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Historia de los dos amantes

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Historia de los dos amantes
de Pío II
traducción de Wikisource

Presentación

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Eneas Silvio de Sena, laureado poeta, ilustrísimo varón, inicia bajo buenos augurios su “Historia de los dos amantes” dedicada al caballero Gaspar Schlick para que la lea.

Dedicatoria al señor Gaspar Schilck, magnánimo y benéfico caballero, señor de Neuburg, canciller del Emperador y capitán de las tierras de Egra y Cubito. A su excelente señor el poeta Eneas Silvio, secretario imperial, le manda muchos saludos y se considera respaldado por su favor.

Mariano Sozino de Sena, compatriota mío, hombre de delicado ingenio y también muy instruido, al cual —mantengo— no he visto nunca nadie que se le asemeje, me ha pedido hace poco que le escribiera la historia de los dos amantes y me ha dicho que no le importa si cuento la verdad o lo compongo como un poeta. ¿Sabes qué clase de hombre es? Te quedarías admirado si te lo describiera: la naturaleza se lo ha concedido todo, excepto la belleza: es un enano. Debió haber nacido en mi familia, los Piccolómini, cuyo apellido significa “enanos”. Es un hombre elocuente, experto en ambos códigos legales [1]; conoce todas las historias y es hábil con la poesía: compone poemas en latín y en italiano; sabe tanto de filosofía como Platón, como geómetra se equipara a Boecio y en la aritmética es similar a Macrobio; no hay instrumento musical que desconozca; entiende de agricultura como si fuera Virgilio y no ignora nada de política. Mientras su cuerpo todavía conservaba las fuerzas de la juventud, era un maestro de la lucha, como un nuevo [[w:es:Entelo: nadie lo podía superar en la carrera, el salto o el combate. A veces los objetos de pequeño tamaño son más valiosos, como lo atestiguan las gemas y las piedras preciosas. No sería inoportuno traer a colación aquello que escribió Estacio de Tideo: “En un cuerpo menudo reinaba una mayor valentía”.

Si los dioses a este hombre le hubieran concedido también la inmortalidad, sería asimismo un dios, pero no hay mortal que reciba todos los dones. No he conocido todavía a nadie que careciera de menos dones que él. ¿Por qué? Incluso las disciplinas más superfluas aprendió: pintaba como un nuevo Apeles; nada había más correcto y claro que los escritos de su puño y letra; esculpía como Praxíteles y no desconocía la medicina; súmale además su virtud moral, que conduce y dirige a las demás.

En mis días conocí a muchos hombres entregados a los estudios teóricos, en los que descollaban especialmente, pero estos no poseían nada de urbanidad ni sabían dirigir un país o, siquiera, su vida privada. El paglarense [2]se sorprendió y acusó a su labriego de hurto porque le había contado que un asna estaba pariendo una cría mientras que la cerda había parido once y Bonicio de Milán pensó que estaba embarazado y durante un tiempo temió dar a luz porque su mujer le había montado: ambos, sin embargo, fueron considerados los mayores lumbreras en Derecho. Además, en otros encontrarás arrogancia o avaricia, pero él es generoso en extremo: su casa siempre está repleta de huéspedes de buen hacer. No es enemigo de nadie, protege a los huérfanos, consuela a los enfermos, socorre a los pobres, ayuda a las viudas y siempre está dispuesto a favor de los necesitados. Su rostro, como el de un socrático, siempre es igual: en la adversidad, muestra un espíritu fuerte; ninguna fortuna le enorgullece y conoce cualquier clase de argucia, no para usarlas sino para precaverse; es querido por sus conciudadanos, amado por los extranjeros; nadie le odia y a nadie le resulta insoportable.

Pero, ¿por qué un hombre de tan grandes virtudes solicitaría ahora una cosita tan ligera? No lo sé, pero sé que es menester que nada le niegue, pues lo aprecié como a nadie mientras estuve en Sena y no ha disminuido mi aprecio aunque se haya alejado. Y es que él, aunque gozara del resto de dones de la naturaleza, siempre destacó especialmente en esto: siempre correspondía al amor de los demás. Así pues, creía que no podía rechazar su solicitud y he escrito la historia de dos amantes, pero no me lo he inventado: la historia sucedió así en Sena, cuando el emperador Segismundo pasó allí un tiempo. Tú también estabas presente y, si mis oídos escucharon la verdad, te entregaste a las tareas del amor. La ciudad es el terreno de Venus. Quienes te conocían afirman con qué vehemencia ardías de amor y que nadie se apasionó más que tú, pero todos creen, aunque no lo sepas, que allí no se desarrolló ningún amor.

Por todo esto, te suplico que leas esta historia y juzgues si he escrito la verdad. Y no te avergüences de recordar si algo así alguna vez te sucedió: tú también has sido un hombre. Quien nunca ha sentido los fuegos del amor, o es una roca o una bestia — pues todos saben que el ascua del amor se oculta hasta en las médulas de los dioses.

Adiós.

Prefacio

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El poeta Eneas Silvio, secretario imperial, manda los mayores saludos a Mariano Sozino, experto en ambos códigos legales y conciudadano suyo.

Solicitas un tema nada adecuado para mi edad y, para la tuya, contrario y repugnante. ¿En qué nos conviene a mí, de ya casi cuarenta años, o a ti, un cincuentón, escuchar hablar sobre el amor? A los espíritus juveniles ese es un tema que les gusta y que a menudo los requiere, pero tan idóneo le resulta a un viejo oír hablar de amor que a un joven de prudencia. Y nada hay más horrible que un viejo sin fuerzas persiguiendo el amor: encontrarás, cierto, a algunos viejos enamorados, pero a ninguno amado, pues tanto las jóvenes como las mujeres adultas desprecian a los viejos. Una mujer no puede ser retenida más que por el amor de alguien que parezca en la flor de la vida; si alguien te dice algo distinto, miente. Yo sé a ciencia cierta que a mí, que ya he cruzado el mediodía de mi vida y me acerco a la tarde, en nada me conviene me escribir sobre el amor, pero no es menos deshonra para mí escribir que para ti pedirlo. Yo debo obedecerte: tú verás qué me pides, ya que, cuanto mayor eres, más justo es que cumplas con las leyes de la amistad. Si tú, con tu sentido de la justicia, no temes que tus peticiones las infrinjan, mi estupidez no temerá transgredirlas mientras te obedezco. Tantos favores me has concedido que yo no podría negarte ninguna de tus peticiones, incluso si van unidas a una cierta depravación. Cumpliré, así pues, con tu solicitud y la multiplicaré por diez y, por no decir más, no me negaré a lo que me solicitas con tan gran empeño. Sin embargo, no seré, como tú mismo exiges, el creador: no debemos usar los poetas una elevada poesía cuando podemos narrar la verdad. ¿Quién sería tan imbécil que preferiría mentir cuando puede protegerse con la verdad? Puesto que tú a menudo fuiste un amante y todavía no careces de ese fuego, quieres que componga para ti la historia de los dos amantes. Es tu indolencia la que te impide ser un viejo: yo cumpliré con tu deseo y haré que te piquen las canas de enfermiza lujuria.

No me voy a inventar nada cuando hay tanto de verdad. Pues, ¿qué hay más universal en todo el mundo que el amor? ¿Qué ciudad, qué pueblo, qué familia carece de ejemplos? ¿Quién hay que haya cumplido treinta años y no haya cometido ningún desmán por amor? Esto lo supongo por mi propia experiencia, pues a mí el amor me ha arrastrado a miles de peligros. Doy gracias a los dioses porque me escapé de las miles de trampas que me habían tendido, más afortunado en mi destino que Marte, al que Vulcano cazó con un red fabricada de tierra mientras retozaba con Venus y lo mostró al resto de dioses para que se burlasen de él. Pero me ceñiré a unos amores ajenos, no míos, para no descubrir una chispa todavía viva mientras revuelvo entre las cenizas de unos fuegos de antaño. Relataré un amor maravilloso, casi increíble, en el que dos amantes (no diré dementes) se quemaron juntos. Y no me serviré de ejemplos antiguos u olvidados sino que mostraré dos ardientes antorchas de nuestros días: oirás los amores no de los troyanos o de los babilonios, sino de nuestra propia ciudad, aunque uno de los dos amantes naciera bajo cielos norteños.

Quizá se pueda extraer de esta historia alguna lección útil, pues mientras que la chica de a historia, al perder a su amor, murió entre lágrimas, tristeza e indignación, el otro, tras esto, nunca volvió a disfrutar de la verdadera alegría: servirá, en cierta medida, de advertencia a los jóvenes para que se mantengan apartados de estas tonterías. Así pues, que escuchen esta historia las jovencillas y que, aprendiendo de esta desgracia, no marchen a su perdición tras los amores de la juventud; a los jóvenes esta historia les enseña que no se entreguen a la milicia del amor, que tiene más de hiel que de miel, sino que dejen de lado la lujuria, que vuelve locos a los hombres y que se dediquen con pasión a la virtud, que es la única que puede volver feliz a su poseedor. Aquí cualquiera puede saber, si todavía lo desconoce, cuántos males acechan en el amor.

¡A ti, adiós! Y presta atención a esta historia que me obligas a escribir.

El primer encuentro

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Empieza la historia de los dos amantes

Por muchas partes se ha difundido con cuántos honores se recibió al Emperador Segismundo al entrar en la ciudad de Siena, de donde somos tú y yo. Se le preparó el palacio junto a la iglesia de Santa Marta, en la calle que lleva a la estrecha puerta construida con toba. Una vez acabadas las ceremonias, cuando Segismundo se acercó a este palacio se encontró por el camino con cuatro mujeres casadas, casi idénticas en nobleza, belleza, edad y elegancia — si hubiera habido tres, se habrían parecido a aquellas tres diosas que, según se dice, Paris vio en sueños. Segismundo, aunque viejo, era proclive al deseo y le deleitaban especialmente las palabras de las mujeres, disfrutaba con sus encantos femeninos y nada le parecía más agradable que el aspecto de aquellas ilustres mujeres. Así pues, en cuanto las vio, saltó del caballo; aquellas lo recibieron con abrazos y, tras girarse hacia sus compañeros, les dijo: “¿Alguna vez visteis unas mujeres como estas? Yo no sé si tienen un rostro humano o angelical: a buen seguro que vienen del cielo”

Ellas bajaron su mirada al suelo avergonzadas y, por esto mismo, parecieron más hermosas, pues el rubor que arreboló sus mejillas tiño sus rostros con un color como el marfil de la india mojado con púrpura, o como se vuelven los lirios blancos mezclados con rojas rosas. Sin embargo, entre ellas deslumbró especialmente con su brillo Lucrecia, una jovencita de la familia de los Camilos que todavía no había cumplido veinte años, casada con Menelao, un hombre rico pero indigno de tener en su casa una tan gran belleza a su servicio: se merecería que su mujer lo engañara y, como nosotros solemos decir, ella le puso unos cuernos casi de ciervo.

Lucrecia[3] destacaba entre las demás mujeres por su estatura; su pelo era abundante, con mechones similares a láminas doradas que no llevaba suelto en una melena como suelen las doncellas sino recogido con oro y gemas. Su frente era alta, de un tamaño adecuado, sin ninguna arruga que lo cruzase; sus cejas se tensaban como arcos, con unos pocos pelos negros y separadas por el debido intervalo. Sus ojos brillaban con tal esplendor que, como un sol, podían cegar la mirada de quien la observase: con ellos podía matar a quien quisiera y resucitar a los muertos que gustase. Su nariz, acabada en filo, deslindaba dos rosáceas mejillas de igual tamaño. Nada había más estimable, más agradable a la vista que estas mejillas en las que, cuando reía, se abrían unos pequeños hoyuelos a cada lado. Nadie hubo que las viera y no deseara besarlas. Su boca era pequeña y adecuada; sus labios eran del color del coral, hechos para morderlos; sus dientes, bien ordenados, parecían de cristal, entre los que se asomaba un temblorosa lengua que componía no unas palabras sino una suave armonía. ¿Y qué decir de la forma de su mentón o de la blancura de su cuello? No había nada en aquel cuerpo que no fuera digno de alabanza. Su aspecto externo era una pista de su belleza interna. No hubo quien, al verla, no envidiase a su marido. Además, sus forma de hablar era muy elegante: se expresaba como se dice que lo hacía Cornelia, la madre de los Gracos, o la hija de Hortensio, y no había nada más dulce o más mesurado que sus palabras. No mostraba, como muchas, su honestidad con un rostro severo, sino su modestia con una cara alegre. No era temerosa ni osada, sino que mostraba una carácter viril, templado por el miedo a la vergüenza, en un corazón femenino. Tenía muchos vestidos y no le faltaban collares, broches, cinturones o brazaletes; tenía unas diademas maravillosas; también llevaba muchas perlas y diamantes, tanto en anillos como en diademas. Yo diría que ni Helena era más hermosa el día que París la raptó de casa de Menelao ni Andrómaca más elegante en el día de su boda con Héctor.

Entre ellas (las cuatro mujeres), también estuvo Catarina Petrusia en cuyo funeral, al morir un poco después, estuvo el Emperador, que nombró a su hijo caballero ante su tumba aunque todavía era un muchacho. La honra de su admirable belleza también relucía, pero era inferior a Lucrecia. A esta el Emperador y todos los demás la ensalzaban y observaban; a donde ella se giraba, allí también se dirigían los ojos de los presentes y, al igual que se dice de Orfeo que con el sonido de su cítara arrastraba consigo los bosques y las rocas, también ella dirigía a donde quería a los hombres con su mirada. Sin embargo, hubo uno de todos ellos que resultó seducido de forma desmedida: el francés Eurialo [4] al cual su belleza y sus riquezas lo tenían bien preparado para el amor. Tenía treinta y dos años, no destacaba en altura pero tenía un aspecto alegre y agradable, de ojos brillantes y mejillas agradablemente rojizas; el resto de miembros no carecían de una cierta majestuosidad elegante que se correspondía a su estatura. Mientras que el resto de los cortesanos, tras una larga campaña, habían gastado todos ellos su oro, él, puesto que tenía una abundante riqueza en casa y recibía grandes regalos por su amistad con el Emperador, día tras día se volvía más refinado ante la mirada del resto de hombres. Llevaba consigo una larga recua de sirvientes, utilizaba trajes recamados con oro, teñidos con púrpura del múrex tirio o bordados con hilos de seda china y tenía unos caballos como aquellos con los que, según las historias, Memnón acudió a Troya.

Solamente le faltaba algo de tiempo libre para que despertase en él ese dulce calor del espíritu y gran fuerza mental que llaman amor. Pero la juventud y belleza de Lucrecia, dos agradables regalos de la fortuna que alimentan el amor, lo derrotaron, pues en cuanto vio a la joven no pudo controlarse y empezó a arder de pasión por ella: bebiendo de su rostro, pensaba que para nada había visto lo suficiente. Pero no fue el único en enamorarse. ¡Qué sorpresas da el amor! Mira que había muchos jóvenes de hermosos cuerpos y muchas mujeres de hermosa figura, pero a Euríalo solo le gustó Lucrecia y a ella solamente él. No supieron aquel día ni Eurialo ni Lucrecia que su amor era correspondido, sino que cada uno pensaba que su amor era en vano. Así las cosas, cuando acabaron las ceremonias en honor de la sagrada persona del Emperador, llegó a su fin el encuentro y, al volverse a su casa, llevaban ambos todo su espíritu pendiente del otro. ¿Quién podría sorprenderse ahora de la historia de Píramo y Tisbe, a los que fue el hecho de ser vecinos lo que les hizo conocerse y dar sus primeros pasos? Y como sus casas estaban unidas, con el tiempo creció el amor. Estos, en cambio, en ningún lugar se habían visto antes y ni se habían conocido de oídas. Él era franco, ella toscana y no compartían ni idioma para conversar pero los ojos llevaron a cabo la tarea y ambos se gustaron.

