Historia XIV:Los calvinistas
El edicto de Nantes (véase cap. VIII) garantiza a los calvinistas franceses la libertad de practicar su culto. Mazarino le había respetado. Consideraba a los protestantes «buenos servidores y súbditos del rey». «El pequeño rebaño, decía, mordisquea la mala hierba, pero no se descarría».
Desagradaba a Luis XIV tener súbditos de otra religión que la suya. La asamblea del clero católico —que se reunía cada cinco años para votar el impuesto—, inducía al rey a tomar medidas que obligasen a los protestantes a convertirse.
El Gobierno daba pocos cargos a los protestantes, los señores calvinistas eran mal vistos en la Corte. Poco a poco, para obtener los favores del rey, casi todas las familias nobles protestantes se habían convertido. Apenas había calvinistas más que entre la clase media de algunas ciudades y los aldeanos de algunas provincias del Mediodía, sobre todo en el Poitou y las montañas de las Cévennes. Como para los cargos no se les admitía, los protestantes se habían dedicado al comercio o a la industria. Los de la clase media calvinista eran comerciantes o fabricantes. Hacían el comercio marítimo en la Rochela, dirigían las fábricas de paños del Mediodía.
Luis XIV no se atrevió en un principio a derogar el edicto de Nantes; pero prometió a la Asamblea del clero de 1666 «interpretar favorablemente todo lo que no podía ser muy bien interpretado por los edictos», es decir, interpretar el edicto de modo que se disminuyera todo lo posible la libertad de los protestantes.
Se empezó a demoler los templos que no estaban exactamente previstos en el edicto. —Se prohibió en las escuelas protestantes enseñar otra cosa que a leer y a escribir. —Se prohibió hacer entierros protestantes ante más de diez personas. —Quedaron prohibidas a los protestantes las profesiones de notario, procurador, impresor, librero, cirujano, farmacéutico. —Se autorizó a sus hijos para hacerse católicos contra la voluntad de los padres, primero a los catorce años, luego (1681) a la edad de siete años, «porque, se decía, los niños a esa edad son capaces de razón y de elegir en materia tan importante como es la de su salvación».
Al mismo tiempo se intentaba convertir a los protestantes enviándoles misioneros. Se creaba un fondo de conversión para dar dinero a los protestantes que se convirtieran.
Un intendente del Languedoc imaginó, cuando un protestante no quería convertirse, enviar alojados a su casa, jinetes o dragones, en numero de diez y hasta de veinte, y con obligación de darles de comer. Se apellidó por burla a aquellos soldados «misioneros con botas de montar».
A Louvois le pareció aceptable el procedimiento, y mandó fueran enviados los dragones a todas las comarcas protestantes. Aquellos dragones, sabiendo que se les dejaba hacer cuanto querían, se conducían como los soldados de aquella época en país enemigo, rompían los muebles, pegaban a los hombres, ultrajaban a las mujeres. Se divertían colgando a las gentes del pelo o de los pies en las chimeneas, las impedían dormir durante ocho días pellizcándolas para obligarlas a convertirse. Fueron las llamadas dragonadas.
Los protestantes, aterrados y atormentados, se presentaban por miles a manifestar que abjuraban.
Luis XIV, desde hacía quince años, tenía incesantemente noticias de nuevas conversiones, y creyó que todos los calvinistas estaban convertidos y que no había más. Firmó un edicto de revocación del edicto de Nantes. «La parte mejor y más grande de nuestros súbditos, supuestos reformados, habiendo abrazado, decía, la religión católica», el edicto de Nantes ya no tenía razón de ser. El rey ordenaba, por tanto, demoler los templos y cerrar las escuelas protestantes. Inducía a los protestantes a salir del reino en el término de quince días, so pena de galeras. Los calvinistas podían quedarse en Francia y conservar la libertad de conciencia, pero no debían practicar más su culto, y sus hijos habían de ser educados en la religión católica (octubre de 1685).
Quedaban infinitamente más protestantes de los que el rey había creído. Muchos de los que habían abjurado por fuerza se declararon de nuevo protestantes. Otros intentaron salir de Francia. Pero Luis XIV no quería permitir que emigrasen sus súbdito calvinistas, quería obligarles a permanecer en su reino cambiando de religión. Les prohibió salir de Francia bajo pena de galeras.
Entonces empezó una larga lucha entre los protestantes y el gobierno. Los que se negaban a convertirse eran encerrados, los hombres en las cárceles, las mujeres en conventos. Se enviaba a sus hijos a los conventos, donde las religiosas los convertían a la fuerza. —Los que se habían convertido se retractaban en el momento de morir. Eran declaradas relapsos, su cuerpo arrastrado por las calles y dejado sin sepultura.
Muchos se iban en grupos pasando los montes y trataban de embarcarse ocultamente para llegar a país extranjero. Los que se cogían eran condenados a galeras. Se les enviaba con grillos en los pies, por parejas, con los criminales, y seguían en las galeras hasta morir.
Los que consiguieron huir se establecieron en los países protestantes, sobre todo en Inglaterra, en Holanda y en Alemania. Varios eran oficiales que sirvieron en los ejércitos coaligados contra Luis XIV. La mayor parte eran artífices o fabricantes, y se fueron a establecer en el extranjero fábricas de paños, de vidrio, de papel. No se conoce el número exacto de los hugonotes emigrados. Vauban los calculaba en 100.000 hombres, 9.000 marinos, 12.000 soldados.
En las Cévennes, los aldeanos calvinistas habían seguido siendo muy numerosos. Jóvenes que se creían profetas predicaban y predecían. Durante la guerra de Sucesión de España, los campesinos, excitados por los «profetas de las Cévennes», se reunieron, se armaron como pudieron y se sublevaron. Combatían con una camisa sobrepuesta. Se les apellidó «los camisardos». Su jefe era un panadero joven, Juan Cavalier. Ellos se llamaban «hijos de Dios».
Se envió a su país un ejército real que incendió las aldeas, pasó a cuchillo a los habitantes y ahorcó a los prisioneros. Pero los camisardos resistieron más de dos años (1702-1704). Fué el mejor general de Luis XIV, Villars, quien acabó la guerra negociando con Cavalier, al cual tomó al servicio del rey.
Luis XIV no consiguió acabar por completo con los protestantes de Francia, pero disminuyó mucho su número. Ya no quedaron casi en el Norte (salvo en Alsacia). En el Mediodía mismo, dejó de haberlos en las ciudades. Casi todos los calvinistas que quedaron eran campesinos, en el Poitou, las Cévennes, los Alpes, países de viviendas aisladas y sin caminos, en que era escasa la vigilancia del Gobierno.