Guzmán el Bravo

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​Guzmán el Bravo​ (1624) de Félix Lope de Vega y Carpio

Guzmán el Bravo

A la señora Marcia Leonarda

 


Si vuestra merced desea que yo sea su novelador, ya que no puedo ser su festejante, será necesario y aun preciso que me favorezca y que me aliente el agradecimiento. Cicerón hace una distinción de la liberalidad en graciosa y premiada; benigna la llama, siendo graciosa, y si ha tenido premio, conducida. No querría caer en este defecto, pero como yo no tengo de hacer cohecho, así no querría perder derecho, que no es razón que vuestra merced me pague como Eneas a Dido, remitiéndome a los dioses, cuando dijo:

Si el cielo a los piadosos galardona,
si en ellos hay justicia, si conocen
los ánimos, te den condigno premio.

Fue opinión del Filósofo que naturalmente se deseaba el premio, y dijo el romano satírico:

Nadie, si el premio le quitas,
abrazará la virtud.


Y aunque la gracia siga al que la da y no al que la recibe, creo que hemos de ser vuestra merced y yo como el caballero y el villano que refiere Faerno, autor que vuestra merced no habrá oído decir, pero gran ilustrador de las fábulas de Isopo. Dice, pues, que llevando una liebre un rústico apiolada (así llama el castellano a aquella trabazón que hacen los pies asidos después de muerta), le topó un caballero, que acaso por su gusto había salido al campo en un gentil caballo, y que preguntando al labrador si la vendía, le dijo que sí; y pidiéndole que se la mostrase le preguntó al mismo tiempo cuánto quería por ella. El villano se la puso en las manos, viendo que quería tomarla a peso y le dijo el precio; pero apenas la tomó el caballero en ellas cuando, poniendo las espuelas al caballo, se la quitó de los ojos. El labrador burlado, haciendo de la necesidad virtud y del agravio amistad, quedó diciendo: «que le digo, señor, yo se la doy dada, cómasela de balde, cómala alegremente y acuérdese que se la he dado de mi voluntad, como a mi buen amigo».
Esto se ha venido aquí de suerte que no era menester buscarle las aplicaciones de don Diego Rosel de Fuenllana, un caballero que se llamaba alférez de las partes de España y que imprimió un libro en Nápoles, De aplicaciones, que no debería estar sin él ningún hipocondríaco. Pues está claro que fiando de vuestra merced estas novelas me las corre. Y así, me parece que será bien comenzar esta, diciendo por la pasada: «llévesela vuestra merced, yo se la doy de mi voluntad», si bien del villano a mí hay esta diferencia: que le engañaron a él sin entenderlo, y yo me dejo engañar porque lo entiendo.


En una de las ciudades de España, que no importa a la fábula su nombre, estudió desde sus tiernos años don Felis, de la casa ilustrísima de Guzmán, y que en ninguna de sus acciones degeneró jamás de su limpia sangre. Hay competencia entre los escritores de España sobre este apellido, que unos quieren que venga de Alemania y otros que sea de los godos, procedido de este nombre «Gundemaro». Por la una parte hacen los armiños antiguos, y por la otra, las calderas azules en campo de oro. Como quiera que sea, ellos son grandes de tiempo inmemorial, y en su familia ha habido insignes y valerosos hombres, como fueron don Pedro Ruiz de Guzmán, año de mil y ciento; don Alonso Pérez de Guzmán, principio de la casa de Medina-Sidonia, a quien su sepulcro llama «bienaventurado», y con otros muchos, dignos de eterna memoria; don Pedro de Guzmán, hijo del duque don Juan, primer conde Olivares, que en servicio del emperador Carlos hizo valerosas hazañas a los cuales se puede sin ofensa poner al lado por su valor, ya que no por su gran estado.
El referido don Felis estudiaba, como digo (y perdone vuestra merced la digresión, que debo mucho a esta ilustrísima casa), en la ciudad por donde tuvo principio la novela. Las partes de este caballero eran tales que, así los estudiantes naturales como los extranjeros, le amaban con tanto afecto, que perdieran por él la vida y no sentían el estar fuera de sus patrias. Hizo algunos actos con muestras de tan feliz ingenio, que no parecía de día el que por la noche se hacía temer por su nunca visto esfuerzo, juzgándole comúnmente por dos hombres, y no sabiendo cómo hallaba lugar la blandura mercurial del entendimiento con la fiereza marcial de la osadía. El pretendiente a quien defendía segura tenía la cátedra; y aunque el rotular de noche le costó algunas pendencias, de todas salió con victoria, aunque el exceso fuese exorbitante; que cuando al natural valor ayuda la buena gracia de la Fortuna, no hay enemigo que ofenda ni resistencia que baste. (Y en esta parte confieso que tengo a los caracteres de almagre por blasones de honra; pero en llegando a libelos infamatorios, tengo por cobarde al dueño y por mujer la mano). Dio fin a sus estudios, o por lo menos se le dio su inclinación, que no le guiaba por aquel camino; esto sin inducir fuerza de estrellas, que Dios no crió al hombre por ellas sino a ellas por el hombre, puesto que no salió don Felis sin ocasión de su patria.


Habíale llevado algunas noches en su defensa Leonelo, un caballero mozo, amigo suyo, a quien una dama de razonable calidad pero de poca estimación había dado lugar en su casa. Y como ella viniese a entender que quedaba don Felis en la calle por tantas horas, y tenía inclinación a su fama y lástima a su desvelo (fuera de que por la mayor parte las mujeres de aquel porte codician más lo que está en la calle que lo que queda en casa), rogó a Leonelo no permitiese que con tanta descomodidad pasase un caballero el tiempo que él se entretenía, pues fuera de ser término descortés, más daño haría a su opinión un hombre toda la noche en la calle que dos dentro de casa.
Lección es esta ya tan recibida, que no se ve un hombre en puerta ni en ventana por milagro, como se veían en otros tiempos; y creo que debe de ser lo más seguro, si no es lo más honesto, porque las mujeres suelen perder más por un caballo a la puerta que por el dueño en la sala, y dice más un lacayo dormido que un vecino despierto, que los hay tales que se desvelarán por ver lo que saben, como si no lo supiesen.
Hablaba un caballero de noche con una dama de las que no pueden abrir aunque lo desean, y dio una vecina en frente en perseguirlos de suerte con los ojos que ni ellos hablaban ni ella dormía. Valíase el caballero de traer una ballesta de bodoques, y desde una esquina, lo mejor que podía, la tiraba a tiento, porque con la oscuridad de la noche no había más coral que el deseo de acertarla. Viendo la vecina curiosa el peligro en que estaba de que le quebrase un ojo, y no pudiendo contenerse de no ver si hablaban y escuchar lo que decían, tomaba un caldero, y encajándosele en la cabeza la sacaba por la ventana de suerte que dando los bodoques en él hacían ruido, con que despertaba la vecindad y era fuerza que se fuesen.


Consiguió Felicia fácilmente que don Felis la visitase, porque Leonelo sentía lo que por él pasaba y las obligaciones en que le ponía. Subió a verla en el hábito que le halló el estar de guarda: una cuera de ante sobre un jubón de tela, calzones y ferreruelo de paño, medias y ligas de nácar, sombrero de falda grande, sin trancelín ni toquilla; en la pretina el broquel, y en las manos la espada. Era don Felis moreno; tenía más de agradable que de hermoso, cabello y bozo negro, gentil disposición, adornada de notable talle, modestia y cortesía, no a la traza de la lindeza de ahora, con alzacuello de tela que por disfraz llaman gola, horrible traje de hombres españoles. No hubo hablado un rato don Felis con Felicia cuando ella se prometió en su imaginación que sería mujer dichosa si le conquistaba la voluntad; y de noche en noche se le fue declarando con los ojos, a hurto de los de Leonelo, que ya sentía la familiaridad con que se afratelaban. (Esta voz, señora Marcia, es italiana; no se altere vuestra merced, que ya hay quien diga que están bien en nuestra lengua cuantas peregrinidades tiene el universo, de suerte que aunque venga huyendo una oración bárbara de la griega, latina, francesa o garamanta, se puede acoger a nuestro idioma, que se ha hecho casa de embajador, valiéndose de que no se ha de hablar común, porque es vulgar bajeza). Después de muchas determinaciones y dudas, Felicia escribió así:
Parece que se desentiende vuestra merced de los principios, que creía había merecido que me correspondiese, pues cada día me va mostrando menos voluntad; debe de ser que con más trato ha conocido los defectos de mi persona y entendimiento. Con todo eso, le suplico que como caballero favorezca una mujer a quien ha dado ocasión para este desatino, si es bien que dé este nombre a los efectos de tal causa.


