Grito de gloria/XXXI

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Capítulo XXXI

Los orientales tenían una pequeña pieza de montaña de calibre de a cuatro, que arrastraban por delante con mucho garbo, y con la cual el teniente que la mandaba, con un servicio de tres hombres y municiones para diez disparos, se prometía ganar algunas ventajas a pesar de la opinión de Lavalleja, que decía con grande risa burlona:

-¡Con esa araña de mucho trasero, sólo se asusta a un pulgón!

La pieza rodaba, en efecto, a manera de arácnido que teme el encuentro del alacrán, y merced al esfuerzo paciente de una yunta híbrida compuesta de una mula flaca y un padrillo caballar criollo dejado de mano por inservible.

El teniente iba muy tieso y grave en su bayo de oreja partida y cola anudada, y sus tres subalternos en caballos rabones.

Sobre la mula, un tanto espantadiza, jineteaba un cambujo de chambergo, al que le faltaba la mitad del ala.

Así que la línea hizo alto frente al enemigo, el pequeño cañón fue situado en una loma suave que se alzaba a un flanco del centro y el teniente, apeándose diligente, se puso a tomar la puntería de un modo concienzudo.

Los brasileños ya habían mudado caballos y ratificaban su línea en medio de entusiastas vivas al emperador.

Bizarro era el aspecto que sus tropas presentaban en la espaciosa falda de una hermosa colina, destacándose diversos cuerpos por su formación correcta, especialmente el regimiento de dragones de río Pardo.

El cañoncico dio una especie de ronquido de puma, y el proyectil pasó gruñendo por el hueco que separaba el centro enemigo de su derecha; picó junto a los escuadrones de reserva levantando en forma de abanico la tierra negra con una orla de briznas, y fue a rebotar en la cresta de la «cuchilla» a retaguardia.

Un clamor súbito se sucedió al pasaje de la bala.

El teniente volvió a calcular la trayectoria del segundo proyectil muy abierto de piernas detrás de la pieza, con el sombrero echado a la nuca y el cigarro en la boca.

Y estando en esta actitud, Ladislao Luna, que hacia con su escalón cabeza de la izquierda oriental, le gritó:

-¡Tené guarda, hermano, que el cañón no ronque por atrás!

Los jinetes rieron con estrépito.

El cabo acercó cuadrado la mecha ardiendo al oído, y a la detonación siguiose un salto de retroceso de la «araña».

La bala partió con sordo zumbido.

Este nuevo proyectil no dio tampoco en el blanco, aun cuando había sido mejor encaminado.

De la línea brasileña llegó en respuesta un segundo clamor, y de la oriental surgió de regimiento en regimiento como un coro indefinible de insectos gruñones, en que primaba la nota del alborozo.

El escobillón volvió por tercera vez a frotar el ánima en manos del fornido cambujo; el teniente a tomar el punto, imperturbable; y el cabo a soplar la mecha para arrimarla enseguida al ojo de la pieza.

El proyectil de esta vez produjo un ruido estridente, algo semejante a un silbido de viento huracanado: y cayendo casi encima de la línea del centro enemigo, estalló entre una nube de polvo, derribando dos caballos con sus jinetes.

Era un tarro de metralla.

En ese instante, Lavalleja recorría las filas y dirigía una fogosa arenga a sus escuadrones en batalla; de modo que este detalle emocionante unido al episodio ocurrido, originó en la masa de combatientes una explosión estruendosa de entusiasmo y de coraje.

Algo análogo sucedió en las filas contrarias, aunque eran los suyos tal vez voceríos de ruda impaciencia; porque en el acto, sin esperar un cuarto saludo del cañoncico, toda la línea, con gritos formidables, se movió al trote, lanzando al unísono sus clarines el toque a degüello.

Los orientales no trepidaron un minuto y avanzaron al encuentro al mismo paso, dejando bien pronto a retaguardia la pieza de artillería, cuyos servidores, tras un desenganche veloz, desenvainaron sus aceros y se incorporaron a uno de los escuadrones del centro.

Pasada aquella masa compacta de jinetes, quedose a sus espaldas abandonada esa pieza con su boca casi al nivel de los pastos y su armón inclinado sobre la cuesta, como si sólo hubiese servido para dar la señal de la pelea, a modo del heraldo que en las lides legendarias golpeaba por tres veces el escudo llamando al torneo la pujanza y el valor.

Así cortando distancias las dos fuertes caballerías para el choque de prueba, Cuaró, que se había arremangado el brazo derecho a la altura del hombro y ceñídose un pañuelo blanco en la cabeza, dijo suave a Luis María:

-Mirá que va a empezar el fandango... ¡Abrí el ojo y tené al freno el lobuno!

