Guayaquil
Del libro Recuerdos e Impresiones de un Viaje, Guatemala 1895
A pocas millas de Puná desemboca el Guayas, y á
trece leguas de éste está Guayaquil, la ciudad de los
portales.
Parece el Guayas una gran charca que hubiesen formado las lluvias torrenciales de muchos días. Sus aguas turbias, lodosas y en ciertos meses del año salobres, ora corren hacia el mar, con un movimiento apenas perceptible, ora retroceden empujadas por la fuerza de la alta marea, y como si el Pacífico quisiera rechazar con intervalos aquel tributo que le envían las cordilleras ecuatorianas.
Cuando se acaba de entrar en el Guayas, y aún después de haberse navegado veinticinco ó treinta millas en él, cree el viajero hallarse en medio de un paraje desconocido por el hombre y por la civilización. Aquel espesísimo boscaje de ambas liberas, aquellas selvas tupidas, sombrías, salvajes, ostentan todo el esplendor, toda la lozanía de la vegetación tropical, tal como puede admirarse en todos aquellos sitios en que el trabajo no ha movido un solo palmo de tierra y el hacha no ha cortado la raíz de una sola planta ni la corteza de un solo árbol. ¡Qué silencio tan imponente, tan majestuoso reina en aquellas soledades.
Y cuando, después de haberse recorrido treinta millas, se divisan, allá lejos, las cúpulas de las iglesias de la ciudad y el Hospital Militar, situado en un cerro cuyo lomo se bifurca; cuando se distinguen las casitas de las haciendas inmediatas y los mástiles y el casco de los buques fondeados en la ría, siéntese esa impresión grata, indecible, que causa siempre la proximidad de un lugar habitado; y la mente comienza á forjarse en siluetas lo que aquello es, lo que puede ser, y hasta el corazón palpita con más violencia.
Con Guayaquil sucede algo más, algo especial tal vez. Su nombre, al oído tan agradable, trae consigo un recuerdo siniestro, amenazante, fatídico, el de la fiebre amarilla, esa horrible epidemia, que allí es endémica, y un presentimiento amargo, desconsolador, apodérase del alma del viajante. ¡Ahí — exclama uno. — Si hallaré aquí mi sepulcro; yo, que vengo lleno de salud, de ilusiones, de esperanzas; que amo la vida, porque la vida, en medio de sus amarguras, de sus penas, de sus dolores, tiene muchos atractivos, muchos encantos, muchos placeres; si moriré aquí, porque ¿qué privilegio tengo yo para que el microbio de la epidemia me respete, respete mi organismo? ¿Serán estos paisajes los últimos que mi vista admire? ¿Serán este cielo y ese horizonte y estos panoramas los postreros que haya de ver, de admirar, de gozar? Y las campanas de aquellas iglesias ¿serán las que, tocando á muerto, anuncien mi partida de este “valle de lágrimas,” y pidan á las almas devotas preces por mi salvación eterna? Y las brisas de este anchuroso río ¿serán las que rieguen mi sepulcro? ¡Oh, Guayaquil!, ¿serás tu, mi conocido de hoy, el ultimo de mis conocidos, el último de los lugares del planeta en que pase yo las últimas horas de mi vida, el que guarde mis despojos mortales?
Estas preguntas debe de hacerse el viajero al llegar á Guayaquil; éstas me hice yo.
Mientras tanto, el vapor se había acercado al punto en que había de fondear; y la mente había dado de mano á sus recelos y cavilaciones, para hacerle lugar á la curiosidad, incitada por los espectáculos de vida, de luz, de colores, que de cerca se le ofrecían.
Encontrábame, pues, frente á Guayaquil, y tenía ante mis ojos una multitud de barcos devela, atracados algunos al único muelle de madera del puerto; muchos botes, llevados á distintos puntos; varios vapores mercantes; las dos pequeñas naves y la torpedera que constituyen la Armada ecuatoriana; el frente del Malecón; las torres y campanarios de los templos, y el gentío que, á manera de hormiguero, se agita así en el muelle como en el Malecón.
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El desembarque en Guayaquil es muy fácil, y sólo cuesta veinte centavos; y el embarque puede hacerse á cualquier hora, sin necesidad del permiso previo de la Capitanía que aquí necesitamos de todo punto, como si las garantías individuales estuvieran suspensas de continuo, ó como si todos los guatemaltecos fuéramos una turba de malhechores que pretendiese evadir la acción de la justicia saliendo del país.