Admirose don Felis del papel de Felicia, porque aunque algunas veces conocía que sus favores excedían del justo límite de una voluntad doméstica, no creyó que llegaran jamás a determinación tan loca, y respondió así:
La misma obligación de caballero me ha enseñado qué respeto se debe a los amigos, y en esta parte no podré usar de más cortesía con mi voluntad que la que pide la razón. Con esto, será fuerza retirarme poco a poco de dar más ocasión a vuestra merced, porque ni el amigo lo entienda, ni yo deje de servirle en acompañarle, si escuso algún peligro.
Sintió neciamente Felicia esta repulsa, no sucediéndole lo que temía la vieja Dipsas, cuando en la elegía octava de los Amores de Ovidio, enseñaba la cortesana el arte de portarse con los galanes:


No le consientas que padezca mucho,
porque amor repelido muchas veces
viene a entibiarse.


Ella se encendió más con este desdén súbito, y pareciéndole que era el primer combate, segura de lo que puede la porfía, escribió así:
En el siglo de los caballeros andantes se debía, señor don Felis, de usar esa limpieza de trato, que en este el más falso es más discreto, y el más desleal, más gustoso. Deje vuestra merced esa fidelidad para Amadís de Gaula, que su amigo no lo ha de saber para agradecérselo, ni yo el tenerme en poco. Vuestra merced está obligado en razón natural a ser mío, porque me ha quitado el gusto de Leonelo, de quien no le tendré en mi vida, y no es razón que los pierda a entrambos.
Pesole a don Felis de esta locura tan declarada, y aunque estuvo determinado a no responder, porque no volviese a escribirle, la escribió así:
Siempre se usó en el mundo, señora Felicia, el término que en todas las ocasiones los caballeros se deben a sí mismos; si la falsedad es discreción y la deslealtad gusto serán hijos bastardos de la nobleza que, quien como yo la heredó de sus padres, no sabe más leyes en el mundo que las de la honra, y quien vende a su amigo no la tiene.


De estas en otras epístolas vino a desengañarse el antojo de esta necísima señora, porque solo a los hombres es permitida, amando, la porfía, que las mujeres no han de imitarlos en semejantes acciones, ni obligarlos con la blandura de sus palabras a cometer bajezas. Pero es notable la condición de amor, que al contrario de todas las cosas, que se corrompen para volver a engendrarse, pocas veces deja amor de dar el último paso sin que el primero que le sigue no sea el del odio. Comenzó Felicia a aborrecer a don Felis; y como ya no le miraba ni hablaba como solía, vino Leonelo en sospecha de que por alguna novedad se guardaban de él. Persuadió a Felicia con los extremos de los celos a que le dijese la causa y ella, aprovechando la ocasión le dio a entender que don Felis la solicitaba, y enseñándole los papeles que le había escrito, los rompió luego. Bastole conocer la letra al engañado mozo, y quejándose de la deslealtad de su amigo (como si fuera cosa no sucedida, siendo tan usada que ya los hombres, si son discretos, solo se han de guardar de sus amigos), intentó satisfacerse, deseándolo Felicia para perderlos a entrambos.
Había venido a esta ciudad un caballero de otro reino, llamado Fabricio, con quien Leonelo comenzó nueva amistad, y se fue poco a poco desviando de la que tenía con don Felis, no sin conocimiento suyo, porque el semblante dice luego lo que pasa en el corazón, que con ser tan amigos, nunca le guardó secreto: ejemplo que deberían tomar los hombres que, pues la cara no le guarda a su mismo principio, no hay que tener confianza de lo que está tan fuera del corazón, que por instantes se muda. Con esto ya Leonelo decía mal de don Felis, (¡Dios nos libre de enemistad de amigos!). Y como hay tantos que tienen por amistad dar pesadumbres, arrieros de palabras, que las trajinan de un lugar a otro, llegó a noticia de don Felis, que le escribió esta carta. (Y si le parece a vuestra merced que son muchas para novela, podrá con facilidad descartar las que fuere servida):


Después que vuestra merced se fue secando de voluntad conmigo, entré en sospechas de que sería con causa; y como no la he dado a tan áspero término, dime por olvidado de vuestra merced en que estuve engañado, pues me dicen que se acuerda de mí donde quiera que se halla, con menos amistad que le merezco. Lo que le suplico sea servido de excusar, porque de otra suerte haré cargo a vuestra merced de tan grande ingratitud.
Leonelo, que estaba dispuesto como la leña seca a recibir la llama, respondiole:
Cuanto yo he hecho nace de justa causa, pues no lo puede ser mayor entre amigos que la deslealtad. Haré lo que me manda, por no acordarme de quien ha pagado mi amor con poner el suyo donde sabe.
Admirado, y justamente, don Felis disculpaba a Leonelo conociendo que Felicia le había engañado, treta ordinarísima en las mujeres; y no hallando remedio para que esto no quedase sin la satisfacción que merecía, se resolvió a que tratase un amigo de los dos a dársela de su parte, a quien Leonelo respondió:
-Decid a don Felis que yo he visto cartas suyas, y que bien sabe que conozco su letra.


Don Felis, dando lugar a la ira, contra su natural modestia, partió en casa de Felicia; e iba tan ciego que, con haber topado en la misma calle a Leonelo, no le vio y se entró furioso por la puerta hasta el estrado de Felicia, que se levantó con notable alegría a recibirle en los brazos. Leonelo le había seguido y puesto detrás de un paño.
-No vengo a eso -dijo entonces don Felis con airado rostro.
-¿Pues a qué, señor mío? -respondió Felicia, y sin dejarle hablar, le tomaba las manos y le hacía amorosas caricias y regalos.
Desatinado Leonelo de lo que veía, y no entendiendo el ánimo de don Felis, entró por la sala metiendo mano y diciendo:
-Así se ha de castigar a los traidores.
Volvió de presto don Felis y, como hay ocasiones que dar satisfacciones de la verdad parece cobardía, sacó la suya y, habiéndose afirmado, le dio una estocada por los pechos de que cayó muerto. Las voces fueron las ordinarias, la justicia la que siempre, las diligencias las que suelen; Felicia halló sagrado.
Déme licencia vuestra merced para dejar este muerto e irme con el famoso Guzmán, que ya comienza a ser Bravo por esos mundos adelante.


Había determinado Selín, Gran Turco en este tiempo, con sus bajaes (que en aquella edad en toda Europa concurrieron valientes hombres, así cristianos como bárbaros) tomar la isla de Chipre. Fue Mostafá capitán general de su armada, que a fuerza de armas, con estupendo estrago de los que la defendían, la tomó, habiendo muerto a Nicolao Dándulo, Julio Romano y Bernardino. Desde allí fue Mostafá a Famagusta, y Pialí Bajá se volvió con la armada a Constantinopla. Después de esto había salido Ochalí de Negroponte y llevado mil cautivos de Corfú, Candía y Pétimo, con no menor estrago del Zante y la Cefalonia. Desde allí sitió a Cátaro con un ejército de turcos que le vino a socorrer por tierra. Defendiola valerosamente Mateo Bembo, veneciano, que era de su república. La cristiandad, alborotada toda con la braveza de Selín, cuyas victorias no refiero, que no son de mi propósito, determinó oponerse al enemigo común, honrándole en juntar sus fuerzas contra las de este bárbaro el sacro pastor de Roma, padre universal de la Iglesia, Pío V, de felicísima memoria, el rey de las Españas, don Felipe Segundo, y el prudente senado de Venecia. Fue general de esta Santa Liga aquel mancebo ilustrísimo, honra y gloria de nuestra nación, el señor don Juan de Austria a quien ayudó el valor y envidió la fortuna. Llevó consigo este heroico príncipe a esta empresa a nuestro don Felis, por orden de don Pedro de Guzmán, mayordomo de Felipe Segundo y padre del gran don Enrique, embajador que fue en Roma y virrey en Sicilia y Nápoles, condes de Olivares entrambos, que es tanto lo que les debo, que aun en esta novela me alegro de nombrarlos, pues fueron abuelo y padre del que hoy con tanta felicidad honra y premia las armas y las letras.
Nec nos ambitio, nec nos amor urget habendi, etc.


