Grito de gloria/XXV
Capítulo XXV
En esas largas noches de invierno, don Carlos retenía a sus amigos de confianza algunas horas al amor de la lumbre, comentando con la mayor minuciosidad todos los sucesos y abriendo juicios sobre cosas de futuro.
Ya no era un misterio que el barón de la Laguna se había resistido a emplear sus tropas de línea en una campaña contra las irregulares de la revolución, y aconsejado a su soberano que sólo destinase a ese objeto el elemento similar río-grandense, apto y suficiente para detener sus progresos y domeñar sus ímpetus, concluyendo de un golpe a cercén con la obra de la temeridad. Fundaba su opinión en la experiencia adquirida. Sus datos ciertos denunciaban un país casi despoblado, cuyos escasos moradores, grandes jinetes, aparte de una bravura indomable, robustecían su acción y su audacia en la alianza natural con las ventajas del terreno, pidiendo a las serranías, a los montes, a los ríos, a los llanos los elementos necesarios para neutralizar o reducir a la impotencia las más hábiles combinaciones de la táctica y la estrategia.
Era la guerra de recursos; ante cuyas astucias y artimañas se estrellaba la teoría de escuela y se rompía la regla de disciplina, aniquilando la moral militar. En ese concepto las tropas sujetas a ordenaba sólo deberían permanecer en puntos fortificados, especialmente en las tres plazas principales que disponían del trasporte fluvial y marítimo: Montevideo, Colonia y Maldonado. Teniendo en memoria que en la campaña contra Artigas no había sido propiamente el ejército regular portugués el que arrollara los obstáculos y alcanzara la gloria del vencimiento, sino antes bien, las fuerzas de Río Grande, cuyas condiciones y aptitudes tenían alguna analogía con las de los orientales, la pericia aconsejaba que el hecho se repitiese, no habiendo sufrido modificación seria el estado del país, desde Artigas a Lavalleja. La ofensiva debería corresponder entao, aos chefes e soldados brasileiros que pe lo Río Grande do Sul invadiram a Cisplatina na guerra de 1817, e expelliram por fim Artigas e sous seguazes.
Resultaba, pues, por la llegada de la columna del coronel Ribeiro y por la muy próxima de otra bajo las órdenes del coronel Gonzalves, que el emperador había escuchado el consejo, a más de atender al reclamo de Lecor sobre el envío de refuerzos de infantería de línea y de naves de guerra para defensa de los puertos.
La columna de Bentos Manuel Ribeiro había hecho un estreno ruidoso en su travesía por el territorio.
Desprendida de la división del general Abreu que vivaqueaba en Mercedes, llegó al choque con Rivera en el Águila haciéndolo ceder ante su superioridad numérica; y, tras de este encuentro feliz corriose a marchas forzadas hacia Montevideo, al abrigo de cuyas murallas se había puesto, renovando parte de su armamento y fornituras.
Recibido como vencedor, se encarecían sus dotes de experto guerrillero y de soldado valeroso; y aun cuando don Carlos y sus contertulianos hallaban justicia en el elogio, reconocían, sin embargo, que aquella efímera victoria «del triple contra sencillo» sólo era un combate sin laureles.
Afirmábase que el coronel Ribeiro, celoso de gloria, había prometido a Lecor batir a Lavalleja antes que Rivera, muy apartado de él, pudiese incorporársele en el Durazno; para lo cual pedía las armas y municiones necesarias.
Se añadía que el barón de la Laguna había aceptado este plan de batir en detalle, pero que, siempre cauteloso, daba al valiente río-grandense el consejo de servirse de las tres armas para emprender la ofensiva, a cuyo efecto pondría a su disposición dos batallones y una sección de artillería, remontando a mil seiscientos sus jinetes.
Al principio, el fogoso guerrillero había rehusado el contingente de fusiles y cañones, diciendo que bastaba con suos cavalleiros; no obstante, se había decidido a acoger sin reservas todas las advertencias del experimentado capitán.
