Grito de gloria/XXXIV

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Capítulo XXXIV

El día que se siguió a la salida de Bentos Manuel de Montevideo, reinó verdadera alegría en la casa de Berón motivada por la presencia de don Luciano Robledo, que recobraba al fin su libertad merced a los reiterados empeños del capitán Souza con el barón de la Laguna.

Este grato suceso compensó en cierto modo las angustias que causaba la partida de la columna brasileña; y por tres o cuatro días se celebró sin reservas en aquel hogar tan combatido.

Don Luciano, sin embargo, manifestó su resolución inflexible de irse al campo a atender sus intereses tan largo tiempo relegados a la suerte, aun cuando para cumplirla fuera preciso arrostrar todo género de dificultades y peligros.

En vano se le pidió que la postergase, en atención al estado en que se encontraba la campaña y al hecho de habérsele dado la ciudad por cárcel. Robledo se mantuvo firme.

Entonces, Natalia díjole que no se iría sin ella.

Esto hízole vacilar algunas horas.

Trató a su vez de convencerla con las razones más concluyentes. Llegó a agotar sus extremos cariñosos.

La joven mostrose tan resuelta como él.

-¿Acaso te soy pesada? -díjole con amargura.- Puedes necesitar de mí, ahora más que nunca. Yo quiero ir a la estancia; allí descansa mi hermana y están todas las memorias que amo, bien lo sabes... ¡Si no me llevas, me iré sola!

Don Luciano la abrazó, accediendo a todo.

La partida debía hacerse, por la vía fluvial, en una sumaca de don Pascual Camaño, la que los conduciría en la noche a la barra de Santa Lucía, aprovechándose del alejamiento momentáneo de las naves de guerra que vigilaban las costas del Este, a la espera de corsarios.

La noche de la despedida fue de sensación.

La madre de Berón, que había observado en Natalia a más del que le guiaba al acompañar a su padre, el interés de aproximarse y aun de ponerse al habla con su hijo, retuvo a la joven entre sus brazos reiteradas veces, como disputándole aquella primicia deliciosa; y hasta llegó a decir que ella se pondría en viaje también, pues que se sentía fuerte para ello.

Esa lucha fue de largos momentos, y sólo cesó cuando Natalia dijo llena de fe y entereza:

-Si así lo quiere la suerte, yo he de cuidarlo, mucho... ¿No cree V. madre que yo soy capaz de hacer por él todo lo que V. en su ternura? ¡Oh, sí!... ¡Que digo verdad, Dios lo sabe! No tema, no, porque hemos de ser felices. Yo le escribiré todo lo que sepa; y si lo veo mucho más. ¡Nada dejaré por decir!

Ante estas seguridades, la madre cedió.

La partida se hizo ejecutivamente en la sumaca con toda felicidad. El embarque se realizó sin tropiezos ni dilaciones a la hora prefijada y en sitio aparente.

Soplaba un ligero viento sur que condujo la pequeña nave a la barra con rapidez.

Una vez allí al romper el alba don Luciano tuvo que andar poco para llegarse a la «estancia» uno de sus viejos amigos, quien le facilitó un carro con su tiro correspondiente que le condujese con su hija y Guadalupe a «Tres ombúes».

La llegada a la estancia, después de tantas vicisitudes fue de emociones.

Don Anacleto salió a recibirlos, excusando a Nerea y Calderón, los peones viejos, que a esa hora se encontraban en faenas de pastoreo algo distantes de las «casas».

-Que vengan -dijo Robledo.- Quiero yo mismo poner en orden todo esto, pues confío en que no han de volver a apresarme. ¡Antes, gano el monte!

El capataz estaba contento y dio buenas noticias a su patrón del ganado.

Poco se había perdido.

Aquel era como un rincón oculto, espaldado por inmensos bosques, y a causa de eso sin duda, las partidas que «arreaban» haciendas vacunas y yeguares habían pasado de largo «repuntiando a gatas», como decía don Anacleto, algún trocito de morondanga del lado allá del paso.

¡Hasta su «terneraje orejano» se había librado del arreo!

Los «matreros» se habían comido algunas vaquillonas con cuero; pero la pérdida era de poca monta.

Natalia y Guadalupe pusieron mano activa y celosa al arreglo de la casa; todo lo removieron, limpiaron y reformaron, al punto que don Luciano no pudo menos de decir, cuando volvió de recorrida del campo, que sin mano de mujer no había nunca hogar que se quisiera.

Al verlo tan aseado y alegre, en su misma humildad, sintió que renacía su amor al viejo arrimo.

Todas las plantas se habían multiplicado y entretejido; las enredaderas silvestres, sin miedo a la poda, alargándose cuanto pudieron, serpentiformes y enmarañadas, se habían trepado a los arbustos y de éstos pasado a los árboles en cuyos troncos formaban rollos gruesos como maromas. Los retoños venían con fuerza.

Caían las últimas florescencias en los frutales y follajes nuevos de un verde-morado cubrían los grandes caparachos de gajos.

Las golondrinas habían vuelto a anidar bajo el alero, y los «dorados» en las copas de los ceibos que enseñaban ya semi-abiertos sus racimos de flores granate.

En la huerta nada se había cultivado.

En cambio, los agaves desprendían sus pitacos enhiestos de entre las últimas hojas listadas de amarillo y verdi-negro.

A un costado el bosque de Santa Lucía intrincado y espeso se revolvía en giros caprichosos, cubriendo inmensa zona; al fondo los cardos recomenzaban a llenar el pequeño valle con un enjambre de tallos y de pencas, y más acá, a poca distancia del linde de la huerta, habían rodeado aquel sitio de todo género de plantas de la selva, de modo que era un boscaje o red de infinitos hilos, troncos y ramajes entrelazados y confundidos, muchos de los cuales aparecían cuajados de flores y brotos.

Natalia consagró a este lugar su primera vista. Hallolo muy agradable, en la medida de sus deseos. Simulaba una «glorieta» sin armazón artificial, modelada por ceibos jóvenes, sauces y parietarias diversas.

Lo hizo expurgar; desbrozar el terreno, y añadir otras plantas de su predilección.

En esta grata tarea empleó varios días. Cada uno de éstos que pasaba, era para ella un deleite ver los progresos adquiridos.

Se hicieron senderos, diose a la vegetación la forma de dos círculos concéntricos, de manera que se pudiese más adelante levantar un cenador verdadero en el espacio intermedio que se cubriese de nutridos doseles.

El sitio en que descansaba Dora quedó libre, con bastante trecho a uno y otro lado.

Aunque se formase encima una cúpula de siempre-verde más tarde, el interior conservaría capacidad suficiente para dar paso a los visitantes, siempre que se detuviese el avance atrevido de las parásitas, que la tierra negra cubría con maravillosa savia.

Por más de una semana se dedicó Natalia a estos cuidados. ¡Se sentía tan bien en medio de ellos cuando vigilaba la tarea sentada en un tronco junto a la cruz!