Así pues, Lucrecia, herida por una pesada cuita y capturada por una sorda pasión, ya se había olvidado de que estaba casada: odiaba a su marido y alimentando la herida de Venus tenía clavado en su pecho el rostro de Eurialo; no era capaz de ofrecer ningún reposo a sus miembros y se decía a sí misma:

“No sé qué me impide mantenerme cerca de mi marido: no me gustan sus abrazos, no me deleitan sus besos y sus palabras me desagradan. Siempre tengo ante mis ojos la imagen del extranjero que hoy estaba junto al Emperador. ¡Desgraciada! Expulsa de tu casto pecho estas nuevas llamas, si puedes... Si pudiera, no estaría enferma como lo estoy. Una nueva fuerza me arrastra contra mi voluntad. El deseo me incita a unas cosas, la razón a otras. Sé qué es lo mejor, pero persigo lo que es peor. ¡Oh! Destacada y noble ciudadana, ¿qué es lo que tienes con el extranjero? ¿Por qué ardes por un extraño? ¿Por qué concibes amores de otro mundo? Si no te gusta tu marido, esta tierra podría darte un nuevo amor. Pero ¡pobre de mí! ¡Cómo es su cara! ¿A qué mujer no conmovería su belleza, juventud, linaje y valentía? Desde luego, ha conmovido mi corazón y, si no me trae remedio, me siento morir. ¡Que los dioses cuiden de nosotros!
¡Bah! ¿Seré capaz de traicionar mis castos votos de matrimonio y confiarme a un extranjero, a un no sé quién? Quien, en cuanto me utilice, se marchará, será el hombre de otra y me abandonará a mi castigo? Pero no parecen su rostro, su noble espíritu o la gracia de su belleza tales que tema un engaño y el olvido de nuestro amor. Antes me entregará su fidelidad, ¿por qué he de tener miedo con esa seguridad? Me aprestaré y despejaré todo retraso. Yo también soy bella, así que él no me querrá menos de lo que yo mismo lo deseo. Siempre se deberá a mí, en cuanto se haya entregado a mis besos. ¡Cuántos pretendientes me rodean donde quiera que vaya! ¡Cuántos rivales duermen ante mis puertas!
Me consagraré al amor: o él se quedará aquí o, cuando se vaya a ir, me llevará consigo. ¿Abandonaré así yo a mi madre, mi marido y mi país? Sí, mi madre es cruel y siempre se opone a mis gozos; prefiero carecer de un marido antes que dominarlo y la patria está allí donde quiera que se viva a gusto. Y renunciaré a mi renombre: ¿qué más me dan los rumores de unos hombre que yo no escuche? Nada osa hacer quien mucha atención presta a su renombre. Muchas otras mujeres ya han hecho esto: Helena quiso ser raptada, no se la llevó Paris contra su voluntad; ¿qué diré de Ariadna o Medea? Nadie considera que, quien se equivoca como muchos otros, comete un error.”

Así pensaba Lucrecia, pero no eran menores los incendios que alimentaba Eurialo en su corazón.

Lucrecia desvela su amor e intenta alcanzar a Eurialo

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La casa de Lucrecia estaba entre la corte del Emperador y la casa de Eurialo. No podía Eurialo dirigirse al palacio del Emperador sin ver a Lucrecia, que se asomaba desde sus altas ventanas, pero ella siempre enrojecía cuando veía a Eurialo, lo que hizo que el Emperador se diera cuenta de este amor. Pues como el Emperador solía, en sus viajes, pasar a caballo por allí, se dio cuenta de que la mujer se alteraba con la llegada de Eurialo, que siempre le acompañaba como Mecenas a Octavio [5]. Entonces se giró hacia él y le dijo:

“Eurialo, ¡cómo apasionas a las mujeres! Aquella mujer arde por ti.”

Pero cuando se acercaron a la casa de Lucrecia, como envidiaba a Eurialo, le tapó al amante los ojos con un sombrero.

“Y no verás,” le dijo, “lo que amas: yo disfrutaré de esta vista.”

Entonces Eurialo: “¿A qué viene esto, Emperador? No tengo nada que ver con ella. Pero hacer esto es imprudente, no sea que hagas sospechar a los que nos rodean.”

Eurialo tenía un caballo alazán, de altos hombros y pequeña cabeza, espectacular por su estrecho vientre y ancho lomo; de pecho animoso y musculoso, que no sabía quedarse quieto en su lugar cuando sonaban las trompetas de guerra. Asentía con sus orejas y entre fuertes relinchos avivaba el fuego bajo su belfo. Sus densas crines, que caían por la derecha, reposaban derechas sobre su cruz y sus pezuñas resonaban al levantar la tierra como un grave cuerno. Y Eurialo, cuando divisaba a Lucrecia, se volvía tan nervioso como su caballo. Aunque ella, a solas, había decidido cerrar el camino del amor, no pudo, en cuanto lo vio, poner coto a las llamas del amor o apaciguarlas sino que, como un campo reseco que arde cuando recibe un fuego y, si los cielos soplan, las llamas se elevan más alto, así también la desdichada Lucrecia ardía de pasión. Sucede, por tanto, tal y como piensan los sabios: tan solo en las casas humildes reside la castidad y solamente en la pobreza existe el afecto sincero, que se limita aal modesto hogar. Por contra, las casas de los ricos no conocen el pudor: todo el que disfruta de la prosperidad se baña en el lujo y siempre busca nuevas sensaciones. El deseo, el terrible compañero de la buena fortuna, prefiere las casas delicadas y las nobles familias.

Así pues, mientras mira a Eurialo que a menudo cruza su calle, Lucrecia no puede apaciguar su pasión y medita consigo a quién le confiará su silencio, pues más sufre el fuego del amor quien lo padece en silencio. Había un siervo entre los de su marido llamado Sosias, un viejo teutón y hombre de confianza del amo, al cual ya había servido con gusto por mucho tiempo. A este se acerca la enamorada, confiando más en su origen que en el hombre. Pasaba entonces el Emperador, acompañado por una grande y densa multitud de próceres, por delante de casa de Lucrecia, la cual, cuando reconoció que Eurialo estaba presente, llamó a Sosias:

“Ven, Sosias, quiero que hagas una pequeña cosa. Mira hacia abajo por la ventana. ¿Dónde hay un grupo de jóvenes similar a este? Mira cómo todos tienen ese aspecto tan cuidado, recto, de altos hombros. Observa sus melenas, sus rizados cabellos repletos de bucles. ¡Ah, qué rostros! Todos tienen unos cuellos blancos como la leche. ¡Con qué semblante se mueven, con qué seguridad! Esta es una raza de hombres distinta de la que produce nuestra tierra. Esta es la semilla de los dioses o un linaje venido del cielo. ¡Ay, ojalá que mi fortuna me hubiera concedido un hombre de estos! Si mis ojos no fueran testigos, nunca te hubiera creído si me lo hubieras dicho antes, incluso si todos me hubiesen dicho que los germanos descollan sobre el resto de gentes. Creo que su país se ubica en el extremo norte y que toman la blancura su piel del frío extremo. Pero, ¿conoces tú a alguno de ellos?
“A muchísimos.”, responde Sosias.
“¿Conoces a Eurialo el franco?”, pregunta Lucrecia
“Como a mí mismo,” responde Sosias, “¿por qué me lo preguntas?”
“Te lo diré”, dice Lucrecia, “pues sé que no quedará oculto. Tu bondad me provoca esta esperanza: de todos los que rodean al Emperador, ninguno me gusta más que Eurialo. Mi espíritu se ha visto arrastrado hacia él. No sé qué pasión me hace arder: ni me puedo olvidar de él ni conseguir un respiro si no consigo darme a conocer a él. Ve, te lo pido, Sosias, reúnete con Eurialo y dile que lo amo. No te pido nada más, y tú no darás este mensaje en balde.”
“¿Qué estoy escuchando?” señala Sosias, “¿Es adecuado que yo haga o siquiera piense, ama, en estas peticiones? ¿Traicionaré yo a mi señor y empezaré a engañarlo ahora en la vejez, algo que me horrorizó hacer incluso de joven? No, mucho mejor: expulsa de tu casto corazón, ilustre hija de esta ciudad, esas inefables llamas. No haré ninguna concesión a una esperanza tan funesta. Apaga ese fuego: no vuelve enfermo el amor a quien se resiste a sus primeros asaltos. Quien alimenta un dulce mal con sus halagos se pone al servicio de un cruel y arrogante señor y no puede, aun cuando lo desee, librarse de su yugo. Y si esto lo supiera tu marido, ¡ay! ¡De qué formas te haría daño! ¡Ningún amor puede ocultarse por mucho tiempo!”
“¡Cállate!” dice Lucrecia, “No hay lugar para el espanto, nada teme quien no teme a la muerte. Soportaré cualquier final que me haya concedido la Fortuna.”
“¿A dónde vas, desdichada?”, respondió Sosias, “¿Darás un mal nombre a este hogar y serás la única adúltera de tu familia?¿Piensas que es un crimen seguro? Mil ojos te rodean: no lo permitirá tu madre, ni tu marido, ni tus allegados, ni tus esclavas; aunque los siervos callen, los animales hablan: los perros, las puertas y los murmullos te acusarán y, aunque lo ocultes todo, no puedes ocultarte de Dios, que todo lo ve. Intenta comprender lo que supone sentir una culpa inmediata, el terror de una mente culpable y un espíritu lleno de culpa que se teme a sí mismo: no se le puede dar confianza a un gran crimen. Apaga, te lo pido, las llamas de ese amor impío; expulsa ese horrible crimen de tu casta mente y siente miedo de traer nuevos ocupantes al lecho de tu marido.”
“Sé que es correcto lo que dices,” respondió Lucrecia, “pero una locura me obliga a perseguir lo peor. Mi espíritu sabe a qué gran precipicio se asoma y se despeña por él a sabiendas. La locura vence y reina y el poderoso amor se apodera de toda mi mente. Lo que ordena el reinado del amor debe cumplirse. Mucho, ¡ay!, mucho me he resistido, en vano. Llévale, si te apiadas de mí, esta noticia.”

Respondió entre gemidos Sosias: “Por estas canas de mi vejez, mi pecho cansado de preocupaciones y los fieles servicios que presté a tu familia, te lo pido y suplico: resístete a esta locura y ponle remedio. Una parte de la salud es querer curarse.”

Entonces Lucrecia dice: “No ha abandonado la vergüenza del todo a mi inteligencia. Te obedeceré, Sosias: venceré al amor que no quiere ser tapado. Solo hay una única huida de este mal: evitar con la muerte el crimen.”

Aterrorizado ante esta afirmación, Sosias responde: “Modera, ama, los impulsos de tu mente, somete tus ánimos. Tú, que te consideras digna de morir, eres digna de vivir.”

“Está decidido:” dice Lucrecia, “moriré. La mujer de Colatino [6] se reivindicó con la espada tras admitir su crimen; evitaré la comisión de este delito con mi muerte. Busco un tipo de alegría: es lícito reivindicar mi castidad con la soga, el hierro, las alturas o el veneno. Solo uno tomaré.”
“¡No lo toleraré!” dice Sosias
“Si uno decide morir, no se le puede impedir.” responde Lucrecia, “A Porcia, la hija de Catón, cuando murió Bruto, la apartaron de todos los cuchillos, pero aun así se tragó unas ascuas ardientes.”
“Si tan vehemente locura tu mente incuba, es necesario preocuparse más por tu vida que tu renombre. La fama a menudo es engañosa, que a veces es muy buena para un malvado y muy mala para un bondadoso. Pondremos a prueba a este Eurialo y daremos pábulo al amor. Ese será mi trabajo y te daré, si no me engaño, el trabajo hecho.”

En cuanto dijo esto, se inflamó su ya encendido espíritu con el amor y dio esperanzas a una mente dudosa. Pero Sosias no tenía la intención de hacer lo que había dicho que iba a hacer: buscaba distraer la mente de la mujer y apaciguar su locura, igual que muchas veces el tiempo apaga las llamas y los días atenúan la enfermedad. Sosias estimó que podía mantener a la joven con falsas esperanzas hasta que o bien se marchara el Emperador o bien su mente cambiase, para que no buscase otro mensajero o se diera fin con sus manos si se negaba a cumplir con sus deseos. Así, a menudo fingía que iba y volvía y que aquel se alegraba de su amor y buscaba un momento idóneo para que ambos pudieran conversar. A veces le decía que no era el momento de hablar, a veces ansioso se iba fuera de la ciudad y al volver le traía nuevas de su placer: así, durante muchos días alimentó a un espíritu enfermo y, para que no todo fuesen mentiras, en un momento se acercó a Eurialo y le dijo:

“Ay, ¡si supieras cuánto te quieren!” Y no dijo nada más ante las preguntas de aquel.

La pasión de Eurialo

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Pero Eurialo, alcanzado también por el certero arco de Cupido, no podía ofrecer ninguna tranquilidad a su cuerpo mientras el furtivo fuego devastaba sus venas y devoraba hasta el interior de las médulas de sus huesos. Sin embargo, no reconoció a Sosias ni pensó que lo enviaba Lucrecia: como todos tenemos menos esperanzas que deseo, cuando se vio arder, mucho tiempo se reprochó su imprudencia y a menudo se increpó de la siguiente manera:

“Eurialo, aprende cuál es el poder del amor: largos lutos, breves risas, pequeños gozos, grandes miedos. El que ama siempre muere pero nunca está muerto. ¿Por qué te vuelves a meter en estas tonterías?” Pero, cuando vio que en vano se esforzaba, se dijo: “¿Por qué, desdichado de mí, lucho inútilmente contra el amor? ¿Es que me corresponde lo que no tuvieron ni Julio César ni Alejandro Magno ni Aníbal? Pero, ¿por qué pienso solo en militares? Mira a los poetas: Virgilio se quedó colgando enganchado a una cuerda a mitad de una torre mientras esperaba una noche de caricias. Y si alguien rechaza a los poetas, que cultivan una vida más regalada, ¿qué diré de los filósofos, que son los maestros del saber y los preceptores del arte de la vida correcta? A Aristóteles, como a un caballo, una mujer lo montó, lo domó con el freno y lo picó con los talones.
El poder del Emperador es igual al de los dioses: no es verdad lo que dice el pueblo, que no conviene que en una misma casa residan el poder y el amor. ¿Quién es un amante mayor que nuestro Emperador? ¿Cuántas veces se ha entregado al amor? Dicen que Hércules, que fue el más fuerte de todos los hombres y, sin lugar a dudas, un descendiente de los dioses, abandonó sus vestimentas habituales (el carcaj y la piel del león que mató), se decoró los dedos con esmeraldas, puso orden en sus rudas melenas e hiló con la mano con la que solía llevar su garrote. Este es un sentimiento natural.
El linaje volador también siente estos fuegos: pues la negra tórtola recibe el amor de una verde ave y a menudo las blancas palomas se unen con otras de distintos colores, si algo recuerdo de las palabras que Safo escribió a Faonte de Sicilia. ¿Y qué diré de los cuadrúpedos? Los toros provocan guerras por su pareja; los temerosos ciervos entran en batalla y con sus berreos demuestran la pasión que han concebido. También arden de pasión los tigres de Hircania; el jabalí afila sus letales dientes; los leones africanos golpean sus lomos; cuando el amor los mueve, se vuelven locas hasta las bestias marinas. Nada es inmune, nada puede negarse al amor: muere el odio cuando lo ordena el amor. Provoca feroces llamas entre los jóvenes, convoca de nuevo entre los viejos cansados unos calores ya apagados, hiere el pecho de las doncellas con un fuego desconocido. ¿Por qué yo podría resistirme a las leyes de la naturaleza? Todo lo vence el amor: entreguémonos a él [7].”