Detalle es este que, á primera vista, poco significa, pero que, en el fondo, puede dar, y dá, idea, si no del atraso de las instituciones, por lo menos de poco respeto á las libertades públicas y de menosprecio de la personalidad humana.
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Pocas horas bastan para recorrer la ciudad y conocer, aunque muy á la ligera, sus edificios y establecimientos más importantes, entre los que figuran: la Catedral, en cuya arquitectura predomina el estilo gótico, situada en la Plaza Bolívar, en que hay una magnífica estatua ecuestre del Libertador; el Palacio Episcopal en la misma plaza; San Francisco, en la bonita Plaza Rocafuerte, al centro de la cual se alza la estatua del Presidente de ese nombre; la Merced y la iglesia de los Jesuítas; el Teatro y el Hipódromo; el Hospital Militar y algunos almacenes de la calle Pichincha, que es el centro del comercio y el lugar de más movimiento durante los días de trabajo, pues los domingos y días festivos, Guayaquil, como casi todas las poblaciones de Hispano-América, es una especie de panteón.
Todos esos edificios, así como todas las casas, son de madera. Por consiguiente, los incendios, aunque no son frecuentes (por el excesivo cuidado que se pone en precaverlos), causan verdaderos estragos.
Habitan á Guayaquil, según el último censo levantado, más de cuarenta y cuatro mil almas; y si el área de la población es relativamente pequeña, debese esto á que hay muchas casas de tres y de cuatro pisos, en que viven varias familias.
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Como aquellas mujeres que suplen con afeites y postizos las perfecciones que á la naturaleza plugo negarles, Guayaquil gusta más cuando se le ve á la distancia, desde la ría, á bordo; pues cuando se atraviesan sus calles, desaparecen muchas de las galas que de lejos se admiraba, y con poco que se examine, saltan á la vista lo ligero de las construcciones y lo postizo y poco durable de la ornamentación.
Al lado de una bonita casa, nueva, ó, por lo menos, bien conservada, suele haber otra vieja, ruinosa, que exhibe al desnudo los materiales de que ha sido hecha, y la grama que las lluvias hicieron brotar de la tierra, se ve seca ya por los rayos de aquel sol ardentísimo, en plazas y calles. Dijérase que las autoridades, ocupadas perennemente en negocios de gran trascendencia ó en las cosas de ultratumba, no pensaran nunca en el ornato y aseo de la ciudad y, lo que es más, en la higiene pública. El Mercado , por ejemplo, casi horripila: así es de feo, de viejo y de sucio. Si no fuera por el movimiento de gente que en él se observa, parecería construido para madriguera de ratas, ratones, cucarachas y toda suerte de bichos inmundos y dañinos; cosa que no se explica, ni menos se excusa, en un lugar de la categoría y riqueza de Guayaquil, que es el tercer puerto americano del Pacífico, así por el número de sus pobladores como por su comercio y por el grado de adelanto material, literario y científico que ha alcanzado.
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La especialidad que distingue á Guayaquil de todas las poblaciones, son sus portales, que tienen todas las calles en sus dos lados, y cuyo principal objeto es precaver al transeúnte de los abrasadores rayos del sol equinoccial, proporcionándole sombra y algún fresco. Sobre esos portales, las casas tienen una especie de corredor, del techo del cual penden hamacas, que proporcionan grato descanso á los moradores, y de las que se hace tal uso, -que en ellas se recibe á las visitas de confianza.
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Goza Guayaquil de muchas de las ventajas que la civilización ha puesto al servicio del hombre; pero carece del elemento más indispensable para la vida, carece de agua potable. Burla, ironía, sarcasmo es éste de la naturaleza; pues la ciudad está situada en una península, que el Guayas limita por un lado, y un brazo de mar, el Salado, delicioso lugar de baños, por el otro.
Sin duda á esto, como también á la falta de desagües, á lo pantanoso del lugar y al menosprecio con que se ve la higiene, se debe el que la fiebre amarilla sea, cual es, endémica en aquel puerto, como ya lo manifesté.