E Ismael, que iba al lado opuesto, con el sable cogido de la hoja, añadió por su parte:

-No te apartés de mí, hermano, que puede ser hora de morir... Si caigo, recostate al teniente, que es güeno como pocos hombres, y en lo amargo asusta como nenguno.

Luis María iba con la boca apretada, la mirada fija, el busto erguido y tendido el brazo con que empuñaba su hoja: ni una crispación se notaba en su semblante severo, ni una palabra brotó de sus labios.

Dirigió los ojos un momento al estandarte que flameaba a su derecha en manos del imberbe, y bajó la cabeza torvo, siempre silencioso.

Por un segundo cesó de improviso el trote nervioso de la línea, y una voz que ya se había dado, pero que se repetía ahora viril e imperiosa como uno exhortación suprema al valor heroico, volvió a resonar de cuerpo en cuerpo y de escalón en escalón, diciendo breve y secamente:

-¡Carabina a la espalda, y sable en mano!

Después, los clarines rompieron en el toque de degüello, los mil sables se alzaron destellantes, los escuadrones arrancaron a media brida, cayendo con la violencia de un torrente en el llano, a cuyo opuesto extremo se desplegaban dos mil cuatrocientos carabineros; y apenas en mitad del valle, a tiro de pistola, otras tantas detonaciones resonaron, dividiendo una densa humareda los dos campos como para cegar más su furor.

Disipada la nube, vio Luis María que sus amigos seguían ilesos a su lado tendidos sobra el cuello de sus monturas, y que en pos de la línea, clareada a trechos, pero siempre inflexible en su carga imponente, quedaban más de cien hombres sobre las hierbas, entreverados con los caballos que habían sido también muertos o heridos en el pecho y la cabeza.

El ronco son de los clarines volvió a alzarse sobre el estruendo de la descarga, y en pocos instantes las dos líneas chocaron.

La formación desapareció en el acto.

En medio de espantosa confusión, pudo Luis María observar que las dos alas brasileñas eran acuchilladas por la espalda hasta encima de sus reservas; pero que, en cambio, cortada en dos la extrema derecha enemiga por los dragones de Rivera, una de estas mitades formando masa compacta con las tropas del centro imperial que cargaban sobre el centro republicano, caía con irresistible violencia sobre la izquierda de éste, arrollándola impetuosa y comprometiendo el resto, en rededor del cual se arremolinó en un instante un círculo de hierros.

La acción del centro oriental quedó anonadada bajo el peso del número.

Entonces la pelea se trabó tremenda entre un grupo pequeño y una mole enorme de adversarios, al punto de no verse horizonte, estrechados, ahogados los nativos entre barreras de lanzas y sables que habían surgido de improviso reemplazando a las ya inútiles carabinas.

Habían caído muchos en esa carga de frente y de flanco. El suelo estaba cubierto de heridos y de jinetes desmontados que corrían en todas direcciones, chocando con los grupos en su afán de abrirse paso entre el tumulto o de apoderarse de los caballos que habían librado sus lomos en el choque.

Luis María vio a Oribe atravesar por dos veces entre el tumulto golpeando aquí y allá con su espada y enardeciendo con su voz a sus soldados; vio caer al clarín de su escuadrón herido en un costado por las cuatro medias lunas de una lanza; a Ismael rodeado por un grupo de dragones, con el caballo en tierra; a Cuaró que salvaba el cerco abriendo ancho camino con su sable; y al porta imberbe que alzaba intrépido el estandarte acosado por los hierros gritando con su acento de niño a quien ya anonada el rigor:

-¡A mí... a mí, valientes! ¡Aquí de la bandera!

Y luego, como a través de un velo color de tierra, vio que los sables envasaban aquel cuerpo endeble y lo derribaban por las grupas manando sangre a borbotones.

Acometiole un vértigo. Sin apartar los ojos de aquel episodio, sordo a los ruidos fragorosos que venían de todos lados, mezcla de rabias, quejas, llamados supremos, rugidos, botes y caídas, picó espuelas, lanzose sobra el grupo, que clareó a golpes de filo, y echando mano al estandarte, que no había abandonado el porta moribundo arrolló al astil el paño y bajando la moharra, cargó ciego, hundiéndola en el pecho del primer enemigo que encontró a su frente.

Al instante lo cercaron, entre furiosos voceríos.

El astil, manejable como una lanza, hería por doquiera con su rejón empuñado con soberbio denuedo. El golpe repetido de los sables hacíale saltar astillas a cada encuentro, y aunque herido ya en el brazo de una estocada, Berón rompió el círculo, sujetó su lobuno espantado junto a la loma, allí donde Ismael se batía cuerpo a cuerpo, y haciendo flamear el estandarte, gritó con voz de cólera terrible:

-¡Libertad o muerte!