Cuando reafirmó su espíritu con todo esto, buscó una alcahueta que le llevase un mensaje a la mujer casada. Niso[8] era su fiel compañero, un astuto maestro en estas lides: él asumió esta tarea y le trajo una mujercilla a la que entregaron un carta con las siguientes palabras escritas:

“Te mandaría saludos en este escrito mío, Lucrecia, si tuviera algo de salud, pero toda mi salud, toda esperanza de mi vida depende de ti. Te quiero más que a mí mismo y no pienso ocultarte el ardor de mi pecho malherido. Quizá te lo pudo haber indicado ya mi rostro, a menudo empapado en lágrimas, o los suspiros que lancé al verte. Sé bondadosa, te lo suplico, si me abro a ti: me ha cautivado tu elegancia y me ha derrotado la excelsa gracia de tu belleza, en la que aventajas a todas las demás.
Antes no sabía qué era el amor: tú me has sometido al poder de Cupido. Largo tiempo combatí, lo confieso, para escapar de ese violento señor, pero tu resplandor venció a todos mis intentos. Venció el brillo de tus ojos, que relumbran más que el sol. Soy tu prisionero y no tengo ningún poder sobre mí. Tú me has impedido dormir, comer o beber: te amo de noche y de día, te deseo, te llamo, te espero; pienso en ti, a ti te espero, contigo me deleito, tuyo es mi espíritu, contigo lo soy todo. Solo tú me puedes salvar y tú sola perderme: elige cuál de los dos y contéstame lo que tengas en mente. Pero no seas más dura con tus palabras de lo que fuiste con tus ojos, con los que me atrajiste.
No pido una gran cosa: te solicito permiso para hablar contigo. Solo esto desean estas letras mías: que, lo que escribo, pudiera decírtelo delante de ti. Si me das esto, viviré y viviré afortunado; si me lo niegas, se apagará mi corazón, que te ama más que a mí mismo.
Yo me encomiendo a ti y a tu confianza. Adiós, alma mía y soporte de mi vida.”

Cuando la alcahueta recogió estas cartas firmadas con su anillo, busca a Lucrecia a paso rápido. La encontró a solas a y le dijo:

“Esta carta te la envía tu amante, el más noble y poderoso de toda la corte del Emperador, que te pide con grandes ruegos que te apiades de él.”

Era una mujer conocida por sus alcahueterías: esto no lo desconocía Lucrecia y le sentó mal que le enviasen una mujer de tan mala fama. Se giró hacia ella y el dijo:

“¿Qué osadía te ha traído a esta casa? ¿Qué locura te ha persuadido de presentarte ante mí? Cómo te atreves a entrar en las casas de los nobles, poner a pruebas a sus poderosas matronas y a violentar los legítimos matrimonios? Apenas puedo evitar abalanzarme sobre tu cabeza. ¿Vendrías tú a darme las cartas? ¿Serías tú la que vendría a hablarme? ¿Tú la que me visitarías una y otra vez? Si no fuera porque presto más atención a lo que para mí resulta más adecuado que lo que a ti te convendría... ¡Ojalá te lo demostrase hoy mismo, para que ya no vuelvas a llevar más cartas de amor después de esto! ¡Vete cuanto antes, bruja, y llévate tu carta contigo! ¡No, mejor, dámela, que la destruiré y la meteré en el fuego!” Y cogiéndole el papel, lo rompió en diversas partes, lo aplastó varias veces con los pies, lo llenó de escupitajos y lo convirtió en cenizas.
“Y así tendrías que recibir tú tu castigo, alcahueta, que mereces antes el fuego que el vino. Pero márchate cuanto antes, para que no te encuentre mi marido y pida para ti el castigo que yo te he perdonado. Cuídate de volver a aparecer ante mi presencia.”

La otra mujer se habría sentido atemorizada si no hubiera conocido la costumbres de las matronas y se dijo: “Cuánto lo deseas, porque no quieres demostrarlo.” Pero le dijo:

“Perdóname, señora, pensé que actuaba bien y que te complacería. Si ha sido inapropiado, perdona mi imprudencia y, si no deseas que vuelva, obedeceré. Pero vaya amante que estás rechazando.”

Dicho esto, desapareció de su vista; sin embargo, cuando se encontró a Eurialo, le dijo:

“Respira, afortunado amante: más enamorada está la mujer que tú. Pero ahora no hay tiempo para volver a escribir: me encontré a tu Lucrecia triste y, cuando te nombré y le di tu carta, se le alegró el rostro y miles de veces besó el papel. No dudes, enseguida te dará una respuesta.” Y la vieja se marchó y mucho se cuidó de que no la volvieran a ver, no fuera que recibiera un castigo por sus palabras.

El intercambio de cartas

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Lucrecia, por su parte, cuando se marchó la vieja, rebuscó los fragmentos de la carta, colocó todas las partes en su lugar, dio forma de nuevo al malherido texto y ya pudo leer el mensaje. Lo repasó miles de veces y miles de veces lo besó y al final lo rodeó con una cinta de tela y lo guardó entre sus joyas preciosas: ora lo buscaba para releerlo entero, ora buscaba solo una frase y a cada hora que pasaba mayor era el amor que la inundaba. Al final, decidió contestar a Eurialo y le envío una carta dictada de esta manera:

“Deja de esperar lo que no te es lícito conseguir, Eurialo. No me molestes más con tus cartas y mensajeros y no me encuadres entre aquel rebaño de mujeres que se venden por un precio. No soy como piensas ni una a quien debas enviar una alcahueta a escondidas. Búscate a otra para mancillarla. Yo no busco un amor que no sea puro. Con las demás, haz lo que quieras; a mí nada me solicites que sea indigno de ti o de mí. Adiós.”

Esta carta, aunque a Eurialo le parecía muy dura y contraria a lo que la alcahueta le había dicho, le ofrecía sin embargo una posibilidad para mantener una correspondencia y no dudaba Eurialo en otorgar también su confianza a aquel mensajero en quien Lucrecia había mostrado confiar. Sin embargo, sufría porque desconocía la lengua italiana: por tanto, se preocupó por aprenderla con una pasión fervorosa y, como el amor lo hacía esforzarse, en poco tiempo la consiguió conocer y podía dictar las cartas por sí solo, porque antes dependía de otros para escribir lo que fuera necesario en toscano. Así pues, respondió a Lucrecia que él no tenía la culpa de haber enviado una mujer de mala fama, ya que él era un extranjero que no lo sabía y no conocía a otro mensajero; que había enviado a esa alcahueta por su amor, que no tiene nada de deshonesto; que él creía que Lucrecia era una mujer pura, castísima y por esto mismo más digna de amor, ya que a él, ni mucho menos, le gustaban las mujeres insolentes, despreocupadas de su honra, sino que las perseguía con el mayor odio, pues una vez una mujer pierde su honra nada queda en ella que la haga digna. La belleza —continuaba su carta— es agradable y placentera, pero frágil y caduca, y no merece ningún aprecio si no va acompañada de la honestidad; la mujer que une a su belleza la honestidad, es una diosa y él sabía que ella poseía ambos dones y, por esto mismo, quería cultivar su relación sin pedirle nada impropio o perjudicial para su fama. Él le pedía tan solo hablar para poder abrirle su espíritu, de una forma que no era capaz de hacer por escrito.

Y con estas palabras le envío un regalo delicado, no solo por su material sino también por el refinamiento. Esta fue la respuesta de Lucrecia.

“He recibido tu carta y ya no me quejaré más de la alcahueta. No le doy gran importancia a tu amor, porque no eres ni el primero ni el único al que mi belleza ha cautivado. Muchos me han amado y también otros me aman pero, como el de ellos, tu esfuerzo será en vano. Ni puedo ni quiero hablar contigo; no puedes encontrarme sola a no ser que te conviertas en golondrina: mi casa es alta y las entradas están cerradas y vigiladas. He tomado tu regalo, porque me gustó el trabajo que tenía pero, para no quedarme con algo tuyo gratis ni parezca un pago por el amor, te envío el anillo que mi marido le dio a mi madre, para que lo recibas en pago de las joyas que me has vendido. Y no es valga menos esta gema que tu regalo. Adiós.”

A estas palabras replicó así Eurialo:

“Mucho me alegró tu carta, ya que pone fin a las quejas sobre la alcahueta, pero me angustia que valores en poco mi amor: aunque mucho te amen, no se puede comparar la pasión de ninguno de ellos con la mía. Pero tú no me crees, porque no puedo hablar contigo: si se me concediera esto, no me podrías menospreciar.
¡Ojalá pudiera ser una golondrina, pero antes querría convertirme en polvo para que no me pudieras cerrar la ventana. Pero a mí me duele no que no puedas, sino que no quieras. ¿A qué presto atención si no es a tu voluntad? Ay, Lucrecia mía, ¿por qué dijiste que no querías? O, si pudiera suceder, ¿por qué no quieres que yo, que soy todo tuyo, hable contigo? Yo, que nada deseo más que mostrarte mi carácter y que, si me ordenas que me lance al fuego, obedeceré antes de que me lo digas. Dame, por favor, permiso.
Sin embargo, si no me das la posibilidad, mi voluntad se asará. No me mates con tus palabras, porque verte es lo que me da la vida. Si no te gusta que te pida una conversación porque no te la debo solicitar, cumpliré con tus deseos, pero cambia tu opinión, porque has dicho que mi esfuerzo será en vano. ¡Aleja esta severidad y sé más suave con tu amante! Si continúas diciéndome lo mismo, serás una asesina: no lo dudes. Es más fácil que tú me mates con tus palabras que cualquier otro con una espada. Pero dejaré ya de pedirte más cosas: tan solo te pido que tú también me quieras. Ninguna de las objeciones que me has plateado te lo impiden, nadie te lo puede prohibir. Dime que me amas y seré feliz.
Me resulta agradable saber que mis regalitos, sea como sea, estén contigo, porque ellos te recordarán de vez en cuando mi amor, pero aquellos fueron poca cosa y los que te envío ahora son más pequeños todavía. Sin embargo, no desprecies lo que te da tu amante: unos mejores me tienen que llegar desde mi patria y, cuando me lleguen, los recibirás. Tu anillo nunca se aparta de mi dedo y lo empapo de tantos besos que le doy en tu lugar. Adiós, cariño mío y solaz que me puedes dar.

A esta rápida réplica le contestó de este modo Lucrecia en otra carta:

“Quisiera mostrarte, Eurialo, también mi carácter y compartir contigo, como pides, mi amor, ya que tu nobleza lo merece y tu forma de ser necesita saber que no me amas en vano. Me he callado cuánto me agrada tu belleza y tu rostro lleno de bondad, pero a mí no me sirve de nada amarte: me conozco. Si empiezo a amarte, no guardaré ninguna medida ni regla. Tú no estarás aquí por mucho tiempo y yo no podré, una vez empiece a disfrutar del amor, carecer de tu presencia. Tú no me quieres llevar contigo y yo no quiero quedarme aquí.

Los muchos ejemplos que hay de mujeres que han sido abandonadas por sus amantes extranjeros me impiden entregarme a tu amor. Jasón engañó a Medea, con cuya ayuda mató al viligante dragón y se llevó el vellocino de oro; Teseo tenía que servir de alimento para el Minotauro, pero escapó del trance gracias al consejo de Ariadna y sin embargo la abandonó en una isla desierta. ¿Y qué decir de la desdichada Dido, que acogió a Eneas en su huida? ¿No le causó la muerte ese amor extranjero?
Sé lo peligroso que es aceptar un amor extranjero y no me prestaré a tales peligros. Vosotros lo hombres sois más firmes de ánimo y contenéis mejor vuestra pasión; una mujer, en cuanto empieza a arder de pasión, solamente puede apagarlo con la muerte. Las mujeres no aman sino que enloquecen y, si su amor no es correspondido, nada le resulta más terrible que su amor. Una vez que ha aparecido el fuego, nos despreocupamos de la fama y de la vida: la única solución es poder disfrutar del amado, pues cuanto menos lo tenemos, más lo deseamos y no tememos ningún peligro mientras satisfaga nuestro deseo.
Así pues, a mí, una mujer casada, noble y rica, me conviene cerrar el camino al amor y, especialmente, al tuyo, que no puede durar para siempre, para que no me digan que soy una Filis de Ródope (mito) o una segunda Safo. Por esto te quiero suplicar que no me solicites más mi amor y que poco a poco reprimas y apagues el tuyo, pues eso os resulta mucho más fácil a los hombres que a las mujeres. Y no debes buscar el amor en mí si, como dices, me amas, porque ese será mi fin. En respuesta a tus regalos te envío una cruz dorada, decorada con perlas: aunque sea pequeña, no le falta valor. ¡Adiós!”

Cuando recibió esta carta y se inflamó su pecho con estas nuevas palabras, Eurialo no pudo quedarse callado, sino que tomó la pluma y redactó una carta de la siguiente manera:

“Saludos, alma mía, Lucrecia, que con tu carta me has salvado y, aunque hayas mezclado algo de hiel, que espero que retires en cuanto me oigas. Llegó a mi mano tu carta, cerrada y firmada con tu sello: yo la he leído muchas veces y la he besado todavía más, pero lo que te voy a decir te persuadirá para cambiar el que parece ser tu ánimo.
Me pides que deje de amarte, porque no te conviene proseguir con la pasión por un amor extranjero y pones ejemplos de mujeres engañadas. Pero esto lo escribes con tal elegancia y cultura que antes me causas admiración y me haces amarte más que olvidarme de ti. ¿Quién podría dejar de amar a su amada cuando advierte que es más prudente y sabia? Si querías disminuir mi amor, no tendrías que haber demostrado tu educación, pues eso no es apagar un fuego, es encender una hoguera a partir de una pequeña ascua.
Mientras te leía, más y más aumentaba mi amor al ver que a tu ilustre belleza y honestidad se les une tu educación. Tan solo me pides con palabras que deje de amarte: pide a los montes que vengan al llano, o que las fuentes absorban los ríos. Tanto podría yo no amarte como el Sol abandonar su curso. Si pudiera faltar la nieve en las montañas de Escitia o los peces en el mar o las fieras en los bosques, podría también olvidarse tu Eurialo de ti.
No es fácil para los hombres apagar la pasión, tal y como piensas, pues lo que tú nos atribuyes, la mayoría se lo asigna a vuestro sexo. Pero no quiero entrar ahora en una competición: es preciso que conteste a lo que replicaste. Señalas que no quieres corresponder a mi amor de extranjero porque a muchas un extranjero las engañó y pones sus ejemplos. Pero yo también podría poner muchos ejemplos de hombres a los que las mujeres abandonaron: a Troilo, como sabes, lo engañó Criseida; a Deífobo lo traicionó Helena; Circe convertía a sus amantes en cerdos o en otras formas de animales con sus pociones... pero es injusto juzgar a toda una multitud por las costumbres de unas pocas. Pues si seguimos y tú, por dos o tres o incluso hasta diez hombres malos nos acusas y sientes horror por el resto de hombres, ¿tendría que odiar yo a todas las mujeres por un número igual de malas? ¿Por qué no tomamos, mejor, otros ejemplos, como el amor que hubo entre Antonio y Cleopatra y otros más que la brevedad de esta carta no me permite referir? Pero tú has leído a Ovidio[9] y sabes que, tras la caída de Troya, muchísimos de los aqueos nunca llegaron a casa en su camino de vuelta tras enamorarse de una extranjera, ya que se habían unido tanto a sus amantes que antes quedarse sin amigos, casa, poder o el resto de cosas que resultan más gratos en el país de cada uno antes que abandonar sus amadas.
Esto te solicito, Lucrecia mía: que no pienses en aquello que se opone a nuestro amor ni en lo que hayan hecho unos pocos antes. Yo te sigo con este propósito: amarte para siempre y ser siempre tuyo. Y no me digas más que soy un extranjeros, pues soy un ciudadano de aquí más que el que aquí nació, pues a aquel la casualidad lo hizo ciudadano, pero a mí mi decisión. No tendré patria más que aquella donde tú estés y, aunque alguna vez algo me obligue a marcharme, volveré enseguida. No volveré a Germania, excepto para organizar y ordenar mis propiedades, para poder estar contigo más tiempo. Fácil me será la posibilidad de estar contigo, pues en estos lugares el Emperador tiene muchas tareas y yo me encargaré de que estas me sean asignadas: ahora una embajada, ahora un servicio... El Emperador necesita un delegado en Etruria y yo pediré ese cargo.
Y no dudes, cariño mío, Lucrecia, mi corazón, esperanza mía: solo podría dejarte si pudiera vivir sin corazón. Y ahora mírame: apiádate de tu amante, que se derrite como la nieve al sol. Considera mis esfuerzos y pon ya un final a mis martirios. ¿Por qué llevas tanto tiempo haciéndome sufrir? Yo mismo me sorprendo por aguantar tantas torturas, por pasar tantas noches en vela, por soportar tanto sin comer. Mira qué delgado y pálido estoy. Es poco lo que mantiene a mi espíritu ligado al cuerpo. Si hubiera matado a tus padres o hijos, no podrías someterme a un castigo mayor que este. Si así me castigas a mí, que te amo, ¿qué le harás, pues, a quien te haga daño o algún mal? ¡Ah, Lucrecia, mi señora, mi salvación, mi refugio! Tómame en tu gracia, contéstame que te soy querido: no quiero otra cosa. Que digan de mí que soy esclavo de Lucrecia. Tanto los reyes como los Emperadores aman a sus servidores cuando saben que les son fieles; ni los dioses rechazan devolver el amor a quienes les aman. Adiós, esperanza mía y mi miedo.”

