Historia del año 1883/Capítulo XI

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Capítulo XI

La muerte de Chambord

La muerte de Chambord ejerce tanta y tan decisiva influencia, que no puede sustraerse nuestro ánimo a las tentaciones de volver a contemplar, antes de su extinción en triste olvido, los arreboles postreros de un ocaso, con el cual se apagan veinte largos siglos y desaparece un organismo político allá en la Roma clásica brotado del genio de César, y muerto, después de metamorfosis profundas y restauraciones incompletas, en el desastre de Sedán, cuando un escarmiento cruentísimo enseñó a los franceses cómo no servía ni para defender la unidad de su Estado, ni para salvar la independencia. Nunca un principio llegó a descomposición tan grande como ahora este principio hereditario al dejar la corona de los reyes perseguidos y guillotinados en las sienes de los reyes perseguidores y verdugos. Sólo un ejemplo igual nos presenta esa misma historia francesa cuando la herencia del iniciador de la terrible noche de San Bartolomé, de aquel Valois último, heredero de Carlos IX, recayó en el hereje, hugonote, perseguido Enrique de Navarra, quien, si oyó una misa con refinado escepticismo para tener a París, en cambio dejó el Edicto de Nantes para seguro de sus antiguos correligionarios y germen fecundísimo de la moderna libertad religiosa.

El partido realista francés hase imaginado que su principio único es el derecho de primogenitura en la sucesión de los reyes, y ha creído que debía posponerlo todo a la salvación de tal principio, admitiendo como legítimos herederos de los Borbones a sus más crueles enemigos, los implacables y nefastos Orleanes. Pero, en tiempos verdaderamente monárquicos, al formarse la grande institución histórica, no solamente por la fuerza de las cosas, también por la fe que despertaba en las almas, corregíanse hasta con la muerte los inconvenientes a cada paso encontrados en la herencia.

Isabel la Católica, fundadora de la monarquía moderna entre nosotros, se halló con que la sucesión de su sobrina la Beltraneja, en el estado de nuestra patria entonces, agravaba la triste anarquía feudal; y prescindiendo por completo de la legitimidad hereditaria, salvó a Castilla, tan amenazada de fraccionamiento y de muerte, al par que destruyo el elemento aristocrático, tan levantisco y envalentonado a causa de las complacencias con él tenidas por las dinastías de los Trastámaras. Felipe II, el gran dogmatista, creído en su interior de que Dios le había dado aquel su inmenso Imperio para oponerlo como inexpugnable fortaleza entre las grandes herejías y la Iglesia ortodoxa, castigó con la muerte, a riesgo de cometer un parricidio, en su temor a la subversión de su política por el derecho hereditario, las veleidades luteranas de su triste y malhadado primogénito. Los Guisas, rama segunda de los Valois, que habían dado cardenales como los Lorenas al Concilio de Trento, reyes como los Estuardos al trono de Inglaterra y Escocia, enemigos tan implacables como el duque Francisco a los hugonotes y jefes tan valerosos como el duque Enrique a la Liga católica; los Guisas, aquellos príncipes cuasi monarcas, lugartenientes de la Iglesia en su tiempo, apoyados por la monarquía de España y los Papas de Roma, se oponían al cumplimiento del principio hereditario en Francia con la exaltación de los Borbones al trono, por defender y personificar estos regulillos de Navarra el detestado calvinismo.

El derecho hereditario ha traído en mil ocasiones a las sociedades humanas los principios más contradictorios con sus bases, y halas obligado a pasar por cambios bruscos de temperatura moral, tan peligrosos a su salud como los cambios bruscos de temperatura física son peligrosos a la salud natural de nuestro cuerpo. Sí, por herencia cayó la monarquía española dos veces durante tres siglos en manos extranjeras; por herencia una católica tan ferviente como la sanguinaria María sucedió a un rey tan protestante como Eduardo IV en Inglaterra; por herencia, en esta misma nación, una protestante del fuste de Isabel sucedió a una supersticiosa del temperamento de su hermana; por herencia, los Tudores, columnas del protestantismo, dejaron el Estado británico a sus propias víctimas, los Estuardos, que habían de perder vida y corona en aras de su fe jesuística; por herencia, los hugonotes de Navarra sucedieron a los asesinos de la San Bartolomé; por herencia, los Austrias de España dejaron el trono a sus eternos enemigos los Borbones de Francia; por herencia, los Borbones de Francia hoy acaban de legar antiguos derechos y secular representación a sus verdugos y a sus calumniadores los maldecidos Orleanes.

