Heráldica

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Escritos de juventud
Heráldica

de José María de Pereda

Ya lo saben ustedes: el escudo de armas del ministro de la Guerra contiene las palabras honor y lealtad, y su excelencia, para no hacer traición a tan preclaro lema, «no tiene un hecho en su vida que se pueda creer desleal».

Así lo ha dicho el conde de Reus a la faz de las Constituyentes en la sesión del día 8, respondiendo al señor Balaguer, que se atrevió a preguntar al marqués de los Castillejos qué había de cierto en los rumores que circulaban respecto a las últimas ambiciones y regias miras de don Juan Prim y Prats, que traía conmovida a Barcelona.

Declaro a mi vez que mi admiración se halla perpleja entre la pregunta del señor Balaguer y la respuesta del ministro de la Guerra.

La primera es osada e irreverente como ella sola, dado el carácter irascible, fogoso y, hasta cierto punto, olímpico del interpelado.

La segunda no tiene igual, por sobria y contundente.

Verdad es que los grandes hombres no se valen de otro estilo, y que un heredero de la respetabilidad sublime del héroe de Tarifa no debe ni puede despilfarrar los conceptos y las pruebas como un mortal de poco más o menos.

No lo comprendió así la Cámara, que cometió el sacrilegio de reírse cuando don Juan Prim apeló al mote de su linaje para confundir al profano que quería presentar como sospechoso a la revolución el brazo más fuerte de ella, ni más ni menos que si los constituyentes maliciosos dudasen de la lealtad del conde de Reus.

Por eso creo yo que si el general Prim estuvo a la altura de su ilustre progenie al descolgar su escudo de armas para ofrecérselo al país como la mejor garantía de su lealtad, anduvo no poco desacertado en desconocer que el Congreso, representación genuina de la idea nueva, está más que flojo en heráldica, resabio de bárbaras costumbres de ominosos tiempos en que apenas se hablaba de nebulosas y tal vez hubiera algún sabio capaz de confundir los residuos humanos de un quemadero de herejes con la barredura y los escombros de una fábrica de hules.

Y no digo que el marqués de los Castillejos debiera haber sido más explícito en lo referente a su lealtad, dando allí mismo una lección de heráldica a su atrevido paisano, porque yo respeto mucho hasta las aprensiones de los héroes, como el flamante Guzmán; pero es lo cierto que, examinada la cuestión con el criterio de los hombres vulgares, como yo, parecía indicada en ella una serie de pruebas que no le faltaban al general Prim, y con las cuales, y un poco de la mucha bilis de que dispone siempre el ministro de la Guerra, anonadando de paso al interpelante, habría cuajado la sonrisa burlona de la Cámara en los labios de los constituyentes.

Repito que el general ex popular estuvo sublime al decir: «Soy leal y no puedo ser otra cosa, porque en mi escudo de armas están las palabras honor y lealtad». Pero yo, en su pellejo, hubiera añadido:

«Y lo pruebo».

Y en el acto hubiera hecho la siguiente exposición de razones de Historia:

«Siendo todavía Juan Prim a secas, pero muy liberal, me pronuncié contra el general Espartero, cuyo acto me valió, por influjo del tirano Narváez, el título de conde de Reus.

»Como prueba de la confianza que en mí tenía este reaccionario, me nombró después capitán general de Puerto Rico, y Dios y todos ustedes saben que nada tuvo que reprocharme en los actos de mi cargo el duque de Valencia, si no fue la crueldad en que rebosaban mis célebres bandos, referentes a la gente morena, en los que mandaba mutilar a un hombre por menos de un alfiler.

»Merced a estos y otros ensayos, merecí la altísima honra de que el polaco Sartorius me enviase más tarde a Constantinopla, a ver lo que pasaba por allí durante la guerra de Crimea.

»Vino en esto el año 16, y la recién nacida Unión Liberal, enemiga mortal y exterminadora del partido de mis protectores, echó la zancadilla a los progresistas, mis antiguos cofrades, con los cuales mandé dos años. Hallábame yo a la sazón en el extranjero muy desocupado, y viendo que en Barcelona no se las arreglaba bien el general zapatero para desarmar la milicia nacional, por orden de O'Donnell, jefe de los unionistas, por probar de todo pasé inmediata y espontáneamente a aquella capital y ofrecí mi espada al citado general Zapatero.