Ya vuestra merced tendrá perdonado el verso por lo arriba contenido, y sabrá que nuestro don Felis era soldado en la batalla naval, tan escrita de tantos historiadores, tan cantada de tantos poetas, que ni a mí está bien referirla ni a vuestra merced escucharla. Y aunque para esta ocasión pudiera remitirla al divino Herrera, que lo fue tanto en la prosa como en el verso, me parece que es más acertado que la busque en uno de los tomos de mis comedias, donde la entenderá con menos cuidado.
En esta, pues, ocasión (como dicen que ha de decir nuestra lengua), hizo con una espada y rodela tan notables cosas don Felis, que allí se le confirmó el nombre de Bravo; y rindiendo una galera sacó veintidós heridas de flechas y cuchilladas, que a quien le veía ponía espanto, porque en las flechas parecía erizo y en las cuchilladas toro; y no de otra suerte que del coso le suelen sacar rendido, aunque no muerto, le llevaron a curar y milagrosamente tuvo vida.
Acuérdome en esta ocasión de aquella pintura famosa que hace Lucano de Casio Sceva, de quien escribe el emperador Julio César, en el libro tercero de sus Guerras civiles, que sacó en aquella memorable batalla el escudo pasado por doscientas treinta partes, y afirma haberle visto; persona debía de ser de crédito pues fue señor de Roma, que lo era entonces del mundo. Mas no diremos por don Felis lo que por Sceva Lucano:




Dichoso tú por tan heroico nombre,
si huyera de tus armas el teutonio,
el ibero o el cántabro,




pues no empleó las armas en las guerras civiles, sino contra enemigos de la Iglesia y de la patria, ensoberbecidos con tantas victorias, tan sangrientos sacos y tan injustos robos sobre las aguas pacíficas del Archipiélago. Pusieron al serenísimo don Juan de Austria dignas estatuas por este vencimiento (que desde entonces ha tenido a sus pies la indignación del Asia), una de las cuales vive en Sicilia, si bien mayor es la inmortalidad de las historias donde no acabará jamás la memoria de su nombre; que los bronces y los mármoles están sujetos al tiempo, pero no alcanza su jurisdicción a la virtud magnánima.
Convaleció don Felis y con el nombre de Bravo vivió en Nápoles algunos días con justa estimación de aquellos príncipes, hasta que pasó a Flandes donde con no menor nombre continuó sus hazañas y su fama por algún tiempo. En él se le ofrecieron algunos desafíos con diferentes armas, de que salió laureado en general aplauso de muchas naciones que a tales espectáculos concurrían, así del ejército como de otras partes. Allí, a la traza de aquel ilustre mancebo, Chaves de Villalba, que venció en Roma en público desafío a aquel tudesco de las grandes fuerzas, en defensa de la antelación a otros reyes de Fernando el Católico, le tuvo don Felis de Guzmán con un capitán flamenco, que le pidió que señalase las armas, y él hizo fabricar unas porras de a cuatro arrobas, que apenas pudo levantar del suelo el contrario, y él esgrimió a una y otra parte con espantosa admiración del ejército.


Bien sabe vuestra merced que siempre la suplico que, adonde le pareciere que excedo de lo justo, quite y ponga lo que fuere servida. Pesadas son estas armas, pero por eso no las ha de llevar el lector a cuestas; y esta no es historia sino una cierta mezcla de cosas que pudieron ser, aunque a mí me certificaron que eran muy ciertas, y como dijo el poeta antiguo castellano:

Las cosas de admiración
no las cuentes,
porque no saben las gentes
cómo son.

Cierto que tiemblo de decirlas, pero la fuerza de este caballero fue tan grande que facilita el crédito. Todos conocimos a don Jerónimo de Ayanza, Hércules español, de quien hay una alabarda en la recámara del marqués de Priego, en Montilla, cuya punta hizo lechuguillas, y lo dice el soneto a su muerte:

Luchar con él es vana confianza,
que hará de tu guadaña lechuguillas.


Y hoy tenemos con diecinueve años a Soto, que ha tirado con cuatro arrobas de peso y detiene un carro, y por quien dijo una dama:

¿Qué hará cuando mayor?

Pasando a Valencia a los casamientos de Felipe Tercero, que Dios tiene, vi un labrador que llevó consigo a Nápoles el conde de Lemos que, habiendo levantado entre muchos hombres una columna que de unas ruinas de unos arcos estaba en tierra, se la ató con una soga a las espaldas y la levantó tres dedos, agobiando el cuerpo. El temor que me da el mentir, aunque no sea cosa de importancia, me ha hecho traer estos ejemplos. Vuestra merced tenga en opinión a la naturaleza, que sabe hacer de estas cosas para ostentación de su poder, aunque pocas veces. Y ¿para quién no es mayor milagro una mujer hermosa que un hombre fuerte? Pues el que más lo es podrá vencer un hombre, y la hermosura rinde cuantos mira. Un ingenio grande comprende los secretos de la naturaleza; ayuda la vida en peligro por la enfermedad del sujeto; penetra las cosas altas; describe el mundo; da términos a las ciencias y leyes a las repúblicas, que no lo harán todas las fuerzas de los hombres. Y así pintó Luciano, retórico, aquella prosopografía de Hércules con el arco en la mano siniestra, la clava en la derecha y en la boca aquellas cuerdas con que llevaba aprisionados innumerables hombres, para dar a entender que no con las fuerzas ni las armas los había vencido, sino con la elocuencia, diciendo:


Den ventaja las armas a la toga,
porque atrae los duros corazones
la elocuencia a su voto.

Bien descuidado estuvo algunos años en Flandes Guzmán el Bravo, cuando ya cerca de partirse le encomendó un soldado amigo un paje de estos que llaman «regachos», con su capote de cintas, sombrero grande, vuelta la copa a la falda, con medalla y plumas, no mal hablado y ligero de pies y lengua para cualquier cosa. Fuese a Alemania con unas cartas para el duque de Cleves, que estaba junto a Dura, lugar famoso por la expugnación de Carlos Quinto, con cuarenta piezas de campaña, que hay fama también por las desdichas. No pudo este soldado llevar el paje que digo, que se llamaba Mendoza, respeto de ser el camino largo y áspero y haber de atravesar aquella selva que está entre el Rin y la Rura, llena de fragosos montes, en cuya caza el Duque se entretenía por la diversidad de animales, que la abundancia de sus frutos y amenidad de sus arroyos cría hasta caballos salvajes.
No mostró tristeza el paje de perder su antiguo dueño, o porque le esperaba volver a ver con brevedad, o porque holgó de servir a un hombre de tanta fama, que debía de tener el ánimo belicoso. Mas habiéndose ofrecido ocasión a don Felis de ir a Malta con deseo de un hábito de aquella religión, a que se había inclinado, quiso también dejar a Mendoza, pero no fue posible, y llorando le pidió que no le desamparase, porque mientras estaba lejos de su patria no le parecía que, sirviendo español, la había perdido. Don Felis, que le estaba aficionado porque, entre otras gracias, cantaba y tañía con igual destreza, le llevó consigo.


Y habiéndose embarcado con otros pasajeros en un navío, tomaron la derrota de Malta por el mar Líbico; pero, sobreviniéndoles una tempestad furiosa, anduvieron perdidos algunos días sin poder tomar el Peñón de Vélez, donde la soberbia de las ondas los arrojaba. Era ya lugar de cristianos, que don García de Toledo se le había quitado a los moros de la Gomera con una armada, de que le hizo capitán Felipe II, para reprimir la furia de los marítimos corsarios. Pero por diligencias de los pilotos y favor de los pasajeros, que todos se ayudaban, como lo tienen mandado las leyes del peligro, no fue imposible tomarle, tanta era la furia con que el mar surtía de aquellas peñas, convirtiendo las ondas en espuma y desviándola de que pudiese surgir, al contrario del peñasco de Polifemo, que le acercaba a tierra. Aquella noche pensaron que se fuera a pique, porque llegó a su punto la soberbia del mar y la borrasca de agua, truenos y rayos, de suerte que parecía que entre dos mares se anegaba, aunque le sucedió lo que dicen de los dos venenos, que se impide el uno al otro. Finalmente, al alba reconocieron a un tiempo el cielo y la tierra, dando en la costa de Berbería donde con gran peligro salieron con las vidas; y cautivos de algunos moros, los llevaron a Túnez.