En su columna, por otra parte, revistaban cuerpos de línea.
No faltaba quien asegurase que el plan era más vasto, por cuanto se había resuelto complementarlo en esta forma: la división de Bentos Manuel buscaría su incorporación con la de Bentos Gonzalves para librar el combate, mientras que el general Lecor con su cuerpo de ejército, dejando la plaza convenientemente guarnecida, emprendería marcha a retaguardia para tomar posesión de la villa de Florida o de San Pedro, si ésta era evacuada. Las caballerías de Gonzalves eran de la calidad y el número de las de Ribeiro, probadas, sufridas y prácticas en el terreno: el barón de la Laguna llevaría dos mil infantes, baterías de campaña, y caballería de línea con jefes maniobristas.
Una vez asentado en el centro del país, el movimiento revolucionario debía extinguirse en sus extremidades batido y disuelto el núcleo principal.
Otros negaban la posibilidad de esta táctica, teniendo en cuenta las vacilaciones del gobernador así como su exceso de prudencia; si bien el choque en el Águila, elevado a categoría de triunfo fructífero, había retemplado el espíritu de las tropas y predispuesto la opinión militar a una ofensiva sin demora.
-Son los apuros del que ve al enemigo en desbande -decía el señor Berón- o al toro en el suelo. ¡Ahí dé la gran lanzada!
Días después de la llegada imprevista de Ribeiro a extramuros, circuló un rumor grave que fue adquiriendo cuerpo, a pesar de las severidades empleadas para reprimirlo.
Corría la primera semana de primavera, el período de los retoños, de los jugos activos y de las flores con sus brisas suaves y su sol tibio; y con su vuelta parecían también retoñar con viva fuerza germinadora las esperanzas decaídas con la nueva del contraste.
El rumor era alentador.
Pronto vinieron detalles; la alegría de los dominadores se convirtió en despecho y cólera; la tristeza de los nativos en goce indecible. Charangas y clarinadas cambiaron de tono, y a trueque de fanfarrias hubo íntimos regocijos.
¿Qué había ocurrido?
Los informes aparecían contestes.
El vencido del Águila, rehecho a pocas leguas del sitio en que dejara alguno de sus oficiales y soldados muertos, había practicado una marcha de flanco hacia la zona del centro, permaneciendo en ella varios días; y de allí, arrancádose audazmente hasta el rincón de Haedo, donde pacían millares de caballos del enemigo.
Proyectaba un golpe de caudillo rampante y atrevido, una sorpresa de guardias y un botín de tropillas flor.
Era la táctica de caudillo -original y propia. Detrás de una derrota, efecto de la imprevisión o del desconocimiento de las reglas de escuela, rehacerse de cualquier modo; y apenas ordenadas las filas como quien recompone la formación de piezas en un damero por la sola tiranía de los dedos, acometer nuevamente, sin dilación, dando un golpe que no se espera, para retemplar por ese medio el espíritu de los subordinados y no dejar cercenado el prestigio con la nota de ineptitud o cobardía.
De ese modo había procedido Rivera en la época de Artigas; así obraba ahora, librándolo todo al atrevimiento con la colaboración de la casualidad.
La aliada natural de la táctica de caudillo, era la suerte; casi de igual manera que en el juego, o en la casa del tigre.
Como la astucia, por sutil que sea, no podía reemplazar con ventaja a la noción científica, iba Frutos jugando una partida desigual, pues él bien sabía que el enemigo dominaba poderoso allí donde era su empeño entrarse a salto de felino.
El rincón de Haedo, que toma su nombre de la «cuchilla» que allí termina, es un punto estratégico que domina la barra del Negro, y en el cual la entrada era peligrosa teniendo a un lado el Uruguay y al otro aquel río con su caudal engrosado por las lluvias.
Varios cauces tortuosos que a éste afluyen configurados por la propia naturaleza del terreno, forman una península caprichosa rodeada de inmensos bosques y espesas frondas, feraz, de un verdor eterno, escogida para engorde de ganados.