En los tiempos antiguos estos contrasentidos provocaban guerras y guerras duraderas. Para impedir que María sucediese a Eduardo, un levantamiento cuasi religioso terminado con el suplicio de bella princesa; para impedir que la religión luterana se afianzara y robusteciera en el mundo tras el escudo de Isabel, un esfuerzo como el esfuerzo de la Armada Invencible; para impedir la reacción católica en Inglaterra, un patíbulo como el patíbulo de María Estuardo y Carlos I, o revoluciones como la sacra revolución; para impedir el reinado de los Borbones en Francia, un movimiento como la sublevación de los ligueros y barricadas como las barricadas de París en el siglo decimosexto; para impedir el arraigo de los Borbones de Francia en el trono de España, guerras tan devastadoras como nuestra guerra de sucesión: que así mantiene la paz en el mundo ese residuo de las castas asiáticas, conocido en la política con el nombre de derecho hereditario, por el cual grande nacionalidad pasa de unas manos a otras manos en guisa de rústico predio, y hombres libres en guisa de miserables rebaños.

Ahora, como por gracia de Dios y voluntad del pueblo no hay en Francia monarquía, la guerra civil, a cada cambio dinástico encendida en el mundo, toma un carácter mucho más tranquilo y se trueca en guerra de manifiestos y periódicos. Hay ya sobre los despojos de Chambord trazados con lucidez dos partidos en armas, el puro y el hábil. Este último pasa por todo y cree lo más fácil y llano del mundo convertir en un Conde místico de Chambord al Conde liberal de París. En vano le contradicen recuerdos y le combaten hechos continuamente, y a cada paso; en vano los escritos del rey muerto surgen evocados por las circunstancias para ponerse frente a frente de los escritos del rey vivo y demostrar la imposibilidad física, metafísica y moral de que continúe y suceda el uno al otro; los hábiles no se detienen mucho en barras, y en sus aires de pretendientes minúsculos a probables empleos y honores, necesitan todos ellos de un pretendiente mayúsculo al fantástico trono, por lo cual toman, a falta de otro mejor, para burlar los decretos de la Providencia, un Felipe de Orleans, hecho Conde de París por su abuelo cuando usurpaba y retenía contra todo derecho monárquico la corona perteneciente al abuelo ilustre del Conde de Chambord. Así, mientras este a todos sus fieles mandaba cartas untosas como el óleo sacro de Reims y escritas con pluma real mojada en la santa ampolla de los obispos, aquel escribía mamotretos sobre una de las mayores consecuencias del movimiento liberal, a saber, las sociedades cooperativas inglesas, y sobre uno de los mayores triunfos de la democracia universal, a saber, la guerra de los Estados-Unidos del Norte contra la infame rebelión de los negreros y de los esclavistas del Sur.

Nada más contradictorio que una carta del Conde de Chambord a los suyos y una carta del Conde de París. Aquél siente dentro de sí una especie de numen sacerdotal, por no decir divino; habla en lengua de oráculo y profiere sentencias cuasi teológicas; reconoce que ha de responder en el tribunal inapelable a sus ilustres antepasados por el depósito así de su derecho hereditario como de su bandera blanca; y no transige con la proterva sociedad contemporánea, surgida de un desacato a Dios tan grande como la reforma religiosa y de otro desacato al monarca tan grande como la revolución francesa, mientras el de París, nieto de regicidas, jefe de judíos y de volterarianos, hijo de madre protestante, soldado de la República americana, pacífico terrateniente de Francia, sin aquella ridiculizada corte de tenderos, convertida toda en sostén de las nuevas instituciones democráticas, recoge su derecho hereditario encontrado al acaso como pudiera recoger un billete de lotería perdido en la calle, y con arte sumo se recluye allá en su castillo y en su silencio hasta que lo haga rey otra casualidad tan grande como la casualidad que lo ha hecho heredero y pretendiente. Así han resucitado ahora sus fieles una carta en la cual palpitan las cualidades todas de su taimada familia, diciendo que ni se ha presentado jamás como pretendiente, pues no existe un acto suyo de tal género, ni ha reconocido la República, porque los gobiernos se reconocen por las grandes potencias, con quienes han de vivir en amistad, y no por súbditos, a los cuales sólo deben pedir acatamiento y obediencia. Bien hablado; pero ¡qué distancia de las cartas de su antecesor diciendo «el derecho es mío, y el señalar la hora de su triunfo pertenece a Dios!» Hay mayores abismos entre París y Chambord que entre Isabel y María de Inglaterra, entre los Navarras y los Valois en la Francia. Pero entonces existía con vigor el principio monárquico, y hoy ha muerto en las conciencias para que a su vez mueran las monarquías en el espacio.