Otra voz, semejante a un bramido, le contestó cerca; y el teniente Cuaró entrose al cerco nuevamente formado, moviendo como un ariete su sable poderoso.

-¡Maten! ¡maten! -exclamaba iracundo un capitán de dragones de río Pardo, señalando a Luis María con la punta de su acero.

Los soldados amagaron otro ataque, encontrándose a Cuaró por delante, cuyo brazo, al voltearse de revés, dio en el suelo con el más cercano, obligándole a salir de un salto de los estribos.

Oíase siempre encima el toque a degüello, y los escalones pasaban como fantasmas por los flancos, estremeciendo el suelo en pavoroso tropel.

El capitán brasileño, notando que sus hombres tenían de sobra con Cuaró, y que no adelantarían un palmo de terreno mientras tuviesen al frente aquel temible jinete, cambió de posición, hizo andar a toda brida su caballo y acometió con ímpetu a Luis María por retaguardia.

El joven ayudante permanecía en el centro del torbellino como abrazado al astil, pálido, desangrado, imponente en su misma actitud cuando su tenaz adversario le llevó el ataque.

Herido en las grupas de dos o tres cuchilladas que habían abierto hondos surcos con la piel hasta mostrar la carne viva, el lobuno de Berón se abalanzó de improviso hacia delante al sentir el avance, se encabritó y revolvió enfurecido por el dolor.

Cuaró encajó al suyo las espuelas haciéndole brincar en semi-círculo con los remos en el aire, y al sentar el redomón los cascos con un bufido de espanto, su jinete, echado sobre las crines, levantó el fornido brazo trazando con el sable otra curva y lo descargó en la cabeza del oficial brasileño arrancándole con el morrión la mitad del cráneo, que le volcó sobre el rostro como una máscara horrible.

El sablazo lo sacó como en volandas de la silla; rodó su cuerpo por las hierbas, y al agitarse en convulsiones cogiéronsele los cabellos a las matas volviendo el fragmento de cráneo a su lugar y dejando de lado, visible, lívido salpicado de sesos, un rostro joven que arrancó un grito a Luis María:

-¡Pedro de Souza!

-¡Mata! ¡Mata! -rugía Cuaró revolviéndose más furibundo con el brazo lleno de sangre y la pupila dilatada.

Y se lanzó sobra el grupo de enemigos con todo el poder de su caballo.

Fue como un turbión; al principio llevose todo por delante; luego la tropa volvió a cerrar el cerco a manera de una onda arrolladora; el sable terrible brillaba en el medio en siniestro culebreo; y en tanto este montón de centauros se escurría en la ladera entre alaridos arrastrando como en un remolino de aceros a Cuaró, Berón era de nuevo acometido por otro grupo de refresco, estrujado, envuelto en la balumba hasta la loma en medio de gritos feroces, tiros y estocadas.

Todavía sirvió al joven de defensa la moharra del estandarte; pero al llegar a lo alto de la colina, su caballo cayó muerto.

Quedose con él entre las piernas; y agitando la bandera gritó con desesperado brío:

-¡Sarandí por la patria!

Otro combatiente cayó de pronto sobre el núcleo apenas resonaba el grito, armado de una enorme daga de dos filos que esgrimía con admirable destreza.

Montaba un redomón tostado, cuyas narices como hornallas despedían dos humazos, y en cuyo cuello la sangre salpicada se mezclaba a la espuma del sudor.

Era el jinete un negro de contextura atlética, ágil, airoso, sentado sobre los lomos desnudos.

Entre sus piernas de vigoroso domador se arqueaba y torcía el tornátil vientre del potro despavorido, sin que éste en la violencia de sus arranques lograra separar a su amo del crucero.

Luis María lo reconoció en el acto. Era Esteban.

A la vista de aquel a quien había devuelto sus derechos de hombre que tan bien ejercitaba en la hora de prueba, el joven volvió a levantar con el estandarte por encima de su cabeza su tonante voz herida:

-¡Libertad o muerte!

El negro, amorrado y silencioso, apretó rodajas: el redomón dio un bote enorme cual si buscase salvar una valla de riscos, y echándose Esteban de costado a la usanza charrúa, tiró un golpe de daga al pescuezo de uno de los dragones.

El tajo fue horrible.

La cabeza del herido cayó sobre el hombro a modo de penacho volteado por el viento, brotó un surtidor rojo y bamboleándose un instante, derrumbose al fin el cuerpo inerte.

