Historia de los mongoles

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​Historia de los mongoles, a los que denominamos tártaros​ de Giovanni da Pian del Carpine
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A todos los fieles cristianos a los que este escrito pudiera alcanzar, el hermano Giovanni de Pian del Carpine, de la Orden de los Frailes Menores, embajador de la Sede Apostólica ante los tártaros[1] y otros pueblos de Oriente, proclama la gracia de Dios en el presente, Su gloria en el futuro y la triunfal victoria de Dios y de nuestro señor Jesucristo sobre sus enemigos.

Dado que, una vez conocidos los deseos del Papa y de los venerables cardenales, íbamos a visitar a los tártaros y otros pueblos de Oriente por orden de la Sede Apostólica, decidimos primero acudir ante los tártaros. Temíamos, en efecto, que en este pueblo acechaba un inminente peligro contra la Iglesia de Dios y, a pesar de que temíamos que los tártaros (u otros pueblos) nos matasen o esclavizasen de por vida, o que sufriéramos hambre, sed, frío, calor, injurias y penalidades, enormes hasta casi superar nuestras fuerzas (y, en efecto, a excepción de la muerte o esclavitud de por vida, todo esto nos aconteció una y otra vez, mucho más de lo que creíamos en un principio), no podíamos permitirnos, sin embargo, no cumpir con la voluntad de Dios siguiendo el mandato del Papa. Y con el fin de que nuestras acciones resulten de alguna utilidad a los cristianos, ojalá podamos difundir entre los cristianos, al menos, el conocimiento de los verdaderos deseos e intenciones de los tártaros, para que, si volvieran a atacar de repente, no encuentren a los cristianos faltos de preparación, como ya sucedió en una ocasión anterior debido a sus pecados, y causen una gran catástrofe entre el pueblo cristiano

Por tanto, debéis confiar en todo lo que escribimos, ya que es para vuestro beneficio y precaución, y es particularmente fiable dado que todo lo que narramos o bien lo vimos con nuestros propios ojos (ya que durante más de un año y cuatro meses caminamos a través de sus territorios en su compañía, y estuvimos entre ellos) o bien lo escuchamos de boca de los cristianos que tienen esclavizados, a los que consideramos dignos de confianza. Teníamos órdenes del Sumo Pontífice de examinar y observar todo aquello en su conjunto con esmero, unas órdenes que cumplimos con entrega tanto nosotros mismos como el fraile Benedicto de Polonia, de nuestra misma orden, que fue intérprete y compañero en la adversidad.

Con todo, lectores, aunque haya alguna cosa de las que describimos que, para vuestras sorpresa, no se conozca en vuestras regiones, no por eso debéis tacharnos de mentirosos, porque os contamos aquello que o bien vimos en persona o escuchamos como verdadero de boca de otros a los que consideramos dignos de confianza. En efecto, es muy cruel que otros critiquen a un hombre por el bien que hace.


Capítulo 1: El territorio de los tártaros: su ubicación y características y climatología[editar]

Así pues, vamos a dividir en capítulos los hechos que queremos describir sobre los tártaros, a fin de que los lectores puedan encontrar la información con mayor facilidad. En el primero hablaremos de su territorio, en el segundo de su gente, en el tercero de la religión, en el cuarto de las costumbres, en el quinto de su imperio, en el sexto de sus guerras, en el séptimo de los países que han sometido bajo su control, en el octavo de su forma de hacer la guerra y en el último del camino que recorrimos, de la corte del Emperador y de los testigos que nos hallaron en el país de los tártaros.

Para tratar su territorio, nos hemos propuesto relatarlo así: al principio, hablaremos de su ubicación; en segundo lugar, de sus características y, en tercer lugar, de su climatología.

En efecto, su territorio se halla al oriente, en aquel lugar del oriente donde, según creemos, se une al Aquilón[2]. A su este se hallaban el país de los catayos[3] y de los solangos; al sur, los territorios de los musulmanes y, al suroeste, el país de los uygures; al oeste el territorio de los naimanos y por el norte los rodea el Océano.

Una parte de su territorio es muy montañosa y la otra, muy llana, pero casi toda está recubierta de una gravilla arenosa. En una parte hay algunos bosques medianos, pero en la restante no hay ningún árbol. Cocinan sus propios alimentos y alrededor del fuego, alimentado con estiércol de buey y caballo, se sientan tanto el emperador como sus príncipes y el resto de hombres. La tierra que hemos descrito no es fértil ni en una centésima parte, ni puede ofrecer frutos a no ser que la rieguen aguas fluviales, pero las aguas y los arroyos allí son escasos, y los ríos rarísimos. Por esto, no hay aldeas ni ciudades, a excepción de una, llamada Caracaron, de la que se dice que es bastante buena. Nosotros no la llegamos a ver, pero estuvimos cerca, a medio día de viaje, cuando estuvimos en la orda[4] de Sira, que es la mayor corte de su Emperador. Y aunque en otros sentidos aquella tierra es improductiva, es adecuada para alimentar lo suficiente (aunque no en demasía) al ganado.

El clima es sorprendentemente caótico. A mitad del verano, cuando en otras regiones suele hacer el mayor calor, allí hay grandes truenos y relámpagos, que llegan a matar a muchísimos hombres; también es en esa estación cuando caen las mayores nieves. Además, son tan fuertes los temporales de vientos helados que a duras penas y con sufrimiento pueden a veces los hombres cabalgar: cuando nos hallábamos delante de la orda (que es así como llaman en su lengua a los asentamientos del Emperador y de los príncipes), la fuerza del viento nos tumbó al suelo y nos obligó a yacer en él; apenas podíamos ver nada a causa de la cantidad de polvo. En invierno nunca llueve, sino que lo hace a menudo en verano, aunque en una cantidad tan moderada que apenas llega a empapar el polvo y las raíces de las hierbas; también entonces caen las mayores granizadas. De hecho, cuando eligieron al emperador para que ocupase el trono real, que coincidió con nuestra presencia en la corte, se desató de repente tal tormenta de granizo que, como después supimos, mató a más de 160 hombres de la propia corte; además, arrasó con multitud de objetos y tiendas. Allí en verano de repente puede hacer mucho calor y, de súbito, un enorme frío; en invierno, en una parte caen las mayores nieves, pero en otra muy poca.

Para dar una breve conclusión a este capítulo: su territorio es grande pero (como vimos con nuestros propios ojos mientras la atravesábamos durante cinco meses y medio) es mucho más pobre de lo que podemos decir.

Capítulo 2: El físico, la vestimenta, las residencias, los objetos y el matrimonio de los tártaros[editar]

Una vez hemos tratado el territorio, es el momento de hablar de sus hombres. Primero, describiremos el físico de las personas; segundo, trataremos el matrimonio entre ellos; tercero, su vestimenta, cuarto, sus residencias y, quinto, sus objetos.

Su aspecto físico es distinto del resto de hombres; en particular, el espacio entre sus ojos y mejillas es más ancho que en el resto de hombres. Además, sus mejillas sobresalen mucho de la quijada, tienen una nariz chata y mediana, unos ojos pequeños y unos párpados que se elevan hasta las cejas. En general, son de cintura esbelta, a excepción de unos pocos, y casi todos son de una estatura normal. Apenas hay a quien le crezca la barba; sin embargo, algunos tienen algo de pelo en el bigote y la barba, que apenas se afeitan. Se afeitan la coronilla al modo de los clérigos y, por norma general, todos se rasuran la cabellera de una oreja hasta la otra, con un ancho de tres dedos: combinan este afeitado con el de la coronilla que antes comentábamos. De forma similar, todos se rasuran el pelo sobre la frente en un ancho de dos dedos, pero dejan que los pelos que quedan entre la coronilla y esta franja afeitada crezcan hasta las cejas: rasurando a ambos lados de la frente más que en el centro, dejan esos pelos largos. El resto de la cabellera se la dejan crecer como las mujeres, con la que hacen dos trenzas y anudan cada una de ellas detrás de cada oreja. Los pies los tienen de un tamaño mesurado.

Cada uno tiene las mujeres que puede tener: alguno cien, otro cincuenta, aquel diez; uno muchas y otro menos, y por norma general se casan con cualquier pariente, a excepción de la madre, la hija y la hermana de la misma madre; en cambio, pueden casarse con las hermanas por parte de padre e incluso con las esposas del padre tras su muerte. También un hermano menor puede casarse con la esposa de su hermano tras su muerte o, mejor dicho, cualquier miembro menor de la familia la puede tomar por esposa. A todo el resto de mujeres, sin ninguna diferencia, las toman por esposas y las compran como algo muy valioso a sus parientes. Tras la muerte de sus maridos, las mujeres no entran fácilmente en un segundo matrimonio, a no ser que alguien desee convertir en esposa a su madrastra.

La vestimenta, tanto de las mujeres como de los hombres, se confecciona de la misma manera. No usan capas, mantos, sayos ni pieles, sino que llevan unas túnicas de tela de Bujará, de púrpura, o de estilo bagdadí, confeccionadas de esta manera: están cortadas de arriba hasta abajo y se doblan a la altura del pecho; se atan con un nudo a la izquierda y tres a la derecha y, además, también están abiertas por el lado izquierdo hasta la manga. Confeccionan sus abrigos de pieles de igual manera: sin embargo, el abrigo externo tiene pelos por fuera y, aunque está abierto por detrás, tiene una cola por detrás hasta la altura de las rodillas.

Por otro lado, las mujeres que están casadas tienen una túnica muy ancha, que llega hasta el suelo y está cortada por delante. Sobre la cabeza llevan una cosa redonda fabricada con mimbre o cortezas, que se extiende un codo de largo y acaba en el extremo con forma cuadradada. Desde la base hasta la punta su anchura siempre crece, y en el extremo tienen un zarcillo largo y esbelto de oro, plata o madera, o también una pluma. Está cosido a una capucha que se extiende hasta los hombros y tanto el pellejo como el elemento que hemos descrito está cubierto con tela de Bujará, púrpura o de estilo bagdadí. Sin ese elemento nunca se presentan ante un hombre y gracias a él el resto de mujeres las reconocen[5]. Es difícil distinguir a las muchachas y las mujeres jóvenes de los hombres, porque en todo lo demás visten como los hombres. Tienen unas capuchas distintas a las del resto de pueblos, cuya forma no somos capaces de describir y que se nos entienda.

Sus residencias son redondas y se preparan como una tienda, levantada con ramas y bastones finos. Por encima, tienen en el centro una ventana redonda, por donde entra la luz y para que pueda salir el humo, ya que siempre encienden un fuego en el centro; las paredes y el techo están recubiertas de fieltro. Algunas residencias son grandes y algunas pequeñas, según la importancia o insignificancia de los hombres; algunas se desmontan de repente, se reparan y se cargan sobre mulas, otras no pueden desmontarse sino que se transportan en carro. Para las menores, con un buey hay suficiente para moverlas; para las mayores, hacen falta tres o cuatro o incluso más, según lo grande que sea, para moverla. Dondequiera que vayan, ya sea a la guerra ya sea a otro lugar, siempre las llevan consigo.

Son muy ricos en animales, en camellos, bueyes, ovejas, cabras... De caballos y yeguas tienen tal cantidad que no creemos que haya tantos en el resto del mundo. En cambio, no tienen prácticamente ningún cerdo ni otros animales.

Capítulo 3: El culto divino, aquello que consideran pecado, los rituales de adivinación y purificación , los ritos funerarios y más[editar]

Una vez que ya hemos hablado de los hombres, ha llegado el momento de seguir con su religión, que abordaremos de la siguiente manera: primero hablaremos de sus cultos; segundo, de aquello que consideran pecado; tercero, de sus rituales de adivinación y purificación de los pecados y, cuarto, de los ritos funerarios.

Creen en un solo Dios, al que consideran el creador de todo lo visible e invisible; creen que es él quien crea tanto los bienes de este mundo como las penas. Aunque no lo adoran con rezos, alabanzas o rituales de ningún tipo, tienen sin embargo unos ídolos con forma humana fabricados con fieltro y los colocan a ambos lados de la entrada a su residencia y por debajo ponen algo de fieltro simulando la forma de una ubre. Creen que son los guardianes de los rebaños y que les otorgan el don de la leche y las crías; en cambio, otros los hacen con paños de seda y les rinden grandes honores. Algunos los colocan en hermosos carros cubiertos ante la entrada de su residencia y, si alguien roba ese carro, es asesinado sin miramientos. Cuando desean fabricar estos ídolos, todas las señoras mayores que hay en cada residencia se reúnen y los fabrican con gran reverencia; una vez que los han acabado, sacrifican una oveja y se la comen, y queman sus huesos en el fuego. Cuando algún niño cae enfermo, hacen también un ídolo de la forma que hemos descrito, y lo atan encima de su lecho. Los cabecillas, los milenarios y los centenarios siempre tienen uno en medio de su residencia. (NOTA: El autor está transponiendo la jerarquía social de su época a los mongoles. Desde la época de las migraciones, en los reinos que sucedieron al Imperio Romano se organizó una especie de escala feudal, en la que los milenarios y centenarios eran posiciones por debajo del señor de un lugar, encargados de la administración local.)

A dichos ídolos les ofrecen en primer lugar leche de cualquier animal de rebaño y de las yeguas; también, cuando empiezan a beber o comer, les ofrecen la primera porción del alimento o bebida. Cuando sacrifican algún animal, le ofrecen el corazón en una copa al ídolo que está en un carro hasta la mañana siguiente; entonces se lo retiran, lo cocinan y se lo comen. También hicieron primero un ídolo para el emperador que colocaron en un carro ante su residencia como un gran honor (como vimos en la orda de ese emperador), al que ofrecen muchas ofrendas; también le ofrendan unos caballos que después nadie se atreve a montar hasta que mueren, así como otros animales de cuyos huesos no se rompe ni uno en el momento del sacrificio para comerlos sino que se queman en el fuego. Se inclinan ante él mirando al sur, como ante un dios, y hacen también inclinarse a algunos nobles que se presentan ante ellos.

Por esto mismo sucedió hace tiempo que hicieron que Mijaíl, uno de los grandes duques de Rusia, cuando vino a someterse a Batú, cruzara primero entre dos fuegos. Después le dijeron que se inclinara ante Gengis Kan, a lo que respondió que no tenía ningún problema en inclinarse ante Batú y sus siervos, pero que él no se inclinaría ante la imagen de un muerto, ya que esto no les está permitido a los cristianos. Y como una y otra vez le insistían con inclinarse y se negaba, Batú le comunicó, a través de su hijo Yaroslav, que lo ejecutaría si no se inclinaba, a lo que Mijaíl respondió que prefería morir antes que realizar un acto prohibido. Entonces el propio Batú envió un servidor para que le patease en el pecho, a la altura del corazón, con el tacón durante el tiempo necesario hasta que muriese; mientras tanto, uno de los caballeros que lo acompañaba lo reconfortó diciéndole: “Resiste, porque este castigo no te durará mucho, y enseguida le seguirá un gozo sempiterno.” Después le cortaron la cabeza con un cuchillo y al caballero que hemos mencionado también lo degollaron con un cuchillo.

Además del sol, también veneran la luna, el fuego y el agua, y rezan a la tierra: les ofrendan la primicia de los alimentos y las bebidas, tanto por la mañana como sobre todo antes de comer o incluso de beber. Y dado que no observan ningún ley en el culto divino, no obligaron a nadie (que sepamos) a abjurar de su fe o creencia, a excepción del susodicho Mijaíl. No sabemos qué harán en un futuro, aunque algunos suponen que, si tuvieran el poder absoluto (Dios no lo quiera), harían que todos se inclinasen ante ese ídolo.

Sucedió que, mientras todavía estábamos en su territorio, Andreas, duque de Chernígov, de Rusia, fue acusado ante Batú de haber robado unos caballos en tierras tártaras y de haberlos vendido en otro lugar y, aunque no se demostró su culpabilidad, fue ejecutado. Al oírlo, su hermano menor acudió con la mujer del ejecutado ante el jefe Batú, con el deseo de suplicarle que no les privasen de sus tierras. Este le dijo al joven que tomase a la esposa de su hermano carnal como su mujer y a la mujer le ordenó que lo tomase como su marido, siguiendo las costumbres de los tártaros, a lo que ella respondió que prefería morir antes que actuar contra la ley. Sin embargo, Batú se la entregó igualmente al joven, aunque ambos se negaron todo lo que pudieron, los llevaron a ambos a un lecho, pusieron al joven encima de ella (por más que ella gritaba y se negaba) y, bajo una coacción total y no condicional[6], yacieron juntos.

Aunque no tienen ninguna ley sobre cómo hacer justicia o prevenir el pecado, sin embargo tienen algunas tradiciones que definen qué es un pecado, que elaboraron ellos mismos o sus antepasados. Uno es poner un cuchillo en el fuego, o incluso tocar el fuego de cualquier manera con el cuchillo o sacar la carne del caldero con un cuchillo, o cortar leña con hacha al lado del fuego: creen que así podría decapitarse al fuego. De igual manera, lo piensan de apoyarse en el flagelo con el que se azota al caballo (ellos no usan espuelas) o de tocar las flechas con el flagelo; de cazar o matar crías de aves o golpear al caballo con el freno; también de romper un hueso con otro hueso, de verter leche u otra bebida o comida en la tierra. También lo es mear en una residencia; si alguien lo hace voluntariamente, se le asesina; si no, debe pagar una gran cantidad de dinero a un hechicero para que los purifique haciendo que tanto la propia residencia como todo lo que hay en ella pase entre dos fuegos (antes de que sea purificada, nadie se atreve a entrar en ella ni a sacar nada de su interior). Asimismo, si alguien muerde algo pero no puede tragarlo y se le cae al suelo, se hace un agujero bajo la residencia, se le extrae por ahí y se le ejecuta sin miramientos; también se ejecuta de igual manera a quien pisotea el umbral de la residencia de algún jefe.

Tienen muchas otras costumbres similares a estas, que sería largo describir; en cambio, asesinar a otros hombres, invadir las tierras de otros pueblos, hacerse injustamente con las posesiones ajenas de cualquier manera, fornicar, injuriar a los demás, obrar contra las prohibiciones y órdenes de Dios... nada de esto lo consideran pecado.