Como una torre que, aunque por fuera parece inexpugnable, por dentro está quebrada y, en cuanto se acerca un ariete, enseguida se viene abajo, así las palabras de Eurialo derrotaron a Lucrecia. Una vez que abiertamente conoció el empeño de su amante, también ella desveló su ocultado amor y en esta carta se reveló así a Eurialo:

“No puedo replicarte nada más y por más tiempo podría mantenerte apartado, Eurialo, de mi amor. Me has vencido y ya soy tuya. ¡Pobre de mí, que recibí tus cartas! Ahora me tendré que exponer a muchos peligros, a no ser que me ayudes con tu fidelidad y prudencia! Procura cumplir con lo que me has dicho. Ya me entrego a tu amor. Si me abandonas, eres un cruel, un traidor, la peor persona posible: es fácil engañar a una mujer, pero cuanto más fácil, más vergonzoso.
Todavía está todo entero. Si me piensas abandonar, dilo, antes de que el amor arda más fuerte, y no empecemos algo que después nos podamos arrepentir de haber empezado: para todo hay que prever el final. Yo, como todas las mujeres, poco veo; tú eres el hombre, tú debes cuidar de mí y de ti. Me entrego ya a ti y confiaré en ti, pero no quiero ser tuya si no es para siempre. Adiós, mi guardia y señor de mi vida.”

Después de esta, ambos intercambiaron muchas cartas: no escribía Eurialo tan ardientemente como fervientemente respondía Lucrecia. Ambos tenían ya el deseo de encontrarse, pero les parecía difícil y casi imposible, con todos los ojos observando a Lucrecia, que nunca salía sola ni la abandonaba un guardián. Ni siquiera Argo vigilaba tan de cerca a la ternera de Juno[10] como Menelao había ordenado que se vigilara a Lucrecia. Este es un defecto que suele darse entre los italianos: todos esconden a su mujer como un tesoro, a mí parecer, con poca utilidad. Casi todas las mujeres son así: muchísimo desean lo que se les niega de raíz: lo que no quieren cuando tú quieres, lo desean cuando tú no quieres. Si tienen las riendas más sueltas, mejor se comportan. Por esto, es tan fácil vigilar a un mujer que no lo desea como haber visto un rebaño de pulgas en el ardiente sol. A no ser que la mujer sea, por su propio carácter, casta, en vano el marido intentará ponerle freno. ¿Vigilarla? ¿Y quién vigila al vigilante? Una mujer es precavida y empieza siempre por los vigilantes. La mujer es un animal indómito, a la que ninguna rienda puede retener.

Planes y encuentros

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Tenía Lucrecia un hermano bastardo: a él a menudo le había entregado las tablillas para llevárselas a Eurialo y también le había puesto al corriente de su amor. Así pues, acordaron que Lucrecia recibiría de esta forma a Eurialo en secreto en casa: este hermano vivía con su madrastra, la madre de Lucrecia, a la cual ella a menudo visitaba y muy menudo recibía su visita; además, sus dos casas no distaban mucho. Este era el plan: después de que su madre saliera de casa para acudir a misa, Eurialo se quedaría encerrado en una habitación y Lucrecia llegaría como si fuera a visitar a su madre; al no encontrarla, la esperaría y mientras tanto estaría en verdad con Eurialo. Habían fijado el plan para dos días más tarde y estos días les parecieron casi tan largos como años a los amantes, pues las horas se alargan para los que esperan algo bueno y se acortan para los que temen un mal. Pero no favoreció la fortuna de los deseos de los amantes, pues la madre presintió la conspiración y, cuando llegó el día, al salir de casa dejó fuera a su hijastro, que enseguida llevó a Eurialo la triste noticia, al cual no le pareció más molesta que a Lucrecia. Ella, toda vez que supo que habían descubierto su engaño, dijo “Así no saldrá bien, probemos por otro camino: no podrá mi madre oponerse a mis deseos.” Pándalo[, el hermanastro], era vecino de Eurialo, al cual Lucrecia ya había informado del secreto: no podía calmar su ardiente espíritu. Por tanto, le indica a Eurialo que hable con él, porque es de confianza y podrá mostrarle una forma de reunirse con ella; a Eurialo, con todo, no le parecía seguro confiar en él, al cual veía siempre junto a Menelao y temía que fuese una trampa.

Entre estas deliberaciones, se le ordenó a Eurialo marchar a Roma y llegar a un acuerdo sobre la coronación con el Papa: esta tarea les resultó, tanto a él como a su amiga, pesadísima, pero era menester cumplir con las órdenes del Emperador. El viaje, por tanto, supuso una demora de dos meses: entre tanto, Lucrecia empezó a permanecer siempre en casa, tener las ventanas cerradas, llevar vestidos tristes y no quería salir a ningún lado. Todos se sorprendieron, pues desconocían el motivo; las propia Siena parecía estar de luto y, como si hubiera desaparecido el sol, todos pensaban que vivían entre tinieblas. Sus criados, que la veían a menudo tumbada en su lecho y nunca feliz, achacaban tal estado a una enfermedad y rebuscaban cualquier tipo de remedio que se le pudiera aportar. Pero aquella nunca rió o quiso salir de su habitación hasta que no supo que volvía Eurialo y que el Emperador lo había recibido. Entonces, como si saliera de un pesado sueño, dejó sus lúgubres vestidos y se volvió a vestir con sus anteriores adornos, abrió las ventanas y lo miró feliz. Cuando el Emperador la vio, dijo:

“No lo niegues más, Eurialo: está todo claro. Nadie pudo ver a Lucrecia de ninguna manera mientras tú no estabas; ahora, como has vuelto, divisamos la aurora. ¿Cómo se le puede poner coto al amor? Ni puede encubrirse el amor ni puede esconderse la tos.”
“Te burlas de mí, Emperador, como acostumbras, y me haces el blanco de tus burlas.” respondió Eurialo, “Yo no sé de qué me hablas. Quizá han sido los relinchos de los caballas o barullo de extensa comitiva lo que la hayan despertado.” Y tras hablar así, miró a escondidas a Lucrecia y depositó su mirada en la suya. Este fue, tras su vuelta, el primer consuelo.

Tras pasar unos pocos días, Niso, el fiel compañero de Eurialo, mientras buscaba cómo ayudar a su amigo, había encontrado una taberna ubicada tras la casa de Menelao, que daba por detrás a la habitación de Lucrecia. Por tanto, llegó a un acuerdo con el tabernero y, tras llevar a Eurialo al lugar observado, le dijo: “Por aquí, desde esta ventana podrás hablar con Lucrecia.”

Había una acequia entre ambas cosas, a la que no entraban ni el sol ni las personas, y estaba separada a unos tres codos de distancia de la ventana de Lucrecia. Aquí largo tiempo esperó sentado el amante, esperando si, por alguna casualidad, aparecía Lucrecia. Y no se engañó: al final apareció Lucrecia y, después de mirar a todos lados, le dijo:

“¿Qué haces, Lucrecia, señora de mi vida? ¿A dónde miras, corazón mío? Hacia aquí, lleva tu mirada hacia aquí, guardiana mía. Tu querido Eurialo está aquí: a mí, a mí, que ardo, mírame.”
“¿Estás tú aquí?” dijo Lucrecia, “¡Oh, Eurialo mío! Por fin puedo hablar contigo, ojalá pudiera abrazarte!”
“Lo haré sin gran esfuerzo." respondió Eurialo a esto "Acercaré ahí una escalera. Tú cierra la puerta de tu habitación: ya hemos difundido mucho la alegría de nuestro amor.”
“Ten cuidado, Eurialo mío, si no me quieres condenar: hay una ventana aquí, a la derecha, donde vive un vecino mío malísimo, y tampoco debemos confiar en el tabernero, que causará nuestra perdición por unas pocas monedas. Busquemos otra forma: es suficiente si aquí se abre un camino para poder hablar.”
“Para mí,” respondió Eurialo, “verte es morir si no puedo abrazarte al mismo tiempo y tenerte entre mis brazos.”

Por largo tiempo se alargó su conversación en ese lugar y al final se enviaron regalo con la ayuda de un palo. Y no fueron más generosos los regalos de Eurialo que los de Lucrecia. Pero Sosias descubrió su secreto y pensó:

“En vano me opongo a los esfuerzos de los amantes. A no ser que actúe con cuidado, morirá mi ama y la infamia afectará a mi señor. De estos males, es mejor evitar al menos uno: que mi ama tenga su amor. A nadie le hará daño, si se mantiene en secreto. Ella, ante su amor, se queda ciega y no reflexiona lo suficiente sobre qué tiene que hacer. Si no podemos proteger su castidad, es suficiente con evitar los rumores, para que no se hable mal de esta casa ni se cometa un asesinato. Iré y ofreceré mis servicios. No hice nada mientras pude para evitar un crimen, pero ahora, como no surtió efecto, debo preocuparme de que queden ocultas las malas acciones (hacer nada no servirá) y actuar de tal manera que nadie se entere. El deseo es un mal común: no hay persona a quien no altere esta plaga y quienes actúan con mayor cautela son a los que se considera más castos.”

Mientras así habla, ve a Lucrecia salir de su habitación y se acerca a decirle:

“¿Qué pasa que no me encargas ninguna tarea de tus amoríos? Eurialo te es querido y, aunque lo ames en secreto, vigila a quién le confías tu secreto. El primer paso para ser sabio es es no amar; el segundo, que si amas a alguien, que nadie se entere. Esto no lo puedes conseguir sin un correveidile. Ya hace mucho tiempo que aprendiste hasta qué punto puedes confiar en mí: si deseas encargarme algo, ordénalo. Mi máxima preocupación es que este amor no se desvele, que no cargues con ningún castigo y que un solo hombre lleve todas vuestras comunicaciones.”

A esto responde Lucrecia:

“Es tal y como dices, Sosias: tengo una gran confianza en ti, pero me ha parecido que tú eras, no sé por qué, descuidado y te oponías a mis deseos. Ahora, como te ofreces voluntariamente, aprovecharé tu lealtad y no temeré que me engañes. Bien sabes hasta qué punto ardo de pasión: no puedo soportar más esta llama. Ayúdame para que podamos estar juntos: Eurialo languidece de amor y yo me siento morir. Nada es peor que oponerse a nuestro deseo. Si nos pudiéramos unir, nuestro amor sería más calmado y quedaría protegido. Ve, pues, y cuéntale a Eurialo la única forma de llegar a mí.
Dentro de cuatro días, los campesinos traerán las cosechas del campo: si él se viste como un bracero, disfrazado con un saco, puede traer el trigo al granero por la escalera: como bien sabes, la puerta de mi habitación da a la escalera. Cuéntaselo a Eurialo; yo me quedaré todo el día en mi habitación y estaré sola; cuando él esté solo, que abra la puerta la puerta de un empujón y podrá estar conmigo.”

Sosias, aunque le parecía un plan complejo, temía que sucedieran males mayores y aceptó el encargo; cuando encontró a Eurialo, le contó todo por orden, pero a aquel le pareció todo fácil, lo aceptó con gusto sus tareas y no se quejó más que de la larga espera.

¡Ay, el insensato pecho de un amante!¡Ay, su ciega mente!¡Ay, alma audaz e intrépido corazón! ¿Qué hay que sea inalcanzable que a ti no te parezca asequible? ¿Qué hay tan escarpado que no lo veas llano? ¿Qué hay tan oculto que no te parezca abierto? Cualquier peligro te parece poca cosa; nada consideras difícil. Para ti, toda vigilancia del marido es baladí; ninguna ley te retiene, a ningún reparo le haces caso. Todo esfuerzo te resulta un juego, nada se pone en tu camino. ¡Amor, señor de todas las cosas! Tú arrastraste a un hombre distinguido, queridísimo para el Emperador, abundante en riquezas y en la flor de la vida, erudito y prudente, a tal situación que abandonó sus insignias para llevar un saco, embadurnarse la cara de rojo y pasar de amo a siervo, para que, aun criado entre algodones, prepare sus hombros para llevar pesadas cargas y se ofrezca por un jornal como un bracero.

¡Sorprendente, casi admirable! ¡Ver a un hombre de tan ponderado juicio entre las filas de braceros y observarlo en la compañía de aquella basura, de las heces de la humanidad! ¿Quién podría observar una transformación mayor? Esto es lo que Ovidio quiso indicar en sus Metamorfosis, mientras describía que los hombres se convertían en animales, piedras o plantas. Esto es lo que percibió el ilustre Virgilio mientras cantó cómo Circe transformó a sus amantes en animales. Así es: el fuego del amor enajena las mentes de los hombres de tal manera que en poco se diferencian de un animal.

El primer encuentro íntimo

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Abandonando su azafranada habitación a Titón, Aurora[11] ya traía el deseado día y enseguida Apolo[12], que devuelve su color al mundo, resucita al expectante Eurialo, que entonces se considera afortunado y feliz al no ver a ningún conocido mientras se mezcla entre los humildes siervos. Así pues, avanza y, una vez dentro de casa de Lucrecia, carga con el grano; tras dejar el trigo en el granero, sale el último de todos los que habían bajado, sube hasta mitad de las escaleras y, como le habían instruido, abre de un empujón la puerta de la habitación de matrimonio que se encontraba cerrada. Así entra dentro y, tras cerrar la puerta, ve a Lucrecia sola, tendida sobre la colcha de seda y se acerca a ella.

“¡Hola, alma mía!” —le dice— “¡Hola, única defensa de mi vida, esperanza mía! Ahora te he encontrado a solas. Ahora que nadie nos observa, haré lo que siempre quise: abrazarte. Ahora ninguna pared, ninguna distancia se opone a mis besos.”

Lucrecia, aunque había trazado ella misma el plan, al principio se quedó estupefacta ante su entrada y no veía a Eurialo sino que pensaba que veía a un espíritu, como si no pudiera convencerse a sí misma de que un hombre tan ilustre pasaría tan grandes peligros. Pero cuando reconoció a su Eurialo entre sus abrazos y besos, le dijo primero sin alterarse:

“¿Es que estás tú aquí, pobre?¿Es que has venido tú aquí, Eurialo?

