo era para resistir los rigores de la privación y la inclemencia.

Caballería propia de un terreno con campos ondulados, con bosques moteados de potriles, con serranías abruptas, con valles «guadalosos»; y propia de un clima con fríos recios, con soles ardientes, con noches plateadas y con vientos mugidores. El jinete, bravo y robusto; el caballo pequeño, pero fuerte y sufrido; capaz el uno de extrema osadía y el otro de llevarlo a la boca del peligro, resultaban armónicos con el suelo y el clima.

Por entonces nacían, vivían y morían entre estridores de «pamperos» y clarines.

La victoria de Rincón, y otra obtenida por el veterano de Artigas Andrés de Latorre, sobre una fuerte división brasileña que buscaba la incorporación con la del general Abreu, dieron nuevo impulso súbitamente a las operaciones, hallando a Oribe el «chasque» de las gratas nuevas en la costa del Santa Lucía.

La excursión rápida de Bentos Manuel hacia Montevideo, lo había obligado a movimientos más rápidos todavía, y al habla con el cuartel general, maniobraba dentro de la zona en que se incubaba el peligro imprevisto: «en la cuna del toro», -según la frase gráfica de Ismael.

Terminaba septiembre.

Los días eran claros y hermosos, retoñaban con gran vigor los bosques, el espíritu estaba alegre y templado a pesar de lo que ya llevaba de prueba el esfuerzo extraordinario, y en el campamento corría como una nueva vida preñada de esperanzas como la primavera de jugos.

En el vivac de Luis María, Ismael y Cuaró se comentaban cada mañana las probabilidades de un encuentro formal que precipitase los sucesos.

Todos confiaban en el éxito, por el prurito que da la costumbre del triunfo y la fe que inspira la habilidad de los jefes.

Ellos confiaban en el suyo, a quien veían desplegar recursos sólo propios del que sabe segundar un plan y aun excederse de los límites trazados, en sentido de afianzarlo o robustecerlo.

Todo consistía en que las fuerzas revolucionarias llegasen a formar un haz en el momento de la acción, pues que se encontraban diseminadas en distintas zonas. Si el enemigo tomaba la ofensiva, debía ser por sorpresa, y sobre una de las divisiones fuertes, antes que la junción se operase.

Para precaver esto, es que ellos vivían en perpetuo vaivén, cambiando en horas de campo, trasponiendo grandes distancias, ora acercándose a la plaza, ora alejándose sin dejar rastro visible empeñados en descubrir la intención del enemigo y hacerse dueños de sus medios de comunicación con Abreu, que se mantenía en su posición estratégica sin desprender ni una columna después de los contrastes sufridos.

Esa expectativa no podía durar mucho; y así fue.

Una tarde supieron por aviso anónimo, que el coronel Ribeiro saldría de extramuros con rumbo al centro del país; y al mismo tiempo vino anuncio del cuartel general de que una fuerte columna de caballería avanzaba por el norte a marchas forzadas buscando su base de apoyo en Abreu.

Dábanse hasta los detalles más minuciosos sobre estas operaciones, que en vez de alarma ocasionaron indecible contento.

Como se diese orden de ensillar a prisa, Jacinta vino al fogón de Luis María, y dijo a éste:

-Yo me voy con el carro al cuartel general.

Su asistente queda con una porción de cosas que yo le dejo, y que V. ha de precisar en estas marchas de noche, en que nada se encuentra a ocasiones, ni una sed de agua, porque es mucha la tiñería donde se tiene miedo a los portugueses... No me desaire, que me trae güena intención... Nos hemos de ver pronto si no me engañan mis deseos, que son asina de grandes, aunque que los suyos sean muy chiquitos... ¡Pero no importa! Yo lo he de ver y lo he de servir siempre con la mesma voluntá, y muy pronto; porque mire, yo creo que va a haber pelea de aquí a unos días y todos tendrán que pintarse, hasta Frutos, que anda a monte, para aguantar el rempujón.