No saben nada de la vida eterna ni de la condenación perpetua; sin embargo, creen que, tras la muerte, viven en otro mundo en el que los rebaños se multiplican y ellos comen, beben y hacen el resto de cosas que en este mundo los vivos realizan.

Depositan mucha fe en la adivinación, los augurios, los auspicios y los sortilegios y, cuando les responde un demonio, creen que es un dios quien les habla. A este dios lo llaman Itoga (aunque los cumanos lo denominan Kam), al que temen y reverencian hasta unos niveles sorprendentes: le presentan muchas ofrendas y las primicias de las comidas y bebidas, y todo lo hacen en función de sus respuestas. Acometen todos sus proyectos al principio del ciclo lunar o con la luna llena, por lo que la llaman “el gran emperador”: doblan la rodilla ante ella y ruegan su intervención. También dicen que el sol es la madre de la luna, porque recibe la luz del sol.

Para abreviar, creen que todo lo purifica el fuego; por esto, cuando llegan embajadores ante su corte o príncipes o cualquier otra persona, es necesario que ellos y todos los obsequios que traigan pasen entre dos fuegos para purificarse, para que no realicen ningún encantamiento por casualidad ni puedan traer venenos o nada malo. De igual manera, si cae fuego del cielo sobre los rebaños o sobre los hombres (cosa que allí sucede a menudo) o les sucede algo similar, consideran que están contaminados o tendrán mala fortuna, por lo que necesitarán que algún brujo los purifique de esta manera. Depositan casi todas sus esperanzas en tales creencias.

Cuando alguien tiene una enfermedad mortal, se coloca una lanza (ante su residencia) envuelta en fieltro negro: entonces nadie ajeno se atreve a adentrarse en los límites de estas residencias. De hecho, cuando alguien empieza a agonizar, casi todos se alejan, ya que nadie que haya asistido a una muerte puede entrar en la orda de un cabecilla o del emperador hasta el nuevo ciclo lunar.

Cuando alguien muere, si es un notable, se le entierra en un lugar oculto de una campo que le gustara. Se le entierra con una de sus residencias: se le sienta en medio, se le prepara la mesa delante, con una bandeja repleta de carne y una copa de leche de yegua. Se entierra con él a una yegua junto con un potro y un caballo con su freno y silla; también se comen otro caballo y rellenan su pellejo de paja. Colocan todo esto en lo alto, sobre dos o cuatro maderos, para que el fallecido tenga en el otro mundo una residencia para vivir, una yegua para que tenga leche y pueda criar caballos, caballos para que pueda cabalgar y queman los huesos del caballo que han comido en su honor. A menudo, las mujeres se reúnen también para quemar huesos por el bien de las almas de los hombres, como pudimos ver con nuestros ojos y comprendimos allí mismo gracias a otros. También vimos que Ogodei[7], el padre del vigente emperador, ordenó que se plantase un arbusto para que creciera por el bien de su alma, por lo que mandó que nadie cortase ni una rama y, si alguien la cortaba (como vimos nosotros mismos), lo azotaban, lo desnudaban y lo maltrataban. Por esto, aunque nosotros necesitábamos mucho una rama para azuzar nuestro caballo, no nos atrevimos a cortar una rama de allí.

Asimismo, se entierra oro y plata con el fallecido; después, rompen el carro en el que lo han transportado y destrozan su residencia, y nadie se atreve a mencionar su nombre hasta la tercera generación.

Hay otra forma en la que se entierra a algunos notables. Marchan a un campo a escondidas, donde arrancan todas las hierbas de raíz y excavan una gran fosa; en uno de los costados de esta fosa hacen un agujero en el que meten a un siervo por el que sintiera gran aprecio el fallecido. Este yace en ese agujero hasta que empieza casi a agonizar; entonces lo sacan para que pueda respirar. Repiten este procedimiento por tres veces; si sale con vida, después es libre y puede hacer cualquier cosa que le plazca; además, goza de gran consideración en la residencia y entre los familiares del fallecido. En cambio, si muere, lo colocan en el agujero que han hecho en el costado de la fosa, junto con todo lo que antes hemos comentado. Después rellenan la fosa y colocan las hierbas por encima como estaban antes, de tal manera que nadie pueda encontrar ese lugar después. Todo lo demás lo realizan como antes hemos descrito, aunque abandonan su tienda fuera, en el campo.

En sus tierras hay dos cementerios: en uno se entierra los emperadores, cabecillas y todos los nobles; dondequiera que mueran, si es factible, se les lleva hasta allí y se les entierra con mucho oro y plata. El otro es en el que fueron enterrados aquellos que murieron en Hungría (muchos de los suyos murieron allí). Nadie se atreve a entrar en estos cementerios a excepción de sus guardianes; si alguien lo hace, se le captura, desnuda, azota y maltrata. Sin saberlo, nosotros entramos en las lindes del cementerio de los fallecidos en Hungría y se nos acercaron los guardianes con la intención de dispararnos unas flechas. Sin embargo, como éramos unos embajadores y no conocíamos las costumbres de su tierra, nos dejaron marchar en libertad.

Es menester que todos los familiares y los habitantes de la residencia del fallecido se purifiquen con fuego. Esta purificación la realizan de la siguiente manera: encienden un fuego, colocan dos lanzas al lado de los fuegos y una cuerda que va de lo alto de una lanza a la otra; en esa cuerda anudan unos algunos retales de tela de Bujará. Es bajo esta cuerda y retales por donde cruzan los hombres, las bestias y las residencias; además, hay dos mujeres, una a cada lado, que vierten agua mientras recitan unos cánticos. Si en ese momento se rompe algún carro o algún objeto cae al suelo, se lo quedan los brujos. Si muere alguien por la caída de un rayo, todos los que habitasen con él en la misma residencia tienen que cruzar entre los fuegos de la manera que hemos descrito; nadie toca ninguna de sus posesiones (ni la residencia ni el lecho ni el carro ni los fieltros ni las ropas), sino que todos las rechazan como algo impuro.

Capítulo 4: Sus buenas y malas costumbres, sus leyes consuetudinarias, su alimentación...[editar]

Una vez que hemos hablado de su religión, es el momento de comentar sus costumbres, que expondremos de la siguiente manera: primero hablaremos de sus buenas costumbres; segundo, de las malas; tercero, de sus leyes consuetudinarias y, cuarto, de su alimentación.

Estos hombres, los tártaros, obedecen más a sus señores que otros, tanto religiosos como seglares, les tienen mayor reverencia y difícilmente les mienten. Rara vez, o nunca, se atacan unos a otros de palabra, y nunca de obra; entre ellos, nunca se producen guerras, trifulcas, agresiones o asesinatos. Tampoco se encuentran bandidos ni ladrones de cosas importantes; de hecho, tienen sus tesoros en sus residencias y carros y no los protegen con cerraduras o cadenas. Si se pierden algunos animales, quien los encuentra los devuelve o los lleva a unos hombres que tienen tal papel, mientras que quienes las han perdido se las piden a esos mismos hombres y las recuperan sin ningún problema. Entre unos y otros se muestran respetuosos y bastante cariñosos; la comida, aunque escasea, la comparten sin problemas.

Además, son capaces de soportar bastantes padecimientos; de hecho, ayunan uno o dos días sin comer nada y no parece que les cueste nada, sino que cantan y juegan como si hubieran comido bien. Cuando salen a cabalgar, aguantan mucho el frío y apenas padecen por el calor. Tampoco son frágiles; no parecen envidiarse unos a otros y entre ellos casi no hay ningún placer. Nadie desprecia a nadie, sino que se ayudan y apoyan hasta donde pueden, según corresponda.

Sus mujeres son castas y entre ellos no se oye hablar nada de sus infidelidades; sin embargo, en las fiestas se habla un poco de ellas con términos ofensivos y desvergonzados. Rara vez, o nunca, se ve que haya peleas entre ellos y, aunque se emborrachen profundamente, incluso en ese estado no se atacan nunca de palabra o de obra.

Una vez que ya hemos descrito sus buenas costumbres, es el momento de seguir con las malas. Son los hombres más arrogantes del mundo y desprecian a todos los demás, hasta tal punto que no tienen ninguna consideración por ellos, ya sean nobles o comunes. Es más, en la corte del Emperador vimos a Yaroslav, un noble, gran duque de Rusia; también al hijo del rey y la reina de Georgia y a los sultanes, que no recibieron ninguno de los honores que se les debía sino que los tártaros que los acompañaban, aunque eran de baja estofa, los precedían, ocupaban siempre el primer lugar y el más elevado; es más, a menudo se veían obligados a sentarse detrás de estos.

Tienen una naturaleza mucho más iracunda e indignante que el resto de hombres, y también más mentirosa, ya que no muestran ninguna verdad. Al principio son blandos, pero al final atacan como un escorpión; son engañosos y falaces y, si pueden, engatusan a todos con su astucia. Son gente muy sucia, tanto para comer como para beber como para otras cosas. Cuando quieren causarle un mal a alguien, lo ocultan de una forma admirable, para que aquel no lo pueda prever o encontrar una solución a sus argucias. La ebriedad es honorable entre ellos y, cuando alguien ha bebido mucho, cae allí mismo y no por eso deja de beber de nuevo. Son muy codiciosos y avariciosos: son los más agresivos para recaudar, los más tenaces para guardar y los más tacaños para dar. El asesinato del resto de hombres no supone ningún problema para ellos. Para resumir, sería tan extenso recopilar todas sus malas costumbres que no pueden ponerse por escrito.

Sus alimentos son cualquier cosa que pueda comerse: comen perros, lobos, zorros y caballos y, en caso de necesidad, carne humana. Por esto, cuando lucharon contra una ciudad de Catay, donde residía su emperador, el asedio duró tanto tiempo que los propios tártaros se quedaron sin recursos y, como no tenían nada que comer, tomaban a uno de cada diez hombres para comerlo. También comen los efluvios que surgen de las yeguas <preñadas> con potros; es más, incluso los vimos comer piojos. Decían: “¿Es que no me tengo que comer a quienes devoran mi carne y beben mi sangre?” También los vimos comer ratones.

No usan manteles ni servilletas; no tienen ni verduras ni legumbres ni ninguna otra cosa que no sea carne, de la que comen tan poca que otros pueblos apenas podrían vivir con esa cantidad. Se ensucian mucho las manos con la grasa de la carne; cuando han acabado de comer, se las limpian en las botas, en las hierbas o en otros sitios similares; los nobles suelen tener algún pequeño paño con los que se limpian las manos al acabar de comer carne. Uno trincha la carne y otro recibe las porciones según el corte del cuchillo: a cada uno se le ofrece carne, a unos más y a otros menos, según se les desee honrar más o menos. No lavan los platos; si lo hacen, es con caldo de carne, que devuelven a la olla con la carne. Las ollas, los calderos y el resto de recipientes que se hacen servir para tal fin, si se lavan, se hace de igual manera. Entre ellos se considera un gran pecado dejar que algo de bebida o de comida se desperdicie de alguna manera; por esto, no se permite darle los huesos a los perros si no se les ha extraído antes la médula. Tampoco lavan sus vestimentas ni permiten que se laven, especialmente desde el momento en que empieza la temporada de tormentas eléctricas hasta que acaban. Beben mucha leche de yegua, toda la que pueden, y también de oveja, de vaca, de cabra e incluso de camello. No tienen ni vino ni cerveza ni hidromiel, a no ser que se lo envíen otros pueblos o se lo regalen.

En invierno, a no ser que sean ricos, no tienen leche de yegua; cuecen unas gachas de mijo con agua tan claras que no pueden comerse, sino que se beben. Cada uno de ellos bebe un cuenco o dos por la mañana y no come nada en todo el día; por la tarde se le reparte a cada uno un poco de carne y beben caldo de carne. Por contra, en verano, como tienen bastante leche de yegua, comen poca carne a no ser que quizá alguien se la regale o consigan cazar algún animal o ave.

Tienen la ley consuetudinaria de matar a cualquier hombre y mujer a los que descubran claramente en adulterio; de igual manera, si una doncella tiene relaciones con algún hombre, matan al hombre y a la mujer. Si se descubre a alguien saqueando o robando en las tierras que ellos controlan, se le asesina sin miramientos. Si alguien desvela sus planes, especialmente cuando quieren ir a la guerra, se le dan cien azotes en la espalda, todo lo fuertes que pueda darlos un campesino con un gran garrote. Cuando alguno de los inferiores se equivoca en algo, los notables no lo perdonan, sino que los azotan con dureza como castigo.

No hay diferencia alguna entre el hijo de una concubina y el de una esposa, sino que el padre otorga a cada uno lo que desea y, si es del linaje de los jefes, es tan jefe el hijo de una concubina como el de una esposa legítima. Cuando un tártaro tiene muchas esposas, cada una tiene para sí misma su propia residencia y séquito y el marido come, bebe y duerme cada día con una. Sin embargo, una es más importante que las demás, y con ella pasa el tiempo más a menudo que con el resto. Sin embargo, aunque son muchas, les resulta fácil que no haya disputas nunca entre ellas.

Los hombres no realizan ningún trabajo, a excepción de fabricar flechas y cuidar un poco de los rebaños, sino que se dedican a la caza y al tiro con arco. Todos, desde el más humilde hasta el más importante, son buenos arqueros y sus niños, nada más tienen ya dos o tres años, empiezan a montar, a guiar los caballos y a lanzarlos a galopar y se les dan arcos acordes a su edad y les enseñan a disparar. Son muy ágiles y atrevidos.

Las doncellas y las mujeres montan a caballo y al galope, como los hombres. También las vimos armadas con carcaj y arco y son capaces de aguantar tanto montadas a caballo como los hombres. Tienen unos estribos muy cortos y cuidan muy bien de sus caballos; es más, son los mejores conservando cosas. Sus mujeres realizan todos los trabajos: abrigos, vestidos, zapatos, botas y todo lo que se fabrica con pieles; guían los carros y los reparan y cargan los camellos. Son muy rápidas y esforzadas en todas las tareas. Todas las mujeres usan unas calzas y algunas disparan como los hombres.

Capítulo 5: El inicio del imperio de los tártaros, sus líderes y los dominios de su emperador y de sus principales seguidores[editar]

Una vez que hemos comentado sus costumbres, hay que desarrollar el tema de su imperio. Primero hablaremos de sus inicios; segundo, de sus líderes y, tercero, de los dominios del Emperador y de sus principales seguidores.

Hay una tierra en las regiones orientales, de la que hemos hablado antes, Mongolia[8]. Esta tierra antaño tenía cuatro pueblos distintos: los yekamongoles, que se llamaban “mongoles grandes”; el segundo, sumongoles, que se llamaban “mongoles de agua” aunque ellos se denominan tártaros por un río que cruzaba sus tierras conocido como el Tartur; otros, los merkitas y los cuartos, mecritas. Todos estos pueblos tenían el mismo aspecto físico y compartían lengua, aunque entre sí estaban divididos en regiones, cada uno con su líder.

En la tierra de los Yekamongoles hubo alguien que se llamaba Gengis[9]. Este empezó siendo un poderoso cazador a las órdenes de su señor: enseñó a todos los hombres a saquear y robar rebaños. Iba a otras tierras y no dejaba marchar a quienes podía capturar para incorporarlos a sus filas. Doblegó a su gente, que lo seguían como a su propio líder a todas fechorías. Empezó a luchar contra los sumongoles, o tártaros, y después de reclutar a muchos hombres, mató a su líder y tras muchas guerras sometió a todos los tártaros y los convirtió en sus sirvientes. Después de esto, combatió contra todos aquellos: con los merquitas, que se hallaban junto a la tierra de los tártaros, a los que también sometió bajo su yugo. De ahí marchó a la guerra contra los mecritas, a los que también derrotó.

Cuando los naimanos se enteraron de que Gengis había conseguido tales cotas de poder, se indignaron, ya que ellos tenían un emperador que había sido muy aguerrido y al cual entregaban un tributo todos los pueblos que antes hemos mencionado. Cuando este pagó la deuda universal de la carne[10], sus hijos ocuparon su lugar, pero eran jóvenes y estúpidos y no sabían retener al pueblo, sino que estaban divididos y enfrentados entre sí. Por esto, mientras Gengis elevaba su poder de esta manera, aquellos sin embargo hacían incursiones sobre los territorios que hemos señalado, mataban hombres, mujeres y niños y robaban sus rebaños.

Gengis, en cuanto oyó esto, reunió a todos los pueblos que había sometido; por el otro lado, los naimanos y los karakitai, es decir, los kitanos negros, se reunieron contra ellos en un estrecho valle entre dos montes, por donde nosotros pasamos para visitar al emperador, y se entabló un combate en el que los naimanos y los karakitai fueron derrotados por los mongoles. De estos, la mayor parte fue asesinada y los que no pudieron escapar fueron reducidos a la servidumbre.

Cuando Ogodai, el hijo de Gengis Kan, fue nombrado emperador, edificó en el territorio de Karakitai una ciudad llamada Omyl, a cuyo sur se encuentra, cerca, un gran desierto, en el cual se asegura que viven unos hombres salvajes que no hablan de ninguna manera ni tienen articulaciones en las piernas. Si alguna vez se caen, no pueden levantarse solos sin ayuda, pero tienen tal inteligencia que elaboran un fieltro con la lana de camello con la que se visten, y que también colocan contra el viento. Si alguna vez los tártaros se los encuentran y los hieren con sus flechas, ponen hierbas en la heridas y se esfuerzan por huir de ellos.

Mientras los mongoles volvían hacia sus tierras, se preparaon para el combate contra Catay y fueron moviendo sus campamentos hasta que se adentraron en el país de los catayos. Cuando se enteró, el Emperador de Catay vino contra ellos con su ejército y se entabló un duro combate en el que los mongoles fueron derrotados y todos los notables del ejército mongol fueron asesinados a excepción de siete. Por este motivo, cuando alguien los amenaza diciéndoles: “Moriréis si entráis en aquella tierra, porque allí habita una multitud de pueblos y sus hombres están preparados para el combate.”, responden: “Una vez ya nos mataron y no sobrevivimos más que siete; enseguida crecimos hasta ser una multitud, por lo que no tenemos miedo de tales amenazas.”