Y entonces el rubor cubrió sus mejillas, lo abrazó muy fuerte y le besó apasionadamente su frente; entonces, recuperó el habla:

“¡Ay! ¡A qué enorme peligro te has sometido! ¿Qué más podría decir? Ahora ya sé lo muchísimo que me quieres: he puesto a prueba tu amor, pero tú no me encontrarás diferente. ¡Ojalá los dioses favorezcan nuestros destinos y den un final feliz a nuestro amor! Mientras mi espíritu dirija este cuerpo, nadie más que tú tendrá poder alguno sobre Lucrecia, ni siquiera mi marido, si es que es correcto llamar marido a quien le fui entregada en contra de mi voluntad y con quien mi alma no siente ninguna afinidad. Pero ven, deseo mío, cariño mío, deja este saco y muéstrate ante mí como eres. Deja ese disfraz de bracero, haz que desaparezcan esas correas y concédeme ver a Eurialo.”

Inmediatamente, Eurialo se quitó de encima las sucias vestimentas y relucía de púrpura y oro. Y ya se lanzaba a cumplir con los deberes del amor cuando Sosias empezó a golpear la puerta:

“Tened cuidado, amantes” —dijo— “Menelao, buscando no sé qué, está volviendo hacia aquí deprisa. Ocultad vuestros crímenes y engañadlo con alguna argucia. No hay forma de escapar de ahí.”

Entonces Lucrecia: “Hay un pequeño escondrijo bajo el suelo donde se guardan los objetos preciosos. ¿Recuerdas qué te había dicho, que si conseguías estar conmigo mi marido volvería? Métete ahí dentro, que estarás seguro en esas tinieblas: no te muevas ni hagas ningún ruido.”

Sin saber qué hacer, Eurialo aceptó las órdenes de la mujer. Aquella entonces abrió la puerta y volvió a la cama. Entonces llegan Menelao junto con Berto, buscando unos escritos oficiales; como no los encontraron en ninguna caja, dijo Menelao:

“Quizá se encuentren en nuestro escondrijo. Ve, Lucrecia, y tráeme una luz: tengo que buscar ahí dentro.”

Al escuchar estas palabras, la sangre abandonó el cuerpo de Eurialo; empezó a odiar a Lucrecia y a decirse a sí mismo:

“¡Ay, qué destino el mío! ¿Quién me obligó a venir aquí, más que mi estupidez? Ahora me han cogido, perderé toda mi reputación y la amistad del Emperador. ¿Qué gracia? ¡Ojalá salga con vida! ¿Quién me sacará vivo de aquí? Seguro que voy a morir. ¡Ay, cabeza hueca, el más estúpido de todos los estúpidos! He caído adrede en este pozo negro. ¿De qué me sirven los gozos del amor, si tal es el precio que hay que pagar? Ese es un breve placer y un larguísimo dolor. ¡Ay, si sufriéramos tanto por alcanzar el reino de los cielos! Es sorprendente la estupidez de los hombres: no queremos soportar unos breves sufrimientos por el más largo de los gozos. Por causa del amor, cuya felicidad se puede comparar con el humo, nos arrojamos a una angustia sin fin.
¡Mírame a mí! Ya sé que voy a ser un ejemplo para todos, mi nombre irá de boca en boca y no sé cuál será mi final. Si alguno de los dioses me saca de aquí, nunca más me volverá a cazar el amor. ¡Dios mío, sácame de aquí, perdona mi juventud! ¡No me juzgues por mi ignorancia! ¡Sálvame, para que me pueda arrepentir de estos crímenes!
Lucrecia no me quería, sino que me quiso cazar como un ciervo en una red. Mira, ya llega mi día, nadie me puede ayudar menos tú, Dios mío. Ya había oído hablar muchas veces de los engaños de las mujeres, pero todavía no he aprendido a rechazarlos: si me escapo de esta, ninguna mujer me volverá a engañar jamás con sus argucias.”

Pero no eran menores las preocupaciones que asaltaban a Lucrecia, ya que temía tanto por sí misma como por la salvación de su amante. Sin embargo, como suele pasar ante los peligros imprevistos, el ingenio de las mujeres es más rápido que el de los hombres, y enseguida ideó una solución:

“¡Ven, marido mío! ¿Recuerdo que tú guardaste algunos documentos en aquel cestillo sobre el alféizar de la ventana? Veamos si están allí guardados.”

Fue corriendo hacia la cesta y, haciendo como que quería abrirla, la empujó disimuladamente hacia la calle, como si se hubiera caído por casualidad:

“Oh oh. Marido mío, ve, para que no nos pase nada malo. El cestillo se ha caído de la ventana, ve rápido, no sea que desaparezcan las joyas o los escritos. ¡Id, id los dos! ¿Qué estáis esperando? Yo desde aquí vigilaré para que no nos roben nada.”

¡Mira qué osadas son las mujeres! Ahora ve y cree en las mujeres: no hay nadie tan precavido que no pueda sufrir un engaño. El único hombre que puede decir que no ha sido engañado es aquel a quien su esposa no ha intentado engañar. Nuestra felicidad depende más del azar que de nuestro ingenio. Este suceso incitó a Menelao y a Berto a bajar corriendo a la calle. La casa, como es habitual en Italia, era muy alta y había que bajar muchos escalones. Con esto ganaron tiempo para cambiar de lugar a Eurialo, que se retiró a otro escondrijo siguiendo las orientaciones de Lucrecia.

Los otros hombres, tras recoger las joyas y los escritos, como no habían encontrado los documentos que necesitaban, volvieron al escondrijo donde antes se había ocultado Eurialo y, tras encontrar los documentos que querían, se despidieron de Lucrecia y se marcharon. Entonces ella cerró la puerta con el pestillo y dijo:

“¡Sal, mi querido Eurialo! ¡Sal, alma mía! ¡Ven, suma de mis gozos! ¡Acude, manantial de mis deleites, fuente de mi alegría, panal de miel! ¡Acércate, mi incomparable dulzor! Ya está todo seguro y tenemos un espacio seguro para nuestras palabras. La fortuna quiso oponerse a nuestros besos, pero los dioses vigilan nuestro amor y no han querido abandonar a dos amantes tan fieles. ¡Ven a mis brazos! No hay ningún otro peligro, lirio mío, ramo de rosas. ¿Por qué esperas? ¿Qué temes? Aquí estoy yo, tu Lucrecia. ¿Por qué tardas en venir a abrazar a tu Lucrecia?

Eurialo, que apenas se había repuesto del temor, se recuperó y abrazó a la mujer:

“Nunca” —dijo— “me había invadido un temor tan grande, pero tú eres un digno motivo para tales sufrimientos. Y esos besos y tan dulces abrazos no los debe recibir nadie gratis: ni siquiera yo merezco, para decir la verdad, tan gran bien. Si pudiera vivir tras la muerte y volver a disfrutar de ti, querría morir mil veces, si pudieran comprarse tus abrazos con este precio. ¡Oh, mi fortuna! ¡Oh, mi felicidad! ¿Veo un espejismo o es así? ¿Te tengo entre mis brazos y se burlan de mí los vacuos sueños? No, eres tú de verdad, aquí, y yo te tengo.”

Lucrecia iba vestida con un ligero manto que se adhería a su cuerpo sin ninguna arruga, que ni ocultaba su pecho ni sus nalgas. Como eran sus miembros, así se veían: la nívea blancura de su cuello, la luz de sus ojos comparable al brillo del Sol, la mirada feliz, el alegre rostro, la mejillas como lirios mezclados con purpúreas rosas, las dulces y mesuradas risas de su boca. Sus pechos henchían el vestido a ambos lados como unas granadas y producían el deseo de tocarlos. Ya no pudo entonces Eurialo reprimir más el deseo sino que, olvidándose de sus temores, dejó a un lado su modestia y se acercó a la mujer diciéndole: “Ahora vamos a consumir el fruto del amor.” y unió la acción a sus palabras. Ella se oponía, decía que se preocupaba por su honestidad y fama y no pedía de su amor más que palabras y besos. Pero Eurialo le sonrió y le respondió:

“Que yo haya venido, puede que se sepa o no: si se conoce, no habrá quien no sospeche que sucedió todo lo demás y es una tontería soportar la infamia sin motivo; si no se sabe, tampoco nadie conocerá esto. Este es el pago del amor: antes moriría que carecería de él.”
“¡Pero está mal!” dice Lucrecia.
“Lo que está mal es no aprovechar las buenas ocasiones cuando puedes. ¿Acaso yo dejaría escapar esta oportunidad que me ha sido concedida, tan buscada, tan deseada?” Y entonces tomó el vestido de Lucrecia y derrotó sin esfuerzo a una mujer que se resistía pero que no quería vencer.

Venus [13], con todo, no los sació, como le sucedió a Tamar cuando se entregó a Amón, sino que despertó en ellos una mayor sed de amor. Con todo, Eurialo, recordando el peligro en el que se encontraban, tomó un poco de vino y comida y aun con las protestas de Lucrecia se marchó y nadie sospechó nada malo porque parecía uno de los braceros.

Las reflexiones posteriores

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Andaba Eurialo maravillado por el camino y se decía: “¡Oh! Si ahora me encontrase con el Emperador y me reconociera, ¡cómo sospecharía de mí por mi vestimenta y cómo se burlaría de mí! Mi historia iría de boca en boca y sería objeto de todas las burlas. No me volvería a nombrar embajador hasta que no supiera toda la verdad. Tendría que decirle qué pretendía conseguir vestido así de campesino pero le mentiría: diría que fui a ver a otra matrona, no a Lucrecia, pues él también está enamorado de ella y no conviene mostrarle mi amor. Nunca traicionaría a Lucrecia, que me guardó y protegió.”

Mientras así pensaba, vio a Niso, Ácate y Palinuro[14] y pasó por delante de ellos, que no lo reconocieron hasta que llegó a casa, dejó su disfraz y tomó su lujoso vestido. Entonces les contó cómo había resultado todo y, según les narraba los temores y gozos que habían tenido lugar, sufría de miedo o disfrutaba de gozo. En un momento de temor, dijo:

“¡Tonto de mí! He perdido la cabeza por una mujer. ¿No me advirtió mi padre de esto cuando me enseñó que nunca debía confiar en una mujer? Decía que las mujeres son un animal indómito, infiel, voluble, cruel y entregado a miles de pasiones. Y yo, olvidándome de las enseñanzas de mi padre, he entregado mi vida a una mujercilla. ¿Qué me habría pasado si alguien me hubiera reconocido cargado con el trigo? ¡Qué deshonra, qué infamia me habría afectado a mí y a mis descendientes! El Emperador me habría echado de su corte, castigándome por tonto y loco. Podría haberlo perdido todo haciendo esto.
¿Qué hubiera sido de mí si su marido me hubiese encontrado mientras rebuscaba entre las cajas? La ley Julia[15] contra los adúlteros es cruel, pero el dolor del marido exige unas condenas mayores que las que ninguna ley aplica. Esta ley los condena a la muerte por decapitación; un marido preferiría matarlos con azotes; es más. a algunos adúlteros también los encierran [en el saco] con los peces[16]. Pero pensemos por un momento que el marido me perdonaba la vida: ¿me habría encadenado o me habría entregado, desgraciado, al Emperador? Pongamos que pudiera escaparme de sus manos, porque estaba desarmado y yo llevaba mi fiel espada a mi costado... pero iba acompañado y en las paredes de la habitación había armas colgadas al alcance de la mano y una gran multitud de siervos en la casa. Enseguida se habrían escuchado los gritos y se habrían cerrado las puertas: entonces me habrían sometido a mi castigo.
¡Ay, loco de mí! De este peligro no me ha librado en modo alguno la inteligencia, sino el azar. ¿Qué digo de azar? No, ha sido el rápido ingenio de Lucrecia. ¡Ay, fiel mujer, sagaz amante, mi ilustre y noblísimo amor! ¿Por qué no creí en ti? ¿Por qué no confié en ti? Si tuviera mil cabezas, todas te las entregaría. Tú eres de confianza, precavida, prudente, sabes amar y proteger a tu amante. ¿Quién podría haber pensado en una forma de escapar de los que me buscaban como la que tú pensaste? Tú has salvado esta vida mía y yo te la consagro: mi aliento no es mío sino tuyo. No me será difícil por ti, porque gracias a ti estoy vivo. Tú tienes el derecho sobre mi vida, el poder sobre mi muerte.¡Oh, qué níveo pecho! ¡Qué dulce lengua! ¡Qué suaves ojos! ¡Qué veloz inteligencia! Qué marmóreo cuerpo, lleno de vida! ¿Cuándo os volveré a ver? ¿Cuándo volveré a besar esos labios de coral? ¿Cuándo sentiré de nuevo los susurros de esa temblorosa lengua en mi cara? ¿Volveré a tener entre mis manos esas pechos?
Poco es, Acate, lo que has visto en esta mujer: cuanto más te acercas, más hermosa es. ¡Ojalá estuvieses conmigo! No fue la hermosa mujer del rey Candaules de Lidia más hermosa que esta. No me sorprende que él quisiera enseñar a su amigo el cuerpo desnudo de su mujer para que aquel la pudiera disfrutar del todo: yo también querría hacer lo mismo. Si pudiera, te enseñaría a Lucrecia desnuda, ya que no puedo explicarte de otra forma qué hermosa es ni tú podrías valorar qué firme y plena es mi felicidad. Pero alégrate por mí y conmigo, porque mi placer ha sido mayor de lo que podría explicarse con palabras.

Así hablaba Eurialo con Acate, pero no se decía menos cosas Lucrecia. Sin embargo, su alegría fue menor, en tanto que más silenciosa: no confiaba en nadie para contarle lo que había sucedido y a Sosias, por vergüenza, no se atrevía a contárselo todo.

Un nuevo enamorado

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Entretanto, Pacoro, un caballero de Panonia[17], de noble casa y cortesano del Emperador, empezó a sentir el fuego de la pasión por Lucrecia y, como era hermoso, pensaba que era correspondido y que solamente el pudor de la mujer se interponía en su camino. Ella, como suelen hacer todas nuestras señoras, lo miraba con dulce rostro, pero es una técnica (o, más bien, un engaño) para no mostrar abiertamente el verdadero amor. Pacoro, sin embargo, enloqueció y no podía consolarse si no llegaba a conocer del todo los sentimientos de Lucrecia.

Las mujeres casadas de Siena suelen acudir muy a menudo a la iglesia de Santa María, llamada de Belén, en las afueras de la ciudad. Hacia aquí venía Lucrecia, acompañada de dos doncellas y un aya, mientras la seguía Pacoro llevando en sus manos una violeta con sus hojas bañadas en oro, en cuyo tallo había ocultado una carta de amor inscrita en su fina superficie. Y no es que sea algo increíble: Cicerón cuenta que a él le enseñaron una vez toda la Ilíada escrita con tal finura que cabía en una cáscara de nuez. Le entrega, pues, Pacoro la violeta a Lucrecia y se encomienda a ella, pero Lucrecia desprecia el regalo. El panonio le insiste entre grandes ruegos y el aya dice entonces: “Toma, ama, esa flor regalada. ¿Por qué tienes miedo, cuando no hay ningún peligro? Es poca cosa y con eso puedes calmar a este caballero.”