»Más tarde, y medio afiliado ya a la bandera unionista, fui con ella a la guerra de África, y a la vuelta dije en un convite en Alicante que no había en España más que un español digno de mandarla: el general O'Donnell, y que honni soit qui mal y pense.

»En éstas y otras, la ingrata, la indigna Isabel de Borbón, me nombra marqués de los Castillejos, haciéndome grande de España, con cuyo motivo «juré por la cruz de mi espada» derramar hasta la última gota de mi sangre en defensa de la dinastía que así me trataba.

»Poco después comía con mis antiguos correligionarios los progresistas en los Campos Elíseos, y también juré allí ante las lágrimas de Olózaga acabar con los unionistas, que ya no me gustaban, y con algo más si se ponía por delante.

»Y como soy leal a mis promesas y consecuente, en 1866 me pronuncié contra O'Donnell al frente de algunos escuadrones, teniendo que refugiarme en Portugal por falta de eco en el país.

»Desde entonces no me vio el pelo la madre patria hasta el último mes de septiembre, en que volví a pisarla hecho un demócrata y aliado de los unionistas, que me habían echado de ella por rebelde, para derribar la dinastía ingrata que me dio todos los honores y grados que ostento, menos el tercer entorchado, que me puse yo mismo en uso de las facultades que me competían como ministro de la Guerra de un Gobierno provisional».

Todo esto y mucho más que el país conoce pudo haber agregado el general Prim, a manera de orla, al escudo de familia que exhibió ante el Congreso como garantía de su lealtad. Un país que sólo con saberlo lo admira, ¿qué no hubiera hecho al oírlo de boca del consecuente liberal de los tres jamases y otros tantos nuncas?

Insisto, pues, en que yo, en pellejo del conde de Reus, hubiera exhibido a las barbas del Congreso toda esta edificante exposición de hechos para hacer más ruidosa y solemne la declaración a secas de mi lealtad..., y aún hubiera hecho más: recordando que me rodeaban los Serranos, los Topetes, los Izquierdos y todos mis generales beneméritos y no pocos paisanos, condiscípulos míos en mi carrera política, hubiera dicho muy recio:

-Esta es mi hoja de servicios, caballeros. Punto más, punto menos que la vuestra, porque aquí todos somos unos. Conque el que se crea más guapo que yo, que alce el dedo.

Y estoy seguro de que el mismo Congreso que recibió su aserción de leal... porque sí con una sonrisa sospechosa, le hubieran aclamado entre tempestades de alaridos, como cuando evoca Ruiz Zorrilla las indignidades de la reacción.

Pero insisto también en que don Juan Prim, a fuer de grande hombre, estuvo en carácter al asentar con pasmosa sequedad que no había hecho en la vida traición al lema de sus armas; máxime teniendo en cuenta que también añadió que si hubiera querido hacerla se hubiera valido de sus generales Izquierdo y compañía..., lo cual no tiene vuelta de hoja, y prueba hasta la evidencia que el ministro de la Guerra tampoco es ambicioso.

Y si alguno dedujese lo contrario del dicho mismo de «MIS GENERALES», que no le usaron más soplado Federico II o Napoleón el Grande, observe el malicioso que si tiene el marqués de los Castillejos generales como puede tener perros de aguas o tenacillas de fumar, bien los necesita, a fuer de demócrata que caza con telégrafo y zanguanete, y para ir desda su oficial poltrona al Consistorio le siguen y le preceden escuadrones enteros de Caballería.

En vista de todo lo cual, no hay por qué escandalizarse de las serenas afirmaciones del general Prim desde el momento que las hizo sin miedo a la respuesta del país, que le conoce y le escuchaba.

Aquí, seamos francos, si alguno escandaliza no es el pariente de Guzmán: es ese mismo país que oye a Prim, y se hace el escandalizado y le sufre y no resuella... y, además, le paga.



(De El Tío Cayetano, núm. 27.)

16 de mayo de 1869.