Gengis y el resto de supervivientes huyeron a su tierra y, mientras reposaban por un tiempo, Gengis se preparaba de nuevo para el combate. Marchó a la guerra contra los uyros[11], a los que derrotó en la guerra y de quienes tomó el alfabeto, ya que hasta ese momento no tenían escritura y ahora se la conoce como escritura mongola. De allí marchó contra la tierra de los sariemiur, de los karanitas, de los voyrat y de los kanana, y los derrotó a todos.

De allí volvió a su tierra y, después de reposar un tiempo, reunió a todos sus hombres y marcharon también a la guerra contra los catayos. Lucharon durante mucho tiempo contra ellos y conquistaron una gran parte de sus tierras; de hecho, encerraron al Emperador catayo en su capital, a la que asediaron tanto tiempo que el ejército mongol empezó a carecer de todos los suministros. Y como no tenían nada que comer, ordenó Gengis Kan que se entregara un hombre de cada diez como comida. Los asediados luchaban con arrojo contra ellos con máquinas y flechas y, cuando se les acabaron las piedras, usaban plata en vez de piedras y, sobre todo, plata fundida (aquella ciudad estaba repleta de muchas riquezas). Cuando el combate siguió alargándose y no podían derrotarla en combate, hicieron un gran galería subterránea desde su ejército hasta el centro de la ciudad y, abriendo de repente el suelo, aparecieron en el medio de la ciudad sin que los defensores se dieran cuenta y lucharon contra los habitantes mientras que los que estaban fuera también luchaban contra ellos. Así cayeron las puertas, entraron en la ciudad y, después de matar al Emperador y a muchos habitantes, se apoderaron de la ciudad y se llevaron el oro, la plata y muchas riquezas. Una vez que dejaron a sus hombres al mando de Catay, volvieron a su país. Tras la derrota del Emperador de Catay, Gengis fue aclamado emperador.

Una parte del país de Catay, la que está junto a la costa, a día de hoy todavía no la han podido conquistar. Los catayos, de quienes hemos hablado antes, son un pueblo pagano que tiene un alfabeto particular. Según se dice, conocen el nuevo y el antiguo testamento y tienen las “Vidas de los padres”, ermitaños y edificios construidos de forma similar a una iglesia, en las que rezan en sus momentos, y dicen que tienen algunos santos. Adoran a un solo Dios, honran a Jesucristo nuestro señor, aman a los cristianos y dan mucha limosna. Parecen ser unos hombres bondadosos y gentiles. No tienen barba y el aspecto de sus rostros coincide bastante con el de los mongoles, aunque no son tan anchos de cara. Tienen su propia lengua. No se puede encontrar en el mundo unos artesanos mejores en cualquier oficio que los hombres suelan ejercer. Su tierra es muy rica en cereales, vino, oro y seda, y también de todo aquello con lo que sustenta la naturaleza humana.

Después de reposar por un tiempo, dividió sus ejércitos. A uno de sus hijos, llamado Tossuc[12], al que también llaman Kan (es decir, Emperador), lo envió al frente de un ejercito contra los cumanos, a los que derrotó en una gran contienda y, después de derrotarlos, volvió a su tierra. A otro hijo lo envió al frente de otro ejército contra los indos, que derrotó a la India menor[13]. Estos negros son musulmanes, a los que se denomina etíopes. Este ejército avanzó contra los cristianos que habitan en la India mayor; su rey, conocido popularmente como el Preste Juan, reunió a su ejército y salió a luchar contra ellos en cuanto se enteró. Creó estatuas de bronce que montó en las sillas de los caballos; estas estatuas tenían un fuego encendido dentro y detrás de ellas iban unos hombres con fuelles. Tras crear muchas estatuas de este tipo y preparar así su caballería, fue a enfrentarse contra los tártaros. Cuando llegaron al campo de batalla, envió a estos caballos en una hilera y los hombres que iban detrás de ellos echaron algo encima del fuego que había dentro de las estatuas y accionaron con fuerza los fuelles. Así se produjo un efecto similar al del fuego griego que calcina a hombres y caballos y el humo ennegreció el cielo. Entonces arrojaron flechas contra los tártaros, que hirieron y mataron a muchos, y así con gran desorden los expulsaron de sus fronteras. Por lo que sabemos, nunca volvieron a intentar cruzarlas.

Mientras volvían por un desierto, llegaron a un lugar en el que se encontraron unos monstruos con aspecto de mujer. Cuando les preguntaron, a través de muchos intérpretes, dónde estaban los hombres del lugar, les respondieron que en aquella tierra todas las que nacían mujer tenían forma humana mientras que los hombres tenían forma canina. Mientras extendían su estancia en aquel lugar, unos perros se reunieron en otra parte del río y, en medio de un inverno muy riguroso, se lanzaron todos al agua y después se revolcaron sin parar en el suelo: así se mezcló el agua que había sobre sus pieles con el polvo y se congeló. Una vez que estuvieron recubiertos de aquella densa capa de hielo, atacaron con gran empeño a los tártaros. Cuando estos les disparaban flechas, las flechas rebotaban como si chocasen contra una piedra, y el resto de armas no podían herirlos de ninguna manera. Mientras, los perros saltaban sobre ellos y a dentelladas hirieron y mataron a muchos, hasta que los expulsaron de sus fronteras. Por eso hoy tienen todavía un proverbio: “A tu padre (o a tu hermano) lo mataron los perros.” Se llevaron las mujeres que habían capturado a su territorio y, hasta el día de su muerte, allí se quedaron.

Mientras volvía aquel ejército, el mongol, llegó a la tierra de Burutabez[14], a cuyos habitantes, paganos, derrotaron en la guerra. Tienen una sorprendente costumbre (o, más bien, digna de conmiseración): cuando el padre de alguien paga la deuda propia de la naturaleza humana, toda su familia se reúne y se lo come, que nos contaron como algo verdadero. No tienen pelos en la barba; llevan siempre un instrumento de hierro en las manos, por lo que vimos, con el que siempre se afeitan si crece algún pelo en su rostro. De esta región el ejército volvió a su tierra.

Al mismo tiempo que dividía sus ejércitos, el propio Gengis Kan marchó en una expedición contra oriente a través de la tierra de los kirguis, a los que no venció en la guerra. Según se nos contó allí, llegó hasta los montes Caspios, pero aquellos montes de aquella región a la que se acercaron son de roca adamantina, con la que fabrican sus flechas y armas de hierro. Vieron a unos hombres aislados por los montes caspios, porque ya se habían abierto paso por una montaña, pero había una nube extraña ante ellos, a la que no podían acercarse de ninguna manera porque, quienes lo hacían, enseguida morían.

Sin embargo, antes de llegar a este monte habían tardado un mes en cruzar unas vastas tierras desoladas; de allí, marcharon ahora contra oriente y estuvieron durante un mes cruzando un extenso desierto hasta que llegaron a una tierra en la que los caminos se veían hollados, pero no podían encontrarse con nadie. Al final, tras mucho buscar, encontraron a un hombre con su mujer, a los que llevaron ante Gengis Kan. Cuando les preguntaron dónde vivían los hombres de aquella tierra, respondieron que vivían todos en cuevas bajo los montes. Gengis retuvo a la mujer y envió al hombre con unos heraldos para exigirles que acudieran a sus órdenes. Aquel hombre se presentó ante los suyos y les relató todo lo que Gengis Kan les había ordenado; aquellos respondieron que acudirían todos en un determinado día para cumplir con sus órdenes. Sin embargo, a mitad de plazo, se reunieron en unas vías subterráneas desconocidas y fueron a atacar a los mongoles: los acometieron de improviso y mataron a muchísimos; ellos (es decir, Gengis Kan y los suyos), al ver que no resultaba de ningún provecho sino que antes bien iba a perder más hombres (porque, al alba, se producía un sonido tan fuerte que se veían obligados a poner una oreja en el suelo y taparse la otra con todas sus fuerzas para no escuchar aquel terrible sonido, y así no podían defenderse, por lo que mataron a muchísimos de ellos) se marcharon de aquellas tierras.

Y mientras volvían de aquel lugar, el ejército carecía de todo tipo de suministros y tenían muchísima hambre. Entonces, por casualidad, se encontraron las entrañas de una bestia recientemente muerta y, a excepción del estiércol, lo cocieron todo y lo presentaron ante Gengis Kan, que lo comió con los suyos. Desde entonces, Gengis decretó que no se desperdicie ni la sangre ni las entrañas ni nada que pueda comerse de una bestia, a excepción del estiércol.

Después volvió a su tierra y allí proclamó diversas leyes y normas, que los tártaros cumplen a rajatabla. De ellas tan solo mencionaremos dos: la primera es que quienquiera que, elevado por su propia arrogancia, desee ser emperador por su propia autoridad y sin la elección del resto de príncipes debe ser asesinado sin miramientos: de ahí que, antes de la elección de Guyuk Kan, fuera asesinado uno de los sobrinos del propio Gengis Kan por este motivo, ya que quería reinar sin haber sido elegido. La otra norma es que deben someter a su poder a todo el mundo y no estar en paz con nadie (a no ser que se hayan entregado), hasta que llegue el momento de la desaparición de su pueblo.

De hecho, han combatido durante cuarenta y dos años, y antes deben reinar dieciocho; después de esto, según dicen que les ha sido profetizado, otro pueblo (no saben cuál) les derrotará. Y aquellos que puedan escapar, según dicen, deben adoptar las leyes que tengan aquellos que los derroten en la guerra. Decretó también que el ejército debe organizarse por millares, centenas, decenas y 'tenebras' (es decir, decenas de miles[15]. También decretó muchas otras cosas que sería largo describir y que nosotros, además, desconocemos. Después de concluir sus ordenanzas y leyes, murió por el golpe de un rayo.

Tuvo cuatro hijos; uno se llamaba Ogodei, otro Tossuc, otro Chagatai y el nombre del cuarto no lo sabemos. De estos cuatro descienden todos los cabecillas mongoles. El primero, Ogodei, tuvo estos hijos: Guyuk, el actual Emperador, Cocten y Ohirenen (no sabemos si tuvo más hijos). De Tossuc, son hijos Batu, el más rico y poderoso después del Emperador, Orda, el más antiguo de todos los jefes, Siban, Bora, Berca, Taube (los nombres del resto de hijos no los sabemos). De Chagatai, Burim y Oadan (desconocemos el nombre del resto). De los hijos del cuarto hijo de Gengis Kan, cuyo nombre desconocemos, estos son sus nombres: uno se llama Mongu, cuya madre es Sorocan[16], la señora de todos los tártaros, la cual, a excepción de la madre del Emperador, es la mujer más popular y, a excepción de Batu, el jefe más poderoso; el otro se llama Bichac[17]. También tuvo más hijos, pero desconocemos sus nombres.

Estos son los nombres de sus jefes: Orda estuvo en Polonia y en Hungría; Batu, Birin, Syban y Dinget estuvieron todos en Hungría; Chirpodan todavía está allende el mar combatiendo contra unos sultanes en las tierras de los musulmanes y otros pueblos que hay allende el mar. Estos otros permanecieron en su país: Mongu, Sirene, Hubilai[18], Sireno, Sinocur, Cuacenur, Caragai, Sibedein (un viejo al que llaman soldado), Bora, Berca, Mauci y Corrensa (aunque este apenas tiene importancia entre los demás). Hay muchos otros jefes, pero desconocemos sus nombres.

El Emperador tiene un grado sorprendente de control sobre todo su pueblo. Nadie se atreve a vivir en un determinado lugar si no se lo ha asignado el propio Emperador; de hecho, el propio Emperador distribuye dónde deben vivir los jefes, los jefes distribuyen los lugares entre los milenarios, los milenarios entre los centenearios y los centenarios entre los decanos. Además, cualquier cosa que les ordena, en cualquier momento y en cualquier lugar, lo obedecen sin ninguna disputa, ya sea para guerrear, para morir o para vivir; incluso le entregan a su hija virgen o a su hermana si las solicita sin disputa. Cada año, o cada cierto tiempo, reúne a doncellas de cada rincón del Imperio y se queda con las que desea y entrega las demás a sus seguidores según su voluntad.

Remite embajadores hasta, donde y cuando quiere, y es obligatorio entregarles sin demora caballos de repuesto y cubrir sus necesidades; también le llegan de todas partes tributos y embajadores, y es obligatorio entregarles caballos, carros y cubrir sus necesidades. En cambio, los embajadores que vienen del extranjero, llegan en unas condiciones de alimentación y vestimenta míseras, porque se cubren sus necesidades poco y mal, sobre todo cuando se presentan ante los príncipes y deben permanecer un tiempo en la corte, porque se ofrece tan poco que, de lo que dan para diez hombres, a duras penas podrían vivir dos. Ni siquiera en las cortes de los príncipes ni en el camino se les da de comer, más allá de una vez al día y muy poco. De igual manera, si sufren alguna afrenta, lo tienen muy difícil para protestar y deben sufrirla pacientemente.

Además, exigen muchos regalos, tanto de otros príncipes como de nobles importantes o menores y, si no les entregan nada, los desprecian, como si no tuvieran ningún valor; si el remitente es un noble importante, se niegan a aceptar un regalo pequeño, sino que dicen: “Venís de tan gran hombre y tan poco traéis.” Cuando se dignan a aceptarlo, si los embajadores quieren favorecer sus peticiones, deben entregarles regalos todavía mayores. Por este motivo, gran parte de las riquezas que nos habían donado los fieles para cubrir nuestros gastos tuvimos que entregarlas forzosamente como regalos.

También hay que saber que todo está al alcance del Emperador, hasta tal punto que nadie se atrevería a decir “esto es mío o de él”, sino que todo es del Emperador, objetos, personas, animales (de hecho, recientemente se proclamó un decreto del Emperador al respecto). Cada jefe tiene el mismo poder sobre todos sus hombres (los tártaros se dividen según su líder). A los embajadores de los jefes, dondequiera que los envíen, tanto los hombres del Emperador como cualquier otro tienen la obligación de ofrecerles sin rechistar caballos de recambio y ofrecerles víveres, así como la vigilancia de los caballos y el servicio a los embajadores.

También están obligados a entregarle yeguas al emperador tanto los jefes como otros como pago en especie para que tenga su leche durante un año, dos, tres o los que le apetezca; de igual manera tienen que actuar los hombres de cada jefe con sus señores: entre ellos, nadie es libre. Para resumir, todo lo que el Emperador y los jefes desean y cuanto desean de los objetos de los tártaros, lo toman y disponen de sus personas para todo según su parecer.

Como se ha comentado antes, una vez que murió el Emperador, los jefes se reunieron y eligieron a Ogodei, hijo de Gengis Kan, como Emperador. Este reunió al consejo de príncipes y dividió a los ejércitos: a Batú, que ocupaba el segundo lugar de mayor importancia, lo envió contra los altos sultanes y los biserminos, un pueblo musulmán que hablaba cumano. Al entrar en sus tierras, luchó contra ellos y los sometió por los armas, aunque una ciudad, de nombre Barcliin, se le resistió durante largo tiempo. Habían excavado muchos fosos alrededor de la ciudad y los habían cubierto: así los tártaros, cuando se acercaban a la ciudad, caían en los fosos, por lo que no pudieron tomar aquella ciudad hasta que no rellenaron todos los fosos.

Por otro lado, los habitantes de una ciudad llamada Sakint, al saber de su llegada, salieron para encontrarse con ellos y entregarse voluntariamente a su poder. Por este motivo, su ciudad no fue destruida, aunque mataron a muchos de ellos y a otros los trasladaron. Después de saquear la ciudad, la poblaron con otros hombres y marcharon contra la ciudad de Ornas. Esa ciudad tenía mucha población: allí había muchos cristianos, jázaros, rutenos, alanos[19] y otros, así como musulmanes (sin embargo, el gobernante de la ciudad era musulmán); además, era una ciudad repleta de riquezas, pues está ubicada junto a un río que recorre el país musulmán de Yankintet y de los biserminos y desemboca en el mar, por lo que es casi un puerto y el resto de musulmanes tenían un gran comercio con esta ciudad. Los tártaros, como no los podían derrotar de otra forma, cortaron el río que atravesaba la ciudad y la inundaron junto con sus habitantes y sus riquezas. Después de concluir esta obra, se adentraron en tierras de los turcos, un pueblo pagano.

Tras derrotarlos, marcharon contra Rusia y provocaron una gran devastación en aquellas tierras: destruyeron ciudades y fortalezas y mataron a muchos hombres y asediaron Kiev, la capital de Rusia; después de un largo asedio, la tomaron y mataron a todos los habitantes de la ciudad. Por esto vimos, mientras atravesábamos estas tierras, incontables cantidades de cabezas y huesos de hombres muertos tirados sobre los campos. A día de hoy, apenas quedan doscientos hogares en aquella ciudad y tienen a sus habitantes sometidos a una extrema esclavitud. De allí siguieron avanzando por Rusia, mientras combatían y lo destruían todo.

Los citados generales avanzaron desde Rusia y Cumania y lucharon contra los húngaros y polacos. Muchos tártaros murieron en Polonia y Hungría; si los húngaros no hubiesen huído sino que hubiesen resistido con valentía, los tártaros habrían abandonado aquel país, porque los tártaros llegaron a sentir tal miedo que todos intentaban escapar. Pero Batu desenvainó la espada y se plantó delante de ellos para decirles: “No huyáis, porque si huís ninguno se escapará. Si debemos morir, que muramos todos, porque sucederá lo que Gengis Kan predijo: todos debemos morir y, si ahora ha llegado nuestra hora, soportémoslo.” Así se animaron, permanecieron allí y destruyeron Hungría.

Mientras volvían de allí, llegaron a la tierra de los moldavos, un pueblo pagano, y los derrotaron en la guerra; de allí marcharon contra los bileros (es decir, contra la Magna Bulgaria[20] y los destruyeron por completo; de allí marcharon al norte contra Bascart (es decir, contra la Magna Hungría) y los derrotaron también. De allí siguieron avanzando hacia el norte y llegaron hasta los parositos, que tienen unos estómagos pequeños y una boca muy pequeñita, según se nos contaba, y no comen sino que cuecen la carne y, cuando ya está cocida, se colocan sobre la olla y aspiran el vapor: con eso solo se alimentan. Y si comen algo, es muy poquito.