-Sí, nos veremos Jacinta -respondió el joven con afecto-. Es V. tan buena conmigo, que no sé como expresarle mi gratitud. Muy presente he de tenerla.

-¡Qué! -le interrumpió ella con aire triste-. No vale la pena... Le he costureao los ropas, que estaban en miñangos, y aura parecen otras. Los botones se los pegué como hacen los melicos, con un berrugón de puntadas, porque de otra laya nenguno se queda quieto. Y aura, oiga una cosa que he de decirlo sin que lo duela: si hay encuentro o entrevero vaya arrimao al «indio», que es muy guapo y yo sé cuanto lo quiere... Es poco hablador, y cuanto más quiere más se amorra, como negro. Pero es duro de pelar lo mesmo que «yacaré». Estéase ceñidito a él como si fuese su hermano, sin agravio en esto; y verá que lo ayuda en lo amargo, sin que V. se lo pida V. nada más. ¡Adiós, señor María, que la virgen lo acompañe!

-¡Hasta la vista, Jacinta! Gracias por todo.

Y el joven lo estrechó la mano.

Fuese la criolla.

Concluíanse los últimos preparativos.

Antes de mandarse a caballo, el capitán Velarde, que estaba de avanzada, trasmitió el parto de que una partida de treinta soldados con varios sargentos acababa de presentarse en el campo, diciéndose sublevados de una fuerza enemiga.

A poco, la partida llegó con custodia.

Berón que se encontraba al lado de su jefe, reconoció en el acto a Esteban, exclamando:

-Es mi asistente, el que cayó prisionero hace meses en las guerrillas del sitio, y que ahora vuelve a sus filas, trayendo ese contingente.

-Buen augurio, -dijo entonces Oribe,- si como creo estos hombres se han desprendido de la columna de Bentos Manuel. Sería un principio de triunfo, que nos correspondía asegurar con un esfuerzo decisivo sin pérdida de tiempo.

Pronto se enteraron de todo lo ocurrido.

Esteban hizo el relato con la mayor fidelidad, y puso en manos de su señor el cinto, que hasta ese momento había llevado bien oculto.

Oribe mandó que Luis María redactase sin demora una comunicación a Lavalleja, en la que le daba cuenta de lo que pasaba, y que venía a confirmar las noticias que por diversos conductos se les había trasmitido.

Decíale también que observaría al enemigo en su marcha por el frente y el flanco, sin apartarse mucho del centro de operaciones, a la espera de nuevas órdenes.

Escrita la nota, partió un «chasque» con ella a rienda suelta.

El cuartel general estaba muy cerca, bastando media hora de carrera a un jinete duro para ponerse en el sitio. Eligiose de «chasque» al teniente Cuaró.

Concluida su tarea, el joven patriota oyó de labios de Esteban lo que éste había recibido encargo de decirle.

Notole el liberto tan visiblemente impresionado, que él mismo llegó a conmoverse sin disimulo.

Como los dos habían quedado algo distantes de los grupos llenos de alborozo con el suceso reciente, hablaron sin reservas.

Luis María leyó las cartas, interrumpiendo su lectura con interrogaciones rápidas y breves, que Esteban contestaba con la misma precisión.

Estúvose en suspenso un rato y guardó las cartas en el pecho.

Luego examinó el interior del cinto, y cogiendo un gran puñado de onzas, púsolas en las manos del liberto, diciéndole:

-Haz de eso dos porciones iguales, y guárdalas en uno y otro bolsillo.

Hízole así el negro, poniendo once de una parte y diez de la otra, muy afligido por no poder dividir el exceso.

Estuvo a punto de advertir a su amo que eran nones; pero, como lo viese pensativo, juzgó prudente callarse.

Él bien conocía que su señor nunca contaba cuando tenía y abría la mano.

Después, este dijo:

-Cuando llegues a ver a Jacinta... ¿tú la conoces?

-¿No es aquella que estaba en carretón en la finca, al principio del sitio?