Presto hallaron dueño los dos esclavos, rogando nuestro Guzmán a Mendoza que no dijese su nombre porque es sin duda que a saberle, o no saliera jamás de cautiverio o fuera tarde. Tuvieron dicha en que a entrambos los compró un judío que sabía la lengua de Castilla, como quien en ella tenía deudos. No trataba mal este hombre, cuyo apellido era David, a los nuevos esclavos, de quien pensaba sacar mayor ganancia e interés por que los había comprado, que en su traza le parecían gente que, escribiendo a sus tierras, vendrían por ellos. Don Felis se guardaba bien de esta diligencia porque sabía que, siendo conocido, sería grande el rescate; que aun de sus fuerzas no osaba hacer demostración porque por ellas no fuese o estimado en más precio o detenido.
Tenía David una hija, hermosa como el sol. (Hispanismo cruel, pero de los de la primera clase en el vocabulario del novelar; porque si una mujer fuera como el sol, ¿quién había de mirarla? Las comparaciones, ya sabrá vuestra merced, que no han de ser tan uniformes que pareciesen identidades, y así verá vuestra merced por instantes «blanca como la nieve», «hidalgo como el Rey», «más sabio que Salomón» y «más poeta que Homero»). Ella era hermosa, últimamente, y no mal entendida; llamábase Susana, pero no la parecía en la castidad como en el nombre porque puso los ojos. Aquí, claro está, que vuestra merced dice, «en don Felis». Pues engañose, que era más lindo Mendocica; y habiéndole oído cantar, aunque entre dientes, en un huertecillo de su casa, le había llevado el alma de suerte que la señora ya era esclava de su cautivo.
No le pesaba de esto a don Felis, porque con este nuevo amor los regalaba, y en las ausencias que David hacía a algunas ferias, o a Trípol y Biserta con sus mercaderías y cambios, eran ellos los señores y dueños. Íbase Susana a un jardín con sus esclavos, que no se recataba de don Felis, porque ellos le habían dicho en secreto que eran hermanos; y habiéndole buscado un instrumento, rogó a Mendoza que cantase, y él comenzó así:



Vengada la hermosa Filis
de los agravios de Fabio,
a verle viene al aldea,
enfermo de desengaños.
A ruego de los pastores
baja de su monte al prado,
que, como se ve querida,
da a entender que la forzaron.
Eso mismo que desea
quiere que la estén rogando,
que sube al gusto los precios
amor conforme a los años.
Huyose Fabio celoso;
pensó Fabio hallar sagrado,
pero hay estados de amor
que está en el remedio el daño.
¡Desdichado del que llega
a tiempo tan desdichado,
que le matan los remedios
con que muchos quedan sanos!
En fin, a Fabio rendido,
viene a ver su dueño ingrato
alegre, porque es amor
en las venganzas villano.
No va sin galas a verle,
aunque pudiera excusarlo,
que la mayor hermosura
no deja en casa el cuidado.
Lleva de palmilla verde
saya y sayuelo bizarro,
con pasamanos de plata,
si en ellos pone las manos.


No lleva cosa en el cuello
que Fabio le hubiese dado,
porque no entienda que viven
memorias de sus regalos.
Joyas lleva que él no ha visto,
no porque le ha hecho agravio,
mas porque sepan ausencias
que no está seguro el campo.
Con una cinta de cifras
lleva el cabello apretado,
que quien gusta de dar celos,
se vale de mil engaños.
De rebociño le sirve,
para mayor desenfado,
el capote de los ojos,
bordado de negros rayos.
En argentadas chinelas
listones lleva, admirados
de que quepan tantos bríos
en tan pequeños espacios.
Llegó Filis al aldea,
entró en su casa de Fabio;
los pastores la reciben
como al sol los montes altos.
Dando perlas con la risa,
extiende a todos los brazos,
que gana mares de amor
y da perlas de barato.
Apenas Fabio la mira,
cuando a un tiempo se bañaron
el alma en pura alegría,
dos ojos en tierno llanto.


No hablaron los dos tan presto,
aunque los ojos hablaron:
Filis porque no quería,
Fabio porque quiere tanto.
Cuando en esta suspensión
los dos se encuentran mirando,
a un tiempo bajan los ojos,
como que envidan de falso.
Habló Filis y tuvieron
alma de coral sus labios,
que ver humilde al rendido
hace piadoso al vengado.
A Fabio culpa le pone,
que es error hacer, amando,
con la lengua valentías,
si el alma no tiene manos.
Él responde y se disculpa;
que viendo cerca los brazos,
pide perdón ofendido
quien ama desengañado.


En extremo estaba contenta la nueva Susana del donaire con que Mendoza había cantado este romance, y preguntando a don Felis si era aficionado a la música, habló por él Mendoza y le dijo que también le ayudaba a cantar algunas veces. Deseó Susana oírlos, y ellos cantaron este diálogo, comenzando el uno y respondiendo el otro:



Dame, Pascual, a entender
qué es amor, que quiero amar.
-Pienso que es todo pesar,
pues nunca me dio placer.

-Extraña definición
es la que de amor me das.
-De la causa no sé más,
estos los efectos son.

-El principio quiero ver,
Pascual, del arte de amar.
-Pienso que acaba en pesar,
aunque comienza en placer.

-Pensé escucharte, Pascual,
mayores bienes de amor.
-Nunca su bien fue mayor,
siempre fue mayor su mal.

-Dime lo que he de perder
y lo que puedo ganar.
-Ganarás mucho pesar
por el más breve placer.

-Silvia me mira con arte,
porque luego se retira.
-No está el daño en que te mira,
sino en que no ha de mirarte.

-Yo sé que hay gloria en el ver,
si hay pena en el desear.
-No quiero tanto pesar
por tan pequeño placer.


El concierto de dos voces, mayormente alternándose, es el más suave en este género de música; y así le pareció a Susana, que todas las noches de la ausencia de su padre pasaba con este entretenimiento. Entraba acaso Mendoza a su aposento un día que ella aún no se había levantado; tenía los cabellos copiosos, largos y crespos, esparcidos por los hombros, no muy negros en color, aunque lo eran los ojos, con cejas y pestañas tan pobladas y hermosas que, como eran soles, parecían sombras. No usaba afeites Susana, y así había amanecido con los que le había dado el sueño: un nácar encendido que se iba disminuyendo con gracia, vencido de la nieve del rostro, compitiendo la mitad de las mejillas con los claveles de los labios, en cuya risa parece que se descubría sobre una cinta carmesí un apretador de perlas. Tenía una almilla de tabí pajizo, con trencillas de oro, sobre pestañas negras, tan ancha de las mangas que al levantar los brazos descubría con algún artificio gran parte de ellos. Quiso retirarse Mendoza, corrido del atrevimiento, pero llamándole Susana volvió con medrosos pasos hasta la puerta.
-Entra -dijo ella-, y di lo que quieres, que ojalá fuera yo. Pero tú no me quieres a mí.
-Señora -replicó Mendoza-, ¿a quién debo yo querer como a ti? Porque, fuera de ser tu esclavo y de tratarme como si tú lo fueras mía, por ti misma mereces que todos cuantos tuvieran entendimiento te amen.


-Tu esclava soy yo, Mendoza -replicó Susana-, no te engañas en pensarlo; porque es tan poderoso Amor que trueca los estados y los imperios, haciendo que sea por accidente lo que no fue por naturaleza. Yo estoy, si te digo verdad, muy afligida, y aun casi desesperada, viendo que la diferencia de tu ley me prohíbe el casarte conmigo, y de lo que supe en España, de donde vine niña, conocí nuestro engaño y por eso os amo tanto, que me ha dado esta inclinación el principio de este conocimiento. Mas, pues ya mi poca dicha me puso en el estado que ves, y el de tu amor ha llegado en mí hasta dar con la razón a los pies de mi deseo, yo estoy determinada de hacerte dueño de cuanto soy, sin que tu hermano entienda mi desatino, no porque no debo fiársele, y más sabiendo, como sabe, lo que te quiero, mas por vergüenza que tengo de que sepa mi poca honestidad, porque no me tenga en poco. Que los hombres, en llegando a este punto, a la mujer más principal tenéis en menos, porque os parece que en perdiendo el privilegio de la castidad somos esclavas vuestras, y que se puede atrever a nuestro respeto así vuestra osadía como vuestra lengua.
Mirándola estaba Mendoza, y no la respondía, porque hay palabras cuya respuesta son las obras. Fuéronse acercando más y quedaron concertados para verse aquella noche después del silencio de la familia.
Bajó Mendoza adonde estaba don Felis almohazando un caballo bárbaro en que andaba David por Túnez algunas veces, y sentose enfrente de él, mirándole. Don Felis le dijo:
-¿Qué tienes, que vienes turbado y encendido?


