Historia del año 1883/Capítulo X

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo X

Las postrimerías de Chamboard

La triste agonía del magnate que representaba en Francia con mayores títulos el principio monárquico, hase prolongado allende lo natural y ordinario, como si fuera este agonizar de un solo individuo la ingente agonía, que suele preceder al fin y trance último de las instituciones históricas. Por espacio de seis meses el telégrafo ha jugado para decirnos cómo se apagaba y revivía el resplandor de la vida en aquel cuerpo embestido por los asedios de la muerte. Los humores que conservan la existencia y los humores que la corroen y acaban se han dado una batalla sin tregua en aquella complexión sin fuerza y sin salud. Análisis científicos, informes varios, consultas médicas, rogativas solemnes, peregrinaciones religiosas, misereres piadosos, ex-votos y ofertas, cuanto pueden guardar el humano saber y la divina religión se ha interpuesto entre la vida del monarca y los decretos del destino, sin detener un punto los estragos de la enfermedad última, ni derogar por una excepción siquiera la terrible inevitable igualdad reinante, allá en los sombríos dominios de la muerte. Mucho hay de grandioso en esta luctuosa reina de los mortales, cuando sublima cuanto alcanza y toca en el mundo con sus manos descarnadas y siniestras. En los combates diarios de la vida y en los impuros empeños de la realidad, aquella quijotesca alucinación de un cerebro extraviado por las supersticiones de su crianza y por los fantasmas de su herencia, parecía un tanto risible, por contradictoria de suyo con todos nuestros hábitos y todos nuestros principios, dando a la persona viva un aire arqueológico y a la corte suya un aspecto carnavalesco, propio para provocar a risa, pues en la contraposición de la singularidad de una idea o de una costumbre, con las ideas y las costumbres universales, hállase uno de los orígenes del ridículo, cual notamos en el héroe de Cervantes, el más ocasionado a despertar tal afecto, por creerse, a fines del siglo decimosexto, en plena edad feudal y caballeresca. Mas ahora, la inmovilidad y el silencio de un cadáver, los lloros de amantes deudos y servidores fidelísimos, el resplandor de los circos y el rocío de los hisopos, las sombras de los paños fúnebres y el albor de la bandera blanca, las voces de la eternidad y los cánticos de la Iglesia, los misterios todos de la muerte, exhalan tales ideas, que nos parece asistir, no desde nuestro bajo mundo, no, desde la eternidad al ocaso postrimero de una fe secular y al juicio supremo de una edad histórica.

¡Trágicos destinos! La tragedia griega se fundaba en el contraste desgarrador entre la excelsitud del nacimiento y los dolores de la vida o de la muerte, y entre las fuerzas de la libertad individual y los decretos del hado religioso. Por esta razón creían los preceptistas helenos que los héroes de tales obras debían pertenecer a estirpes excelsas, pues sus desgracias se ven desde más lejos, por pasar en las alturas, y sus caídas parecen mayores por desde las alturas desprenderse. Así, en el seno de una república democrática representábanse las tristezas de reyes como Yago, Edipo y Orestes para mover al terror trágico el ánimo de pueblos como Atenas y Corinto. No cabe dudar que la desgracia del fin aparece más terrible cuanto más contrasta con la ventura del comienzo. Quien ha nacido en cuna de rey resulta más infeliz que los demás mortales en mortaja de ahorcado. Quien tiene un Escorial erigido de antiguo para su eterno reposo, seguramente no dormirá en paz dentro de una fosa común, y sus huesos ilustres habrán de removerse al contacto con los huesos plebeyos. Ningún poder humano evitará que se vea más lo más de suyo visible. No resultan Luis XVI y María Antonieta las víctimas de la revolución francesa más interesantes y más puras, a causa de sus errores y de sus faltas; pero, a no dudarlo, resultan las más trágicas, a causa de haberse resbalado desde las tablas de un trono a las tablas de un cadalso. El terror trágico despertado por estos contrastes durará tanto como duren los anales históricos en la memoria humana y las desigualdades varias en la universal naturaleza. El cristianismo mueve a piedad, como ninguna otra religión, porque quien padece allá en el Calvario sed ardorosa, derramó las aguas vivas en los manantiales, y después de haber sido el autor de la vida y de la luz, aceptó las lobregueces del sepulcro y los horrores de la muerte. ¡Cuántas extraordinarias grandezas sonrieron a una en el nacimiento de ese infeliz Príncipe venido a la vida en los templos de la monarquía francesa y muerto en las tristezas de un perdurable destierro!

