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Historia de la conquista de La Habana por los ingleses: Capítulo II

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Cuando el duque de Choiseul vio que podía ya contar con las fuerzas adicionales con que le brindaba el Pacto de Familia, interesado en festinar el rompimiento entre España e Inglaterra, propendía por todos los medios posibles a alimentar la mala disposición de ánimo de Carlos III contra la implacable rival de la Francia; y al efecto, pensando crear nuevas difi­cultades, hizo circular por las Cortes de Europa algunas espe­cies relativas al tratado recién concluido y sobre las probabi­lidades de una guerra entre aquellas dos naciones (27).

Sin embargo de esto, el ministro español hablaba aún en términos conciliadores y pacíficos, aunque sin ocultar la estre­cha unión que existía entre ambas Cortes. El mismo disimulo afectado se tenía en Francia: una semana antes de concluirse este célebre compromiso se hicieron nuevas proposiciones a Inglaterra que diferían de las anteriores en algunos particulares, sin mencionar las reclamaciones de España; las cuales fueron contestadas con otras por parte de Mr. Pitt (28).

La vigilancia de este ilustre diplomático descubrió el hilo del tratado secreto durante esta aparente negociación, antes que llegase a Londres la respuesta del ministro francés, y considerando el asunto como una prueba concluyente de hostilidad, rompió al punto las comunicaciones con la Corte de Versalles. Con aquella rapidez que caracterizaba todos sus actos, concibió el audaz pensamiento de anticiparse a los designios de España declarándole la guerra, confiado en que podría destruir sus me­dios de agresión y desconcertar sus futuros propósitos intercep­tando la flota que aguardaba de América y apoderándose de sus colonias principales. Su plan era, concluida la conquista de las Antillas francesas, reforzar con tropas del Norte de América el ejército vencedor, y caer sobre La Habana, que se ha­llaba mal defendida para resistir un ataque inesperado, y des­pués invadir el istmo de Panamá: ocupados de este modo los dos puntos que unen, el uno la posesión más importante de las colonias españolas con su metrópoli y el otro las costas orien­tales y occidentales de la América del Sur, una segunda expe­dición llevaría las hostilidades a las islas Filipinas e intercep­taría las comunicaciones entre España y las opulentas regiones de la India (29).

Pero Mr. Pitt no podía presentar pruebas de la existencia del tratado bastante satisfactorias para vencer los escrúpulos de sus colegas, cuya incredulidad se esforzaban éstos en abultar a causa de rivalidades políticas. Indignado de esta oposición así como de los obstáculos que ya otras veces le habían opuesto a sus proyectos, aquel ministro se decidió a abandonar el timón del Estado, no queriendo, según él mismo observó, "ser respon­sable de una política que no le era permitido dirigir". S. M. B. aceptó su dimisión y nombró para reemplazarlo al conde de Egremont, aunque toda la influencia del Gobierno estaba con­centrada en el conde de Bute. La repentina retirada de Mr. Pitt y el deber que voluntariamente se impuso el nuevo minis­terio de sostener el principio en que fundó su oposición a los proyectos de guerra concebidos por él, no sólo salvaron a Es­paña de un inminente peligro, sino que le facilitaron continuar su política contemporizadora hasta que pudiera empezar las hostilidades con ventaja. La Corte de Madrid, pues, seguía activando sus preparativos, y en el curso de las negociaciones iba asumiendo gradualmente un tono más severo de quejas y recriminaciones (30).

Los acontecimientos subsecuentes justificaron la sabiduría y previsión del célebre Pitt. Los ministros británicos, no obs­tante su impolítica credulidad a las falaces protestas de España, se alarmaron al fin con el aire de triunfo que ostentaba la Corte de Versalles y con la actividad de los preparativos en la península española, así como de las noticias positivas que ya circulaban sobre la conclusión y términos del nuevo pacto; con la misma delicadeza, o más bien timidez que hasta entonces habían impropiamente adoptado como medio de dilación, halagados por la vana esperanza de estorbar por negociación que España tomase parte en la guerra y obtener una declaratoria justificativa del espíritu de hostilidad al cual había manifestado la Corte de Londres una visible repugnancia, comunicaron sus instrucciones al lord Bristol para traer el asunto a una con­clusión final.

Ya para entonces tenía España una escuadra numerosa equi­pada y lista para hacerse a la mar, había reunido en Cádiz un ejército poderoso, la ansiada flota se hallaba a cubierto de un golpe de mano, y se había comunicado a las colonias las órdenes convenientes. El general Wall, pues, lejos de dar satis­facción a las explicaciones que se le pedían, se negó a con­testar al embajador inglés y empezó a expresarse en un len­guaje menos equívoco sobre el estado de las relaciones con Francia.

Ya es tiempo —dijo— de que abramos los ojos, y no tole­raremos que a un vecino, aliado pariente y amigo sufra en adelante los peligros de recibir una ley tan severa como la que quiere imponerle su altivo vencedor.

Y añadió en seguida:

El rey de Francia, después de comunicar a S. M. los par­ticulares más minuciosos sobre la última negociación, ha resuelto publicar los términos mortificantes a que ha que­rido someterse en obsequio de la paz, a fin de que se conozcan las exigencias arbitrarias de Inglaterra, que han frustrado sus buenas intenciones por amor de la humanidad.