-La misma es. Ahora ha marchado al cuartel general. Cuando la veas, digo, que puede ser pronto, le entregarás una de esas porciones de dinero para que ella lo utilice en compras que le convengan. Añadirás que ese no es más que el importe de los artículos que yo he consumido.

-Es mucho, señor... con dos onzas bastaba.

-¡Qué sabes tú! Haz lo que te mando sin meter baza.

-Sí, señor.

-Y ahora que tú has venido, lo que tanto celebro, espero que arregles mis cosas que andan ahí en desorden en manos de los que no las entienden.

Esto diciendo, Luis María apretó bien las agujetas del cinto doblándolo para disminuir en lo posible su volumen; y dirigiose hacia donde estaba Oribe.

Aunque ya la división había montado, éste se encontraba todavía de pie bastante retirado, junto a unas grandes piedras en lo alto do la colina, observando el campo en todas direcciones.

Al sentir llegar a Berón, se volvió con presteza.

-Mi jefe: -díjole el joven- acabo de recibir algunas onzas que me ha enviado mi padre, y también cartas con noticias que ya conocemos. Yo no preciso de ese dinero sino una suma pequeña, que ya he sacado, y vengo a ofrecerla a V. lo demás para las urgencias de la tropa. Aquí está.

Y mostró el cinto.

Era su acento expresión de tal sinceridad y firmeza, que el comandante se sintió conmovido.

-¿Es decir -contestó- que V. no se contenta con ofrecer a su causa lo más que puede darse, y que es lo primero, su esfuerzo personal, su sacrificio de sangre?

-Así es, señor. Si de más dispusiera, sería aún poco. Yo me doy por entero a las pasiones que honran, y lamento no valer nada. Soy un hombre que, como otros más cautos, podría ser feliz; pero tengo la desgracia de ser terco y pertinaz. Amo lo que amo sin reservas ni egoísmos, y siempre que me es dado demostrarlo lo hago con el mayor gusto. Ruégole que acepte, mi comandante, esta humilde ofrenda.

Oribe lo abrazó, con movimiento franco y espontáneo diciendo:

-¡Acepto, amigo, y gracias! Pero a una condición, y es la de que esa suma, con otra qua podamos reunir, sea destinada a un armamento completo para nuestros cuatro escuadrones.

Luis María hizo un gesto de asentimiento, sin replicar palabra, y devolvió el abrazo con la misma efusión.

-Como V. lo ve -agregó al jefe señalando hacia las filas- ya nuestro regimiento tiene estandarte, aunque modesto; es de lanilla con su letrero en el centro, y obra de damas. Se lo he confiado a ese joven subteniente que apenas empieza a ser hombre, de aire garboso y atrevido.

-Me parece todo muy bien, comandante; esto estimula y enardece los deseos de llegar a la prueba cuanto antes.

-Acaso esté muy próximo el momento. Ahora vamos a ponernos en actividad para tratar de confirmar aquello que se ha dicho más de una vez, que la caballería ligera «es una verdadera red detrás de la cual el ejército propio marcha o descansa, sin que al enemigo le sea dado presumir nada positivo de sus planes».

Minutos más tarde, la fuerza abandonaba aquel sitio al trote largo.

Había desprendido varias partidas exploradoras, y al parecer se encaminaba hacia el paso del Soldado.

Reinaba en las filas una atmósfera alegre, de espíritu expansivo y abierto, como si todos hubiesen recibido buenas nuevas, aunque éstas se condensaban en una verdadera: la llegada del enemigo.

Ismael, que había ocupado su puesto a vanguardia, e iba mirando atentamente a Berón, dirigiole así la palabra:

-Parece contento, y por eso yo lo estoy también.

-Es verdad, capitán. He tenido noticias de mi familia y le agradezco su buen corazón. ¡Mucho tiempo hacia que no me llegaba una carta y hoy me he resarcido por toda la ausencia.

-Asina es. El que llora penas, solo, nunca puede creerse desgraciao; al que es solo, el mesmo goce lo aflige.

-¿Por qué?

-Atrás de la risa le grita el recuerdo y acaba el gusto, como si se reventase la hiel... Pero esto no es el caso. Dígame lo que haiga de los portugueses.