De allí avanzaron contra los samogitas. Estos son un pueblo que, según se dice, viven solo de la caza: su vestimenta e inclusos sus casas las hacen solo con pieles de animales. De allí llegaron a una tierra a la orilla del océano, donde encontraron unos monstruos que, según nos aseguraban sin atisbo de duda, tenían enteramente aspecto humano a excepción de unas pezuñas bovinas y, aunque tenían una cabeza humana, su rostro era como el de un perro. Al hablar, decían dos palabras a la manera humana y a la tercera ladraban como un perro, de tal manera que intercalaban un ladrido cada cierto tiempo en su discurso y después retomaban el hilo, y así se podía entender qué decían. De allí los tártaros volvieron a Cumania, donde a día de hoy todavía viven.

En aquel reparto Ogodei envió a Cirpoda con un ejército hacia el sur, contra los kirguís, a los que derrotó en la guerra. Este pueblo es pagano y no tienen vello facial. Tienen la siguiente costumbre: cuando se muere el padre de alguien, por el dolor levantan en señal de duelo como una tira de piel de su rostro, desde una oreja hasta la otra. Una vez derrotados los kirguís, marchó hacia el sur contra los armenios, pero mientras cruzaban por unas tierras desoladas, se encontraron a una especie de monstruos, según nos relataban como verdad, que tenían rostro humano pero solamente un brazo con su mano, que les salía del pecho, y una sola pierna. Así, se necesitaban dos para disparar un arco y corrían tan fuerte que los caballos no podían seguirlos. Corrían saltando con esa única pierna y, cuando se cansaban de correr así, iban alternando pie y mano, dando vueltas como una rueda (a ese pueblo Isidoro los llamó “ciclopedes”) y, cuando se cansaban, volvían a correr de la primera forma. Sin embargo, mataron a unos pocos y, según nos relataron unos clérigos rutenos que residen en la corte del Emperador, enviaron una embajada con muchos integrantes a la corte del susodicho Emperador, para poder estar en paz con él. De ahí llegaron a Armenia, a la que derrotaron en la guerra al igual que a parte de Georgia; la otra parte se entregó a sus órdenes. Les entregaron 40.000 hiperperos cada año como tributo, y todavía lo hacen a día de hoy.

De allí avanzaron contra el sultán de Rum[21], al que derrotaron también en combate. Siguieron progresando, de batalla victoriosa en batalla victoriosa, hasta el sultanato de Alepo y a día de hoy todavía conservan aquellas tierras y planean expandir sus fronteras, pues hasta el día de hoy todavía no los han expulsado de allí. Este mismo ejército marchó contra el califato de Bagdad, al que también sometieron a sus órdenes y que, además de telas lujosas y otros regalos, paga 400 besantes al día. Cada año envían embajadores al califa solicitando su presencia, a lo que este responde cada año enviando el tributo y grandes regales y suplicando que le perdonen. El propio emperador acepta los regalos y, sin embargo, manda embajadores solicitando que venga.

Capítulo 6: La guerra: la disposición en la batalla, las armas y artimañas, la captura y el trato cruel de los prisioneros, el asedio de fortificaciones y su perfidia contra quienes se rinden[editar]

Una vez que hemos tratado su imperio, hay que exponer de igual manera su forma de hacer la guerra. Primero comentaremos su disposición en la batalla; segundo, las armas; tercero, su astucia para atacar; cuarto, el trato cruel contra los prisioneros; quinto, el asedio de fortalezas y ciudades y, sexto, la perfidia de la que se sirven contra quienes se rinden ante ellos.

Respecto a la disposición de las tropas, Gengis Kan ordenó que hubiera un jefe para cada grupo de diez hombres, al que, según nuestro parecer, se le llama “decano”; al mando de diez decanos está el llamado “centenario”; al mando de diez centenarios está el llamado “milenario” y al mando de diez milenarios (a este grupo de soldados se le llama “tenebra”) hay un líder. Al mando de todo el ejército hay dos o tres jefes, para que cada tenebra tenga un líder propio[22].

Cuando se encuentran en la guerra, si de un grupo de diez hombre hay uno (o dos o tres o incluso más) que huyen, se les ejecuta a todos; si huyen los diez, se ejecuta a los diez, a no ser que huyan otros cien. En resumidas cuentas, si no huyen todos en conjunto, se ejecuta a quienquiera que huya. De igual manera, si uno, dos o más se lanzan con valentía y los otros diez no los siguen, también se les ejecuta, y si uno (o más) de los diez es capturado y sus compañeros no lo rescatan, también se les ejecuta.

Al menos estas armas las tiene que tener todo soldado: dos o tres arcos (o uno bueno al menos), tres carcajes grandes repletos de flechas, un hacha y cuerdas para arrastrar máquinas. Los ricos tienen espadas ligeramente curvas, de punta aguzada y con filo por un lado y llevan el caballo protegido así como las piernas, y también casco y coraza. Algunos llevan protecciones, para sí mismos como para los caballos, de cuero, fabricadas de la siguiente manera: toman unas tiras de cuero de buey (o de otro animal) de una mano de ancho y las pegan de tres en tres o de cuatro en cuatro y las atan con cintas o cordeles: atraviesan con los cordeles la tira de cuero superior por su parte inferior y la tira de cuero inferior por la parte del medio y así las van enlazando hasta que acaban. De hecho, cuando se inclinan, las tiras inferiores se montan sobre las superiores, de tal manera que protegen con dos y hasta tres capas el cuerpo.

La protección del caballo la hacen en cinco partes, una por cada parte del caballo: una se extiende desde la cola hasta la cabeza, que se anuda a la silla, detrás de la silla en el lomo y también por el cuello; sobre la grupa colocan otra parte, formada por dos piezas que se unen ahí y en la que hacen un agujero para sacar la cola; delante del pecho colocan otra, que se extiende hasta las rodillas o hasta la unión con las patas y en la frente colocan una plancha de hierro que se une por ambos lados del cuello a las otras piezas que hemos comentado.

Sus corazas tienen cuatro partes: una parte se extiende desde el fémur hasta el cuello, pero su forma sigue la anatomía humana, ya que es estrecha por delante del pecho y desde la parte inferior de los brazos rodea en círculo todo el cuerpo; por detrás, en la zona lumbar, llevan otra pieza que se extiende del cuello hasta la pieza que rodea todo el cuerpo; sobre los hombros llevan dos piezas, una anterior y otra posterior, que se unen con unas hebillas a dos piezas metálicas que hay en cada hombro; después, en cada brazo llevan una pieza que se extiende desde el hombro hasta la mano, que están abiertas por la parte inferior, y en cada pierna llevan otra pieza. Todas estas piezas se unen entre sí con hebillas.

Los cascos son, en su capa exterior, de hierro o acero, pero lo que protege el cuello y la garganta es de cuero.

Todas estas piezas que se fabrican en cuero se elaboran según la manera que antes hemos descrito; sin embargo, algunos las tienen todas de hierro, fabricadas de las siguiente manera: preparan una lámina fina, de un dedo de ancho y de una palma de largo y, del mismo tamaño, preparan muchísimas más. En cada lámina hacen ocho pequeños agujeros y pasan por ellos tres correas estrechas y fuertes; después, colocan una lámina encima de otra como si estuvieran subiendo una escalera, y atan estas láminas a las correas de antes con finos cordeles que meten por los agujeros. En la parte superior cosen una tira de cuero, para que estas láminas tengan un enganche bien firme, y así acaban haciendo como una tira de láminas que después anudan con la forma de las piezas que hemos descrito antes, ya que las hacen tanto por hombres como para caballos. Además, las hacen relucir tanto que un hombre podría ver su rostro en ellas.

Algunos de ellos llevan unas lanzas que en la punta de hierro tienen un gancho con el que intenta arrancar a un hombre de la silla si pueden. Sus flechas miden de largo dos pies, una palma y dos dedos; como la medida de un pie es variable, vamos a describir la medida de un pie geométrico: doce granos de cebada suman la longitud de una pulgada; dieciséis pulgares suman la longitud de un pie geomético. Las puntas de sus flechas están muy afiladas y cortan por ambos lados como una espada de doble filo; llevan siempre una lima junto al carcaj para afilarlas. Esas puntas tienen una cola aguda de un dedo de largo, que insertan en la madera.

Tienen escudos de mimbre o de juncos, pero creemos que no los llevan más que en el campamento y para la guardia del Emperador y los jefes, y tan solo de noche. Tienen también otro tipo de flechas para disparar a aves, bestias y hombres desarmados de tres dedos de ancho; también tienen otras flechas de diversos tipos para disparar a aves y bestias.

Cuando avanzan a la guerra, envían por delante una avanzadilla, que no llevan encima nada más que sus ropas, caballos y armas. Estos no roban nada, no queman casas, no matan animales sino que solo hieren y matan a gente y, si no pueden hacer otra cosa, los ponen en fuga, aunque con mucho más gusto los matan que los hacen huir. Tras ellos marcha el ejército, que toma todo lo que encuentra y, si pueden encontrar a alguien, lo capturan o matan. Sin embargo, los líderes de los ejércitos envían después por todas partes a saqueadores, que son muy hábiles en sus pesquisas, para encontrar gentes y bestias.

Cuando llegan a un río, lo cruzan de esta manera, incluso si es grande. Los nobles más importantes tienen una piel redonda y ligera de cuero, en cuya parte superior hacen muchas asas en círculo que atraviesan y atan con una cuerda, de tal manera que forman una especie de bolsa que pueden llenar con sus ropas y otros objetos y lo aprietan todo muchísimo. Después, en el medio, ponen las sillas y otras cosas más duras. Los hombres se sientan en el medio y atan a la cola del caballo esta embarcación que han preparado. Hacen que el hombre que dirige al caballo vaya nadando por delante con el caballo; a veces tienen dos remos y con ellos se reman sobre el agua y así cruzan el río. A los caballos los empujan al agua; un hombre nada junto al caballo que dirige y el resto de caballos lo siguen, y así cruzan las aguas y los ríos grandes. Los demás, más pobres, tienen una bolsa de cuero bien cosida.

Es necesario saber que, cuando ven a un enemigo, se lanzan contra él. Cada uno de ellos dispara tres o cuatro flechas contra sus contrincantes y, si ven que no los pueden superar, se retira con los suyos. Esto lo hacen con engaño, para que sus adversarios los sigan hasta el lugar donde han preparado una trampa: si los enemigos los siguen hasta esa trampa, entonces los rodean y así los hieren y matan. De igual manera, si ven que el ejército enemigo es grande, a veces se alejan de él a uno o dos días de marcha e invaden, saquean y matan la gente y destruyen y devastan las tierras. Y si ven que no pueden hacer esto, retroceden a veces diez o doce días y se esperan en un lugar seguro hasta que el ejército enemigo se divida: entonces vienen a escondidas y arrasan toda la región. En la guerra son los más astutos, porque ya llevan más de 40 años en guerra con otros pueblos.

Cuando quieren acercarse a la batalla, ordenan todas sus divisiones según como deban combatir. Los jefes o príncipes del ejército no entran en la batalla, sino que se quedan alejados del ejército enemigo, y tienen a su alrededor a los niños y a las mujeres montados, así como al resto de caballos; a veces crean unas figuras con forma humana que montan en los caballos: esto lo hacen para engañar con el número de combatientes. Contra el frente enemigo envían una primera línea de prisioneros y de otras gentes sometidas, a los que quizá acompañan algunos tártaros; a las otras divisiones de hombres más fuertes las envían lejos a derecha y a izquierda, para que no las vean los enemigos, y así los rodean: se reúnen todos en el centro y así empieza el combate por todas partes. Aunque a veces son pocos, los enemigos, al verse rodeados, se piensan que son muchos, especialmente cuando ven a quienes acompañan al jefe o príncipe, a los niños, mujeres y hombres de mentira, que piensan, como hemos dicho antes, que son combatientes y esto les aterroriza y confunde. Si sucede que el enemigo combate bien, les dejan una vía abierta para que escapen y, en cuanto empiezan a huir y separarse unos de otros, los persiguen y entonces matan a muchos más de los que pudieron matar en combate. Hay que saber que, si pueden, prefieren no entrar al combate cuerpo a cuerpo sino herir y matar a hombres y caballos con las flechas y luego, cuando hombres y caballos están debilitados por los disparos, entonces entran al cuerpo a cuerpo.

Así conquistan las fortificaciones: si hay tal fortificación, la rodean, a veces con zanjas, para que nadie pueda entrar ni salir, y la asedian con todas sus fuerzas, con flechas y maquinaria, sin cesar el ataque ni de día ni de noche para que quienes defiendan la fortificación no puedan descansar; los tártaros, en cambio, sí descansan, porque dividen el ejército en secciones y una releva a la otra en el combate para que no se cansen demasiado. Si no pueden tomarla así, arrojan fuego griego; a veces, suelen fundir la grasa de la gente que han matado y la arrojan líquida sobre las casas. Así el fuego, donde quiera que entre en contacto con esa grasa, arde hasta que sea casi imposible de apagar (aunque puede apagarse, según se dice, si se derrama encima cerveza o vino); si cae sobre la piel, puede apagarse frotándolo con las manos.

Si así no se imponen y la ciudad o castillo tiene río, lo cortan o hacen una presa e inundan las fortificaciones si pueden. Si no pueden, excavan por debajo y así se adentran en ella armados bajo tierra. Una vez que ya han entrado, una parte se dedica a incendiarla para que arda y otra parte combate con los defensores de las fortificaciones. Si así tampoco consiguen vencer, levantan un castillo o unas fortificaciones propias frente a aquellas, para que no los perjudiquen los proyectiles enemigos, y mantienen el asedio mucho tiempo, a no ser que los defensores tengan la suerte de que venga un ejército de rescate, se enfrente a ellos y los expulse a la fuerza. Mientras mantienen el asedio, les convencen con dulces palabras y les prometen muchas cosas para que se entreguen; si aquellos al final se entregan, les dicen: “Salid para que, según nuestra costumbre, os podamos contar”. Cuando salen, les preguntan quiénes son los especialistas y los apartan y a los demás, a excepción de los que quieran conservar como esclavos, los matan a hachazos. Aunque a veces, según se ha dicho, perdonan a algunos, nunca perdonan a los nobles ni los importantes. Y si por casualidad algún motivo les obliga a conservar a algunos notables, ninguna súplica ni rescate los puede librar del cautiverio.

En combate matan a todo aquel que capturan, a no ser que deseen conservar a algunos para tenerlos como esclavos. Reparten a los que van a ejecutar por cada centenario, para que los ejecuten con hachas de doble filo; después, los propios centenarios entregan a la muerte por cada esclavo que hacen a diez, más o menos, según los designios de los superiores.

Capítulo 7: Cómo hacen la paz, los nombres de los países que han subyugado, la tiranía que ejercen sobre sus gentes y los países que han resistido sus ataques con valentía[editar]

Una vez descrita su forma de combatir, es menester comentar los países que han subyugado bajo su dominio, de las que escribiremos de la siguiente manera: primero, comentaremos cómo hacen la paz con el resto de pueblos; segundo, los nombres de los países que han sometido; tercero, la tiranía que ejercen contra ellas y, cuarto, los países que han resistido sus ataques con valentía.

Es necesario saber que no pactan la paz con nadie a no ser que se rindan, porque, como se ha dicho antes, Gengis Kan les ordenó que dominaran, si podían, a todos los pueblos. Además, estas son las obligaciones que les piden: que acompañen a su ejército contra cualquier pueblo cuando les parezca bien y que les entreguen una décima parte de sus riquezas y gentes. Cuentan diez muchachos y toman uno de ellos (lo mismo hacen con las muchachas), al que se llevan a su país y lo tienen como esclavo; al resto los numeran y los organizan según su costumbre.

Con todo, cuando tienen un dominio absoluto sobre otro pueblo, no respetan nada de lo que les pudieran haber prometido, sino que intentan encontrar cualquier excusa mínimamente razonable contra ellos. Por ejemplo, cuando estuvimos en Rusia, llegó un musulmán enviado de parte de Guyuk Kan, según se decía, y de Batu. Como nos relataron después, aquel enviado, si se encontraba con alguien que tuviera tres hijos, tomaba uno; también se llevaba a los hombres que no estuvieran casados y hacía lo mismo también con aquellas mujeres que no tuvieran un marido legítimo y, de igual manera, se llevó a los pobres que se ganaban la vida mendigando. Al resto, según su costumbre, los numeró y solicitó que cada uno de ellos, tanto grandes como pequeños (incluso un bebé de un día), ya fueran pobres o ricos, le entregasen como tributo una piel de un oso blanco, un castor negro, una arena negra, una piel negra de un animal que se esconde bajo tierra (cuyo nombre no sé decir en latín, pero que en alemán se denomina iltis y en polaco y ruteno se llama dochori se refiere al hurón, llamado todavía iltis en alemán, tchroz en polaco y dhir en ucraniano)) y una piel negra de zorro. Quienquiera que no entregue este tributo, es obligado a ir con los tártaros y servirles como esclavo.

Envían también mensajeros a los príncipes de cada país para que se presenten ante ellos sin demora y, cuando llegan, no reciben ninguno de los honores debidos, sino que se les trata como unos individuos de baja estofa y tienen que ofrecer grandes regalos tanto a los jefes tártaros como a sus esposas, y a sus encargados, milenarios y centenarios a su servicio; para resumir, en general todos, incluso los propios esclavos, les solicitan obsequios sin ningún respeto... y no solo estos, sino también los mensajeros que envían para solicitar su presencia.

Contra algunos también buscan excusas para matarlos, como se comentó antes con Mijaíl y sus acompañantes; a unos, en cambio, les permiten regresar para atraer a los demás, mientras que a otros los asesinan con la bebida o, mejor dicho, con venenos. Su objetivo, en efecto, es que sean los únicos amos del mundo: por eso buscan pretextos para matar a los nobles. A aquellos a los que dejan volver a su país, les piden que envíen a sus hijos o hermanos, a los que después nunca dejan volver, como sucedió con el hijo de Yaroslav, con un jefe alano y con otros muchos.Y si muere el padre o el hermano sin heredero, nunca dejan volver al hijo o hermano, sino que se hacen con todo el poder de su territorio, como vimos que sucedió con el príncipe solando.