Tornole a mirar Mendoza y, luego bajando los ojos al suelo, dejó caer una tempestad de lágrimas por el rostro, tan aprisa las llovía el sentimiento.
-No es eso sin mucha causa -dijo don Felis.
Y dejando el humilde instrumento de aquella música, se acercó al muchacho y le levantó el rostro, desviándole los cabellos, que ya tenía revueltos y crecidos.
-¡Ay de mí -dijo Mendoza-, señor don Felis, que ha llegado nuestra desventura a su punto! Porque Susana se ha declarado conmigo, y de suerte que quiere que esta noche, en estando recogidos los criados, la hable con más secreto que hasta aquí, de que estoy cuidadoso, porque podría ser causa de vuestra muerte y la mía, entendiéndolo su padre.
-Necio has estado -respondió don Felis- dándome sin causa este susto, que no te merecía, porque en un instante de imaginación he revuelto el mundo. Y ya que estoy sosegado, me he reído de tu ignorancia, pues aunque fuera bien resistir a esta mujer y morir, el estado de nuestro cautiverio no da lugar, y mayor muerte nos espera si no le cumples la palabra. Yo, a lo menos, Mendoza, por no corresponder al deseo de una mujer, estoy fuera de mi casa y patria, y cautivo, como ves, con poca esperanza de mi remedio si se sabe quien soy, que no hay esclavo español que tope de quien no me esconda, temiendo que ha de conocerme. El ejemplo que te digo me obliga a temer nuestra perdición; mira que esta mujer es hebrea y se acordará de la historia de Josef, si quieres imitarle; demás que has hecho un yerro terrible, que fue condescender con su deseo, pues ahora que se ha declarado, y tú aumentado su deseo con la esperanza de la ejecución, ha de revolver como áspid contra los dos, trocado el amor en odio.


Volvió a llorar Mendoza, y como no le respondía, le importunó don Felis a que le interpretase la causa de aquellas lágrimas, que ya parecían enigmas, que hay ojos que lloran en poesía culta sin que se entienda más de que son lágrimas. Vencido Mendoza de los ruegos y aun de las amenazas de don Felis, dijo así:
-¿Cómo quieres que yo cumpla la palabra que he dado a esta mujer, si yo lo soy, y estoy admirada de que en tanto tiempo no me hayas conocido? Felicia soy, aquella desdichada por quien mataste a Leonelo, que después de algunas fortunas que me costó su muerte, pasé a Italia con aquel soldado, y de allí a Flandes, donde me dejó en tu servicio cuando se fue a Cleves.
Admirado estuvo un rato don Felis sin responderla, al fin del cual le dijo:
-No te espantes, Felicia, que no te haya conocido, que aunque te visitaba no te veía; tan aprisa miro yo los rostros de las mujeres de mis amigos.
¡Oh palabras dignas de estar escritas con letras de oro en mármoles, para que aprendiera la bestial ignorancia de algunos hombres el respeto que debe a la honra la amistad, y el buen nacimiento a la obligación! Que hay hombres cuya liviandad no sabe distinguir la honra de la infamia, ni el apetito de la razón, de que suele resultar tanta discordia y algunas veces tanta sangre. Creo que no le agrada a vuestra merced esta devoción, con el deseo de saber en qué se concertaron don Felis y Felicia para remediar tanto mal como les amenazaba.


Finalmente, salió de acuerdo que a tales horas fingiesen que se quemaba alguna parte de la casa, de poca importancia, por algún descuido, para que alborotándose la familia quedase el cumplimiento de la palabra suspenso hasta que con más tiempo le tuviesen para mayor remedio. Hiciéronlo así, y cuando Susana esperaba y Felicia llegaba a sus brazos, dio voces don Felis, habiendo encendido un pajar que aparte de lo principal de la casa caía a las espaldas del huerto.
Dejó Susana los brazos de Felicia y, puesta a una ventana, llamó su gente, lo que no era necesario, porque no solo la de su casa estaba ya inquieta y prevenida, pero la de toda la vecindad, que acudiendo con cuidado, aunque fue más de lo que pensaron, remediaron el fuego, y el del amor de la poco honesta hebrea quedó más encendido. No se descuidó de solicitar a Mendoza, aunque él se descuidó de ponerse en ocasión que le volviese a pedir la palabra; de suerte que a tres o cuatro días de dilación, que amor tan mal sufre, vino David, su padre, y quedaron en paz los cuidados de todos, aunque de su parte los deseos.
Mas la fortuna de los hombres, que en comenzando a perseguir un sujeto parece mosca, que vuelve más importuna donde más la espantan, y de quien en razón de su mudanza dijo Ovidio:



Voluble la Fortuna con dudosos
pasos camina, sin tener firmeza
en un lugar jamás,

quiso que viniendo un día don Felis de la plaza con su amo David, le topase un moro mal acondicionado, arrogante y presumido de caballero, y deudo del infame original de su engañada secta, como lo mostraba en el turbante la señal verde, y le dijese por desprecio que le llevase a su casa una sera de dátiles que había comprado. Miró David a don Felis, y él, en un instante, olvidado de que había de fingir flaqueza, se la puso al hombro. Diole Hamete Abeniz, que así se llamaba el moro, dos coces y, rempujando la sera, se la derribó del hombro maltratándose con el golpe, porque era de palma muy delgada, de que recibiendo mayor cólera, le dijo:
-Cristiano, cargásela a ese hebreo.
-Fende -respondió don Felis (que debe de querer decir «señor», «amo» o «dueño»)-, yo te la llevaré adonde tú quisieres, que David está muy viejo y con poca salud.
-Perro cristiano -replicó Hamete-, por Mahoma que te rompa los dientes y a él le quite la vida.
-Repórtate, Fende -le volvió a decir don Felis.
Y advierta vuestra merced que no repito otra vez este nombre porque me güelgo de hablar arábigo, sino por no exceder de las palabras de esta ocasión; así me precio del rigor de la verdad a ley de buen novelador.


Encendido Hamete en ira, quitó un bastón a un moro que pasaba al campo y dio un palo a David con que cayó en el suelo. Pareciole a don Felis que aquel era su amo y que, en fin, por buena o mala posesión comía su pan, demás de no haberle jamás maltratado de obra ni de palabra; y desviándole el palo al moro con que le iba a dar de segunda ira lo que faltaba para matarle, le dio una puñada en los pechos de las que él solía, con que le dejó por dos horas sin habla. Aquí acudieron multitud de moros, como a la mayor causa de atrevimiento que jamás habían visto; pero don Felis, sin querer tomar armas de piedras o palos con que le embistieron, a solas puñadas y mojicones hizo mayor defensa que pudieran con armas dieciséis hombres; al que cogía del cuello arrojaba de sí por largo trecho, y adonde caía se estrellaba; al que daba mojicón bañaba en sangre y le quitaba la vista de los ojos.
Pero antes que pase de aquí, le quiero preguntar a vuestra merced, si acaso sabe, pues es persona que conoce a Cicerón, a Ovidio y a otros sabios, y se puede hablar con vuestra merced en materia de definiciones y etimologías, ¿por qué dijo el castellano mojicón? Que a mí me ha costado algún estudio, como a hombre que no se ha despreciado de su lengua; que bien sé yo que un culto le llamará «afirmación de puño clauso en faz opósita con irascible superbia». Pues sepa vuestra merced que no está dicho sin propiedad notable, y es la causa que antiguamente los que querían dar una puñada rociaban y mojaban primero la mano abierta escupiéndola y luego le sacudían, de donde vino llamarse mojicón, que quiere decir «con mojado puño». Esto no lo ha topado vuestra merced en el Tesoro de la lengua castellana; para que vea que es razón estimarla en su pureza, pues hasta cosas tan viles no las tiene sin causa.