Como la familia Borbón había tanto menguado tras sus desgracias inenarrables; como príncipes de la sangre, cual Condé, habían muerto en los fosos de una fortaleza, por las balas imperiales atravesados, y delfines de Francia, cual Luis XVII, habían desaparecido de la tierra sin dejar en el suelo rastro de sus huesos, y en la historia reflejos y arreboles de su vida; como Luis XVIII no tenía hijos; como el Duque de Angulema, primogénito de Carlos X, y su descendencia, cediera en salud sus derechos hereditarios al segundogénito, o sea el Duque de Berry, quien acabara en la puerta de un teatro, por un fanático a traición apuñalado; como el vástago surgido de la genealogía de horrores, el infeliz Chambord, parecía venir al mundo para descargar las cóleras celestiales prosperar la dinastía legítima; el natalicio de tan esperado niño, huérfano al nacer y padre ya de todo un pueblo, por heredero de una esplendida corona, produjo universal regocijo en los que, no viendo el curso misterioso de las ideas ni el cambio universal de las instituciones, creían eternos a los reyes restaurados en sus altísimos tronos, tan sólo porque reinaban a despecho de la conciencia humana y contra las corrientes del humano progreso. París entero se conmovió, cuando el cañón de los Inválidos, ahora mudo, y el intercolumnio de las Tullerías, ahora derribado, con sus estentóreas voces aquel y con sus blancas banderas éste, anunciaron al mundo el nacimiento de un Delfín de Francia. Enrique le llamaron como se llamara el glorioso fundador de su dinastía, y además de Enrique, Diosdado, como diciendo que Dios mismo lo diera por un acto de misericordia inefable a la corona de Francia para su prosperidad y su esplendor. Por la iniciativa de unos cuantos realistas abrióse a su favor una suscrición nacional, que produjo lo bastante para comprar y adquirir el histórico palacio de Chambord, con sus parques inmensos, donde Francisco I un día resucitara los esplendores de las artes de Italia y se diera en cuerpo y alma, después de su cautiverio, a los placeres del amor y a los ejercicios de la caza. La poesía misma, que es presentimiento, augurio, anuncio, previsión, adelantó a las realidades, profecía en una palabra, cantó la bienandanza de aquel niño y creyó en la eternidad de su poder hereditario, cual si por el espíritu no hubiera pasado la filosofía del siglo ultimo, y por el suelo no hubieran, a su vez, pasado las ráfagas del huracán revolucionario. Las almas de Alfonso Lamartine y Víctor Hugo, esas dos alondras del nuevo día social, abatidas en la noche de lo pasado y encerradas en el polvo de los panteones, quisieron desmentir la finalidad para que habían sido expedidas ambas del cielo a la tierra, y cantaron al nuevo monarca y sus privilegios sin comprender, ni aún presentir, que debían por inexorables decretos del destino, cantar la humanidad y sus derechos. Todo le sonreía, todo, al niño, menos el espíritu de su tiempo, que, aprisionado dentro de la Restauración como los gases comprimidos en las profundidades íntimas del planeta, debía buscar una salida y un respiradero, encendiendo, al romper y estallar con furia, el volcán de la revolución para devorar en sus llamas esa cuna, última tabla de un naufragio, por último fragmento de un trono, a la cual se habían asido las antiguas instituciones y las viejas ideas, creídas de salvarse así a los anatemas de la libertad y honrar así los designios de la Providencia.

En efecto, apenas contaba diez años cuando una mañana de Julio, su madre, llorosa, le asía de la mano y le llevaba camino del destierro, pues quien heredaba de sus mayores el histórico trono de Francia no podía esperar en la tierra de Francia ni un solitario sepulcro. Ya contaba el niño edad para comprender que habían sido bandera de la insurrección general en su contra, e instrumento seguro de su perdición inapelable, los propios parientes, Borbones como él, de sangre real por ende, nietos como él de Enrique IV, vástagos como él de la familia de San Luis, como él nacidos en los umbrales del trono, menospreciadores de todas estas obligaciones de su nacimiento regio y de todas estas grandezas de su nombre tradicional, hasta haberse convertido, como una especie carnicera, en calumniadores de la propia sangre y en verdugos de la propia familia. Uno de ellos, Gastón, se levantó en armas contra la indiscutible autoridad de Luis XIII y desacató su poder; otro de ellos, Felipe, conspiró contra el honor de su hermano Luis XIV; otro de ellos, el Regente, sintió mil veces tentaciones de ceñirse la corona de Luis XV; otro de ellos, Igualdad, votó la muerte de Luis XVI; el año treinta, todos ellos a una, destronaban a Carlos X, usurpándole después los cuantiosos bienes del Príncipe de Condé y aprisionando a la Duquesa de Berry para ofenderla y deshonrarla, como su antecesor deshonrara y ofendiera tristemente a la pobre María Antonieta: horrible familia de Atridas, aquejada, desde su aparición primera en la Historia, del odio y del horror a los suyos, tan sólo por haber nacido antes que ella y gozar, merced a tal inconsciente antelación, los goces y las grandezas de un trono. ¿Quién le dijera entonces a Enrique V, al educarse y crecer oyendo todas estas historias de los traidores a su estirpe y sangre, que había de transmitir al joven mayorazgo de tan crueles y ambiciosos parientes, al Conde mismo de París, por caprichos de la herencia, los derechos escupidos y denostados por las desapoderadas ambiciones de los siniestros Orleanes?