Designan a unos delegados, o baschatos, para los países de aquellos a quienes permiten volver, a cuya voluntad tanto los jefes como el resto de gente deben obedecer. Y si la gente de alguna ciudad o país no hacen lo que esos baschatos desean, les explican que han traicionado a los tártaros. Así la vigorosa mano de los tártaros llegan a aquel país por orden del príncipe al que obedecen y de repente, sin aviso alguno, se arrojan sobre ellos, destruyendo aquella ciudad o país y asesinando a sus habitantes. Así sucedió recientemente, cuando estábamos en el país de los tártaros, con una ciudad que ellos mismos habían levantado con rutenos en el país de los cumanos. No solo el príncipe tártaro que ha ocupado la tierra, o su delegado, sino que hasta cualquier tártaro noble que cruza aquel país se comporta como si fuera su señor, especialmente cuanto mayor es su importancia entre ellos.

Además, piden y toman todo el oro y plata que quieren, cuando les apetece y cuanto les complace, sin aceptar una negativa. Además, si entre los príncipes que se han rendido surge algún pleito, tienen que acudir ante el Emperador de los tártaros para que lo arbitre, como recientemente sucedió con los dos hijos del rey de Georgia. Uno era legítimo y el otro había nacido de un adulterio; este se llamaba David y el legítimo Melic. Al hijo de la adúltera, el padre le había dejado unas tierras; el otro, que era más joven, acudía ante el Emperador de los tártaros junto con su madre, ya que David se había puesto en camino para reunirse con él. Durante el camino murió la madre del otro, de Melic, la reina de Georgía (el marido reinaba gracias a ella, ya que allí la corona la obtienen las mujeres). Cuando llegaron, entregaron los mayores regalos, y especialmente el hijo legítimo, ya que reclamaba las tierras que el padre le había concedido a su hijo David, argumentando que no debía tenerlas porque era el hijo de una adúltera. Aquel respondió: “Aunque sea el hijo de una concubina, solicito que se me juzgue según las costumbres de los tártaros, que no ven ninguna diferencia entre los hijos de la legítima esposa y los de una sierva.” Por esto se sentenció, en contra de la voluntad del hijo legítimo, que Melic quedaba subordinado a David, porque era el mayor, y que David podía poseer tranquilo y en paz las tierras que su padre le había entregado. Así perdió los regalos que había entregado y el jucio que había tenido contra su hermano.

De aquellos pueblos que están muy alejados de ellos, están muy cerca de otros pueblos a los que de alguna manera temen, o no están sometidos, reciben un tributo y los tratan como si fueran benévolos, para que no los ataquen con sus ejércitos o, mejor aún, no tengan miedo de rendirse ante ellos. Así actuaron con los abjasios[23] (o georgianos), de los que reciben cuarenta mil hiperperos o besantes de tributo. A otros pueblos los dejan en paz aunque, por lo que entendimos, se proponen atacarlos.

Los nombres de los países que derrotaron son estos: Catay, los naimanos, los solangos, los karakitai (o kitanos negros), Comana, Voyrat, Karaniti, los uygur, los sumongoles, Merkiti, Mecriti, Sarihuiur, Bascart (es decir, la Gran Hungría), Kergis, Casmir, los musulmanes, los biserminos, los turcomanos, los búlgaros (es decir, la Magna Bulgaria), Corola, los comucos, Burithabet, los parositos, los casos, los jacobitas, los alanos (o asos), los abjasios o georgianos, los nestorianos, los armenios, los cangitos, los cumanos, los brutacos (que son judíos), los morduos, los turcos, los jázaros, los samogitas, los persas, los tareos, la India menor (o Etiopía), los circasios, los rutenos, Bagdad y los sartos. Sometieron otros muchos países, pero desconocemos sus nombres; además, vimos a hombres y mujeres de casi todas los lugares que acabamos de mencionar.

Estos son los nombres de los países que han resistido sus ataques con valentía y todavía no están sometidos. La gran India, una parte del país de los alanos, una parte de Catay y los sajones. Según nos contaron allí mismo, hubo una ciudad sajona que los tártaros asediaron e intentaron conquistar, pero hicieron unas máquinas en respuesta a las máquinas tártaras y las destruyeron todas, de tal manera que no podían acercarse a la ciudad a combatir a causa de esta maquinaria y de las ballestas. Al final, excavaron un camino bajo tierra e irrumpieron en la ciudad: unos intentan incendiar la ciudad y otros combatir contra los defensores, pero estos se pusieron unos a apagar los fuegos y otros a combatir con esfuerzo contra aquellos que habían entrado en la ciudad. Mataron a muchos y a otros los hirieron, y los obligaron a retirarse con los suyos. Así, al ver que no podían hacer nada contra ellos y que había muchos habitantes en la ciudad, se alejaron de ellos.

Del país de los musulmanes, así como de otros donde son casi sus señores, toman a todos los mejores expertos y los colocan al frente de sus obras; otros pueblos entregan a sus expertos como tributo. Guardan las cosechas en los graneros de sus señores; sin embargo, les envían el grano y lo suficiente para cubrir adecuadamente sus necesidades, mientras que ellos a cada uno de los demás solo le dan un pan bastante pequeño y nada más, a excepción de un poco de carne que les ofrecen tres veces por semana (y hacen solo esto por aquellos expertos que viven en ciudades). Además, cuando a los señores les apetece, toman a todos los jóvenes junto con las mujeres e hijos y los obligan a seguirlos junto con todos sus sirvientes, que por lo demás forman parte del pueblo tártaro (aunque sería mejor decir del pueblo de cautivos porque, aunque los cuentan como uno más, no los respetan tanto como a un tártaro sino que los tratan como esclavos y los envían a todos los peligros como al resto de cautivos). En combate son los que marchan al frente y, además, si hay que cruzar un terreno pantanoso o un cauce peligroso de agua, ellos tienen que ser los primeros en intentarlo. Además, tienen que trabajar en todo lo que sea necesario hacer y, si ofenden en algo o no obedecen al instante, se los apalea como asnos.


Capítulo 8: Cómo enfrentarse a los tártaros en una guerra: sus objetivos, armamento y división del ejército. Cómo enfrentarse a sus argucias en la batalla: fortificación de castillos y ciudades. Qué debe hacerse con los prisioneros.[editar]

Una vez que ya hemos descrito las tierras que les obedecen, ha llegado el momento de tratar la manera de enfrentarse a ellos en la guerra, que nos parece que debe comentarse de la siguiente manera: primero, comentaremos cuál es su objetivo; segundo, sus armas y división del ejército; tercero, cómo enfrentarse a sus argucias en la lucha; cuarto, la fortificación de castillos y ciudades y, quinto, qué debe hacerse con los prisioneros.

El objetivo de los tártaros es someter a todo el mundo, si pueden, ya que tienen el mandato al respecto de Gengis Kan, como antes hemos mencionado. Por esto mismo el Emperador escribe estas palabras con su abecedario: “Fuerza de Dios, Emperador de todos los hombres” y en la leyenda de su sello aparece: “Dios en el cielo, Guyuk Kan en la tierra, Fuerza de Dios. Sello del Emperador de todos los hombres.” Por este motivo, no aceptan la paz con ningún pueblo, a no ser que se sometan a su poder y, dado que no hay en toda la tierra ningún pueblo del que sientan miedo más que de los cristianos, por eso se preparan para la guerra contra nosotros. Que todos sepan que[24], mientras nosotros nos hallábamos en el país de los tártaros, estuvimos en una solemne sesión de Cortes, ya convocada desde mucho tiempo atrás, en la que se eligió en presencia nuestra a Guyuk como Emperador (que en su lengua se dice “Kan”). Guyuk Kan, acompañado de todos los príncipes, alzó el estandarte contra la Iglesia de Dios y el Imperio Romano, contra todos los reinos cristianos y los pueblos de Occidente, a no ser que hagan lo que exige al Papa, a los más poderosos y a todos los pueblos cristianos de Occidente. Bajo ningún concepto debe hacerse esto: - Primero, a causa de la desmesurada y también insoportable servidumbre, hasta unos niveles hasta ahora inusitados, a la que reducen a todos los pueblos sometidos, tal y como pudimos ver con nuestros propios ojos. - Segundo, porque no sienten ningún respeto por los pactos y ningún pueblo puede confiar en sus palabras: no respetan nada de lo que prometen cuando ven que las circunstancias les favorecen. Todo lo que prometen y hacen es artero, pero se proponen eliminar a todos los príncipes, todos los nobles, todos los caballeros y todos los buenos hombres[25] del país. Esto es lo que hacen con mañas y argucias entre los pueblos que ya han sometido. - Tercero, porque es indigno que unos cristianos se rindan ante ellos por sus actitudes abominables y porque la religión de Dios queda reducida a nada, las almas perecen y los cuerpos sufren mucho y más formas de las que se podría creer. Al principio, desde luego, son blandos, pero después atacan como un escorpión, atormentan y torturan. - Cuarto, porque son menos en número y más débiles físicamente que los pueblos cristianos.

En estas Cortes se asignaron los guerreros y jefes a cada ejército. De cada diez hombres de todos los territorios bajo su dominio, se envían tres junto con sus esclavos <a la guerra>. Un ejército debe penetrar por Hungría y otro por Polonia, según nos contaron. Vendrán a combatir durante dieciocho años, que es el tiempo que se les ha asignado para avanzar. El pasado marzo nos encontramos con un ejército cuya existencia nos la anunciaron todos los tártaros que nos ayudaron a llegar a Rusia. Este ejército llegará en tres o cuatro años en Cumania y desde Cumania atacarán las tierras que antes hemos comentado, aunque no sabemos si lo harán nada más pasar el tercer invierno o si se esperarán todavía un tiempo para poder llegar mejor por sorpresa.

Todo esto es seguro y verdadero, a no ser que el Señor, en su Gracia, impida de alguna forma su avance, como hizo cuando llegaron a Hungría y Polonia, ya que debían avanzar guerreando durante treinta años pero entonces el Emperador fue envenenado y por esto se calmaron sus ánimos para la guerra hasta ahora. Pero ahora que tienen un nuevo Emperador, de nuevo se preparan para el combate. Tiene que saberse que el Emperador dijo con sus propias palabras que quería mandar su ejército contra Livonia y Prusia.

Dado que se proponen destruir toda la tierra y reducirla a la servidumbre, una servidumbre que resulta casi insoportable para nuestra gente, como se ha dicho antes, es necesario enfrentarse a ellos. Si una región no quiere ayudar a otra, aquella contra la que se enfrenten será destruida y los hombres que hayan capturado en la batalla serán los que marcharán primero en sus ejércitos. Si luchan mal, los matarán; si lo hacen bien, los adularán y colmarán de promesas para retenerlos; de hecho, para que no huyan, llegan a prometer que los convertirán en grandes señores. Sin embargo, luego, cuando ya estén seguros de que no huirán, los convierten en los más desgraciados de los esclavos y con las mujeres, a las que quieren tener en el servicio y como concubinas, actúan igual. De esta manera, con las gentes de la región que acaban de derrotar destruyen otro país.

A nuestro parecer, no hay región alguna que pueda resistir sus acometidas por sí sola, a no ser que Dios quiera combatir en su defensa, porque reúnen para la guerra a hombres de todos los países bajo su dominio. Por esto, si los cristianos quieren protegerse a sí mismos y a su país, es necesario que los reyes, príncipes, barones y nobles aúnen fuerzas y dirijan sus hombres al combate contra ellos bajo un plan común antes de que ellos empiecen a esparcirse por el país porque, una vez han empezado a difundirse por un país, no es posible ni razonable que uno envíe auxilio a otro, ya que se dividen en pequeños grupos que peinan la zona y matan a todas las personas. Y si se encierran en un castillo, dejan a tres o cuatro mil hombres o más alrededor del castillo o ciudad para que la asedien y, aun así, se esparcen por el país y matan a la gente.

Quienes deseen combatir contra ellos, deben tener las siguientes armas: arcos buenos y potentes, ballestas (por las que sienten mucho miedo), y flechas suficientes; un martillo de guerra de buen acero o un hacha de mango largo; las puntas de flecha, tanto de arco como de ballesta, deben templarse cuando están calientes en agua con sal, como hacen los tártaros, para que sean lo bastantes fuertes como para penetrar sus armaduras. También deben tener espadas o lanzas con gancho para desmontarlos de la silla, porque caen con facilidad, y dagas; armaduras dobles, porque sus flechas tienen dificultades para penetrarlas, y casco y armas similares para proteger el cuerpo y el caballo frente a sus armas y flechas. Si algunos no están tan bien armados como hemos dicho, deben ir por detrás de los otros, como hacen los tártaros, y atacarlos con arcos o ballestas. No deben ahorrar dinero cuando compren las armas para poder proteger las almas, los cuerpos, la libertad y el resto de cosas.

La jerarquía del ejército deben seguir el mismo orden que ellos: milenarios, centenarios, decanos y jefes. Los jefes no deben entrar en combate, al igual que no entran los jefes tártaros, sino que deben observar y organizar al ejército. Deben establecer una ley para que marchen a la guerra (o a otro lugar) siguiendo esta disposición. Quien abandone a otro mientras marcha a la guerra o está en combate, o quien huya a no ser que sea una retirada general, debe recibir un duro castigo, porque una parte de sus guerreros persiguen a los que huyen y los matan a flechazos y otra parte se queda a combatir con los que mantienen su posición: así tanto los que resisten como los que huyen se confunden y son asesinados. De igual manera, quienquiera que se desvíe a tomar botín antes de que todo el ejército enemigo sea derrotado debe ser castigado con la pena máxima: quien actúa así entre los tártaros es ejecutado sin miramientos.

Como campo de batalla debe elegirse, si se puede, un campo llano, para que se les pueda ver por todas partes; debe tener, si se puede, un gran bosque a la retaguardia o a un flanco, de ta manera que no puedan introducirse entre ellos y el bosque. Y no deben agruparse todos en un lugar, sino que debe dividirse el ejército en muchos grupos separados entre sí, aunque no muy distantes. Contra los que lleguen primero, deben enviar una división que les haga frente y, si los tártaros simulan una huida, no deben perseguirlos mucho, más allá de lo que puedan ver, para que no los arrastren a las emboscadas que suelen tener preparadas. También deben tenerse preparadas todo el resto de medidas que puedan ayudar a esa división, si fuera adecuado.

Además, hay que tener exploradores por todas partes, para que vean cuándo se acercan las otras divisiones tártaros por retaguardia, por el flanco derecho o el izquierdo, y siempre deben enviarse a una división para enfrentarse contra otra. Ellos siempre intentan encerrar a sus enemigos en el centro; por esto, hay que ser muy cautos para que no lo consigan, porque un ejército en esa situación es muy fácil de derrotar. Las divisiones deben cuidarse de no perseguirlos para no caer en las emboscadas que suelen preparar: combaten más con el engaño que con la fuerza.

Los jefes del ejército deben estar siempre preparados para enviar ayuda, si fuera necesario, a aquellos que están en combate; por esto, también deben evitar al máximo correr detrás de aquellos, para que los caballos no se fatiguen, ya que los nuestros no tienen tal cantidad de caballos. Los tártaros, en cambio, si han cabalgado en un caballo durante un día, no vuelven a montar en él hasta tres o cuatro días después; por eso, no se preocupan si los caballos se cansan, ya que tienen muchos. Si los tártaros se retiran, los nuestros no deberían disolverse o separarse unos de otros, ya que fingen estas retiradas para que el ejército se disuelva, de tal forma que después vuelven a entrar a placer y destruyen todo el país. Deben también cuidarse de no gastar demasiado, como suele suceder, para que la escasez de recursos no los obligue a volver y así den la posibilidad a los tártaros de matar a unos o a otros, de destruir todo el país y de que sus excesos mancillen el nombre de Dios. Pero esto deben hacerlo con presteza, para que, si sucediera que algunos combatientes deben retirarse, otros puedan ocupar su lugar.

Nuestros jefes también deben obligar al ejército a permanecer de guardia de día y de noche, para que no los ataquen de repente por sorpresa, porque los tártaros, como unos demonios, ingenian muchas formas de causar daño. Es más, tanto de noche como de día tienen que estar siempre preparados: no deben yacer desarmados ni sentarse en deliciosas mesas para que no los puedan coger desprevenidos, ya que los tártaros están siempre atentos para ver la forma de causar daño. Las gentes del país que espere la llegada de los tártaros debe tener preparadas fosas ocultas en las que deben almacenar el grano y otras cosas por dos motivos: primero, para que los tártaros no se puedan apoderarse de ellos y, segundo, si Dios les fuera favorable, para que puedan encontrarlas después. Mientras huyen del país, deben quemar u ocultar con mucho cuidado el heno y la paja, para que los caballos de los tártaros encuentren menos comida.

Si quieren fortificarse ciudades y castillos, antes deben examinarse las cualidades del emplazamiento. El lugar a fortificar debe ser de tales características que no pueda conquistarse con maquinaria y flechas; debe tener suficiente agua y leña; si pudiera ser, debe tener una entrada y una salida que ellos no puedan tomar y debe haber el suficiente número de hombres para que puedan combatir por turnos. Deben estar muy atentos para que los tártaros no puedan intentar alguna argucia para robar la fortificación y deben tener recursos suficientes para pasar muchos años. Sin embargo, deben guardarse con esmero los recursos y deben comerse con mesura, ya que no se sabe cuánto tiempo tendrán que estar encerrados dentro de los muros. Cuando empiezan, pueden pasarse muchos años asediando una sola fortaleza, como todavía sucede a día de hoy con un cierto monte del país de los alanos que, por lo que nos han contado, ya llevan doce años asediando y que todavía se les resiste con valentía y ha matado a muchos tártaros y notables.

El resto de fortalezas y ciudades que, en cambio, no tengan tal emplazamiento, deben estar fuertemente defendidas con profundos fosos de mampostería y murallas bien armadas; deben tener suficientes arcos, flechas, hondas y piedras. Deben prestar especial atención para no permitir que los tártaros acerquen su maquinaria, sino que deben rechazarla con sus propia maquinaria si pueden: con las ballestas, hondas y maquinaria deben resistirse para que no puedan acercarse a la ciudad. Por lo demás, deben estar preparadas tal y como hemos descrito antes. Respecto a las fortalezas y ciudades que se encuentran a orillas de un río, deben prestar especial atención para que no los inunden.