Lucrecia siguió los consejos del aya y tomó la violeta pero, en cuanto caminaron un poco, le entregó la flor a una de las doncellas. No mucho después se encontraron con dos estudiantes que convencieron sin dificultad a la doncella para que les entregase la flor; ellos abrieron el regalo de la violeta y encontraron el poema de amor. Los estudiantes solían ser la clase de hombres que más agradable resultaba a nuestras mujeres pero, cuando la corte del Emperador vino a Siena, empezaron a ser objeto de burlas, desprecio y odio, porque el ruido de las armas deleitaba más a nuestras mujeres que la elegancia de las letras. Desde entonces, había una gran envidia y una hostilidad enorme y los estudiantes buscaban por todos los medios perjudicar a los militares. Cuando descubrieron el engaño en la violeta, enseguida se la llevaron a Menelao y le pidieron que la leyera. Aquel vuelve triste a casa, acusa a su esposa y llena la casa de gritos. Lucrecia dice que no tiene ninguna culpa y expone lo que había sucedido, y el aya lo confirma con su testimonio. Entonces Menelao se presenta ante el Emperador, se produce una discusión y mandan llamar a Pacoro. Aquel reconoce su crimen, pide perdón y jura que nunca volverá a perturbar a Lucrecia. Sin embargo, Júpiter[18] sabe no enfadarse sino reírse de los juramentos rotos de los amantes y Pacoro se entrega a su estéril amor con tanto mayor esfuerzo cuanto más prohibido le es.

Llega entonces el invierno y, desaparecidos los vientos del sur, solamente aceptaba al Bóreas.[19]. Caen las nieves del cielo; la ciudad se solaza en los juegos: las mujeres lanzan bolas de nieve en las calles, los jóvenes en las ventanas. Aquí aprovechó de nuevo la oportunidad Pacoro, pues encerró una segunda carta en cera, cubrió la cera de nieve, la amasó y, tras darle forma de una bola, la arrojó a la ventana de Lucrecia. ¿Quién podrá decir que la fortuna no lo rige todo? ¿Quién no desea su favorable soplo? Más te vale una hora de destino favorable que una carta de Venus recomendándote ante Marte[20]. Algunos dicen que la fortuna nada puede contra un sabio — a estos sabios, que disfrutan solamente de la virtud, les reconozco yo que creen poseer una vida feliz, incluso pobres, enfermos o encerrados en el toro de Falaris — pero todavía ni he visto a nadie así ni he pensado que lo fuese.

Por norma general, la vida de los hombres necesita a la fortuna: ella eleva a quien quiere y hunde a quien desea. ¿Qué fue lo que derrotó a Pacoro sino la fortuna?¿Es que fue una mala idea haber encerrado una carta entre los pliegues de una violeta o, ahora, haber enviado su mensaje aprovechando la nieve? Alguno dirá que podría haber sido más cauteloso, pero si la fortuna hubiera favorecido sus planes, sería considerado cauto y extremadamente prudente. Pero el destino obstaculizó sus planes e hizo caer la bola de nieve de la mano de Lucrecia al fuego donde el calor derritió la nieve, quemó la cera y descubrió la carta. Entonces las viejas, que se calentaban allí, y también Menelao, que estaba presente, la pudieron leer y esto dio paso a nuevos litigios, que Pacoro evitó no con una retractación sino con la fuga.

Un segundo encuentro

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Este amor le resultó útil a Eurialo ya que, mientras el marido de Lucrecia vigilaba cada paso y cada acto de Pacoro, dejó lugar a nuevas argucias por parte de Eurialo. Es verdad lo que suele decirse: no es fácil vigilar lo que muchos aman o atacan. Los amantes esperaban, pues, una segunda noche de bodas tras su primer encuentro. Había un callejón muy estrecho entre la casa de Lucrecia y la del vecino por el cual se podía escalar hasta la ventana de Lucrecia sin mucha dificultad apoyando un pie a cada lado, pero solamente se podía escalar de noche. Menelao tenía que marcharse al campo y pasar allí la noche: los amantes esperaban este día como los Saturnalia[21]. Llegó el momento de su viaje y Eurialo, cambiándose de ropa, se marchó al callejón. Allí tenía su establo Menelao, por donde había entrado Eurialo tras avisar a Sosias y donde esperaba la noche bajo el heno.

Entonces llegó Dromón, que era el segundo siervo de Menelao y el encargado de los caballos, para llenar los pesebres y cogió el heno que había al lado de Eurialo; entonces habría cogido más y le habría golpeado con la horca si no hubiera aparecido Sosias, el cual le dijo en cuanto vio el peligro:

“Déjame a mí esta tarea, buen hermano. Yo daré de comer a los caballos; tú mientras mira si ya tenemos la cena preparada. Tenemos que disfrutar cuando no está el amo: mejor nos va con el ama que con él. Ella es alegre y generosa; él, iracundo, gritón, avaro y duro. Nunca nos va bien cuando él está aquí. ¿Ves cómo siempre nos castiga con una comida escasa, que siempre es poca, para torturarnos con el hambre? Ni siquiera tolera que nos comamos los chuscos de pan mohoso, sino que le sirven siempre la comida del día anterior, guarda el pescado y las anguilas de una cena a otra y almacena bajo llave y contados los trozos de puerro para que no los toquemos. ¡Desdichado, que busca la riqueza con estas torturas! ¿Qué hay más estúpido que vivir pobre para morir rico? Cuánto mejor nos trata el ama, que no tiene suficiente con alimentarnos con terneras y tiernos cabritillos, sino que también nos gallinas y tordos y mucho vino mejor. Ve, Dromón, y procura que la cocina esté repleta.”
“Voy a ocuparme de esto y cepillaré la mesa mejor que los caballos. Hoy he llevado al amo al campo — ojalá le pase algo malo. Nunca me ha dirigido la palabra, excepto esta tarde, cuando me ha enviado de vuelta con los caballos y me ha ordenado comunicar a la señora que él no volverá esta noche. Te alabo, Sosias, porque por fin has empezado a odiar las costumbres de nuestro señor. Yo ya habría cambiado de señor, si no fuera porque la señora me ha retenido con sus pequeños regalitos por las mañanas. No hay que dormir esta noche: bebamos y comamos hasta que llegue el día. No ganará tanto en un mes el amo como nosotros consumiremos en una cena.”

Eurialo disfrutaba escuchando esto, aunque se daba cuenta de las costumbres de los siervos y no dudaba que los suyos hacían lo mismo cuando él se marchaba de casa. Cuando Dromón se marchó, se levantó y dijo:

“¡Qué noche tan feliz, Sosias! Quedo en deuda contigo, Sosias, que me trajiste aquí y tu diligencia impidió que me descubrieran. Eres un buen hombre, merecidamente te aprecio y no verás que yo sea un hombre ingrato.”

Se acercaba la hora señalada. Eurialo estaba alegre, aunque había pasada por dos grandes peligros, y ascendió el muro; llega a la ventana abierta y encuentra a Lucrecia sentada junto al fuego, observándolo, con la cena preparada. Cuando conoció a su amante, se levantó y lo abrazó. Intercambian suaves palabras, se dan besos, Venus entra a toda vela y, cuando la diosa se agota en la navegación, Ceres y Baco[22] la recobran. ¡Ay, qué breves son los placeres, qué largas las preocupaciones! Apenas había disfrutado Eurialo de una hora de felicidad cuando hete aquí que aparece Sosias anunciando la vuelta de Menelao, lo que perturbó su alegría. Eurialo siente miedo y piensa cómo escapar, mientras que Lucrecia, tras ocultar las mesas donde habían comido, sale al encuentro de su marido, lo saluda y le dice:

“¡Marido mío, qué bien que volviste! Yo pensaba que andabas ocupado con tus asuntos en el campo. Pero ¿por qué estuviste tanto tiempo en el campo? Cuidado, ¡no sea que me huela algo! ¿Por qué no te quedas en casa? ¿Por qué te empeñas en ponerme triste con tu ausencia? Siempre que estás lejos, temo por ti; temo que estés enamorado de otra, ya que los maridos son infieles a sus mujeres. Si me quieres librar de este miedo, nunca duermas fuera: no hay noche que me resulte feliz sin ti. Pero cena ahora aquí y después iremos a la habitación.”

Estaban entonces en la sala donde todos los habitantes de la casa solían almorzar y allí intentaba Lucrecia retener a su mardo hasta que Eurialo tuviese la oportunidad de escapar, para lo que se necesitaba un poco de tiempo. Menelao, sin embargo, ya había cenado fuera y deseaba volver rápido a su habitación. Entonces Lucrecia le dijo:

“¡Qué poco me quieres! ¿Por qué no preferiste cenar conmigo en casa? Yo, como tú no estabas, no he comido ni bebido nada hoy. Vinieron unos campesinos de Rosalia que traían no sé qué vino, que decían que era el mejor trebiano, y yo, por mi tristeza, ni lo probé. Ahora, como ya estás aquí, vamos, si quieres, a la bodega y lo probamos, para ver si es tan bueno como dijeron.”

Dicho esto, cogió la linterna con la diestra y a su marido con la zurda, bajó a la recóndita habitación y cató con su marido ahora este barril, ahora aquel, hasta que pensó que Eurialo había escapado. Y así al final fue a su desagradable intimidad con su marido, mientras Eurialo volvió a casa a horas intempestivas de la noche.

Al día siguiente, ya fuera porque así daba mayor solidez a los arcos del techo, ya fuera por una mala sospecha, Menelao tapió la ventana. Creo que Menelao (un hombre sagaz, como nuestros conciudadanos, a la hora de intuir argucias y lleno de sospechas) temía lo accesible que era y, como desconfiaba de su mujer, quería privarla de todo acceso. Pues, aunque no sabía nada de estos amoríos, era consciente de que a su injuriada mujer la intentaban seducir día tras día con muchos cumplidos y reconocía que el ánimo de la mujer es inestable, que alberga tantos deseos como hojas un árbol. El sexo femenino desea la novedad y rara vez ama a un hombre al que posee en abundancia. Así las cosas, tenía confianza en lo que muchos maridos creen: que la desgracia se puede evitar con una buena vigilancia.

Así privó a los amantes de la posibilidad de reunirse y tampoco podían intercambiar mensajes libremente, pues Menelao también había convencido a las autoridades de la ciudad para que expulsaran al tabernero que dirigía la taberna de vino que había detrás de la casa de Lucrecia, desde donde Eurialo solía hablar con Lucrecia y entregarle cartas con una caña. Solamente les quedaban las miradas y recurrían a los gestos para consolarse — y ni siquiera esta, la última vía para el amor, la podía disfrutar cómodamente. Ambos padecían un dolor ingente, una tortura similar a la muerte, puesto que ni podían olvidarse del amor ni perseverar en él.

Dificultades del amor

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Mientras Eurialo reflexionaba ansiosamente sobre qué plan adoptar, recordó lo que Lucrecia le había contado sobre Pándalo. Imitó así a los médicos expertos, que suelen aplicar una medicina de dudoso efecto a una enfermedad peligrosa y poner a prueba hasta el último remedio antes que dejar la afección sin tratamiento. Decidió, pues, acercarse a Pándalo y apropiarse de un remedio que antes habría rechazado — y así lo hizo llamar a la parte más interna de su casa y le dijo:

“Siéntate, amigo: te voy a contar un asunto importante que requiere de unas cualidades que sé que tú posees: diligencia, confianza y discreción. Hace ya tiempo que quise haberte contado esto, pero todavía no confiaba del todo en ti. Ahora te conozco y, como eres de confianza, te aprecio y te respeto; si desconociera alguna faceta de tu carácter, tampoco me importaría, ya que todos tus conciudadanos te alaban y también mis compañeros, con los que has trabado amistad, me aseguran que eres una persona de bien y de fiar. Por ellos he sabido que deseabas mi amistad y yo te la ofrezco, porque no eres tú menos digno de ella que yo de la tuya. Ahora que ya nos encontramos entre amigos, te expondré en pocas palabras cuál es mi deseo.
Bien sabes que el género humano es proclive al amor, tanto para bien como para mal. Esta es una calamidad abiertamente conocida y no hay corazón, si es de carne, que no haya sentido alguna vez el aguijón del amor. Sabes que esta pasión no perdonó ni al santísimo David ni al inteligentísimo Salomón ni al fortísimo Sansón. Además, es tal la naturaleza de un corazón apasionado y embebido de amor que, si alguien lo intenta obstaculizar, más prende la pasión: no hay una cura mejor para esta enfermedad que disfrutar del amado. Muchos han sido, tanto hombres como mujeres, tanto de nuestros tiempos como de la Antigüedad, para los que la imposibilidad de disfrutar del amor supuso un camino hacia el suicidio. Por contra, también sabemos de muchos que, una vez que disfrutaron de la mutua compañía y los abrazos, dejaron enseguida de sentir esa pasión. Nada hay más sensato, una vez que el amor se instala en los huesos, que ceder a esta pasión, pues quien se opone a la tormenta a menudo naufraga mientras que quien se deja llevar la supera. Por esto te he dicho esto, porque quiero que conozcas mi amor y qué vas a hacer por mí. Nada te ocultaré de la tarea que de aquí surgirá, porque ya te considero la otra mitad de mi corazón.
Yo amo a Lucrecia y esto no es por mi culpa sino por la guía de la fortuna, en cuya mano estamos todos los que habitamos la tierra. Yo desconocía vuestras costumbres y no sabía los usos de esta ciudad: pensaba que vuestras mujeres muestran en sus ojos lo que sienten en su corazón. Pero vuestras mujeres no aman a los hombres: los devoran. Por esto he sufrido un desengaño, pues creía que ya estaba en el corazón de Lucrecia mientras me miraba con sus plácidos ojos y empecé también a corresponderla. Pensé que a esa digna señora, tan elegante, le tenía que devolver su amor. Todavía no te conocía a ti o a tu familia. La amé, pensando que era amado. ¿Quién hay que no se enamore si se sabe amado? ¿Alguien de hierro o de piedra? Pero una vez que he conocido el engaño y me vi atrapado por estas argucias, me serví de todas mis mañas para enamorarla y volverla igual a mí, para que mi amor no fuera estéril. Sentirme arder de pasión sin poder consumirla era tanto una desgracia como una angustia de espíritu que a mí me torturaba, de día y de noche, de una forma increíble; estaba tan sumido en el amor que de ninguna manera podía escaparme. Así se hizo: yo perseveré y el amor fue igual para los dos. Ahora ambos nos sentimos morir y no vemos ninguna forma de alargar nuestras vidas si no es con tu ayuda. Su marido y su hermano la vigilan. Ni siquiera el vigilante dragón protegía con tanto esfuerzo el vellocino de oro o el can Cerbero la entrada al infierno como se custodia a esa mujer. Conozco a vuestra familia: sé que estáis entre los notables más importantes de la ciudad, ricos, poderosos y apreciados. ¡Ojalá nunca hubiera conocido a esta mujer! Pero ¿quién puede oponerse a los hados? No la elegí, sino que el azar me la entregó para que la amara.
Así esta ahora la situación. El amor todavía está oculto pero, si no lo manejamos bien, todavía puede comportar un gran mal (¡que los dioses lo eviten!). Quizá pudiera yo calmarme si me marchase de aquí: lo haría por el bien de vuestra familia, aunque a mí me resultase más que difícil, si pensara que fuera a ser de utilidad. Pero sé cómo es la pasión de ella: o me seguiría o, si la obligan a quedarse, se buscaría la muerte, lo que sería una deshonra eterna para vuestra familia. Así las cosas, era por vuestro bien por lo que te quería y llamaba, para que evitemos estos males. Y no hay otro camino más que te ofrezcas como el auriga de nuestro amor y procures que este bien disimulado amor no se descubra. Yo a ti me encomiendo, me entrego, me consagro. Atiende a nuestra locura para que no prenda más fuerte mientras lo combatimos. Procura que nos podamos encontrar una vez: cuando lo hagamos, enseguida se reducirá el amor y será más fácil resistirlo. Tú conoces las entradas a la casa, sabes cuándo el marido no está, sabes cómo podrías introducirme.
Hay que alejar al hermano del marido, que es especialmente sagaz ante estas cosas, ya que vigila a Lucrecia con gran cuidado —como si estuviera en lugar de su hermano— y toma en consideración todas las palabras que le responde Lucrecia, sus giros de cuellos, sus gemidos, gritos, toses y risas. Hemos decidido distraerlo y no podemos conseguirlo sin ti. Así pues, deberás estar en la casa y, cuando se vaya a marchar su marido, avísame y distrae al hermano para que no se quede con ella. Confiará en ti y, ojalá los dioses lo permitan, quizá te encomiende esta tarea: si recibieras esta tarea y me ayudases (como espero), será pan comido. Podrás entonces introducirme en secreto, mientras los demás duermen, y apaciguar este ardiente amor.
Imagino que serás capaz de claramente discernir los beneficios de este plan: primero, salvaguardarás el honor de tu casa, protegerás un amor que no podría descubrirse sin la desgracia de vuestra familia. Salvarás la vida de tu sobrina, defenderás a la mujer de Menelao, para quien no sería tan perjudicial que ella pase una noche conmigo sin que nadie lo sepa como perder a su mujer, que lo dejaría todo para seguirme si se descubriera este romance. Hipia, la esposa de un senador romano, siguió a un gladiador hasta la isla del Faro de Alejandría, sus murallas y el Nilo. ¿Qué pasaría si Lucrecia decidiera seguirme a mí, poderoso y de noble casa? ¡Qué deshonra atraería sobre vuestro linaje, qué mofas entre el pueblo! ¡Qué desgracia no ya sobre vuestra casa, sino sobre toda vuestra ciudad! Quizá alguien pensaría entonces que vale más la pena someter con las armas o matar con un veneno a una mujer antes que permitirle poder hacer esto. ¡Pobre de aquel que se mancille con sangre humana[23] y vengue un delito menor con uno mayor! No se deben aumentar los males, sino reducirlos: nosotros sabemos que, de entre dos bienes, hay que elegir el mejor; de entre un bien y un mal, el bien y, de entre dos males, el menos malo.
Todo camino está repleto de peligros, pero este que te muestro es el que menos presenta: no solo cuidarás de tu familia, sino que también me harás un gran favor, porque casi me está volviendo loco ver a Lucrecia sufrir por mi causa y antes preferiría que ella me odiase que suplicarte esto. Pero aquí estamos y ha llegado la situación a tal punto que no podemos salvar el barco si no es con tu arte, tu cuidado, tu inteligencia y tu responsabilidad: no nos queda ninguna esperanza de salvarnos. Por tanto, ayúdanos a ella y a mí y mantén a tu casa alejada de la infamia. Y no pienses que soy un desagradecido: sabes de mi importancia junto al Emperador. Todo lo que pidas, yo te lo conseguiré y esto te prometo, por encima de todo, y te lo aseguro: serás un Conde Palatino del emperador y toda tu descendencia disfrutará de este título. Yo te entrego y pongo en tus manos a Lucrecia y a mí, nuestro amor, nuestro renombre y el honor de tu familia. Tú eres el juez y todo depende de ti. Medita qué harás, ya que puedes salvar o echar a perder todo eso.”