Motivos sobran, pues, para tenerle miedo; pero su comercio es tan considerable, que, á pesar de todo, prospera cada día más, y cada día atrae más y más inmigrantes, que buscando fortuna, suelen encontrar la muerte.
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Ríense los europeos de los americanos, y con sobrada razón, por cierto. Ocupados en luchas políticas, estériles á las veces, ó entregados al ocio y á la molicie, vivimos con los ojos clavados en el Poder ó en el Presupuesto, según que tengamos ideas, ó antojos y apetitos, ó esperamos á que el bocado nos llegue á la boca, á que el Cielo nos mande el maná cotidiano, sin fijarnos en que la mano del Criador depositó en nuestro suelo gérmenes preciosos de riqueza, manantiales inagotables de prosperidad, de que los extranjeros sacan el mejor provecho, y sin que nos importe mucho el florecimiento ó la decadencia del país. La política es nuestro afán, nuestro ideal, nuestro entretenimiento, nuestro sueño dorado; y la pereza el dios á quien rendimos pleito-homenaje, ferviente adoración.
Los americanos han compuesto poesías, novelas y otras obras literarias, y no muchas que digamos, y han hecho y deshecho leyes y constituciones. En esto, sobre todo, han sido fecundos, extraordinariamente fecundos. Pero los adelantos materiales, las ventajas de la civilización de que disfrutamos, nos han sido introducidos por extrañas manos, por gentes de fuera; y como los extranjeros son más duchos que nosotros, y, además, nos conocen muy bien, con frecuencia nos dan gato por liebre, y lo que acá fundan, establecen, fabrican, levantan ó explotan, no pasa de ensayo, de conato, de remedo, que á veces nos deja con la boca abierta, y siempre con la bolsa vacía.
Y lo peor del caso es que todo nos sucede á sabiendas; que todo lo vemos y sufrimos á ciencia y paciencia, ó en cambio de un poco de bilis que se nos derrama cuando la cosa sale torcida del todo.
Ocúrreseme esto por lo que en seguida voy á referir.
Se quería, y con razón, unir á Guayaquil con Quito, la capital, por medio de una línea férrea: todo el mundo estaba convencido, no ya de la utilidad, sino de la necesidad del tal ferrocarril; pero el convencimiento no pasaba de convencimiento, y nadie trataba de realizar semejante empresa. Alfaro estaba antes que todo.
Pero un día (que hoy maldicen los ecuatorianos), presentóse un extranjero; habló del ferrocarril; se entendió con el Gobierno; se firmó el respectivo contrato, y, con aplauso general y regocijo sin límites, se dio comienzo á los trabajos.
El Erario comenzó á sacar plata de sus arcas, y tanta sacó, que, á poco, quedóse exhausto. En cambio, á la locomotora se le veía. . . .la chimenea, pues lo demás se hundía entre los pantanosos terraplenes por que pasaba.
El desencanto fue entonces tan general y tan sin límites como antes lo fue la ilusión. La opinión puso el grito en las nubes, y la prensa lo llevó hasta el cielo; pero ello fue que el empresario, á pesar de esos gritos, fuese, no con la música, sino con la plata á otra parte, riéndose á moco tendido, y dejando á los ecuatorianos con un palmo de narices.
Hablar de una ciudad sin decir algo de sus bellas, sería grave pecado de omisión.
Sin embargo del intenso, insoportable calor que allá se siente en todo el discurso del año, la guayaquileña no siempre es pálida, como, por lo general, lo son las mujeres de parecidos ó análogos climas.
Hay entre las bellas hijas de aquella simpática tierra muchachas de tez sonrosada, de cutis lozano, carmíneo, que nada tienen que envidiar á las rozagantes mozas de las zonas templadas; mas no son esas, á mi ver, las más lindas, las que en más alto grado ostentan el apetecido atributo de la belleza. Será cuestión de gustos, materia sobre que no cabe disputa, según reza un refrán conocido; pero yo, puesto á escoger, preferiría, -y me quedaría por de contado, con las que, hermosas cual vírgenes de Sión, lucen dos ojos negros, negros y tenebrosos como una de esas noches de invierno en que el firmamento parece cubierto de un manto de terciopelo, en un rostro pálido como una azucena; rostro que le habla al alma, no á los sentidos, apacible, espiritual, adorable.