Finalmente, quedaron algunos moros tan maltratados de esta furia de don Felis, que en casa de su amo se llamaba Rodrigo, que se determinaron matarle a escopetazos. Cargó un mosquete un soldado de la guarda del rey y, habiéndole tirado, mató a un compañero suyo que se daba a entender que podría prenderle. Y juntándose muchos con diversas armas, que a todas se ponía delante su fortuna, hubieran acabado con su vida, si no se hubiera retirado hacia la puerta de una mezquita de donde salía entonces Salárraez, su rey o alcaide, puesto por el Gran Turco, que esta manera de reyes, como los virreyes entre nosotros, usaron los moros en España en los tiempos del Miramamolín de Marruecos y Almanzor de Córdoba, y así había reyes en Alcalá, en Jaén, en Écija, Murcia y otras partes de las Españas que poseían por la inundación de los árabes en tiempo de los godos. Pues como el Rey viese las grandes fuerzas y excesivo ánimo de aquel esclavo interpuso su autoridad entre su vida y su muerte, con que cesaron todos. Mandole llamar a su alcázar y, cuando le tuvo a solas, le dijo que le dijese quién era y que mirase que a los reyes se había de decir la verdad; que le daba su palabra de favorecerle y conservar la vida que le había dado. Entonces le respondió don Felis:


-Señor, yo soy caballero de los Guzmanes de España, aunque aquí, temiendo que mi rescate fuese imposible, dije a mi dueño que me llamaba Rodrigo y que era hombre bajo, de los que allá tienen el estado más ínfimo de la república entre la plebe; pero lo cierto es que yo tengo la calidad que digo y, fiado en tu real palabra, mi propio nombre es don Felis de Guzmán, a quien desde la batalla naval llaman el Bravo. Yo rendí en Lepanto la galera sultana donde iba por capitán Adamir Bajá, hombre no tan conocido entre vosotros como Uchalí y Barbarroja, pero más valiente y de mejor consejo; cautivé en el mar de Libia derrotado, pues, por tomar a Malta, di por el Peñón de Vélez casi en el canal de Túnez. Comprome David, hebreo, con otro hermano mío; el tratamiento que nos ha hecho y el pan que he comido en su casa me obligó a su defensa, porque Hamete le hubiera muerto a palos si yo no hubiera (opuesto a tan gran soberbia) defendido su vida. Infórmate de moros honrados que lo hayan visto, y si hallares que no te digo verdad almenas tiene Túnez, alabardas tus soldados para quien no valen fuerzas.
-¿Que tú eres -dijo el Rey-, Guzmán el Bravo, el de las grandes fuerzas, el matador de fieras y alanceador de toros? Pues mira cuánto has ganado en decirme verdad y tenerme por hombre que guardo la palabra que, fuera de mi inclinación a tu persona y admiración a tus hechos, no he de consentir que te hagan estos moros agravio, ni que pierdas la libertad que tan bien mereces si no es que te quieres quedar aquí conmigo donde te aseguro toda amistad, o sea en tu ley o en la mía, que la ley no se ha de tomar forzada sino voluntariamente. Mas déjame ahora hacer alguna demostración de enojo contigo por estos moros agraviados, que se quejarían al Gran Señor si te dejase libre.


Con esto, le mandó llevar a una mazmorra de sus baños, donde avisado David hizo tanta diligencia con el dinero, que es el mejor favor para la cárcel, que le pudo regalar con Mendoza, que iba y venía a la mazmorra con la comida, y se estaba con él todo lo que le sobraba de su servicio, aunque con disgusto de Susana que aguardaba las primeras ferias para que, ausente su padre, pudiese ejecutar las ansias de su amoroso deseo donde no podía. Agradecía don Felis la voluntad de Felicia que, como ya se había declarado por quien era, andaba más solícita de conquistarle que de agradecer a Susana el amor que la tenía; cosa que pienso le será a vuestra merced de creer muy fácil.
Los moros pedían la vida de don Felis; llamó el Rey a David y le dio dos mil cequíes, diciendo:
-Compra de los quejosos ese esclavo, repartiendo en ellos este dinero, y tráemele aquí, que yo te haré merced y defenderé lo que estuviere en Túnez.
Hízolo así David, y ellos tomaron el dinero con mucho gusto, porque temían que el diván, que debe de ser como acá el consejo, le estaba inclinado, y en esta manera de estrados, al fin bárbaros, no hay más procuradores, relatores, solicitadores y escribanos que lo que dicen de palabra los testigos, y acabáronse las leyes; por lo menos el culpado muere de una vez y el inocente se libra. Encerrose Salárraez, rey de Túnez, como digo, en un jardín con don Felis y le dijo así:


-Cristiano, caballero eres, Guzmán te apellidas, Bravo te llaman, oye. Tiene una hija un jeque de los alarbes, que viven las campañas en aduares o tiendas, de las más hermosas mujeres que ha producido el África; esta hemos pretendido el Rey del valle de Botoya, no lejos de Melilla, y yo, con grandes servicios personales y extraordinarios, y finalmente, pedido en casamiento. Sabiendo su padre que en dándola al uno había de ser el otro su enemigo, la niega a entrambos, o por lo menos dice que nosotros nos concertemos, que él no puede dividirla. Ha sido este caso tan reñido, que hasta el cristiano general de Orán ha interpuesto a las paces su persona, y el gobernador de Melilla con seguro las ha tratado algunas veces. No pudiendo concertarnos, porque yo pierdo el juicio por Lela Fátima, y juzgo que a Zulema sucederá lo mismo, habrá seis días que me ha escrito este papel, y sacole entonces, en que me desafía cinco a cinco, con lanzas, adargas y alfanjes, a caballo, como es uso nuestro; donde si fuere vencedor da la palabra de cesar de la pretensión haciendo yo lo mismo si él me venciere. Yo tenía escogidos los moros, y aunque de todos cuatro tengo satisfacción, se me ha puesto en el entendimiento que, si te llevo disfrazado, serás bastante solo, pues no te han de conocer, y ya sabes mucho de nuestra lengua, si bien dudo que en este género de armas no estás ejercitado.
-Sí estoy -dijo don Felis-, y para que te asegures mañana al amanecer saldremos los dos al campo, y me verás ejercitar la lanza y el adarga, arremetiendo, cercando o retirando, ya sacando el alfanje, derribando la adarga, ya sin él, tomándola por el cuento, con otras gentilezas.
-Eso basta -dijo el Rey-, no es menester a ti verte, sino oírte.
Replicó entonces don Felis:
-Pues, prueba a doblarme este brazo con entrambas manos.


Hízolo así el moro, pero era lo mismo que querer doblar una columna de mármol. Con esto y el secreto necesario, el día aplazado vistió el Rey a don Felis de una marlota o sayo morado, guarnecido de oro, con un gran número de botones, tan pequeños que apenas se veían sobre una cota que había sido de su padre, tan resplandeciente que parecía de plata, atada con una liga roja, que el mismo sayo descubría, porque sólo estaba abotonado hasta la mitad del pecho, y descubriendo las mallas las dos mangas. El calzón era de brocado morado con alcachofas de oro y las guarniciones de perlas; el bonete era de grana de Valencia con cien varas de bengala sutilísima, armado sobre un casco de acero, y coronado de plumas moradas y blancas; los borceguíes de Marruecos y los acicates de plata nielados de oro; el alfanje, como media luna, en un tahalí tejido de tan espeso aljófar que no se veía sobre qué estaba fundado.
Si está vuestra merced diciendo que de cuál de los moros del romancero le he sacado, no tiene razón, porque los otros estaban en Madrid o en Granada, y este en medio de Túnez, con una lanza de veinticinco palmos, que aquí no hay que quitar nada, y una adarga de color morado, con una F arábiga en medio, que a la cuenta, pues no podía decir Francisca, diría Fátima. Todos me contaron que iban de esta suerte, y aunque los caballos no eran morados ni azules, bien podía ser que estuviesen celosos; a lo menos yo no excuso de decir aquí lo que escribió un cierto caballero a un señor, enviándole dos caballos para una fiesta: «Ahí envío a vuestra merced esos rocines, y le suplico que los trate como quisiera que le trataran si fuera rocín.»


Finalmente, salieron a la campaña y se vieron cinco a cinco, llamados de dos clarines. El rey de Botoya y su escuadra había vestido grana con pasamanos de oro; y cierto que si, como era la música de clarines, fuera de instrumentos, podían servir en una fiesta con grande lucimiento. La batalla se comenzó jugando bizarramente las lanzas y las adargas cuyos botes no pinto, pues ya vuestra merced ha visto un caballero de Orán los días de toros en la plaza, tan airoso, aunque de más edad que pide el ejercicio de las armas, como si estuviera en lo florido de sus primeros años. Mataron los de Botoya a Tarife, Belomar y Zoraide, quedando solos el rey de Túnez y don Felis, sobre quien cargaron los cuatro, porque Zulema y él se entretenían. Derribó los dos primeros a lanzadas (pienso que se llamaban Jarife y Zelimo), al otro mató el caballo y, queriéndosele huir entrambos, los fue siguiendo; mas revolviendo el uno diestramente, le atravesó la lanza al caballo por los pechos y cayó en la tierra muerto, que ya bermejeaba de su sangre. Quedaron en tierra Baloro y don Felis porque Mahamed iba desatinado entre unos árboles, porque le había don Felis hecho pedazos las riendas; aunque arrojándose de él con destreza alarbe volvió donde Baloro y don Felis peleaban. Era Baloro un bárbaro, hijo de negra y turco, feroz de aspecto, nervioso y corpulento; recibía con destreza los golpes en la adarga y jugaba el alfanje, que era de catorce libras, como si fuera pluma.