Sin embargo, en este asunto es necesario saber que los tártaros prefieren que los hombres se encierren en ciudades y fortalezas antes que combatir contra ellos en campo abierto. Dicen que aquellos son sus cerditos encerrados en la pocilga, por lo que les ponen unos guardias, como ya se ha dicho antes.

Si en la batalla algunos tártaros son desmontados del caballo, hay que capturarlos enseguida, porque cuando están en tierra disparan con toda su fuerza y son capaces de herir y matar a muchos hombres y caballos. Y si pudieran conservarse, pueden ser lo que permita tener una especie de paz perpetua o que se entregue un gran rescate por ellos, ya que entre ellos se tienen mucho aprecio (ya antes se ha comentado cómo puede reconocérseles por su aspecto físico). Si deben servir como esclavos, hay que ponerles guardias para que no escapen. En sus ejércitos hay muchos otros pueblos que los acompañan, que pueden diferenciarse de los tártaros por su aspecto físico, como hemos indicado antes. Con todo, hay que tener en cuenta que hay un buen número de los integrantes de sus ejércitos que, si vieran el momento oportuno y estuvieran seguros de que los nuestros no los iban a matar, se enfrentarían contra los tártaros, como ellos mismos nos reconocieron, y les harían más daño que sus enemigos declarados.

Todo esto que acabamos de escribir arriba lo hemos relatado tal y como nos lo narraron quienes lo vieron y oyeron, y no para adiestrar a los pocos que, con la constante lucha, ya conocen sus artimañas bélicas. Confiamos en que podrán meditar y actuar mejor y con más efectividad quienes en este contexto sean prudentes y estén instruidos; sin embargo, gracias a lo que hemos descrito, podrán tener además la oportunidad y la información para reflexionar sobre sus acciones. Está escrito: “Atendiendo, el sabio se volverá más sabio y el inteligente poseerá dirección."[26]

Capítulo 9: La geografía de las regiones que cruzamos, los testigos que nos encontraron en aquellos lugares y la Corte del Emperador de los tártaros y sus príncipes[editar]

Una vez que hemos tratado cómo enfrentarse a ellos en la guerra, por último comentaremos el viaje que hicimos, la geografía de los países que cruzamos, del orden en de la Corte del Emperador y entre sus príncipes y de los testigos que nos encontraron en aquel país.

Cuando ya hubimos decidido, como se ha comentado antes en otro lugar, partir hacia las tierras de los tártaros, nos acercamos primero al rey de Bohemia. Puesto que ya hace tiempo que teníamos una relación cercana con este señor, quisimos solicitarle consejo sobre cuál sería el mejor camino que podríamos tomar; respondió que lo mejor, a su juicio, era cruzar Polonia y Rusia. Tenía familiares en Polonia, con cuya ayuda podríamos entrar en Rusia y, tras entregarnos unas cartas como salvoconducto para cruzar Polonia, ordenó también que se nos ofrecieran víveres en las ciudades de su país hasta que llegásemos ante Boleslao, duque de Silesia y su sobrino, con quien también teníamos una afectuosa relación. Este también nos dio unas cartas y un salvoconducto y nos ofreció víveres en sus pueblos y ciudades hasta que llegamos ante Conrado, duque de Lanciscia[27]. En aquel momento, con el favor de la gracia de Dios, estaba allí el señor Vasilico, duque de Rusia, gracias al cual entendimos de hecho mucho mejor a los tártaros (en efecto, había enviado unos mensajeros que ya habían regresado con él y con su hermano Daniel, trayendo salvaguardas para que el señor Daniel pudiera llegar ante Batú). Vasilico nos dijo que, si queríamos presentarnos ante ellos, era necesario que llevásemos una gran cantidad de regalos para ellos, ya que los pedían con el mayor descaro y, si no se les entregaban, era muy difícil que un embajador pudiera llevar a cabo su cometido ante ellos, ya que lo trataban como si no valiese nada (como después vimos que así era).

Nosotros, que no queríamos que el encargo del Papa y de la Iglesia se viera impedido por este hecho, compramos unas pieles de castor y otros animales de este estilo con lo que se nos había entregado en limosna para que no careciéramos de nada a la hora de sufragar nuestro viaje. El duque Conrado, la duquesa de Cracovia, algunos caballeros y el Obispo de Cracovia, cuando se enteraron de esto, también nos dieron muchas otras pieles de este tipo. El duque Conrado, su hijo y el Obispo de Cracovia también se preocuparon por solicitar al duque Vasilico que nos ayudase, en la medida de sus posibilidades, a llegar hasta los tártaros, a lo que aquel respondió que lo haría gustosamente. Por este motivo nos llevó a sus tierras y allí nos albergó unos pocos días a su cargo para que reposáramos un poco. Ante nuestros ruegos, hizo venir a algunos obispos y les leímos la carta que el Papa les había dedicado, en la que les aconsejaba que volvieran a la unidad con la Santa Madre Iglesia[28]; nosotros también les aconsejamos lo mismo e invitamos, en la medida que pudimos, tanto al duque como a los obispos que allí se habían reunido a esta unión. Sin embargo, dado que en aquel momento, mientras el duque venía a Polonia, su hermano Daniel había ido ante Batú y no se encontraba presente, no pudieron darnos una respuesta concluyente, sino que era necesario esperar a su regreso para que la respuesta fuera de pleno consenso.

Después de esto, el susodicho duque hizo que uno de sus sirvientes nos acompañase hasta Kiev; sin embargo, nos acechaba un peligro capital, ya que los lituanos a menudo atacaban a escondidas, siempre que podían, las tierras de Rusia, especialmente en aquellos lugares por las que debíamos pasar. Además, como la mayoría de habitantes de Rusia habían asesinados o tomados en cautividad por los tártaros, difícilmente podían resistirse a sus ataques. Sin embargo, gracias a este sirviente estuvimos a salvo de los lituanos y con el favor de la Gracia de Dios, que nos apartó de los enemigos de la Cruz de Cristo, llegamos a Kiev, la capital de Rusia.

Cuando llegamos allí, tuvimos una reunión con un milenario y otros notables que allí había. Ellos nos respondieron que si íbamos hacia el país de los tártaros con los caballos que teníamos, morirían todos, ya que las nevadas serían grandes y estos caballos no sabrían excavar la nieve para llegar hasta la hierba como los caballos tártaros y, por tanto, no podrían encontrar alimento para mantenerse, ya que los tártaros carecen de paja, heno o grano. Así que, tras acabar la reunión, decidimos dejar allí los caballos con dos jóvenes que los vigilasen. Por todo esto, fue necesario entregarle regalos a un milenario para que nos diera unos caballos de recambio y un salvoconducto. Sin embargo, antes de llegar a Kiev, en Danilov padecimos una enfermedad que casi nos mata, aunque hicimos que nos llevasen en un carro a través de la nevada en medio de un terrible helada. Así pues, para no obstaculizar más el empeño de la Cristiandad, una vez que nos ocupamos de todos esos asuntos en Kiev, iniciamos el camino desde aquella ciudad hacia aquellos pueblos bárbaros con los caballos del milenario y un salvoconducto, dos días después de la festividad de la Purificación de Nuestra Señora[29].

Llegamos una aldea, que estaba directamente bajo control de los tártaros y se llama Kániv . El comandante de aquella aldea nos dio caballos y un salvoconducto hasta otra aldea donde se hallaba un comandante alano, llamado Miqueas, un hombre repleto de maldad y perversidad: en efecto, él ya había enviado unos seguidores suyos a Kiev que, para perjudicarnos, nos engañaron diciendo que venían de parte de Corenza a avisarnos de que acudiéramos como embajadores ante él. Esto lo hacía, aunque no era verdad, para extorsionarnos y robarnos los regalos. Cuando llegamos ante él, se mostró muy duro con nosotros y no quería llevarnos de ninguna manera a no ser que le prometiéramos regalos. Nosotros, que veíamos que no podríamos avanzar de otra manera, prometimos que le daríamos algunos regalos y, una vez le dimos los que nos pareció bien, no quería aceptarlos hasta que no le ofrecimos más: tuvimos que añadir más y más según su deseo y nos quitó algunos con engaños, furtiva y maliciosamente.

Después de esto, salimos con él en la segunda feria de la quincuagésima</ref>Mediados de febrero, aproximadamente, aunque la quincuagésima se calcula contando desde las fechas de la Pascua, cura fecha es variable.</ref> y nos llevó hasta la primera guarnición tártara. Nos alojamos allí en la sexta feria después del miércoles de ceniza[30] y, mientras el sol se ponía, unos tártaros se lanzaron contra nosotros, armados e infundiendo miedo, preguntado quiénes éramos. Cuando les respondimos que éramos embajadores del Papa, aceptaron algunos de nuestros alimentos y enseguida se marcharon.

Al amanecer del siguiente día nos levantamos y avanzamos un poco, pero enseguida nos salieron al encuentro algunos de los cargos importantes de aquella guarnición y nos preguntaron por qué veníamos y qué negocio traíamos. Les respondimos que éramos embajadores del Papa, que era señor y padre de los cristianos; él nos enviaba tanto ante el rey como ante los príncipes y los tártaros corrientes, porque le parecía buena idea que todos los cristianos fuesen amigos de los tártaros y estuvieran en paz con ellos; también porque deseaba que fueran grandes en el cielo, junto a Dios, por lo que el Papa les aconsejaba, tanto a través de nuestras palabras como sus cartas, que se convirtieran en cristianos y aceptasen la fe de nuestro señor Jesucristo, ya que de otra manera no podrían salvarse. Además, nos enviaba porque se sorprendía de las matanzas de hombres, en particular de cristianos y, sobre todo, de húngaros, moravos y polacos, todos súbditos suyos, que los tártaros habían llevado a cabo cuando estos ni les habían atacado ni lo habían intentado. Por este motivo, Dios nuestro Señor estaba duramente airado y les recomendaba que en un futuro evitasen tales actos e hicieran una penitencia por los ya cometidos. Además, añadimos que el Papa solicitaba que le respondieran qué pensaban hacer un futuro, cuáles eran sus intenciones y que le escribieran una carta como respuesta, en la que tratasen todos estos temas mencionados.

Tras oír nuestras motivaciones y entender lo que acabamos de relatar, nos dijeron que, en atención a estas palabras, querían ofrecernos guía y caballos de repuesto hasta Corenza, y acto seguido solicitaron regalos y los recibieron de nuestra mano (tuvimos que hacer de la necesidad virtud). Así pues, una vez que tomaron nuestros obsequios y recibimos los caballos de recambio (de los que ellos mismos desmontaron), tomamos el camino hacia Corenza bajo su guía. Sin embargo, ellos enviaron por delante un mensajero al galope que anunciase al jefe nuestras palabras. Este jefe es el señor de todos los tártaros que vigilan a todos los pueblos occidentales, para que no los ataquen de repente y por sorpresa. Este hombre tenía a sus órdenes, según oímos, a seis mil hombres.

Cuando llegamos a su lugar, hizo que ubicasen nuestras tiendas lejos de él y nos envió unos esclavos suyos a cargo de la organización para que nos preguntasen “con qué queríamos inclinarnos ante él”, es decir, qué clase de regalos le íbamos a ofrecer. Nosotros respondimos que el Papa no enviaba regalo alguno, ya que no estaba seguro de que fuéramos a llegar hasta ellos. Habíamos venido por lugares peligrosos debido a causa del miedo a las incursiones de los lituanos que frecuentemente recorren los caminos desde Polonia hasta el territorio tártaro; sin embargo, lo honraríamos con lo que teníamos para nuestro sustento, merced a la gracia de Dios y del Papa. Con todo, aunque le ofrecimos muchos regalos, no habrían sido suficientes de no ser porque, a través de terceros, pidió más, prometiendo que se encargaría de que nos guiasen honradamente si aceptábamos su solicitud (cosa que era necesario hacer si queríamos vivir y llevar a cabo las órdenes del Papa).

Tras aceptar nuestros regalos, nos llevaron a su orda, o poblado de tiendas, donde se nos instruyó para que nos inclinásemos tres veces con la rodilla izquierda ante la entrada de su residencia, y para que tuviéramos cuidado de no poner el pie sobre el umbral de la puerta, cosa que hicimos con cuidado porque supone una sentencia de muerte para quienes pisan a sabiendas el umbral de la residencia de un jefe. Una vez que ya hubimos entrado, tuvimos que repetir, de rodillas, lo que antes ya habíamos dicho frente al jefe y todos los notables a los que había convocado individualmente para esta reunión; le presentamos también la carta del Papa. Sin embargo, el intérprete que habíamos contratado en Kiev y nos acompañaba no era capaz de traducir aquella carta y, como no había nadie más capacitado para hacerlo, no pudieron traducírsela. Una vez hicimos esto, se nos entregaron unos caballos y tres tártaros, de los cuales dos eran decanos y el tercero un hombre de Batú, que nos condujeron a gran velocidad a este segundo jefe. Batú es más poderoso que todos los demás príncipes tártaros, a excepción del Emperador, al que está obligado a obedecer.

En la segunda feria después del primer domingo de cuaresma[31], tomamos el camino hacia él y cabalgamos sin cesar al ritmo del trote que los caballos podían mantener, ya que cambiábamos de caballo tres o cuatro veces al día. Cabalgábamos desde el amanecer hasta la noche y, muchas veces, también de noche, pero no pudimos llegar antes de la cuarta feria de la Semana Mayor[32]. Cruzamos todo el país de los cumanos, que es una tierra llana cruzada por cuatro ríos. El primero se denomina Dniéper, a orillas del cual se movía Corenza, por el lado más cercano a Rusia, mientras que por los campos del otro lado se movía Mauci, que es más importante que Corenza. El segundo río es el Don, por cuyas orillas se mueve un jefe llamado Carbon que está casado con la hermana de Batú; el tercero es el Volga, por cuyas orillas anda Batú, y el cuarto es el Ural[33], por cuyas orillas se mueven dos milenarios, cada uno a una orilla. Todos ellos bajan al mar en invierno, mientras que en verano remontan sus orillas hasta llegar a las montañas. Ese mar es el Mar Grande, del que sale el brazo de San Jorge que llega hasta Constantinopla[34]. Sobre el Dniéper caminamos por encima de hielo durante muchos días. Estos ríos son grandes y están repletos de peces, especialmente el Volga. Estos río llegan al mar de Grecia, que conoce como Grande, y por muchos lugares de sus costas avanzamos a través de bastantes tramos de peligroso hielo durante muchos días (estaba todo congelado desde la costa hasta tres leguas al interior).

Antes de que llegásemos ante Batú, dos de nuestros tártaros se adelantaron para relatarle todo cuanto habíamos dicho ante Corenza. Cuando llegamos ante Batú, en los límites del país de los cumanos, nos ubicaron bien, casi a una legua de distancia de su residencia. Cuando nos tuvieron que llevar antes su corte, se nos dijo que tendríamos que cruzar entre dos fuegos, cosa que nosotros, por algún motivo, no queríamos hacer. Pero nos dijeron: “Id sin miedo, ya que nos os hacemos cruzar entre esos dos fuegos por ningún otro motivo más que si pensáis algo malo contra nuestro señor o por si lleváis algún veneno: el fuego eliminará todo mal.” A esto respondimos: “Cruzaremos, para que no sospechéis de nosotros por estos motivos.”

Cuando llegamos a su orda, vino a preguntarnos uno de sus mayordomos, llamado Eldegay, con qué nos queríamos inclinar, es decir, qué regalos queríamos entregarle. A esto respondimos lo mismo que antes a Corenza: el Papa no nos había entregado ningún regalo, pero nosotros queríamos honrarlo con aquello que teníamos merced a la gracia de Dios y del Papa para cubrir nuestros gastos. Tras recibir y aceptar nuestros regalos, nos preguntó este mayordomo llamado Eldegay el motivo de nuestra llegada, a lo que le repetimos la misma respuesta a antes dijimos a Corenza.

Tras conocer nuestros motivos, nos introdujeron en su residencia, después de inclinarnos y escuchar la advertencia de no pisar el umbral. Una vez hubimos entrado, de rodillas repetimos nuestras palabras y, después de decirlas, presentamos nuestra carta y solicitamos que se nos proporcionara algunos intérpretes que pudieran traducir nuestra carta, que nos fueron enviados en el día del Viernes Santo. Con esmero tradujimos el texto a la lengua rutena, musulmana y tártara. Esta última traducción se le presentó a Batú, que la leyó y examinó atentamente. Al final, se nos llevó de vuelta a nuestra residencia, pero no se nos dio nada de comer, a excepción de una vez la primera noche que llegamos que nos sirvieron algo de mijo en una escudilla.

Batú se comporta con magnificencia: tiene porteros y encargados de la Corte como el propio Emperador. Se sienta en un lugar muy elevado, casi como un trono, con una de sus esposas; los demás, tanto sus hermanos e hijos como el resto de nobles, se sientan por debajo en el centro, en un banco; el resto de personas detrás de ellos, los hombres a la derecha y las mujeres a la izquierda. Las tiendas que tienen son grandes y muy bonitas, de paño de lino, que fueron propiedad del rey de Hungría. Ningún extraño se atreve a entrar en esa tienda sin una cita previa, a excepción de su familia, debido a lo grande y poderoso que es, a no ser que quizás conozcas cuáles son sus deseos. Nosotros, una vez comunicamos nuestros motivos, nos sentamos a la izquierda, tal y como hacen los embajadores que marchan hacia el Emperador; sin embargo, a la vuelta, nos colocaban siempre a la derecha. Casi en el centro de la residencia se coloca una mesa, sobre la que sirve la bebida en vasos de oro y plata, si bien ni Batú ni ningún príncipe tártaro bebe, especialmente en público, a no ser que se les cante o toque música. Cuando cabalga, siempre lleva un parasol o una especie de pequeña tienda sobre su cabeza sostenida por una lanza, cosa que hacen todos los principales jefes tártaros y sus mujeres. Batú, por otro lado, es bastante bondadoso con su gente, aunque le tienen mucho miedo, pero es el más sanguinario en combate y muy avispado y astuto en la guerra, ya que lleva mucho tiempo combatiendo.