Luis María púsose entonces a referirle con los menores detalles lo que al respecto su padre lo decía en la carta, y lo que Esteban había hecho por la causa de los patriotas sublevando parte del escuadrón de auxiliares, cuya partida con armas y municiones el mismo Velarde había recibido en las guardias avanzadas.

Ismael oyó con atención, y luego dijo:

-¡El negro es de alma!... Pero no teniendo él plata que darles a esos melicos, -y viene un sargento portugués en la partida le alvierto,- ¿cómo diablos se amañó en el envite del truquiflor?

-Acaso con dinero de mi padre, porque es cierto que él no disponía de recursos.

En el espíritu de Luis María, a pesar de esta respuesta, se suscitó una duda.

Para él, ya era mucho que su padre hubiese modificado tanto sus ideas acerca de la causa de los nativos, y más aún que le trasmitiera datos prolijos de lo que el enemigo intentaba; pero el que hubiera proporcionado fondos para una rebelión de tropas dentro del recinto, excedía a todas las hipótesis y conjeturas.

No dejó, pues, de preocuparle el hecho, en sentido de una mayor satisfacción; y para cerciorarse llamó a Esteban, apartándose algo de la columna.

-Supongo -le dijo- que tú no has sublevado la gente de tu escuadrón nada más que por la influencia de tu palabra y de tu energía; aunque siendo muchos de ellos orientales, no necesitaban de otro estímulo que el del patriotismo para dar este paso honroso.

Entiendo que hay entre esos hombres un sargento portugués...

-Sí, señor; el sargento Saldanha.

-Bueno. ¿Y éste también se ha venido por sólo amor a la causa?

-Le di unas onzas...

-¡Ah! ¿Te las proporcionaría mi padre, Esteban?

El liberto se turbó un poco, y no quiso mentir.

-No, señor, -respondió;- fue otra persona.

-Entonces hay allí más de una a quien tengamos que agradecer actos tan señalados como este; y tú deberías nombrarla en confianza, a fin de que no quede en olvido.

-Ella no quiere. Pidió como un favor... Pero si su mercé me ordena, yo cuento.

-Habla.

¿Quién es?

Vaciló todavía un momento Esteban, y después dijo muy bajo:

-La niña Natalia.

-¿Quién has dicho?

El liberto repitió el nombre, agregando:

-Mi señor no me ha de dejar mal.

-No por cierto -repuso el joven con gran sorpresa;- ¡no!... Tú has sido leal y fiel, has cumplido como pocos tu obligación y algún premio has de recibir a su tiempo. ¡Será muy justo! Lo que acabas de revelarme me llena de un gran placer y por eso me felicito de haberte interrogado; pero ahora yo te pido que lo dicho quede entre los dos en todo tiempo.

-Sí, señor.

-Relátame lo que pasó.

El liberto expresó sencillamente lo sucedido con la intervención de Guadalupe, apoyándose en el testimonio de ésta; puesto que él nada había hablado con la joven de Robledo sobre el asunto de la sublevación de sus compañeros de cuartel.

Estuvo en todo discreto, y para terminar añadió:

-En la casa de los amos el tiempo todo es poco para acordarse de su mercé.

Esa última frase puso a Luis María cabizbajo, abstraído. Gran tropel de pensamientos mezclados a sensaciones íntimas se agolparon sin duda alguna a su cerebro, sustrayéndolo por largos instantes a los ecos de afuera.

Siguió su marcha como enclavado en la montura.

La noche vino con un cielo oscuro; cerró por completo; transcurrió el tiempo y el paso de la columna era el mismo, con pequeñas treguas.

Por dos veces se detuvo a altas horas; en una de ellas contramarchó, hizo un zig-zag en un terreno de asperezas y luego los cascos de los caballos resonaron en un suelo duro de carretera.

-Camino al Durazno -dijo Ismael.

Luis María le oyó, y repuso:

-Entonces vamos sobre el rastro del enemigo.