El Duque de Burdeos, como le llamaron a su nacimiento, y Conde de Chambord, como le han llamado luego en su destierro, es la víctima propiciatoria y última, entre las resistencias de lo pasado y las reivindicaciones de lo presente aplastada como en una inmolación religiosa. Las ideas que levantaron su familia real a tan altos puestos y los sentimientos que la sostuvieron por tan largos siglos, se han alongado aquellas de la conciencia y estos del corazón, por necesidad, en las generaciones creadas para nuestro tiempo revolucionario; y como han desaparecido aquellas ideas y aquellos sentimientos, han desaparecido también sus símbolos y sus representaciones, las formas a las cuales obedecían, los organismos donde se personificaban, las familias regias representantes del absolutismo arriba como de la sumisión y de la servidumbre abajo. Heridas por esos rayos del cielo que se llaman ideas, rayos de fecundadora luz en la victoria y rayos de homicida electricidad en el combate, las dinastías retrogradas han caído sin excepción todas ellas en el destronamiento y en el destierro. Se ha cumplido en el bueno de Chambord, con inexorable cumplimiento, la ley social que frustra todas las restauraciones, condenándolas sin apelación y sin remedio. Como los Austrias no se han restaurado en Suiza y Holanda, como los Estuardos no se han restaurado en Escocia e Inglaterra, como los Estes no se han restaurado en Florencia y Módena, los Borbones y los Orleanes jamás se restaurarán, jamás, en Francia, condenados al destronamiento y al destierro por una revolución que ha encontrado ya, después de sus fórmulas luminosas, sus inconmovibles fundamentos. Los monárquicos no quieren comprender cuánto daña hoy a sus monarcas destronados la ley de solidaridad histórica y hereditaria en que ayer se asentara su entronizamiento y su poder. Así como los timbres antiguos, los blasones heráldicos, los privilegios recogidos en la cuna, sus nombres ilustres, su ascendencia inmortal, sus tradiciones históricas les hicieron reyes antes, por una expiación inevitable les impiden ahora el ser ciudadanos en la patria misma de sus padres: ley compensativa de sus altas grandezas y justo castigo a sus tradicionales tiranías.

Y como admiten la ley de solidaridad los monárquicos al uso para todo cuanto les conviene, y lo rechazan para todo cuanto les molesta, contaminados de la idea democrática y del principio de la responsabilidad personal, rearguyen de ingrata, en su dolor, a la revolución de Julio, y le dicen que debió haber dado su pena correspondiente a las faltas del abuelo Carlos X y su generoso perdón a la inocencia y a la pureza del nieto Enrique V. Pero los cincuenta últimos años de una experiencia evidentísima, prueban que si resulto Carlos X mucho más reaccionario que Luis XVIII, hubiera Enrique V, a su vez, dadas las propensiones de su romántico natural y las ideas de su conciencia, pegada de suyo a trono y altar, mucho más reaccionario que Carlos X. Representante del catolicismo ultramontano en toda su exageración, del principio hereditario en toda su pureza, del Estado monárquico anterior a la revolución en todo su vigor, del supersticioso credo sobre en cuyos cánones se asentaba la Francia tradicional, quería desde aquel sudario de la bandera blanca donde se amortajara para descender a su sepulcro hasta las cadenas de la vinculación para la propiedad y del gremio para la industria, como medios de conservar, desde las almas hasta las tierras, a imagen y semejanza de su criador cuasi divino, el viejo y petrificado absolutismo. Para que pudiese reinar en Francia Enrique V, precisaba desmontar toda la Europa moderna como quien desmonta una maquina inútil y vieja. Él no podía reinar sin la teocracia en Roma, el croata en Milán y Venecia, los esbirros austriacos sobre los tronos centrales de Italia, los Fernandos de Nápoles en las Dos Sicilias y los Carlos de Borbón en todas las Españas; por el Norte la Santa Alianza, encabezada con la Santísima Rusia; el espíritu democrático en tinieblas, y los ídolos antiguos en sus templos: que, a modo y guisa de un profeta inspirado por Dios, y como un monarca ungido bajo las catedrales góticas de la Edad Media con el óleo contenido en la sacra ampolla de Reims, creíase cumplidor de un ministerio providencial encaminado a detener las conciencias con las voluntades en fría parálisis y a empujar hacia atrás el revuelto curso y el encrespado oleaje de los tiempos. Podíais hablarle de libertades y derechos, de progresos y democracia, de moderno espíritu, para él todo eso era ininteligible, como para la estatua yacente de un sepulcro antiguo, tallada en el mármol, con sus pesadas vestimentas antiguas y sus frías armaduras inútiles, tan inerte como el cadáver a quien representa y a quien repite con su mineral sueño en su incontrastable inercia.