El Sábado Santo fuimos convocados a su residencia, y salió a nuestro paso el mayordomo de Batú para informarnos de su parte que iríamos ante el emperador Guyuk en su país. Retuvieron, sin embargo, a algunos de los nuestros con el pretexto de que querían enviarlos de vuelta al Papa, así que les entregamos unas cartas en las que relatábamos todo lo acontecido para que se las entregasen pero, mientras pasaban por el territorio de Mauci en su camino de vuelta, fueron retenidos allí hasta nuestra vuelta.

En el día de la Resurrección del Señor, tras oficiar una misa y comer un poco, partimos acompañados por los dos tártaros que Corenza nos había asignado y bañados en lágrimas, ya que no sabíamos si íbamos al encuentro de la vida o de la muerte. Además, estábamos tan enfermos que apenas podíamos cabalgar. Durante toda la cuaresma, nuestra única comida fue mijo con agua y sal, e igual en los días de ayuno. Tampoco teníamos para beber nada más que nieve calentada en un caldero.

La Cumania tiene al norte, justo después de Rusia, a los morduinos, a los búlgaros (es decir, a la Magna Bulgaria) a los bastarcos (es decir, a la gran Hungría) y, después de los bastarcos, a los samogitas; después de los samogitas están aquellos de los que se dice que tienen rostro canino en las desiertas costas del océano. Por el sur tiene a los alanos, a los circasos, a los jázaros, a Grecia, Constantinopla e Iberia[35]; a los cacos, a los brutaquios (que se dice que son judíos y se afeitan la cabeza) y el país de los zicos, de Georgia, de Armenia y de los turcos. Por occidente tienen Hungría y Rusia. Este país es muy grande y alargado.

Nos movimos por esta tierra cabalgando con todas nuestras fuerzas, ya que cada día teníamos cinco o siete caballos frescos (excepto cuando cruzábamos territorios desiertos, como antes se ha dicho) y entonces tomábamos los caballos más fuertes y mejores, que pudieran sostener este esfuerzo continuo.

Tras esto, entramos en el país de los cangitas, un país en el que hay carestía generalizada de agua, por lo que muy poca gente vive allí. Por este motivo, muchos de los hombres de Yaroslav, el duque de Rusia, que iban hacia el país de los tártaros a reunirse con él, murieron a causa de la sed en aquel desierto. En este país, al igual que en la Cumania, nos encontramos muchas cabezas y huesos de hombres muertos depositados sobre los campos como si fueran montones de basura. Recorrimos esta tierra desde el día ocho días posterior a la Pascua hasta casi el día de la ascensión de Nuestro Señor[36]. Este pueblo era pagano, y tanto los cumanos como los cangitas no labran los campos, sino que tan solo viven de sus rebaños; no levantan casas sino que viven en tiendas. A estos los tártaros también los destruyeron y ahora residen en sus tierras; aquellos que sobrevivieron han sido reducidos a la servidumbre.

Del país de los cangitas pasamos al de los biserminos. Este pueblo hablaba la lengua cumana y todavía la hablan, aunque siguen la religión musulmana. En este país encontramos infinitas ciudades desbaratadas, castillos destruidos y muchas aldeas desiertas. Hay un río muy grande que cruza el país, cuyo nombre desconocemos y a cuyas orillas se encuentra la ciudad de Yankint, otra llamada Barquin, otra llamada Orpar y otras más, cuyos nombres desconocemos. Esta tierra la controlaba un señor llamado Alto Sultán, al que los tártaros destrozaron junto con todo su linaje (pero desconocemos su nombre propio). Esta tierra tiene unas montañas altísimas. Al sur están Jerusalén, Bagdad y todo el país de los musulmanes; en las fronteras más cercanas residen los jefes Burin y Cadan, que son hermanos de sangre. Al norte queda el país de los karakitai y tiene un océano, y allí reside Siban, el hermano de Batú. Este lugar lo recorrimos casi desde el día de la fiesta de la Ascensión hasta ocho días antes de la fiesta de San Juan Bautista (NOTA: 15 de junio, así que otro mes de recorrido).

Después nos adentramos en la tierra de los karakitai, donde tan solo han construido una nueva ciudad, desde cero, a la que han llamado Omyl, donde el Emperador construyó un palacio al que fuimos convocados para beber. El representante del Emperador que residía allí hizo que nos aplaudieran los notables más importantes de la ciudad e incluso dos hijos suyos.

Cuando salimos de allí llegamos a un cierto mar, no muy grande, cuyo nombre desconocemos porque no lo preguntamos. A orillas de aquel mar hay un pequeño monte en el que se halla un agujero del que, según dicen, en invierno brotan tales vendavales que la gente a duras penas y con gran peligro pueden cruzar; en verano siempre se oye el sonido del viento, pero sale flojo del agujero, según nos contaban los habitantes del lugar. Recorrimos durante muchos días las costas de aquel mar. Este mar tiene muchas islas y al final lo dejamos a nuestra izquierda. En aquel país abundan los ríos, aunque no grandes; a ambas orillas de los ríos hay bosques, si bien no muy anchos. Allí reside Ordu, que es mayor que Batú (es más, es el más viejo de todos los jefes tártaros), y está la orda o corte de su padre, en la que se encuentra una de sus esposas que la gobierna. Es costumbre entre los tártaros que no destruir las cortes de los príncipes y notables (NOTA: El autor está pensando, seguramente, en la idea medieval de una Corte itinerante que acompaña al Rey por todo su reino.) sino que se designan algunas mujeres que las gobiernan y a las que se les entregan parte de las donaciones, al igual que suelen entregarse a los señores.

Después de esto llegamos a la primera orda del Emperador, donde se encontraba una de sus esposas. Como todavía no habíamos visto al Emperador, no quisieron convocarnos ni introducirnos en la orda, sino que ordenaron que se nos atendiera bien en nuestra tienda, según las costumbres de los tártaros. Así nos retuvieron allí un día para que descansáramos. De allí salimos en la vigilia de San Pedro y entramos en el país de los naimanos, que son paganos. El días de los apóstoles Pedro y Pablo (NOTA: 29 de junio) cayó una gran nevada y tuvimos mucho fríos. Este país es especialmente montañoso y frío y se encuentran pocas zonas llanas. Aquellos pueblos no labran la tierra sino que viven, como los tártaros, en tiendas (que estos también destruyeron).

Después entramos en el país de los mongoles, a los que nosotros llamamos tártaros. Según nuestros cálculos, cruzamos esta tierra en tres semanas de fuerte cabalgada y el día de Santa María Magdalena[37] llegamos ante Guyuk, el actual Emperador. Durante todo este trayecto habíamos avanzado muy rápido, porque nuestros tártaros habían recibido órdenes de llevarnos rápido a aquella solemne reunión de Cortes, que se había convocado desde hacía mucho años, para que llegásemos a tiempo. Por este motivo nos levantábamos al amanecer y marchábamos hasta la noche sin comer y a menudo llegábamos tan tarde que no comíamos por la noche, sino que lo que tendríamos que haber cenado lo tomábamos para desayunar. Íbamos al trote siempre que los caballos podían y no se escatimaba ningún esfuerzo de los caballos, ya que cada día solíamos tener caballos frescos muy a menudo y los que se habían cansado se devolvían, como se ha dicho antes: de esta forma, cabalgábamos rápido, sin ninguna interrupción.

Pero cuando llegamos, Guyuk ordenó que nos dieran una tienda y los víveres que los tártaros suelen dar (aunque a nosotros nos trataban mejor que a los demás embajadores). Con todo, no se nos convocó ante su presencia, porque todavía no había sido elegido Emperador y todavía no ejercía ese poder; aun así, ya le habían enviado la traducción de la carta del Papa y las palabras que habíamos pronunciado ante Batú. Como estuvimos cinco o seis días allí, nos envió con su madre, donde se reunían las solemnes Cortes. Cuando llegamos allí, ya se había levantado una gran tienda, preparada con púrpura blanca, y a nuestro parecer era tan grande que podía haber más de dos mil personas allí debajo. Alrededor, había una tarima de madera en el que habían pintado diversas imágenes. El segundo o el tercer día acudimos con los tártaros que nos habían asignado de guardias y allí estaba reunidos todos los jefes y cada uno cabalgaba por los alrededores, entre las colinas y el llano, con toda su gente.

El primer día todos se vistieron de púrpura blanca; el segundo, de roja; el tercero, de púrpura azul y el cuarto con las mejores telas de estilo bagdadí. En aquella tarima había dos grandes puertas: por una solo podía entrar el Emperador y no tenía ninguna guardia aunque estuviera abierta, porque nadie se atrevía a entrar o salir por allí; por la otra entraban todos los que eran admitidos, y allí había unos guardias con espadas, arcos y flechas. Si alguien se acercaba a la tienda más allá de los límites que se habían colocado y era capturado, se le azotaba y, si huía, se les disparaba (aunque estas flechas carecían de punta de hierro). Los caballos estaban a una distancia, nos parecía, de dos tiros de flecha. Los jefes venían armados y acompañados de mucha de su gente, pero nadie, a excepción de los jefes, podía acercarse a caballo (es más, golpeaban fuerte a quien intenta acercarse de otra manera). Había muchos que, entre los frenos, pectorales, sillas y baticolas tenían alrededor de 20 marcos de oro.

De esta manera, los jefes conversaban bajo la tienda y, según creemos, comentaban la elección; el resto del pueblo en su totalidad estaba lejos, fuera de la tarima. Así, se hacía casi el mediodía y entonces empezaban a beber leche de yegua y hasta la noche bebían tanto que era sorprendente de ver. A nosotros nos llamaron al interior y nos dieron cerveza, porque apenas bebíamos leche de yegua, y esto nos lo permitieron como muestra de un gran honor. Pero nos insistían mucho en que bebiéramos y, como no podíamos, debido a nuestra falta de costumbre, aguantarla de ninguna manera, les mostramos que nos resultaba muy difícil y dejaron de insistir.

Fuera estaban el duque Yaroslav de Suzdal, en Rusia, y muchos duques de Catay de los solangos; también dos hijos del rey de Georgia, un embajador del Califa de Bagdad, que era un sultán, y más de diez sultanes musulmanes más, según nos pareció y los mayordomos nos comentaron. También había más de cuatro mil embajadores entre los que traían tributos, los que ofrecían regalos, los sultanes y duques que venían a someterse, los que habían sido llamados y aquellos que eran los comandantes de los países. Todos estos estaban ubicados fuera de la tarima y les ofrecían bebida a todos a la vez, aunque a nosotros y al duque Yaroslav siempre nos concedían el lugar superior cuando estábamos fuera con los demás. Si no nos falla la memoria, pensamos que estuvimos allí cuatro semanas y creemos que, aunque allí tuvo lugar la elección, no se hizo público entonces. Se creía que sí porque siempre que Guyuk salía de la tienda, le recibían con cánticos y, cuando estaba fuera, se inclinaban ante él con unas bellas varas que en lo alto tenían lana escarlata, cosa que no se hacía ante ningún otro jefe. Esta residencia o Corte la denominan Sira Orda.

Cuando salimos de cabalgada hacia otro lugar, hicimos el camino todos a la vez durante tres o cuatro leguas, hasta donde había una hermosa llanura junto a un arroyo entre unas montañas. Allí había otra tienda preparada, a la que llaman Orda de oro, donde debía celebrarse la entronización en el día de la Asunción de Nuestra Señora[38]. Sin embargo, debido a la granizada que cayó (de la que hemos hablado antes), se retrasó en el tiempo. Aquella tienda se apoyaba sobre unas columnas que estaban chapadas en oro y se fijaban a otras con clavos de hierro; la parte superior del techo y el interior de las paredes eran de telas de estilo bagdadí, pero por fuera tenía otros paños. Allí estuvimos hasta el día de San Bartolomé[39], cuando se reunió la mayor multitud. Todos estaban de pie girados hacia el sur y había algunos que estaban alejados a un tiro de piedra de los demás, que iban alejándose más y más mientras rezaban y doblaban la rodilla en dirección al sur. Nosotros, como no sabíamos si estaban realizando sortilegios o doblando la rodilla ante Dios u otro, no quisimos hacer ninguna genuflexión. Una vez que ya hubieron hecho esto por largo tiempo, volvieron a la tienda y sentaron a Guyuk en el trono imperial: todos los príncipes se arrodillaron ante él y después todo el pueblo, a excepción de nosotros porque no éramos sus súbditos. Después empezaron a beber y, tal y como es su costumbre, estuvieron bebiendo hasta la noche. Después trajeron en unos carros la carne, cocida sin sal, y dieron una pieza para cada cuatro o cinco personas; a los de dentro les ofrecieron carne y una salsa salada como acompañamiento. Así se hizo todos los días que hubo banquete.

Fue en aquel lugar donde se nos convocó ante el Emperador; el protonotario Chingay anotó nuestros nombres, los que quienes nos habían enviado, el del duque de los solangos y los de otros y los anunció en voz alta al Emperador y el resto de jefes. Una vez hecho esto, cada uno de nosotros doblamos la rodilla izquierda cuatro veces y nos advirtieron de que no pisásemos el umbral. Después, nos registraron minuciosamente en busca de puñales y, cuando no encontraron ninguno, entramos por la puerta que quedaba a oriente, ya que por la de occidente solo se atreve a entrar el emperador (o un jefe si la tienda es suya; los humildes no se preocupan con tales asuntos). Esta fue la primera vez que estuvimos ante su presencia, cuando entramos en su residencia después de que fuera elegido Emperador. Allí recibió también a todos los embajadores, pero a su tienda personal entraron poquísimos.

Allí los embajadores le entregaron tantos obsequios (seda, samita[40], telas de estilo bagdadí, cinturones de seda adornados con oro, pieles nobles y otros) que era admirable de ver. Allí también se le presentó esa especie de parasol o tiendecita que se coloca sobre el Emperador, toda adornada con gemas. También entonces el comandante de una región le entregó muchos camellos, cubiertos de telas de estilo bagdadí; las sillas estaban montadas sobre los camellos con unas herramientas y en su interior un hombre se podía sentar. Serían, según creemos, unos cuarenta o cincuenta, pero también le entregó muchos caballos, mulos armados (o blindados, algunos de cuero y otros de hierro). También se nos preguntó si queríamos entregar algún regalo, pero ya los habíamos gastado casi todos antes, por lo que apenas podíamos darle nada. Lejos de aquella residencia, en la cima de una montaña, se hallaban más de quinientos carros, todos repletos de oro, plata y vestidos de seda, que se repartieron entre el Emperador y los jefes. Cada jefe dividió su parte entre sus hombres, según le pareció adecuado.

Una vez salimos de allí, fuimos a otro lugar donde había colocada una tienda de admirable factura, toda de púrpura roja, que le habían regalado de Catay. Nos introdujeron también allí dentro y siempre que entrábamos, se nos daba de beber cerveza o vino y se nos ofrecían también carnes cocidas, si queríamos. Había un pequeño estrado levantado sobre una tarima, donde se había colocado el trono del Emperador. Nos maravilló cómo estaba esculpido el trono en marfil; también tenía engastes de oro, piedras preciosas y perlas, si lo recordamos bien. Se subía por un escalones y por detrás era redondo. También había unos bancos colocados alrededor del trono, donde las señoras se sentaban en los asientos de la izquierda; en la parte derecha nadie se sentaba en lo alto, sino que los jefes se sentaban en los bancos del centro, que quedaban más bajos, y el resto detrás de ellos. Todos los días acudían una gran multitud de señoras.

Estas tres tiendas que acabamos de comentar era muy grandes; sus esposas tenían otras tiendas, grandes y hermosas, de fieltro blanco. Allí también se dividieron: la madre del Emperador fue a un lugar y el Emperador a otro, a dictar sentencias. Había sido capturada una tía del Emperador, que había envenenado a su propio padre mientras su ejército estaba en Hungría. Por este motivo, el ejército abandonó aquellos lugares. Se celebró el juicio de esta mujer, y de otras personas, y los ejecutó.

Por aquel entonces murió Yaroslav, el gran duque de una parte de Rusia que se denomina Suzdal. Este acababa de ser convocado ante la madre del Emperador, que le dio de comer y de beber con sus propias manos, como un gran honor. Cuando volvió a su alojamiento, enseguida cayó enfermó y murió después de siete días. Sorprendentemente, su cuerpo se volvió de un color gris azulado: por esto, todos creían que había sido envenenado, para poder hacerse con el control de sus tierras libremente y de pleno poder. Le da más peso a esta hipótesis el hecho de que, sin saberlo los acompañantes que se hallaban con él, el Emperador envió veloz un mensajero a Rusia para convocar a su hijo Alejandro ante su presencia, porque quería entregarle las tierras de su padre. Este quiso ir, pero se quedó en Rusia; mientras tanto, mandaba cartas afirmando para que viniera, porque quería entregarle la tierra de su padre. Sin embargo, todos creían que, si venía, lo mataría o retendría cautivo para siempre.

Fue después de esta muerte (si recordamos bien las fechas) que nuestros tártaros nos llevaron ante el Emperador y, una vez que el Emperador supo por qué habíamos acudido ante él a través de nuestros tártaros, nos ordenó que volviésemos con su madre, porque al segundo día quería alzar el estandarte de guerra contra toda la tierra de Occidente, tal y como ya nos habían comentado fuentes que lo conocían con seguridad, como ya dijimos antes (en efecto, no quería que nos enterásemos). Después de volver, estuvimos allí unos pocos días hasta que nos hicieron volver ante él. Bien podría ser que estuviésemos allí un mes, en el que padecimos tanta hambre y sed que apenas podíamos sobrevivir, porque los víveres que se nos entregan apenas daban para una sola persona, y no podíamos encontrar nada que comprar ya que el mercado estaba lejísimos. Si el Señor no nos hubiera dispuesto a aquel ruteno, un orfebre llamado Cosmas al que el Emperador apreciaba mucho y que nos mantuvo un poco, creemos que habríamos muerto si el Señor no nos hubiese ayudado de alguna otra forma.

