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Hero y Leandro (Escritos de juventud)

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Escritos de juventud
Hero y Leandro

de José María de Pereda

Una línea de costa al norte de España, en la región..., ¿qué más da una que otra? Figúrese el lector el pedazo de esa línea más áspero e irregular, el más avanzado y expuesto a los furores y embestidas del Cantábrico; el de más extensos horizontes marinos; una docena de casucas dispersas y como arrojadas allí por el oleaje de una tempestad, en un repliegue del terreno menos indócil a los trabajos del cultivo; la casuca más vieja de todas ellas, sobre el punto más elevado de aquel perfil, casi en el vértice mismo del ángulo que está parte de la costa forma con la mar, y un ancho brazo de ella que se introduce en la tierra; al otro lado de este brazo, otra como barriada semejante a la primera; después, a derecha e izquierda, la línea prolongándose, hasta perderse de vista, y serpenteando caprichosamente, formando senos y puntas, y en todas partes descubriendo su esqueleto desnudo y carcomido por el azote de la fiera en sus tremendas acometidas; bajando por el escabroso sendero que arranca de la casuca solitaria y se une en el entrellano con otras semejantes, que proceden de las dispersas, se llega a una ensenadita que, por la situación y forma, viene a ser como la axila de aquel brazo, en la cual se guarecen unas cuantas embarcaciones de pesca sujetas con sendas amarras de esparto a otros tantos pilotes clavados a la orilla del rincón más abrigado. Huertos mal cerrados por paredillas transparentes de piedras toscas y desiguales, contiguas a las casitas; anchos retales de braña verde, un poco más lejos, donde picotean patos y gallinas y hozan puercos de recría; alguna cabra en la sierra que asciende poco a poco hacia el Sur, lo bastante para que desde la barriada no se vea, por aquel lado, otra porción de mundo que la comprendida entre la loma y el mar. Al primer pueblo que hay a la parte de allá de la loma no se llega, a buen andar, en menos de tres cuartos de hora, la mitad que a la villa ribereña, bogando dos personas de buenos puños.

A la vera del último con los de esta serie, con ellos en el centro de un reducido anfiteatro de cerros pelados en sus cimas, se veían surgir, reborbollando, los copiosos manantiales del famoso río que, después de formar breve remanso, como para orientarse en el terreno y adquirir alientos entre los taludes de su propia cuna, escapaban de allí a todo correr, a escondidas de la luz, siempre que podían, como todo el que obra mal, para salir pronto de su tierra nativa, llevando el beneficio de sus aguas a extraños campos y desconocidas gentes y pagando, al fin de su desatentado curso, el tributo de todo su caudal a quien no se le debe en buen derecho. Y a fe que o mis ojos me engañaron mucho, o seria obra bien fácil y barata atajar al fugitivo a muy poca distancia de sus fuentes, y en castigo de su deslealtad despeñarle monte abajo, no dando punto de... ría, arriba, ría arriba, en un barquichuelo desde la ensenada.

Del aire y del tipo de los pocos seres que de ordinario rebullen entre las casucas en la barriada, de los objetos que se ven arrimados a sus muros, o tendidos en el suelo, o sobre las paredillas de los huertos, y del abandono en que están las inmediatas tierras laborables, aun sin fijarse en el dato concluyente de las barquillas que huelgan en la ensenada, deduciría bien pronto el observador menos lince que, sin la excepción de uno solo, todos los habitantes de la barriada son pescadores o viven de la sustancia de este arriesgado oficio.

El origen de aquella mínima colonia no es, seguramente, de los que se pierden en la noche de los tiempos. En la villa ribereña que se ha mencionado hubo un matrimonio que, después de perder varios hijos, sacó de la Casa-Cuna de la ciudad un niño, no se sabe bien si por la golosina del pobre estipendio que valía a la mujer el trabajo de amamantarle a sus pechos, o por el noble deseo de reemplazar con él el pedazo de sus entrañas, muerto a las pocas semanas de nacido. Lo cierto es que, andando los meses, el incluserito fue llenando en la casa y en los corazones de sus habitantes el vacío que en ellos había dejado la muerte del hijo verdadero, y que cuando pasó el tiempo de la lactancia y cesó con tal motivo la mezquina retribución a que daba derecho aquel augusto trabajo, en todo pensó la honrada mujer menos en devolver a la Inclusa aquel rollo de manteca formado con el jugo de su sangre.

-Ni aunque Dios nos diera otros diez hijos, ¿no es verdad? -decía en una ocasión, manoseando al chiquitín y mirando a su marido.

-Ni con otros veinte encima -le respondió el buen hombre, pasando también su manaza callosa dulcemente por los rizos encrespados del incluserillo, que, tendido en el regazo de su madre, los miraba a los dos con los ojos dormilentos, chupándose el dedo pulgar y perneando a diestro y siniestro. Pero ni veinte, ni diez, ni un solo hijo volvió a tener aquel matrimonio, por lo que el apego de éste al niño inclusero fue creciendo de día en día, hasta llegar al amor paternal más extremado. El hombre era medio labriego y medio pescador, y el rapaz, que resultó fornido y cariñoso, se arrimaba cuanto podía al trabajo de su padre, pero con preferencia al de la mar.