He hallado en Lucano, no lejos del principio del libro sétimo, donde describe la gente que llevaban los dos campos de Pompeyo y César, este verso:

Movieron los valientes españoles
sus adargas tan bien.

Y dígosele a vuestra merced para que sepa cuán antigua cosa es la adarga en España, tomada de los africanos, cuya fue siempre, como se lee en Livio.
No le pesó con todo eso a Baloro de la venida de Mahamed, así eran desatinados los golpes de don Felis. Salárraez, que le vio en tierra pelear con dos moros, o ya fuese por amor que le había cobrado, o porque si le mataban le quedaban tres que vencer, a cuyas manos era fuerza morir, arremetió el caballo a desbaratar con la lanza la pelea de dos a uno. Levantó el rostro don Felis entonces, y díjole en lengua arábiga:
-Rey de Túnez, mata a Zulema, que estos dos ya están muertos.


Con esto volvió el rey la rienda a recibir a Zulema que, mal herido, volvía a seguirle, aunque con poco aliento. Esforzó el suyo el valeroso Guzmán, trayendo a la memoria el apellido de Bravo y, como si le mirara España en figura de dama desde alguna reja, tan fieras cuchilladas tiró a entrambos que, habiéndose adargado mal el mancebo Mahamed, le abrió toda la cabeza hasta los hombros, y como al golpe de la segur del labrador cae en la sierra de Cuenca el alto pino, extendiendo los brazos, midió la tierra. Baloro, que le quedaba solo, quiso vengar la muerte de tres amigos, y se le acercó tanto que, fiado en sus fuerzas, se abrazó con don Felis seguro de imaginar que habría en el mundo quien igualase las suyas; pero engañose de suerte que, levantándole don Felis en alto, como Hércules al hijo de la Tierra, cuya victoria escribe Sófocles, se le volvió a restituir, pero de manera apretado que le faltaba, cuando llegó al suelo, gran parte del alma. Mientras quería animarse Baloro, había ya tomado el alfanje don Felis y, aunque como culebra se revolvía a unas y a otras partes, le hizo pedazos a cuchilladas y le dejó como suele quedar en la sangrienta plaza a las manos del vulgo el fiero toro. Luego partió a ayudar al rey con tanto ánimo y valor como si entonces comenzara la batalla; pero viéndole Zulema, y que a sus manos yacían sus cuatro valientes moros revueltos en su sangre, dijo en altas voces que se rendía, y usando Salárraez de grandeza de rey, aunque era bárbaro, le perdonó la vida, tomándole solamente el alfanje y la adarga.
Don Felis quitó a los muertos las que por la campaña habían esparcido y, cogiendo el caballo de Mahamed, le ató una liga; y con estos despojos y grandes favores del Rey dio a su lado la vuelta a la ciudad, donde causó admiración el verlos, porque de la batalla no se había tenido noticia que, a saberse, apareciera sobre la caliente arena de aquel campo el anfiteatro de Roma.


Felicia, que le había echado menos, cuando supo el suceso fue a buscarle y con tiernos abrazos y grandes encarecimientos celebró su victoria.
Grandes partidos hacía Salárraez a don Felis porque se quedase en Túnez en su servicio, pero conociendo, como discreto, que le tenía con disgusto el amor de la patria, sólo quiso detenerle hasta celebrar sus bodas con la hermosa Fátima, en las cuales fue admirada su gentileza de toda aquella tierra que, como a prodigio de la naturaleza, venían a verle. Ninguno jugó cañas con mayor gracia, ni hizo mayores pruebas de sus fuertes brazos.
Tratose la partida y, procediendo el Rey generosamente, le dio muchas riquezas, así de diamantes y perlas como de otras diversas piezas de plata y oro. Lloraba Susana la partida de Mendoza, y despidiéndose de ella para partirse a España con don Felis, le dijo que era mujer en secreto, con que en un instante la curó del mal de amor, como si fuera milagro.
Dio David, agradeciendo la vida, a don Felis un rico presente de telas, sedas y joyas; Susana a Felicia, un hilo de perlas de valor de setecientos escudos, porque eran netas, iguales y redondas, y con muchos abrazos y lágrimas se despidieron todos. Salieron al mar, dejando la ciudad que un tiempo fue tan famosa por Micipsa, que la pobló de griegos, aunque hoy debe de tener poco más de ocho mil fuegos, si bien conserva en las historias la fama de haber sido cabeza de la antigua Numidia, que cae entre la Libia y el Atlante, donde Cartago merece eterna memoria y la tragedia de Sofonisba; y navegando con más felicidad saludaron a España.


Estuvieron algunos días en Cartagena, desde donde escribió don Felis a su casa, y en Murcia le alcanzó respuesta, en que le daban cuenta cómo era señor de su casa, porque su hermano mayor había muerto sin hijos. Aquí mudó traje Mendoza, y se llamó Felicia. Desde Murcia la trajo don Felis a un lugar de Extremadura donde era natural su padre, y la casó con un hidalgo pobre y de buen talle, dándole seis mil ducados de dote, con nombre de prima suya, lo que él creyó fácilmente, porque se tenía noticia de su buen nacimiento.
Grandes dudas le quedarán a vuestra merced del amor de Felicia y los desdenes de Guzmán el Bravo, porque parece que en tierra de moros, con tanta privación y soledad, y habiendo sido la compañía de su cautiverio y el consuelo de sus trabajos, no fuera menos que ingratitud no corresponder a su voluntad. Prometo a vuestra merced que no lo sé, y que en esta parte sólo puedo decir que el trato ha juntado en amistad animales de géneros diferentes, a despecho de la naturaleza, y que ningún hombre debe fiarse de sí mismo, de que tenemos tantos ejemplos. El Dante escribe de aquellos dos cuñados que se amaban, sin osar declararse, por ser el incesto tan enorme y el hermano tan gran príncipe, y como siempre estaban juntos, leyendo un día los amores de Lanzarote del Lago y la reina Ginebra, como él lo dice en su Infierno, en persona de la miserable dama:



Y leyendo nosotros por deleite
de Lanzarote la amorosa historia,
encendidos de amor nos declaramos.

Y el Petrarca hace memoria de ellos en el capítulo tercero del Triunfo del amor, diciendo:

Y los dos de Arimino, que van juntos
haciendo un triste y doloroso llanto.

Porque fue el hermano que los mató príncipe de Arimino.
Fue muy bien recibido don Felis en su patria, porque llegó a ella después de muchos deseos, rico, gallardo, galán y en lo mejor de sus años. Llevose los ojos del vulgo, mayormente de los que tenían necesidad de su favor, porque con todos era liberal, de suerte que jamás llegó necesidad a sus oídos que saliese desconsolada. Remediaba pobres, deshacía agravios, concertaba paces, y no había en toda la ciudad quien para cosa que intentase le perdiese el respeto. De la república de estudiantes era don Felis tan adorado que, con versos latinos y castellanos, celebraban a porfía sus acciones, y con tan apasionado afecto que, si alguna vez corría en fiesta pública, decían todos a voces: «¡Viva don Felis!», y era tenido por envidioso el que faltaba a esta voz común, por circunspecto que fuese.


Era valiente justador; y de suerte firme y cierto que no había hombre que midiese con él las armas en la tela. Armábase muchas veces de piezas tan pesadas, que no las podían mover las fuerzas de dos hombres, y echándose con ellas en el suelo, se levantaba de un salto con ligereza increíble. Buscaba caballos desbocados y que nadie quisiese subir sobre ellos, y en estos se ponía y los domaba y sujetaba con la fortaleza de las piernas, de tal manera que parecía que le temblaban y, trasudados y encogidos, se le rendían. Jugaba dos espadas y dos mazas con notable gallardía y destreza y, en medio de esta fiereza y valentía, escribía y hablaba tiernamente.
Descuidado de la fuerza y violencia de amor don Felis y seguro de la fortuna en su patria, él que tan fuerte había nacido y tanta libertad profesaba, se rindió a un niño, pero niño tan antiguo que no se llevan él y el tiempo dos horas en tantos años. ¡Qué bien pintó Alciato su fortaleza, o ya enfrenando leones o ya rompiendo rayos!