Y como insistiese lord Bristol en obtener una respuesta termi­nante sobre el Pacto de Familia, el ministro se refirió al emba­jador español, conde de Fuentes, diciendo habérsele enviado instrucciones sobre el particular, que debía poner en conoci­miento del conde de Egremont. Esta nota, escrita en un estilo lleno de la más desusada acrimonia, no fué comunicada a lord Bristol, y en su consecuencia renovó éste sus instancias en un tono más firme y exigente en las dos entrevistas que tuvo con el señor Wall el 6 y 8 de diciembre.

La espontánea satisfacción dada el primero de estos días por el ministro español sobre el lenguaje usado en sus conferencias anteriores revelaba sus sentimientos particulares y que sólo había obedecido a la ley severa que le imponían su carácter oficial y las órdenes terminantes del Rey. Nada dispuesto a comunicar la resolución soberana al ministro inglés, procuró emplear el tiempo en todo género de demostraciones concilia­doras y atentas, para ver si podía alejar un mal que temía y deploraba. Después de escuchar los argumentos de Lord Bristol con una amabilidad que inspiraba confianza de un arreglo po­sible, dejó la conclusión de aquel asunto importante para el segundo día. Es probable que esta corta dilación le hiciese entretener la engañosa idea de que pudiera efectuarse un cam­bio en la mente de Carlos III; pero por desgracia de España era ya inalterable la resolución adoptada, y el señor Wall recibió órdenes de usar un lenguaje acomodado a la crítica situación de las cosas.

En esta virtud, en la última conferencia con el embajador, manifestó

que "las órdenes de S. M. eran de informarle que respecto del tratado e intenciones de España, su despacho al conde de Fuentes era la única respuesta que estaba autorizado a dar";

y como insistiese lord Bristol en una contestación terminante y observase que "una negativa a satisfacer a S. M. B. en este particular se consideraría como equivalente a una declaración de guerra", el señor Wall, con una emoción que descubría sus sentimientos, exclamó: "Y bien, ¿tiene Ud. órdenes de partir?", añadiendo, a la respuesta afirmativa del embajador: "Esta de­manda es un ataque tan ofensivo a la dignidad del Rey, que yo no me atreveré a darle mi opinión en materia tan delicada".

Pero ansioso al mismo tiempo de aprovechar cualquier mo­tivo de excusa o dilación, pidió que aquella declaratoria se le diese por escrito; mas lord Bristol escribió inmediatamente y puso en sus manos estas cortas líneas:

¿La Corte de Madrid piensa unirse a la de Versalles para obrar hostilmente contra la Gran Bretaña, o de cualquier otro modo separarse de su neutralidad? El rehusar una respuesta categórica a esta pregunta se tomará por una declaración de guerra.

Al recibirlas, el general Wall despidió a lord Bristol con mar­cadas expresiones de amistad y sentimiento, y dos días después le comunicó por escrito la declaración hostil que evidentemente no tuvo valor de hacerle de palabra, acompañándola de una carta confidencial expresiva de su pesar y estimación. El mismo día se expidió una orden a las autoridades competentes para dete­ner y embargar los buques ingleses surtos en los puertos de España; y lord Bristol, después de sufrir algunos embarazos y aun insultos de parte de la Corte, se retiró de Madrid (31).

Mientras esto ocurría en aquella capital, Londres era tam­bién teatro de altercados políticos y presenciaba la final decla­ración de guerra por ambas partes. El 25 de diciembre entregó el conde de Fuentes el despacho que tenía orden de comunicar a lord Egremont, y en seguida hizo circular una memoria que puede estimarse como un manifiesto al pueblo inglés. Al mismo tiempo aparecía en París un extracto del tratado de 15 de agosto, acompañado de observaciones que hacían pesar sobre Inglaterra la responsabilidad de las nuevas hostilidades. El mi­nisterio británico respondió a la memoria del embajador espa­ñol, usando de gran ingenuidad en probar que si algunos cargos merecía eran los de haberse dejado engañar por las Cortes de Borbón y permitido que España se pusiese bajo un pie res­petable de defensa (32).

En su consecuencia, el rey Jorge III declaró la guerra a España el 4 de enero de 1762, fundándose en la aprobación del monarca español a la memoria presentada por M. de Bussy en el curso de las últimas negociaciones y en su negativa a dar explicaciones satisfactorias sobre sus preparativos hostiles y compromisos con Francia; y autorizó al almirantazgo para expedir patentes de corso contra los subditos españoles (33). Carlos III, por su parte, aunque el primero en romper las hos­tilidades con la detención de buques y las restricciones im­puestas a los subditos británicos, suspendió una declaración formal hasta que apareciese la de S. M. B.; y apoyando en un hecho que no era más que el efecto inevitable de su propia política, y en las miras ambiciosas del gobierno inglés "que no reconocen otra ley que el engrandecimiento de su nación por tierra y el despotismo universal en el Océano (34), los motivos del rompimiento que la Corte de Londres había tratado de impedir por todos los medios posibles, respondió a la declara­ción de Inglaterra con la suya de 16 del mismo mes (35).