Tras un rato, Pándalo sonrió y respondió:

“Ya conocía todo esto, Eurialo: ¡ojalá no hubiese sucedido! Pero hemos llegado a tal punto, como tú has dicho, que es necesario que haga lo que me pides si no quiero que afecten a nuestra familia las injurias y se produzca un gran escándalo. La mujer arde de amor, como has dicho, y no puede controlarse: si no intervengo, se matará con un cuchillo o se arrojará por una ventana. Ya no se preocupa ni por su vida ni por su honor. Ella misma me confesó su amor. Me opuse, la increpé, intenté calmar su fuego, pero de nada sirvió. Nada que no seas tú le importa; no se preocupa más que por ti. Tú siempre ocupas su mente, te busca, te desea, solo en ti piensa. A menudo, hablando conmigo, me decía “Escucha, por favor, Eurialo”. Tanto la ha cambiado el amor que ya no parece la misma mujer. ¡Ay, qué pena, qué dolor! No hubo ninguna en toda la ciudad más pura o inteligente que Lucrecia. Es sorprendente que la naturaleza haya concedido tanto poder al amor sobre la mente humana. Hay que tratar esta enfermedad y no veo más cura que la que tú me mostraste. Me entregaré a esta tarea y te haré saber cuándo será el momento idóneo. Y no busco tu favor, pues no debe un buen hombre pedir favores cuando no se los merece: hago esto para evitar la infamia que se cierne sobre nuestra familia; aunque esto te beneficie, no es motivo para premiarme.”
“Con todo,” replicó Eurialo, “yo te estoy tan agradecido que te conseguiré el título de Conde, como te dije; no rechaces este cargo.”
“No lo rechazo,” dice Pándalo, “pero no quiero que proceda de aquí. Si ha de llegar, que venga libremente. Voy a actuar sin condiciones; si pudiera, habría hecho que te encontrases con Lucrecia sin que lo supieras y me hubiese gustado más. ¡Adiós!”
“¡Adiós!” respondió Eurialo, “Cuando lo hayas pensado, actúa: piensa, encuentra, consigue que estemos juntos.”
“¡Ya me alabarás!” dijo Pándalo y se marchó contento porque había encontrado el favor de un hombre tan importante y porque ya esperaba que sería Conde, un cargo que tanto más deseaba cuanto menos demostraba desear. Hay algunos hombres y mujeres que lo que más abiertamente dicen que no quieren es lo que más desean. Había obtenido este título por su intervención en un adulterio y ahora sus descendientes podrían mostrar su título de conde y su escudo de armas.

Hay muchas formas de alcanzar la nobleza, mi querido Mariano, y, sin duda, creo que si miras el origen de cualquier de ellas, te encontrarás que ninguna o, como mucho, unas pocas no tienen su origen en un crimen. Cuando vemos que se les llama nobles a quienes poseen muchas riquezas (por más que la riqueza y nobleza no suelan ir juntas), ¿quién no se da cuenta de que el origen de la nobleza es innoble? Uno se enriqueció con la usura, otro con los saqueos, aquel con las traiciones; este se volvió rico con los venenos, aquel con las adulaciones; uno se beneficia de los adulterios, muchos de las mentiras. Algunos la consiguen por su cónyuge, otros por sus hijos y muchos se sirven de los asesinatos. Es extraño que alguien reúna sus riquezas de forma justa: nadie hace un gran ramo si no corta todas las hierbas. Todos los hombres apilan riquezas y no preguntan de dónde vienen sino cuántas. A todos les complace este verso: “De dónde lo sacaste, nadie lo pregunta, pero hay que tenerlo.” Una vez que el cofre está lleno, se pide el título nobiliario que, cuando se consigue así, no es más que un premio a la injusticia.

Mis antepasados fueron nobles, pero no quiero alabarme: no creo que mis ancestros fueran mejores que los demás. El paso del tiempo los parece librar de toda culpa, ya que no queda recuerdo de sus defectos. A mi juicio, solamente es noble aquel que aprecia la virtud. No admiro vestidos dorados, caballos, perros, recuas de esclavos, limpias mesas, casas de mármol, fincas campestres, granjas, piscinas, dominios ni bosques, pues todo esto lo puede conseguir un estúpido — y si alguien lo considerase noble, también sería un estúpido. Así nuestro Pándalo se ennobleció con el adulterio.

No muchos días después, surgió una pelea en el campo entre unos campesinos de Menelao y murieron algunos que habían bebido más de la cuenta: fue necesario que el señor acudiera a restablecer la paz. Entonces Lucrecia le dijo:

“Marido mío, estás gordo y eres débil. Tus caballos a duras penas avanzan, ¿por qué no tomas prestado un caballo de paseo?”

Cuando preguntó si alguien tenía uno, Pándalo le respondió: “Si mal no me equivoco, Eurialo tiene un muy bueno y te lo prestará gustoso, si quieres que se lo pida.”

“Pídeselo.” dijo Menelao.

Cuando le llegó la petició a Eurialo, enseguida ordenó que le enviasen el caballo. Esto lo tomó como una señal de su futura alegría y se dijo:

“Tú montarás en mi caballo, Menelao; yo montaré a tu mujer.”

Se había acordado que Eurialo estaría una hora antes de la medianoche en la calle y podría esperar que todo iría bien si escuchaba a Pándalo cantar.

El último encuentro

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Se había marchado Menelao y ya las tinieblas de la noche habían cubierto el cielo. La mujer permanecía en su habitación hasta que llegase el momento convenido mientras Eurialo aguardaba ante las puertas esperando la señal, pero no escuchaba ni un canto ni un carraspeo. Ya se había pasado la hora y Acates estaba convenciendo a Eurialo para que se marchara, diciéndole que le habían engañando. Pero al amante le resultaba muy difícil alejarse y buscaba cualquier motivo para quedarse. Mientras, Pándalo no había cantado porque el hermano de Menelao se había quedado en casa: vigilaba todas las entradas para que no tuviera lugar ningún engaño y pensaba pasar la noche en vela. A él le dijo Pándalo:

“¿Es que esta noche no nos iremos nunca a la cama? Ya ha pasado la medianoche y un pesado sueño me invade. Me sorprende que tú, aunque seas joven, tengas la naturaleza de los viejos, a los que su sequedad[24] les priva del sueño y no duermen más que un poco antes del amanecer, cuando la Osa Mayor[25] se pasea por el cielo y ya es el momento de levantarse. Vayámonos de una vez a la cama. ¿Qué te importa estar de guardia?”
“Vayamos,” respondió Agamenón[26], “si así te encuentras; antes, sin embargo, tenemos que revisar si las puertas están bien cerradas, para que no las abran los ladrones.”

Entonces se acercó a la puerta, movió las dos trancas y echó el pestillo. Había allí una enorme pieza de hierro con la que a veces cerraban la puerta que a duras penas la podían levantar entre dos hombres. Entonces, cuando Agamenón la intentó mover, dijo:

“Ayúdame, Pándalo, a mover el hierro para que los ladrones no pasen por esta puerta: entonces podremos dormir tranquilos a pierna suelta.”

Eurialo los oía hablar y pensó: “Ya está todo acabado si colocan ese hierro.”

“¿Por qué estás preparando así la casa, Agamenon?” replicó Pándalo, “¡Estás preparando la puerta como si nos fueran a asediar! ¿Es que no estamos seguros en nuestra ciudad? Aquí todos tenemos la misma libertad y la misma tranquilidad, ya que los florentinos, los enemigos con los que estamos en guerra, están muy lejos. Si tienes miedo de los ladrones, ya está bastante seguro; de los enemigos, no hay nada en esta casa que te pueda mantener a salvo. Yo esta noche no cargaré ese peso, porque me duelen los hombros y estoy hecho polvo y no llevo bien cargar peso. O lo levantas tú solo o déjalo.”
“¡Bah! Es suficiente”, dijo Agamenón y se fue a dormir.
"Yo me quedaré aquí una hora más, por si alguien abre” dijo entonces Eurialo mientras Acate estaba aburrido de esperar y maldecía a Eurialo por tenerlo tanto tiempo sin dormir.

No esperó mucho más, pues entonces vieron a Lucrecia por una grieta, que llevaba consigo una pequeña luz. Entonces Eurialo se acercó a ella y dijo:

“¡Hola, Lucrecia, mi alma!”

Pero ella, aterrorizada, quiso primero huir; después preguntó:

“¿Quién eres, hombre?
“Tu Eurialo.” respondió él, “Abre, deseo mío, que llevo esperándote aquí ya media noche.”

Reconoció entonces Lucrecia la voz, pero como temía un engaño, no se atrevió a abrir la puerta antes de comprobar algunos detalles secretos que solo conocían ellos. Después de esto, con gran esfuerzo retiró las trancas pero, como muchos otras piezas de hierro retenían la puerta que las manos de la mujer no pudieron retirar, solamente pudo abrir la puerta medio pie.

“Esto no me detendrá” dijo Eurialo y encogió su cuerpo y entró por el hueco por su derecha y abrazó el cuerpo de la mujer. Acates se quedó fuera de guardia.

Entonces Lucrecia se desmayó, ya fuera a causa de su gran temor o su enorme alegría. Cayó en brazos de Eurialo, se tornó pálida, sin pronunciar palabra ni abrir los ojos, de tal manera que hubiera parecido muerta si no fuera porque todavía estaba caliente y tenía pulso. Eurialo, atemorizado por su repentina caída, no sabía qué hacer:

“Si me marcho,” pensó, “mereceré la muerte por abandonar a esta mujer en tan gran peligro. Si me quedo, aparecerá Agamenón u otro miembro de la casa y moriré. ¡Ay, desgraciado amor! Cuanto más amargo, más dulce sabes: ni siquiera el ajenjo (absinthium) es tan amargo como tú. ¿A cuántos peligros me has sometido ya? ¿A cuántas muertes has consagrado mi cabeza? Faltaba esto, que hicieras desmayarse a esta mujer en mis brazos. ¿Por qué no me has matado ya? ¿Por qué no me has arrojado a los leones? ¡Ay, cuánto más hubiera preferido yo morir en su regazo que verla morir a ella!”

Venció el amor al hombre y, despreocupándose de su salvación, se quedó con la mujer. Levantó más alto su mudo cuerpo y lo besaba entre lágrimas:

“¡Ay, Lucrecia!” se lamentaba, “¿En qué parte del mundo estás? ¿Dónde están tus orejas? ¿Por qué no me respondes? ¿Por qué no me oyes? Abre los ojos, te lo suplico, y mírame. Sonríeme como sueles. Yo, tu Eurialo, estoy aquí contigo; es tu Eurialo quien te abraza. ¡Alma mía! ¿Por qué no me devuelves los besos? ¡Corazón mío! ¿Has muerto o estás durmiendo? ¿Dónde te buscaré? ¿Por qué, si querías morir, no me avisaste para morir contigo? Si no me oyes, ¡ay!, me clavaré la espada en mi costado y la muerte se nos llevará a los dos a la vez. ¡Ah, vida mía, dulce mía, cariño mío, mi única esperanza y toda mi paz! ¿Así te he de perder, Lucrecia? ¡Alza la mirada, levanta la cabeza! Todavía no estás muerta. Lo veo: todavía estás caliente, todavía respiras. ¿Por qué no me hablas? ¿Así me recibes? ¿Para estas alegrías me llamas? ¿Esta noche me das? ¡Levántate, te lo pido, tranquilidad mía! Devuélvele la mirada a tu Eurialo; yo, tu Eurialo, estoy aquí contigo.”

Y mientras hablaba así vertió un río de lágrimas sobre la frente y las sienes de la mujer, que la despertaron como de un pesado sueño como si fueran agua de rosas, y al ver a su amante dijo:

“¡Ay de mí! Eurialo, ¿dónde he estado? ¿Por qué no me has dejado morir? Habría muerto feliz en tus brazos. ¡Ojalá pudiera morir así, antes de que te marchases de esta ciudad!”

Y mientras conversaban así se dirigieron a la habitación, donde pasaron una noche como la que a mi juicio disfrutaron aquellos dos amantes, Paris y Helena, después de que la llevase consigo a sus profundas naves. Tan dulce fue aquella noche que los dos dirían que ni a Marte y Venus les fue tan bien.