De los alígeros rayos
rompe el amor el rigor,
porque es más fuerte el amor.

Era Isbella la gentilísima dama, y hermana de un valiente caballero, que se llamaba Leonardo, de lo más noble de aquella ciudad, y aun de España. Guardábase don Felis de ser entendido y, gobernando su secreto con prudencia, conquistó honestamente su voluntad para merecerla en casamiento, no se alargando a más que hablar con los ojos, y con ocasión de otras damas de su calle darle algunas músicas, entre las cuales una noche cantaron así (porque vuestra merced descanse de tan prolija prosa en la diferencia de los versos):



En estos verdes campos
que Manzanares riega
con agua de mis ojos,
que suya no la lleva;
en estas soledades,
donde a mis dulces penas
ayudan ruiseñores
con amorosas quejas;
entre las secas ramas
de esta bárbara selva,
que ha mucho que le falta
su amada primavera,
y solo un ciprés crece,
por árbol de tristeza,
que en imitar la mía
presume competencia;
me quejo, hermosa Filis,
de amores de tu ausencia,
que lo que está más lejos
se quiere con más fuerza.
¡Ay mar de España!, digo,
si pisa tus riberas
aquella labradora
que fue la gloria de estas,
así, de más corales
que hay en tu playa arenas,
de Barcelona insigne
los muros enriquezcas,
que el día que más fiero
y con mayor soberbia
laven tus claras ondas
la cara a las estrellas,
le digas: «Bella Filis,
esto llaman tormenta
ausentes de su patria,
que por el mar navegan,
pero las que padece
quien ama y quien desea
el puerto de tus brazos,
en más rigor le anegan.


Tú, cuando empines aguas
como nevadas sierras,
y caigas de ti mismo
donde deshechas mueran,
no igualas con los montes
de celosas sospechas,
por más seguridades
que Filis me prometa.
Permite que mis ansias
a tus arenas venzan;
mas ya no las tendrás
si las convierte en perlas.
¡Ay Dios!, hermosa Filis,
¿qué pastor me dijera,
de muchos que en el Tajo
de adivinos se precian,
que donde España acaba
y el fiero mar comienza,
llegaran tus estampas
y mis amargas quejas?
¡Ay Dios, si te acordases
que en estas alamedas
bañaba yo tu rostro
con lágrimas tan tiernas,
y que cayendo al mío
del tuyo algunas de ellas,
pensaba yo que tristes
lloraban las estrellas!
Aquí te despediste,
y aquí morir me dejas,
que yo no tengo vida
para que a verte vuelva.
Si tardas, Filis mía,
la muerte está más cerca,
que a los que viven tristes
la muerte los consuela.»


De estas músicas, aunque con letras fuera de propósito y escritas a diferentes ocasiones de algunas sortijas, torneos y otras fiestas, vino en conocimiento Leonardo de que don Felis festejaba a su hermana, que es lo que ahora llaman «galantear» entre los vocablos validos, que cada tiempo trae su novedad. Enfadose, como era tan recatado y gran caballero, y por obviar disgustos con persona tan bien recibida generalmente, puso a Isbella con algún sentimiento suyo en un monasterio. Más negoció don Felis en esta diligencia de Leonardo de lo que le prometió él haberlo entendido, porque Isbella, viéndose empeñada, aunque no había dado ocasión, inclinó su ánimo a ser mujer de don Felis; y tratándolo por medio de personas nobles salió del monasterio y se casaron. No hizo a esto Leonardo mucha resistencia, así por la condición de don Felis, como porque siendo prudente y discreto conoció que no se podía impedir el matrimonio en dos voluntades iguales, por aquella máxima de que el hombre no aparte los que Dios junta.


Creció tanto la opinión de don Felis, llevándose las almas de ciudadanos y estudiantes con tanto aplauso y vítores, que no pudiendo sufrir su fortuna algunos caballeros de la ciudad se juntaron a matarle, y aunque un paje le dio aviso de este pensamiento, no quiso prevenirse ni guardarse y, así, le dieron entre muchos más de cuarenta heridas, hasta que cayó en el suelo, de donde le llevaron a Isbella sin esperanza de vida. Aquí entra bien aquella transformación de un gran señor de Italia que leyendo una noche en Amadís de Gaula, sin reparar en la multitud de criados que le miraban, cuando llegó a verle en la Peña Pobre con nombre de Valtenebros comenzó a llorar y, dando un golpe sobre el libro, dijo: Maledeta sia la dona che tal te a fatto passare. Pues no se desconsuele vuestra merced, que ya don Felis está convaleciente, que no se salió el valor por las heridas, y la fortaleza del ánimo detuvo la vida, que en otro era imposible, no sin admiración de la naturaleza. Viéndose, pues, con ella, hizo una noche fijar una tienda en la plaza, cubierta de diferentes armas, y él amaneció a la puerta con muchas cajas y trompetas, armado de piezas blancas y doradas, con un vistoso penacho pajizo, leonado y blanco; el tonelete y calzas bordadas de las mismas colores, oro y plata; botas blancas, y un pedazo de lanza en el hombro, con la mano siniestra en la espada; y en una rodela de acero que de un árbol pendía con tres ligas pajizas, leonadas y blancas, un cartel de desafío. Ponía terror don Felis en la postura que estaba, levantada la visera por donde sólo descubría los airados ojos y los bigotes negros como rayos de luto de las muertes que amenazaba.


Allí estuvo ocho días sin que saliese caballero a la palestra y arena, como los antiguos decían; al cabo de los cuales vino un criado suyo armado a caballo y tocó en la rodela que tenía el desafío. Salió don Felis de la tienda y corrió tres lanzas con este hidalgo; y rompiendo en la última la lanza, volando las astillas por el aire, hizo temblar la tierra. Lleváronle a su casa acompañado de toda la ciudad entre muchos instrumentos de guerra, parabienes y vítores, donde estuvo algunos días. Al cabo de los cuales, dieron cuenta al rey de las Españas algunos envidiosos de aquel público desafío, aunque cierto que virtud tan grande debiera carecer de envidia; y le culparon asimismo de que se quería alzar con aquella ciudad insigne. Fue pesquisidor a esta averiguación, y como nunca a la envidia le faltaron testigos, fueron tales los que hallaron que le sentenció a cortar la cabeza en cadalso público, y le trajo para este efecto a la Corte. Pero teniendo noticia de este tan gran caballero y de sus partes el excelentísimo señor don Luis Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla, duque de Medina y conde de Modica, abuelo del que ahora posee su ilustrísima casa tan dignamente y con tantas partes de generoso príncipe, le fue a ver a la cárcel e, informado de su valor, y habiendo leído una cédula que tenía del señor don Juan de Austria, certificación de la hazaña con que rindió la galera ya referida, se le aficionó tanto que pidió a Su Majestad su vida; el cual, no menos inclinado a su valor, y sabiendo que nunca está sin enemigos, se la otorgó con condición que no pudiese entrar en aquella ciudad. Fuese a vivir a sus lugares, que no estaban lejos de ella, aunque después, con el favor del mismo señor, que tomó su protección por empresa digna de su grandeza, le restituyeron la libertad de gozar de su patria, donde yo le conocí, si bien en sus mayores años, pero con el mismo brío porque el defecto de la naturaleza del cuerpo no ofende el valor del ánimo. Este, señora Marcia, es el suceso de Guzmán el Bravo. Si a vuestra merced le parecieren pocos amores y muchas armas, téngase por convidada para El pastor de Galatea, novela en que hallará todo lo que puede amor, Rey de los humanos afectos, y a lo que puede llegar una pasión de celos, bastardos suyos, hijos de la desconfianza, ansia del entendimiento, ira de las armas e inquietud de las letras; pero no será en este libro sino en el que saldrá después, llamado Laurel de Apolo.


Espinela

Los dioses para su guarda
se han puesto apellidos nuevos:
Borja y Góngora dos Febos;
Silvio, Amor; Venus, Leonarda,
Juno, Pimentel gallarda;
Mario, el semicapro Pan;
y como las letras dan
honra de la guerra al arte,
riñeron Palas y Marte
sobre llamarse Guzmán.


No parezca novedad llamar espinelas a las décimas, que este es su verdadero nombre, derivado del maestro Espinel, su primer inventor, como los versos sáficos de Safo.