Cogido el pie en el estribo, fue arrastrado el cadáver a lo largo de la colina en vertiginosa carrera, y pudo verse por breves segundos girando como un molinete la cabeza del degollado.

El resto de los dragones se precipitó en masa sobre los dos combatientes; y en tanto Esteban era separado del sitio en reñida pelea un auxiliar más entró en acción, anunciándose con un grito ronco semejante al de una fiera que acude rápida a la defensa de la cría atacada por los perros.

Simultáneamente con el grito, una lanza blandida por una mano nerviosa hiriendo allí donde más ceñido y compacto era el grupo, formó hueco y dio paso a un jinete joven, lampiño, de semblante moreno y ojos negros, agraciado, robusto, que vestía blusa de tropa y calzaba botas de piel de puma.

Parecía su aspecto de otro sexo, aunque venía a horcajadas en un caballo arisco.

La duda duró poco, pues en el momento la denunció su voz de mujer bravía, que clamaba:

-¡Atrévanse, cobardes! ¡Vengan a mí, apestaos... aquí está Jacinta Lunarejo que les ha de pelar las barbas con esta media luna!

Y echó pie a tierra junto a Berón, tratando de defenderse por todos lados con su lanza; ora saltando como una tigre, ya arrastrándose sobre las rodillas, desgreñada, furiosa, bella en su mismo espantoso desorden.

Resonaron varias detonaciones de pistola.

Una bala atravesó el pecho de Luis María, derribándolo de espaldas.

Quedó tendido con el estandarte de su escuadrón abrazado sobre el pecho, de cuya herida manaba un hilo de sangre muy roja que se fue distendiendo en la seda hasta formar una gran mancha en el blanco y celeste.

Otro de los proyectiles se alojó en el cuerpo de Jacinta.

El disparo había sido hecho a quemarropa, y su blusa humeaba.

Al reincorporarse iracunda, cayole de costado el taco ardiendo, y ahogó por un instante su voz el humo de la pólvora.

Dos o tres de los más valerosos, tentaron levantar el estandarte con la punta de sus sables; pero Jacinta dio un brinco y sepultó su lanza a dos manos en el vientre del dragón de talla gigantesca, que alargaba cuanto podía su brazo para alzarse con el trofeo.

Se alzó, sí, más con la lanza prendida en sus carnes por la media luna invertida a manera de arpón, que se llevó en la fuga.

Luego, Jacinta cogió el sable de Luis María en su diestra, rodeó con su otro brazo el cuerpo del herido y empezó a arrastrarle con todas sus fuerzas, diciendo desesperada:

-¡A él no, bárbaros!... ¡Déjenlo por compasión que yo le cierre los ojos; no ven que ya está muerto!... ¡A él no, salvajes!

Y sin dejar de arrastrarle, repetidas veces herida en la cabeza y en los brazos, bañado el rostro en sangre, tambaleando, asiéndose entre crispaciones de las hierbas, su mano sacudía el sable apartando los hierros a golpes de filo.

Por dos ocasiones gritó, saliendo su voz como un ronquido:

-¡Cuaró! ¡Cuaró!

El teniente no podía oírle.

En cambio, sintió de cerca el toque de carga y la reserva con Lavalleja al frente acuchillando todos los escuadrones enemigos dispersos en la ladera, apareció bruscamente en la loma, descendió a escape al llano, y en lúgubre entrevero fueron cayendo uno a uno la mayor parte de los que habían hecho cejar a la línea del centro.

En esta carga cayeron prisioneros, entra otros jefes y oficiales, Pintos y Burlamaqui.

Jacinta, arrodillada junto al joven y libre ya de implacables adversarios, percibió entre desfallecimientos y zumbidos sordos, dianas y gritos de victoria.

Miró azorada a través de tules rojizos.

La llanura aparecía cubierta de centenares de cadáveres y despojos. Lejos, en el horizonte iluminado por los esplendores del sol, percibió regimientos en desorden, caballos sin jinetes, cuerpos hacinados entre los pastos, galopes furiosos, ecos de cornetas que semejaban aullidos de pavor.

Después se volvió hacia Luis María, cogiole el rostro entre las dos manos, levantole los párpados para mirarle las pupilas, peinole los rulos con los dedos temblorosos, diole un beso en la mejilla, y exclamó al fin desolada entre hipos violentos:

-¡Ay, flor de mi alma, sol de mi pago! Que salga de estas heridas toda mi sangre, por una mirada de tus ojos...

Pálida, vacilante, sus manos crispadas se cogieron al cuerpo inmóvil; sacudiéronlo; y en pos de este esfuerzo abrió los brazos para estrecharlo, resbalose suavemente y quedose acostada a su lado, exangüe, tiesa, sin temblores.