Accesible por su garganta, de una anchura de más de una legua, la retirada se hacía imposible cubierta esa especie de gola; y las fuerzas rechazadas a su salida tenían que chocar con las barreras opuestas por uno y otro río, y rendirse o perecer.
Rivera, encomendando al veterano Andrés de Latorre una diversión sobre el general Abreu, que estaba en Mercedes, atravesó el Negro con sigilo, sorprendió las guardias y dispuso lo necesario para el arreo de las «caballadas».
De pronto le anunciaron que una columna enemiga entraba en la península.
Era un encuentro fuera del cálculo y la previsión; la gola se cerraba, y era preciso abrirla aunque lo disputasen los contrarios a razón de tres contra uno.
El coronel Braz Jardim era el que los mandaba en jefe, sumando la columna más de ochocientos combatientes, en su mayor parte dragones aguerridos.
El general Rivera ordenó sus cortos escuadrones, saliole al frente y lo cargó con denuedo.
El choque fue terrible.
A pesar de su resistencia, el coronel Jardim volvió grupas, y acuchillado por la espalda, se arrojó sobre el grueso de sus tropas, que le abrieron camino para romper el fuego.
Quinientos dragones descargaron sus carabinas contra doscientas cincuenta atacantes, de los cuales sólo cayeron algunos; un escuadrón brasileño, acaudillado por un capitán intrépido, quiso penetrar por el flanco como una cuña de hierro, pero el esfuerzo escolló; el sable de Servando Gómez rompió la mole y sus lanceros sembraron el suelo de cadáveres, el jefe de los dragones imperiales fue arrancado entre moharras de la silla y triturado bajo los cascos y el tropel; y envueltos aquellos en la vorágine de esta carga furiosa, emprendieron la fuga dividiéndose en dos grupos, uno con Jardim a la cabeza, que no se detuvo sino allende la frontera, y otro que cruzó a escape el Negro, campos, arroyos, serrezuelas, sin dormir y sin comer, -según la propia versión brasileña,- hasta llegar a la Colonia y refugiarse detrás de sus baterías.
Quedaron sobre el terreno de la acción más de mil armas, gran número de muertos y heridos contándose entre los primeros veinte jefes y oficiales; prisioneros una cantidad mayor que la de los vencedores, y cerca de ocho mil caballos.
El general Rivera, que se había batido con bravura como otras veces, no abandonó los despojos a pesar de la inminencia del peligro que tenía bien cercano en la división de Abreu; salió de aquella especie de remanga, en que lo metiera su extrema osadía sin perder fruto alguno de la victoria, y repasó el Negro con el mismo aliento de fiereza que antes del contraste del Águila.
Su rasgo de intrepidez era, pues, el que se celebraba entre los amigos de los «insurgentes», a raíz de los últimos regocijos de los imperiales.
En vano se había querido ocultar la noticia.
Con motivo de ese suceso, una irritación sorda había cundido en sus filas, circulando voces sobre acciones decisivas y sangrientos desagravios.
Eran las que se comentaban ahora en el misterio, en el seno de la confianza, discutiéndose las iniciativas a emprenderse, las probabilidades, las complicaciones posibles, persuadidos todos, especialmente el señor Berón, de que el nudo de Gordium no habría sido más enrevesado que este lío.
Si alguna duda pudo suscitarse acerca de la veracidad del hecho de armas que se intentaba encubrir por todos los medios, sin excluir los represivos más duros con cualquier pretexto, esa duda se desvaneció al saberse en los días posteriores que se había determinado abrir campaña con poderosos elementos.
Don Carlos se cercioró de esto por boca de Souza, quien le dijo que había sido ascendido a capitán y destinado a uno de los regimientos de la columna de Bentos Manuel.
Como la marcha debería resolverse de un momento a otro, iba a despedirse.