Como signo distintivo, como rasgo común á todas las guayaquileñas, puede señalarse su pie diminuto, brevísimo. De tal suerte están todas convencidas de que poseen esta gracia, que se calzan con todo esmero, y no pierden ocasión de mostrarla á la curiosidad. Gentes muy pobres, chicas que llevan el traje sucio y raído, calzan, sin embargo, zapatos flamantes, y aún primorosas botitas.
La guayaquileña es elegante, simpática, expansiva y de muy agradable trato.
Dícese que sabe amar de veras... Lo que yo se decir es que bien vale la pena de ser amada con el alma entera...
Como los paseos, las diversiones y las fiestas son escasos, la iglesia es el punto á que concurren con frecuencia las muchachas, y allí es donde únicamente se les puede ver todos los días.
Por la mañana, y para asistir á cualquier acto religioso, usan el manto y se visten de negro. El sombrero y los trajes de color se quedan para las festividades y diversiones profanas.
El liberalismo ecuatoriano tiene su asiento principal en Guayaquil: allí residen los más conspicuos parciales de Eloy Alfaro, y allí se editan los periódicos que con más decisión defienden las ideas de dicho partido. Pero, á lo que parece, no es la patria de Olmedo y de Montalvo la tierra más á propósito para que la semilla liberal fructifique y prospere; pues la gran mayoría de la población sigue siendo fiel á sus tradiciones legendarias, y forma en las filas de la escuela conservadora, sea por educación, sea por convencimiento.
Observase en las repúblicas hispano-americanas que los gobiernos, aunque no representen ni sostengan las ideas del pueblo, cuentan siempre, en la apariencia, con la opinión del mayor número; porque los más, antes que conservadores y liberales, son pancistas, que «al son que les tocan bailan;» y de aquí que pudiera creerse que en el Ecuador (donde dominan y mandan los que tienen á honra llamarse discípulos de García Moreno), es tradicionalista y ultramontana la mayoría, porque tradicionalista y ultramontano es el régimen que allá impera.
Pienso que no es así: la máscara política suele ser muy indiscreta: disimula, pero no engaña, ó, en otros términos, oculta el rostro, pero deja al descubierto la fisonomía, sobre todo cuando se trata de gentes que, por su buena fe, por su sencillez ó por su ignorancia, no gastan hipocresía, ni entienden de dobleces, ni se valen de tretas y argucias.
No sólo á varios empleados, sino también y principalmente á individuos del pueblo, rústicos por todo extremo, y que vivían de su trabajo material, les pregunté á cuál partido estaban afiliados, y, con sincera ingenuidad, respondiéronme que al partido de García Moreno, de quien me hablaron con religioso respeto, y cuya memoria es allá muy grata, á pesar del afán con que liberales de todas partes han pretendido hacer de aquel grande hombre un tirano aborrecible, especie de Torquemada, verdugo del progreso.
García Moreno, cuyo vasto talento reconocen hasta sus más encarnizados enemigos, es uno de los mandatarios más probos, más íntegros, más ilustrados y más respetuosos á la ley y á la justicia, pero enérgicos á la vez, que haya habido en Hispano-América; y, por eso, el pueblo, que siempre aborrece á sus opresores, aunque por temor les rinda homenaje, bendice hoy la memoria de aquel ilustre patricio, y profesa, respeta, defiende ó sostiene sus ideas, netamente conservadoras.
A los incautos que todavía piensan, creen y dicen que el liberalismo es la salvaguardia de las libertades públicas, los llevaría yo á Guayaquil, ó les mostraría, y esto fuera bastante, los periódicos que allá se publican, para convencerlos de cuán equivocados están.
Por supuesto que hablo de la verdadera libertad, de la legítima, de la que, respetando lo sagrado del hogar y los actos puramente individuales, ataca los abusos gubernativos, los desmanes de las autoridades, las faltas de los funcionarios.
Dícese aquí, á diario, entre humaredas asfixiantes de incienso para los de arriba y denuestos hidrofóbicos para los de abajo , que entre nosotros la prensa independiente, más de una vez, siempre ha traspasado los lindes que deben contenerla.
Pues bien: nunca se ha escrito y publicado aquí, es decir, en la nación más liberalizada de la tierra, nada que pueda competir en libertad con lo que se ha escrito y publicado allá, esto es, en el país más ultramontano del planeta.
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