Fue él quien nos enseñó el trono del Emperador, que él mismo había fabricado, antes de que se colocase en su lugar, así como el sello, que también había fabricado, y nos leyó la inscripción del sellos. También conocimos muchos otros secretos del Emperador gracias a los acompañantes que habían venido con otros jefes: muchos rutenos, algunos húngaros que sabían latín y francés, algunos clérigos rutenos y otros que ya habían convivido con los tártaros, algunos hasta treinta años, en la guerra y en otros campos. Ellos conocían todas sus características, ya que conocían su lengua y habían vivido a menudo con ellos, algunos veinte años, otros diez, algunos más y otros menos. A ellos les podíamos preguntar por todo y a veces ellos mismos nos lo contaban todo de buen grado sin ninguna pregunta, ya que conocían nuestros deseos.

Después de esto, el Emperador nos mandó llamar y nos ordenó, a través de su protonotario Chingay, que pusiéramos nuestras palabras y peticiones por escrito y se las entregásemos. Esto hicimos, pusimos por escrito toda las palabras que ya antes le habíamos dicho a Batú, como hemos relatado previamente. Unos pocos días después, nos mandó llamar de nuevo y nos pidió, a través de Kadac, mayordomo de todo el imperio, en presencia de los protonotarios Bala y Chingay, y de muchos otros escribanos, que repitiéramos todo nuestro discurso, cosa que hicimos de buen grado y con gusto. Nuestro intérprete, tanto en esta ocasión como en otras, fue Temer, un caballero de Yarsolav, en presencia de un clérigo que estaba con él y de otro que estaba con el Emperador. En esta ocasión, nos preguntó si el Papa disponía de alguien que entendiera el ruteno o el árabe o incluso el tártaro, a lo que respondimos que no conocíamos a nadie que supiera ruteno, árabe o tártaro. Podía haber árabes en el país, pero estaban muy lejos del Papa. Sin embargo, les dijimos que nos parecía buena idea que nos entregasen lo que habían escrito en tártaro y nos lo tradujeran; nosotros lo apuntaríamos cuidadosamente en nuestra lengua y le llevaríamos tanto la carta original como la traducción al Papa. Entonces se despidieron de nosotros y fueron ante el Emperador.

El día de San Martín[41] se nos convocó de nuevo, y se presentaron ante nosotros Cadac, Chingay y Bala, los escribanos que antes hemos mencionados, y nos tradujeron la carta palabra por palabra. Mientras lo escribíamos en latín, nos pedían que les tradujéramos cada frase, ya que querían saber si nos habíamos equivocado en alguna frase. Una vez que ambas cartas estuvieron escritas, nos hicieron leerlas por segunda vez, para que no hubiera, por casualidad, ninguna omisión y nos dijeron: “Procurad entenderlo todo bien, porque no conviene que no lo entendáis todo cuando debéis partir hacia un lugar tan lejano.” Cuando les respondimos que lo entendíamos todo bien, volvieron a escribir la carta en árabe, por si podíamos encontrar a alguien en estas tierras que se la pudiera leer al Papa si este lo deseaba.

Es costumbre del Emperador de los tártaros no relacionarse con ningún extraño, por más importante que sea, si no es a través de terceros, sino que escucha y responde a través de un tercero, como se ha dicho. Sin embargo, cada vez que proponen un asunto ante Cadac o escuchan la respuesta del Emperador, quienes están por debajo, por más importantes que sean, doblan las rodillas hasta que acaba el discurso. No se puede ni hay costumbre de que alguien pueda comentar algo sobre un tema una vez que el Emperador lo ha cerrado. El Emperador, al igual que tiene mayordomo, protonotarios y escribas, también tiene a todos los encargados para los asuntos públicos y privados, a excepción de abogados, ya que todos las disputan se deciden según el arbitrio del Emperador, sin el alboroto de los juicios. Otros príncipes actúan igual en lo que a ellos les atañe.

El Emperador puede tener unos 40 o 45 años (o más), es de estatura mediana, muy prudente, particularmente astuto, muy serio y de costumbres muy dignas. En ningún momento nadie lo ha visto reírse fácilmente o actuar con ligereza, según nos contaban los cristianos que llevaban tiempo viviendo con él. Estos cristianos, que formaban parte de su servicio, también nos decían que estaban totalmente convencidos de que debería hacerse cristiano, y hay una señal clara, el hecho de que tenía clérigos cristianos y cubre los gastos de los cristianos. También tiene siempre un coro ante su tienda mayor que canta en público para todos y tocan durante las horas según la costumbre de los griegos, como otros cristianos, sea cual sea la multitud de tártaros o de otros pueblos que haya delante. Esto no lo hacen el resto de jefes.

Propuso el Emperador enviar unos embajadores propios con nosotros, según nos informaron nuestros tártaros, que debían acompañarnos. Sin embargo, querían, por lo que creemos, que fuéramos nosotros quienes lo pidiéramos, porque en este sentido uno de nuestros tártaros, el mayor, nos aconsejó que lo solicitásemos. Con todo, como no nos parecía buena idea que vinieran con nosotros, respondimos que no era asunto nuestro pedirlo, aunque si el Emperador los quería enviar por su propio deseo, nosotros querríamos llevarlos sanos y salvos, con la ayuda de Dios. No nos parecía adecuado solicitar que vinieran por varios motivos: primero, porque temíamos que, si veían las trifulcas y guerras que abundan entre nosotros, se animarían más a atacarnos; segundo, porque temíamos que tendrían que ser espías de nuestras tierras; tercero, porque recelábamos de que los mataran, ya que nuestros pueblos son, en su mayor medida, arrogantes y soberbios (cuando los sirvientes que nos acompañaban, ante la petición del cardenal que es el legado papal en Alemania, acudían a su presencia con sus ropas tártaras, los teutones casi los lapidaron y los obligaron a quitarse su ropa tártara; además, los tártaros acostumbran a no firmar nunca la paz con las gentes que asesinan a sus embajadores hasta que no consuman la venganza); cuarto, porque nos amedrentaba que tuvieran que secuestrarnos a la fuerza, como le sucedió una vez a un príncipe musulmán al que todavía tienen prisionario, si es que no ha muerto ya; quinto, porque su venida no tenía ninguna utilidad, ya que no tenían ninguna orden ni poder más allá de llevar la carta que nosotros ya teníamos del Emperador al Papa y al resto de príncipes, y sospechábamos que algo malo podía suceder ahí. Por este motivo, no nos pareció buena idea que viniesen.

Tres días después, es decir, en la fiesta de San Bricio[42], nos entregaron la licencia del Emperador y su carta firmada con el sello; después, nos enviaron con la madre del Emperador, que nos regaló a cada uno de nosotros un abrigo de piel de zorro, que tenía el pelo por fuera y por dentro estaba repleto de audato[43], y una [tela de] púrpura; de estas telas nuestros tártaros robaron un pie de cada, y de la que se regaló a cada sirviente robaron mejor la mitad. Esto no se nos pasó por alto, pero no quisimos comentar nada.

Entonces iniciamos el camino de vuelta, y anduvimos todo el invierno, a menudo yaciendo en medio del desierto entre la nieve, excepto cuando podíamos hacernos un hueco con los pies en aquellos lugares en los que no había árboles sino que eran un campo plano. A menudo nos encontrábamos todos cubiertos de nieve cuando el viento la empujaba. Así llegamos el día de la Ascensión de nuestro Señor[44] ante Batú, al que le pedimos que respondiera al Papa. Este respondió que no quería pedir nada que no hubiera escrito el Emperador; sin embargo, nos dijo que nos esforzásemos en comunicar al Papa y al resto de principales notables todo lo que el Emperador había escrito. Nos entregó un salvoconducto, nos alejamos de él y llegamos ante Mauci el sábado de la octava de Pentecostés[45], donde se hallaban retenidos nuestros compañeros y sirvientes, que ordenamos que nos fueran entregados.

De allí llegamos ante Corenza, que de nuevo nos solicitó unos obsequios. No le dimos ninguno, porque no teníamos. Él nos puso a dos cumanos, que se cuentan entre los tártaros, de escolta hasta que llegásemos a Kiev, en Rusia. Sin embargo, nuestro tártaro no nos abandonó hasta que no salimos de la última guarnición tártara; en cambio, los otros, los que Corenza nos puso, nos llevaron en seis días desde la última guarnición hasta Kiev. Llegamos allí 15 días antes de la fiesta de San Juan Bautista[46]; los kievitas, cuando se dieron cuenta de nuestra llegada, salieron todos alegres a vernos. Nos felicitaban como si hubiéramos salido de entre los muertos. Igual hicieron por toda Polonia, Bohemia y Rusia.

Daniel y su hermano Vasilico organizaron una gran fiesta en nuestro honor, y nos retuvieron en contra de nuestra voluntad ocho días. Durante nuestro viaje, habían tenido una reunión entre ellos, los obispos y otros hombres importantes sobre aquello de lo que habíamos hablado cuando partimos hacia el país de los tártaros, y nos respondieron unánimamente que querían tener al Papa como su señor especial y su padre, y a la santa Iglesia romana como su maestra y señora, confirmando todo lo que ya había transmitido previamente de este tema a través de su abad. Por este asunto, enviaron con nosotros unas cartas y unos embajadores ante el Papa.

Para que a nadie le pueda caber duda alguna de que estuvimos en el país de los tártaros, escribiremos a continuación los nombres de aquellos que allí nos vieron. El rey Daniel de Rusia, con todos sus caballeros y gentes, que lo acompañaban, y nos vieron cerca de la residencia de Carbon, que tenía por esposa a la hermana de Batú. Junto a Corenza nos encontramos a Mongrot, centurión de Kiev, y sus compañeros, que también nos guiaron durante una parte del camino y llegaron después que nosotros ante Batú. Junto a Batú nos encontramos con el hijo del duque Yaroslav, que tenía la compañía de un caballero ruso llamado Sangor, que era cumano de nacimiento pero ahora es cristiano, como otro ruteno del país de Suzdal que fue nuestro intérprete con Batú. Junto al Emperador de los tártaros nos encontramos con el duque Yaroslav, que murió allí, y a un caballero que lo acompañaba llamado Temer, que fue nuestro intérprete con Guyuk Kan, el Emperadorde los tártaros, tanto para traducir la carta del Emperador para el Papa como para transmitir nuestras palabras y responder. Allí también estaba Dubazlao, clérigo del susodicho duque, Jacobo, Mijaíl y otro Jacobo, los tres siervos del duque. Al volver, en la ciudad de Lemfinc, en el país de los biserminos, nos encontramos con Ugneo, que iba a visitar, por orden de la esposa de Yaroslav y de Batú, al susodicho Yaroslav, a Cocteleban y toda su comitiva. Todos estos volvieron al país de Suzdal, en Rusia, a quienes se les podrá preguntar por la verdad, si fuera necesario. Junto a Mauci, el duque Yaroslav y su comitiva se encontraron a nuestros compañeros que habían permanecido allí; en Rusia, también nos vio un tal Sancopolto y su comitiva. Al salir de la Comania nos encontramos con el duque Romano y su comitiva, que iban al país de los tártaros, y al duque Olaha y a su comitiva, que salían. Hubo un embajador del duque de Chernigov que salió con nosotros de la Cumania y durante un buen trecho nos acompañó en el camino por Rusia. Todos estos duques son rutenos.

Toda la ciudad de Kiev es testigo, porque nos proporcionó el salvoconducto y caballos para llegar hasta la primera guarnición tártara, y a la vuelta nos acogió con el salvoconducto de los tártaros y sus caballos, que les devolvieron. También todas las gentes de Rusia por donde discurrió nuestro camino, que recibieron la carta sellada de Batú y la orden de que nos ofrecieran caballos y víveres y, si no lo hacían, serían asesinados.

Además, son testigos los mercaderes de Bratislava que vinieron con nosotros hasta Kiev y sabían que íbamos a entrar en el territorio de los tártaros. También muchos otros mercaderes, tanto de Polonia como de Austria que llegaron a Kiev después de que hubiéramos partido hacia el país de los tártaros; también son testigos los mercaderes de Constantinopla que iban a Rusia a través del territorio tártaro. Los nombres de aquellos mercaderes eran Miguel y Bartolomé de Génova, Manuel de Venecia, Jacobo Reverio de Acre y Nicolás de Pisa. Estos eran los más importantes, los menores eran: Marcos, Enrique, Juan, Vasio, Enrique Buendía y Pedro Pascami. Hubo muchos más, pero desconocemos sus nombres.

Suplicamos a todos los que lean esta obra que no disminuyan o aumenten nada, ya que nosotros hemos escrito con la máxima veracidad todo lo que vimos u oímos de otros a los que considerábamos fidedignos, sin añadir nada a sabiendas, de lo que Dios es testigo. Con todo, dado que aquellos por los que discurrió nuestro camino, que están en Polonia, Bohemia, Teutonia, Lieja y Champaña tenían una versión previa de esta historia y la reescribieron antes de que estuviera completa y totalmente redactada, ya que todavía no habíamos tenido un momento de quietud para poder completarla, que nadie se sorprenda porque en esta versión haya más detalles y sea más correcta que aquellas, porque esta, en cuanto tuvimos un poco de tiempo libre, la corregimos hasta que estuvo completa y acabada o, mejor dicho, más acabada que aquella que todavía no estaba finalizada.

Final de la “Historia de los Mongoles”, a los que denominamos tártaros.

Notas[editar]

  1. Tártaro era el nombre común en la Europa de aquel entonces para los mongoles, como el propio autor relatará.
  2. Aquí oriente se refiere estrictamente al lugar por donde sale el sol, es decir, el este; el Aquilón era el viento del noreste, aunque el autor parece usarlo como sinónimo del norte
  3. Catay era el nombre medieval para China.
  4. Como después explicará el autor, "orda" es el nombre que reciben los asentamientos mongoles; de aquí vendrá después la palabra “horda” a las lenguas europeas.
  5. Muy probablemente, está describiendo este sombrero.
  6. Algunos juristas medievales distinguían entre una acción realizada bajo coacción condicional o bajo coacción absoluta y apuntaban a que una acción realizada bajo coacción absoluta carece de toda validez jurídica. Es interesante que aquí el autor haga esta apreciación, ya que está absolviendo de toda culpa a esta pareja. He encontrado una discusión sobre esta diferencia jurídica en este artículo en inglés ( https://scholarship.law.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1903&context=scholar), relacionado con la validez del bautismo de unos judíos bajo coacción absoluta.
  7. En la fuente original, Occodaican.
  8. El original, con todo, denomina sistemáticamente a este pueblo “mongales”.
  9. En el original, Chingis.
  10. Es decir, "murió", en un giro dramático habitual en el lenguaje medieval.
  11. Sospechamos que este etnónimo se corresponde con los actuales uigures, pero este es un pueblo musulmán, lo cual entra en contradicción con lo que a continuación el autor afirma de ellos... si bien no parece un narrador muy fiable en estos detalles. Además, puede estar influido por las ideas medievales del reino del Preste Juan, mítico rey de un pueblo cristiano de la secta de los nestorianos.
  12. Posiblemente se refiera a Jochi
  13. En época medieval se dividía el subcontinente indio en tres regiones, India minor, India maior e India tertia. Las dos primeras se corresponden, más o menos, con subdivisiones del continente indio, mientras que la tercera era una indeterminada masa de tierra que unía esta región con Etiopía.
  14. lgunas búsquedas de este nombre en la red arrojan la especulación de que este nombre podría esconder el actual Tíbet.
  15. En latín la palabra “tenebra” significa “tiniebla”. Sin embargo, sospecho que el término intenta recoger la pronunciación del original mongol, así que no creo que el significado sea importe.
  16. Conocida actualmente como Sorgaqtani.
  17. ¿Quizá Ariq Boke?)
  18. ¿Quizá Kublai?
  19. Los alanos medievales estaban emparentados con los alanos que participaron en las migraciones bárbaras de finales del Imperio Romano, pero habitaban en las estepas de Rusia.
  20. Es muy probable que el gentilicio “bilari” sea una variante de los que hoy llamamos búlgaros, y que el autor haya confundido la región del reino de Bulgaria (que, si bien sufrió ataques tártaros, no fue totalmente destruida) con la Bulgaria del Volga
  21. En el original, sultán de "Urum".
  22. Los ejércitos mongoles estaban compuestos, habitualmente, por tres unidades de 10.000 hombres. Se puede leer más aquí.
  23. En el original, “Obesi”. Dado que es poco probable que “los gordos” sea un etnónimo y que el autor parece entender como sinónimos “Obesi” y “Georgiani”, lo más probable es que ese primer etnónimo se refiere a los abjasios.
  24. En el original, “noverint universi” una fórmula típica de inicio en documentos legales medievales, con la que se pretende notificar a los interesados su contenido.
  25. En la idea medieval, se refiere a todos los pequeños propietarios de tierras o talleres.
  26. Proverbios, 1, 5.
  27. Región que incluía Varsovia y la zona al norte de esta ciudad.
  28. Estos obispos pertenecerían, sin duda, al credo ortodoxo y el papa querría aprovechar las tensiones de la invasión mongola para hacerles volver “al redil”.
  29. 4 de febrero
  30. Cuatro días después de la anterior fecha.
  31. Alrededor del 1 de marzo.
  32. Aproximadamente, un mes más tarde.
  33. En el original lo denomina Yaec, reflejando el nombre kazajo zhayq.
  34. El mar es, evidentemente, el Mar Negro (aunque el río Ural desemboca en el mar Caspio) y el Brazo de San Jorge es el nombre medieval que recibía el estrecho del Bósforo, ya que existía un monasterio de San Jorge muy conocido, objeto de peregrinación, en el barrio de Mangana de Constantinopla, a orillas del estrecho.
  35. La Iberia del Cáucaso.
  36. Aproximadamente un mes, desde mediados de abril hasta mediados de mayo.
  37. 22 de julio.
  38. 15 de agosto.
  39. 24 de agosto.
  40. Un brocado de seda, se puede encontrar información en la wikipedia inglesa.
  41. 11 de noviembre.
  42. 13 de noviembre. Nótese que la cuenta de los días es inclusiva.
  43. Sin duda, algún tipo de forro. Este término no aparece en ningún diccionario especializado consultado.
  44. A mediados de mayo, probablemente.
  45. A finales de mayo.
  46. 11 de junio.