“Tú eres mi Ganímedes, mi Hipólito, mi Diomedes” le decía Lucrecia.
“Tú eres mi Políxena,” respondía Eurialo, “mi Emilia, tú eres la mismísima Venus.” Y entonces ensalzaba su rostro, sus mejillas, sus ojos; a veces, levantaba la sábana y observando esas partes ocultas que antes no había podido ver, decía:
“Me encuentro con mucho más de lo que esperaba. Eres igual a la Diana que lavándose en la fuente vio Acteón. ¿Qué hay más hermoso que estos miembros, qué más níveo? Ya he visto compensados los peligros. ¿Qué hay que no pudiera soportar por ti? ¡Oh, regazo adorable e ilustres pechos! ¿Es que os estoy tocando, teniendo entre mis manos? ¿Habéis caído en mis manos? ¡Oh, suaves brazos y fragante cuerpo! ¿Eres mía? ¡Qué bonito sería morir ahora, cuando este deleite es reciente y todavía no ha llegado ninguna desgracia! Alma mía, ¿te tengo o es un sueño? Estoy pensando si este placer es verdadero o he perdido el juicio. No es un sueño: esto es verdad. ¡Oh, dulces besos, delicados abrazos, melosos mordiscos! Nadie puede tener una vida más afortunada ni más feliz.
Pero, ¡ay!, qué veloces pasan las horas. Noche envidiosa, ¿por qué huyes? ¡Quédate, Apolo, y no salgas del inframundo por un tiempo! ¿Por qué traes a tus caballos tan rápido en tu carro? Deja que coman más forraje. Dame la noche, como se la diste a Alcmena. ¿Por qué abandonas tan de repente a tu querido Titón en tu casa, Aurora? Si él te quisiera tanto como yo a Lucrecia, no te dejaría salir tan pronto. Nunca una noche me ha parecido más corta, aunque estuviera entre los britanos o los dacios.”

Así decía Eurialo y no menos decía Lucrecia. Ni un beso, ni una palabra quedó sin recompensa. Aquel la apretaba y ella también. Ni siquiera después de Venus yacieron cansados, sino que, como Anteo, se levantaron más fuertes del suelo: así, tras la guerra, se volvían más fuertes y vivos.

Cuando pasó la noche y Aurora levantó del mar sus melenas, Eurialo y Lucrecia se separaron y no pudieron volver a reunirse durante muchos días ya que día a día aumentaba la vigilancia. Sin embargo, todo lo superó el amor y al fin los amantes encontraron una forma de comunicarse que aprovecharon.

El fin del amor

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Entre tanto, el Emperador, que ya se había reconciliado con Eugenio, estaba decidido a acudir a Roma. Lucrecia presintió esto: ¿qué no presiente el amor?¿Quién podría engañar a un amante? [27] Así las cosas, esta carta le escribió a Eurialo:

“Si pudiera enfadarme contigo, ya me habría enojado, porque me ocultaste que te ibas a marchar, pero mi alma te ama más que a mí misma y no puede ponerse en tu contra. ¡Ay, cariño mío! ¿Por qué no me dijiste que el César se iba a marchar? Aquel se prepara para el camino y tú no te quedarás aquí, lo sé. ¿Qué será, te lo suplico, de mí? ¿Qué haré, pobre de mí? ¿Dónde podré descansar? Si me abandonas, no viviré ni dos días. Por tanto, con estas cartas empapadas con mis lágrimas, por tu diestra y la lealtad que me juraste, si es que merezco algo de ti o te di alguna felicidad, apiádate, por favor, de esta desgraciada amante.
No te pido que te quedes, sino que me lleves contigo. Simularé un tarde que quiero ir a la iglesia de Belén y solamente llevaré conmigo un aya. Que estén entonces dos o tres siervos tuyos y que me rapten: no es ningún esfuerzo raptar a quien lo desea. Y no pienses en tu deshonra, pues el hijo de Príamo se procuró una esposa a través del rapto. No le causarás ningún mal a mi marido, pues él ya me ha perdido de todas formas: si no me llevas contigo, la muerte me separará de él. Pero no seas cruel ni abandones a su muerte a la que siempre te consideró mejor que a sí misma.”

A esta carta Eurialo respondió de la siguiente manera:

“Te lo he ocultado hasta ahora, Lucrecia, porque no quería que te afligieras antes de hora. Sé cómo eres y conozco cuánto sufres. El emperador no se marcha para no volver: volveremos de Roma y por aquí pasa el camino para volver a nuestra patria. Y aunque él tomase otro camino, te puedo asegurar que volveré si todavía vivo. Que los dioses me priven de mi patria y me vuelvan similar al errabundo Ulises si no vuelvo aquí. Respira, alma mía, y toma fuerzas: no te tortures y vive feliz.

Lo que dices del rapto me resultaría más que agradable y me haría muy feliz: nada me gustaría más que tenerte siempre conmigo y poseerte siempre que quisiera. Pero tenemos que atender más a tu honor que a mis deseos: mi fidelidad a ti me exige que te ofrezca leales consejos sobre lo que te beneficia. Tu sabes que eres de muy buen linaje y que te has casado con una familia ilustre. Tienes el prestigio de ser una mujer tan hermosa como decente y esta fama no se limita solo a Italia, sino que también los teutones, panonios, bohemios y todos los pueblos del norte conocen tu fama. Pero si yo te raptara, soportarías también la deshonra mía que provocaría por un asunto menor. ¡Qué afrenta recaería sobre tus familiares!¡Qué dolores afectarían a tu madre!¿Qué se diría de ti?¿Qué rumor recorrería el mundo? “Mirad, ahí está Lucrecia, que se decía que era más pura que la mujer de Bruto y mejor que Penélope y ahora sigue a un adúltero y se ha olvidado de su hogar, sus padres y su patria. No es Lucrecia[28], sino Hipia o Medea, la que siguió a Jasón.” Ay de ti: ¡cuántas amarguras soportaría antes que escuchar decir eso de ti! Ahora nuestro amor es secreto y no hay nadie que no te alabe. Un rapto lo perturbaría todo: nunca te han alabado tanto como entonces te criticarían.

Pero olvidémonos de la fama. ¿Qué haríamos cuando no pudiéramos disfrutar de nuestro amor? Yo sirvo al Emperador: él me ha hecho un hombre poderoso y rico y no puedo apartarme de él sin perder mi estatus. Si yo lo abandonara, no podría mantenerte como corresponde; si siguiera a la corte, nunca estaríamos tranquilos. Todos los días levantamos nuestro campamento; nunca habíamos estado tanto tiempo en un lugar como ahora en Siena y esto se ha debido a una guerra. Pero si aun así te llevase conmigo por todo el mundo y te tuviera en el campamento casi como una prostituta, ¿qué honor habría en eso?
Por todo esto, te suplico, Lucrecia mía, que dejes esas ideas de lado y pienses en el honor. No te dejes convencer por la pasión más que por ti misma. Quizás otro amante te habría dicho otra cosa y te habría pedido que te escapases para aprovecharse de ti, sin preocuparse por el futuro mientras satisficiera su actual deseo, pero no sería un verdadero amante el que se preocupara más por el deseo que por la fama. Yo, Lucrecia mía, te aconsejo lo que es mejor: quédate aquí, por favor, y no dudes de que volveré. Procuraré y me encargaré de que el Emperador me encomiende todos sus asuntos en la Toscana para que pueda disfrutar de ti sin perjudicarte.
Adiós: vive y ámame, y no pienses que mi pasión es menor que la tuya o que no me marcho de aquí muy a desgana. Adiós de nuevo, dulzura mía y alimento de mi alma.”

La mujer aceptó estos argumentos y contestó diciendo que acataría esas órdenes.

La separación final

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Unos pocos días después, Eurialo marchó a Roma con el Emperador y, cuando llevaba allí unos pocos días, cayó enfermo de fiebre. Pobre desgraciado: ya ardía de amor cuando empezó a subirle la fiebre; además, como ya había debilitado sus fuerzas el amor, apenas le quedaba nada de vida mientras se debatía entre los onerosos dolores de la enfermedad y más retenían los remedios de los médicos su alma que esta permanecía en su cuerpo. El Emperador solía visitarlo día a día y ordenaba que se le aplicasen todas las curas de Apolo[29]. Pero no hubo mejor cura que una carta de Lucrecia, con la que supo que ella estaba todavía viva y a salvo: esto redujo durante un tiempo sus fiebres e hizo que Eurialo se pudiera levantar de la cama, con lo que pudo acudir a la coronación del Emperador y allí recibir el título de Caballero y unas espuelas de oro.

Después de esto, cuando el Emperador partió hacia Perugia, él se quedó en Roma, todavía no del todo sano. Después vino a Siena, aunque todavía se le veía débil y con el rostro demacrado. Pudo ver, aunque no hablar, a Lucrecia; intercambiaron muchas cartas y de nuevo hablaron de la fuga. Allí permaneció tres días Eurialo; después, al ver que le habían privado de todas las formas de acceder a su amada, le anunció su marcha. Nunca fue tan dulce su conversación como triste su separación.

Lucrecia estaba en la ventana; por la calzada ya montaba a caballo Eurialo. Ambos se miraban con los ojos empapados; lloraba uno, lloraba el otro y a ambos el dolor los atenazaba hasta tal punto que sentían que les eran arrancados los corazones del pecho. Si alguien desconoce el dolor que se padece al morir, que piense en la separación de dos amantes, aunque en este caso es mayor la angustia y peor el sufrimiento. En la muerte duele el alma, porque tiene que abandonar su amado cuerpo, mientras que el cuerpo, en cuanto se ausenta el espíritu, no siente nada, ni dolor. Pero cuando el amor ha unido dos almas, tanto más penosa es la separación cuanto más sentido es el amor de cada uno; y desde luego aquí no eran dos los espíritus sino que, como dice Aristófanes de los amigos, eran dos cuerpos hechos de una sola alma. Así, no se separaba un alma de la otra, sino que una sola alma se partía en dos, un corazón se dividía en mitades, una parte de la mente se iba y otra se quedaba y todos los sentidos se separaban: lloraban por la marcha de sí mismos. No quedaba en el resto de los amantes ni una sola gota de sangre: si no fuera por las lágrimas y los gemidos, eran idénticos a unos muertos. ¿Quién podría escribir, contar o siquiera imaginar los sufrimientos de aquellas mentes si no hubiera padecido esta locura alguna vez?

Laodamia cayó desmayada cuando Protesilao se marchó a aquella sagrada guerra de Troya; ella misma, cuando supo de la muerte de su marido, ya no pudo vivir más. La fenicia Dido, tras la predestinada marcha de Eneas, se suicidó y tampoco Portia, tras la muerte de Bruto, quiso vivir más. Nuestra Lucrecia, una vez que Eurialo desapareció de su vista, cayó al suelo; sus esclavas la recogieron y la llevaron a su habitación hasta que recuperase el sentido. Pero cuando volvió en sí, dejó sus vestidos dorados y púrpuras y guardó todos los adornos que la alegraban y empezó a vestir de luto. Después de esto, nunca se la oyó volver a cantar ni se la vio reír; ningún halago, ninguna alegría, ni siquiera ningún juego le pudo devolver la alegría. Cuando ya llevaba un tiempo así, cayó enferma y, como su corazón se había marchado, no podía consolarse su mente: entre los brazos de su madre, que lloraba a lágrima viva, y rodeada de su familiares que intentaban, entre sollozos, consolarla con palabras, murió su alma incapaz de soportar tal sufrimiento.

Por su parte, Eurialo, una vez que se alejó de aquellos ojos que no lo iban a volver a ver, no podía hablar con nadie, solo tenía a Lucrecia en su mente y meditaba si volvería alguna vez a Siena. Al final llegó a Perugia, donde todavía estaba el Emperador; después, de allí lo siguió a Ferrara, Mantua, Trento, Constanza, Basilea y, al final, hasta Hungría y Bohemia. Pero, al igual que seguía al emperador, así lo seguía a él Lucrecia en sus sueños y no le permitía ni una noche de reposo, para que así su verdadero amor supiera que había muerto. Entonces, sumido en un gran dolor, vistió de luto y no aceptó consuelo alguno, ni siquiera cuando el Emperador lo casó con una doncella, no sólo hermosísima sino también castísima e inteligente, hija de un duque.

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Aquí tienes, mi queridísimo Mariano, el final de un amor ni imaginario ni afortunado. Quienes lo lean, que consideren el peligro que otros corrieron y que les resulte útil para no querer beber del vaso del amor: mucho más tiene de amargo que de dulce. Adiós.

Notas

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  1. Tanto el civil como el eclesiástico
  2. Este tal paglarense tiene que ser algún jurisconsulto conocido en la época, pero no he averiguado a quién se refiere
  3. Una constante en esta obra, imbuida del espíritu renacentista, son las referencia a la mitología clásica a través de los nombres. Estos nombres, además, no están asignados al azar, sino que están pertinentemente relacionados con sus epónimos mitológicos. Lucrecia es el epítome de mujer ideal; Menelao, su marido, acabará sufriendo la infidelidad de esta, al igual que sucedió con su mitológica esposa Helena... y así con muchos otros nombres
  4. Referencia a un personaje secundario de la Eneida, conocido por su amistad con Niso
  5. Cayo Cilnio Mecenas fue un reconocido amigo del emperador Augusto (también llamado Octavio)
  6. Es decir, la Lucrecia original
  7. Palabras de reminiscencia virgiliana Amor vincit omnia; nos cedamus amori
  8. En la Eneida, Niso y Eurialo fueron dos grandes amigos
  9. Como buen hombre del Renacimiento, Eneas Silvio demuestra aquí su extenso conocimiento de las metamorfosis de Ovidio.
  10. Referencia al mito de Ío
  11. Aurora, como ser mitológico, se había enamorado del mortal Titón
  12. Según la mitología, uno de los múltiples poderes de Apolo era el de conducir todos los días el carro del Sol en su curso por los cielos.
  13. En la literatura antigua y renacentista es muy habitual usar el nombre de Venus como sinónimo de sexo. He preferido mantener esta metonimia por el colorido que aporta al texto.
  14. Los tres son amigos de Eurialo y los tres nombres proceden de la Eneida.
  15. Referencia a la ley aprobada por el emperador Augusto como parte de su programa de regenación moral contra el adulterio, que condenaba a los adúlteros al destierro a islas separadas y la confiscación de parte de sus propiedades.
  16. Esta es una referencia a la poenai cullei, la condena del saco, que consistía en encerrar al culpable dentro de un saco con diversos animales (generalmente, un perro, un gallo, una serpiente y un mono) y arrojarlos al océano. Esta pena se reservaba en origen para los parrricidas, pero los códigos legales de los emperadores cristianos Constancio y Constante fueron endureciendo progresivamente la pena contra el adulterio y llegaron a tipifcar esta como la condena contra los adúlteros, añadiendo, eso sí, un pez al grupo de animales, en la idea de que representaba la lujuria.
  17. La Panonia de época romana se correspondería actualmente con el extremo oriental de la actual Austria y el occidental de Hungría.
  18. En la religión antigua romana, Júpiter era generalmente el garante de los juramentos.
  19. Nombre del viento del Norte
  20. El amor entre Marte y Venus fue uno de los más sonados de la mitología clásica, aunque al final fuera descubierto por el esposo de ella, Hefesto.
  21. Esta festividad, que caía en unas fechas similares a nuestras navidades, era una de las más esperadas en la Antigua Roma.
  22. Al igual que Venus es una metonimia de sexo, Ceres y Baco son metonimias de comida y vino respectivamente.
  23. Según la concepción antigua, el derramamiento violento de sangre humana provocaba "contaminación" y atraía la ira de los dioses. Aquí el autor está rememorando estas creencias.
  24. Según la teoría medicinal de los humores, muy extendida durante la Antigüedad y el Medievo, el cuerpo humano estaba compuesto por cuatro humores (o líquidos), de cuyo equilibrio dependía el carácter y la salud del individuo. En el caso de los viejos, se consideraba que por su edad habían perdido "humedad" y se habían vuelto secos, lo cual se traducía en su ligero sueño y carácter arisco.
  25. Denominada el carro del Norte en el original, "currus septentrionalis".
  26. Agamenón, más conocido por su papel como rey de los griegos en la Iliada, era también hermano de Menelao. Fue el rapto de su cuñada, Helena, lo que provocó la expedición de castigo contra Troya, según el mito.
  27. Estas palabras son un claro guiño a la situación de Dido en la Eneida cuando Eneas la abandona.
  28. El autor juega aquí con la reputación que tenía la Lucrecia de la leyenda.
  29. Apolo, por metonimia, puede referirse al Sol, como ya hemos visto, o también a las artes, a la profecía o, como es aquí el caso, a la medicina.