Así es que, muerto para el tiempo que corre, antes de morir para la tierra que lo ha devorado en sus entrañas, ese hombre no quita ni añade un ápice al problema de los destinos europeos. Para los legitimistas ha desaparecido en el crepúsculo, donde vivían como los murciélagos, desde mil ochocientos treinta, el sol pálido de los sepulcros y el símbolo sacro de los recuerdos, adorado como una efigie hierática, la cual no responde a ninguna interrogación y recibe con fría indiferencia las nubes de incienso y las ofrendas religiosas en su inconmovible santidad. El vástago último de sus reyes, el mantenedor de la enrollada bandera blanca, el representante de los poderes históricos, el sacerdote de las tradiciones muertas, se ha llevado consigo, al morir, un punto el cual servía como de núcleo a tantas mentidas ilusiones y un foco el cual servía como de centro a tantas infundadas esperanzas, cuando los caballeros últimos del Espíritu Santo creían resucitar la sociedad muerta porque se vestían ellos los viejos flordelisados mantos para celebrar una fiesta de San Luis, sin advertir que celebraban un sábado mágico de siniestros fantasmas y de indecisas ideas. El Conde de Chambord guardaba la poesía de los recuerdos, la poesía de aquellos últimos paganos que se asían a los dioses muertos mientras los germanos entraban a saco en la Ciudad Eterna y la Cruz de Cristo se erguía sobre las cimas del alto Capitolio; esa poesía, puesta por la generosidad natural del hombre como un nimbo místico sobre los fragmentos de todas las ruinas yertas y sobre las sienes de todos los ídolos caídos. He ahí lo que ha partido para siempre: una corona sin heredero, una dinastía sin continuador, una tradición sin vida, una religión sin aras ni altares, un símbolo sin ideas, una creencia sin calor, una monarquía sin esperanza, un muerto que vuelve a las regiones de la muerte y que continua en su tumba durmiendo sueño tan plúmbeo como el que ha dormido en vida su yerto y petrificado espíritu.

La prueba mayor de cómo Chambord aborrecía entre los suyos a los liberales, hállase clara en el proceder seguido con la familia reinante hoy sobre nuestra España, por creerla usurpadora de los derechos y de la para él indiscutible legitimidad de Don Carlos. Jamás quiso ver o recibir a Doña Isabel II, ni en su desgracia y en su destierro, a pesar de lo mucho que hiciera esta señora para empujar el trono de la revolución nacional hacia la histórica legitimidad y de las instancias apremiantes con que reclamó una entrevista necesaria entre parientes al jefe augusto e incontestado de todos los Borbones. Y hace poco, al morir la reina Mercedes, hija del Duque de Montpensier, la cual Reina llevaba el apellido de Borbón cuatro veces junto a su nombre, y que unídose había con Alfonso de Borbón y Borbón, ¡ah! no vistió luto el Conde de Chambord en su castillo de Frosdhorf, como si para él hubieran las tradiciones revolucionarias extraído la sangre borbónica de las venas a sus propios parientes. Así, las entrevistas con el mayorazgo de los Orleanes han resultado puras ceremonias, y nada más que ceremonia la entrevista del año setenta tres, al naufragar las ultimas esperanzas de restauración, y ceremonia mayor el abrazo y almuerzo de mil ochocientos ochenta y tres, al morir el representante último de la monarquía en Francia. Si esta frialdad no reinara entre los dos herederos, ¿cómo se diera el caso de morir Enrique V sin ver ni bendecir en el trance último al destinado por el cielo a la representación de su legitimidad? Víspera de San Luis agonizaba en larga noche luctuosa el vástago último de aquella secular dinastía que fundaran sobre la tierra de Francia los célebres Capetos.