El señor Berón mostrose un tanto conmovido, y estuvo con él más atento que nunca.
Esa tarde, Natalia había descendido del mirador con el mismo aire melancólico de los últimos días.
Revelaba no haber visto nada a lo lejos, ni la sombra de un jinete.
Cuando supo que Souza se marchaba, tuvo un sobresalto, sin darse cuenta del motivo. Su corazón latió con violencia; algo de aturdimiento pasó por su cerebro.
¿Era la presunción de peligros más graves, más fatales, la causa de su zozobra? ¿Existía alguna vinculación entre este hecho aislado de la ida de Souza y la memoria constante del ausente?
No lo sabía ella.
Tampoco don Carlos se explicaba porque él se sentía conmovido.
El capitán traía algo de interés para ella que revelarle. Su señor padre, detenido hacia tiempo a bordo de un buque de guerra, bajaría a tierra el día siguiente, con la ciudad por cárcel.
Por el hecho, quedaba colmado el anhelo filial, pues que ella lo tendría a su lado sin mayores zozobras.
Había sido ésta una gracia especial del barón de la Laguna; en atención a que nada resultaba del proceso seguido contra el señor Robledo, hasta ese momento, que le hiciese pasible de pena, y defiriendo al ruego de su humilde subalterno, a quien lo había correspondido el deber de conducirlo a la plaza a raíz del sangriento episodio ocurrido en su estancia de «Tres ombúes».
La joven le escuchó, con el ánimo en suspenso y húmedos los ojos, en cuyas pupilas reflejábase con la alegría una expresión de hondo reconocimiento.
Souza se sintió muy halagado, al apercibirse de aquella actitud; mostrose cortés como de costumbre, fino y oportuno, confirmando el dicho de don Carlos, de que él sabía aprovechar bien las lecciones de su maestro el general Lecor; escuchó palabras dulces, pidió órdenes, y al ofrecerse miró a Natalia con fijeza, casi con aire de súplica.
La hija de Robledo cogió llena de dignidad la mano que él le tendía, y se la estrechó en silencio.
Don Carlos dijo alguna cosilla -como lo repetía él después,- con un poco de carraspera y atragantándosele más de un vocablo.
En realidad, pareció pasar por una crisis violenta.
Cuando Souza se fue, él puso nervioso sus dos manos en los brazos de la joven, diciendo:
-Todo está bueno, hija: hay que agradecer. Pero, yo sé por dónde viene éste. Marchan mañana, seguramente, y es preciso avisar a los que andan por ahí a riesgo de ser sorprendidos, cuando ellos menos se lo imaginen. ¡Busca, hija, busca!...
-¡Ay, señor! ¿y qué he de buscar, pobre de mí? -exclamó Natalia llena de pesadumbre.
-Sí, tienes razón; pero ahí verás, doncella mía, es necesario inquirir, escudriñar... ¡No hay que hacerle! Es forzoso hallar el medio, porque éstos meditan alguna embestida entre sombras, algún plan diabólico por el que lo arrollen y aplasten todo de aquí a la Florida. Y éste que acaba de salir, muy meloso, untándonos el dedo, ¡como si no supiéramos lo que busca el belitre con más agallas que un dorado! A mí no me la pega. ¿No viste, hija, con qué ojos te miraba? ¡Se le salía la dulcinea por el lacrimal, y el gran socarrón la tenía delante! ¡Nada, esto me tiene crispado ha tiempo, por Cristo!
Así expresándose, descompuesto, casi iracundo, don Carlos abandonó a Natalia lanzándose a su escritorio.
Al cruzar el patio vio una sombra negra, firme e inmóvil con el morrión en la mano, junto a la verja.
El viejo escudriñó, echose el gorro atrás y dijo con aire risueño:
-¡Ah, eres tú, Esteban! Te creía ya fusilado, negrillo. ¡Entra, hombre, entra!
El liberto, pues él era en efecto, obedeció en el acto y penetró en pos de su amo al escritorio.