Como si sospechara su procedencia, andaba muy temeroso en todas partes, y no se mostraba exigente con nadie ni para nada, lo cual se traducía por cortedad de genio en su casa, único sitio en que se le veía expansivo y descuidado. Bien seguro estaba él de que allí se le quería de veras: se lo decía, se lo afirmaba su corazón agradecido.

Siete años contaba apenas cuando llegó por primera vez a sus oídos la palabra inclusero. El motivo de ello fue bien insignificante: un choque, muy poco más que un rozamiento involuntario, con otro niño que jugaba cerca de él. Inclusero. Jamás había oído aquel vocablo, ni sabía lo que significaba; pero el tono de la voz, el ademán de ira, el son de afrenta y menosprecio con que le había sido lanzado, como una piedra con honda... Se puso rojo de vergüenza; después se echó a llorar amargamente, y, por último, corrió a referir el caso a su madre y a pedirle la respuesta que necesitaba; pero la buena mujer se guardó muy bien de dársela, y salió del compromiso echando pestes contra el deslenguado rapaz. Con el padre, a quien acudió en consulta después el inconsolable incluserito, le sucedió lo propio: indignaciones y truenos y rayos contra el difamador, y nada en limpio para el difamado..., hasta que éste dio un poco más tarde con una vecina de lo más charlatana, entremetida y oficiosa que había en el pueblo, y se lo aclaró todo a su manera, acabando, para que lo entendiera mejor, por ponerle a él mismo por ejemplo de la cosa. Cegó con ello el infeliz y se quedó como si le hubiera partido un rayo. Se calló como un muerto, y ni en su misma casa volvieron sus labios a pronunciar una sola palabra que tuviera la más remota conexión con aquella idea que le quitaba el sueño y las ganas de comer. Admiró a su modo a aquellos protectores que, pudiendo plantarle en medio del arroyo, continuaban amándole como a un hijo verdadero, y se maravillaba de que fueran tan generosos que una vez siquiera no le echasen en cara su infamante condición. En este ambiente de tristeza y cavilaciones, siempre sobresaltado y receloso, fue creciendo, sin otra distracción que el trabajo ni otro estímulo que el de aliviar del suyo al hombre a quien tenía por padre. Era forzudo y valiente, y andaba en la ría y en el mar, como en las tierras de labor. Sólo le daban miedo las miradas de las gentes, y, sin embargo, de nadie pensaba mal, sino de aquellos..., de aquellos desnaturalizados que le habían arrojado a él desde el seno de su madre al boquetón del torno de la Inclusa, si no es que le habían abandonado en un cesto, entre cuatro pingajos miserables; porque sobre estos particulares nada había querido averiguar él después de oír los relatos de la palabra ignominiosa que continuaba resonando en sus oídos. «Señor -se decía siempre que caía en estas cavilaciones-, ¿por qué hay en el mundo hombres... y mujeres, con entrañas más duras que las mismas piedras, que no abandonan a sus hijos y hasta dan la vida por ellos? Pícaros, desalmados». Así pasaron meses y años; estuvo tres de ellos en el servicio de la Armada por su condición de matriculado, y pensó que con esta ausencia tan larga y un cambio tan radical de costumbres se olvidaría todo en el pueblo; pero tampoco le salió bien ajustada esta cuenta, pues cuando volvió a él se encontró con los de siempre: la sospecha de que le miraban de mal ojo y en la actitud recelosa y huraña en que estas no bien fundadas aprensiones le ponían continuó siendo, como siempre, el primero en el trabajo, pero de propio intento él último y el más callado en las filas o en los corrillos de la Hermandad de mareantes a que pertenecía. Además, cayó enfermo el hombre que le llamaba hijo, y se murió en cuatro días. A los tres meses le siguió al otro mundo la mujer a quien él llamaba madre, y al verse solo en la casa, aunque era ya de su propiedad, por voluntad expresa de los finados, como toda la pobreza que a éstos había pertenecido, y considerándose solo también en el mundo, acabó de amilanarse, y no hizo entonces la barbaridad de tirarse de cabeza a la ría con un rizón al pescuezo, porque era hombre de fe bien remachada y no se creyó con derecho a disponer de lo que no era suyo. Pero ¿qué pito tocaba ya en la tierra ni en la mar? ¿Para quién y para qué trabajaba en la una y en la otra? Entonces pensó en algo en que había recreado muchas veces el pensamiento. Bien cerca de su casa vivía lo que podía llenar el desamparo de la suya y hasta el vacío de su corazón: una moza como unas perlas y con un genial afable y compasivo. Era pobre de bienes, porque sus padres vivían de prestado, al paso que él ya no lo era con lo heredado de sus bienhechores; no tenía vicios ni le hacía ascos al trabajo, y de estampa, aunque le estuviera mal el decirlo, andaba bastante bien. No abundaban en el pueblo los novios de esas condiciones para las mozas como ella... ¿Por qué no intentar una salida de su negra situación por esa puerta? Peor que corrían las cosas para él no habían de ponerse, y el no consigo lo llevaba. Atrevióse un día, y se lo dijo con el corazón en la mano.

-¡Qué lástima, hombre -le respondió ella, sinceramente condolida-, qué lástima que seas... lo que eres, porque, fuera de esa tacha, no tienes otra!