No acabaríamos nunca si recogiéramos las pruebas varias demostrativas del termino último y acabamiento definitivo de la monarquía hereditaria en Francia. El testamento de Chambord para nada menciona o recuerda, ni directa, ni siquiera indirectamente, al Conde su heredero. No le deja un recuerdo que pueda evocar el culto a la monarquía, ni una prenda que pueda sostener la solidaridad entre toda la familia. En verdad, no hubiera podido legarle una reliquia que no fuera de su heredero acusación y no resultara en la solemnidad del testamento como acre y ponzoñoso sarcasmo. Chambord guardaba las remembranzas de los suyos en relicario adorado con verdadera idolatría; propio achaque de cuantos renuncian a la esperanza y viven del recuerdo. En apartamiento parecido a templo conservaba las últimas palabras escritas por Luis XVI al salir hacia el cadalso; las prendas de María Antonietta en su angustiosa prisión postrimera, en la triste Conserjería, donde remendaba sus propios vestidos; las reliquias de aquel su padre y de aquella su madre, infelices Duques de Berry, cuyo amor le trasmitió, con la sangre que mantenía la vida, el derecho que alegaba en sus pretensiones a la vieja e histórica corona; los mantos y condecoraciones del último rey legítimo sentado en el trono de su abuelo Carlos X. Mas si le dejara cualquiera de todos estos recuerdos al Conde de París, ¿no le dejaba con ellos la mas tremenda reconvención a las tradiciones de su historia y de su gente? Las palabras de Luis XVI podían recordarle un voto solemne de muerte, y de muerte inmediata, pronunciado en la Convención por Felipe Igualdad; las prendas de María Antonietta, la difamación organizada contra ella en el Palais-Royal; los recuerdos de Berry, la muerte del Duque perpetrada por un orleanista de antiguo cuño como el asesino Louwel o el trance de la Duquesa constreñida en la prisión de Blaye a parir ante la presencia de un cuerpo de guardas mandado por el general Bugead; tremendos abismos, tan profundos como la eternidad y tan duraderos como la historia, que ha cavado y abierto entre dos irreconciliables dinastías el destino y que no podrá llenar con sus huesos el cadáver todavía caliente de un Conde de Chambord. Los mismos periódicos partidarios de la sucesión orleanista para la dinastía borbónica se olvidan a lo mejor del empeño que traen a una entre manos, y cometen las más temerarias imprudencias.

El Fígaro, la trompeta de los nuevos reyes y príncipes, publicaba no ha mucho la muerte del padre de Chambord relatada por el gran cirujano Dupuytren. Y entre los amigos, los parientes, los tíos, los padres, la mujer, las hijas del herido, rodeando su lecho de agonía, deslizaba una imagen siniestra, un hombre que ocultaba su cabeza bajo un gorro de dormir y su cara entre las manos, a quien unos dirigían miradas de acusación y otros miradas de desprecio. ¿Y quién era ese hombre? Pues era nada menos que el Duque de Orleans, diez años más tarde rey de los franceses por usurpación, y abuelo del heredero de su corona revolucionaria entonces y hoy conocido con el nombre inolvidable de Conde de París.

Así el dolor de los verdaderos realistas no tiene consuelo. Sus comités más antiguos se disuelven. Sus periódicos mas leídos se suspenden. Sus devotos más fieles se condenan a luto eterno. La Union, el oficial órgano de Frosdhorf, calla por siempre. Los Duques de Parma se niegan a reconocer como jefe a quien tienen por enemigo. La Reina viuda declara que al impedir la presidencia del duelo a un Orleans, ha cumplido un expreso mandato del último Borbón. El Univers declara cómo pospondrá la herencia, esa ficción de la monarquía en el mundo, a la Iglesia, ese verbo del espíritu divino en la tierra. Y los más pundonorosos y los más leales se cubren de ceniza y entierran sus ideas en los sarcófagos del destierro, donde reposan los reyes de Francia. No se me oculta, no, como las mesticerías de los monárquicos al uso quisieran meter a barato los siglos y los recuerdos para encubrir el reinado nuevo de los eclécticos y los enciclopedistas con el flordelisado manto de San Luis y coronarlo con la diadema gótica del catolicismo tradicional. Pero no es posible. La realidad viviente desbarata esas combinaciones alquímicas del interés personal ayudado por extraordinarias circunstancias. No faltaba más sino que los sacerdotes de la escuela histórica pudieran quitar a la historia su poder y su virtud respecto a instituciones fundadas en los siglos como la institución del poder real, y respecto a privilegios tradicionales como los privilegios de las diversas dinastías. Ya que los Borbones son lo que son por Luis XVI, por Carlos X, por los Duques de Berry, no pueden impedir que a su vez los Orleanes sean los enemigos de los Borbones por Felipe Igualdad y por Luis Felipe. Ya que tanto encarecéis el principio hereditario, reconocedlo y sustentadlo así en lo que os daña como en lo que os favorece. Vosotros sois los enemigos del derecho y de la responsabilidad personales y los amigos del privilegio absurdo que trasmite a los hijos las dignidades antiguas de los padres. Pues que se atengan los herederos de los regicidas a sus barricadas, a sus convenciones, a sus cadalsos, y no turben la paz en el sepulcro de sus ilustres víctimas.

Una ceremonia remata este último drama y cierra la serie de consideraciones que hace tiempo escribo sobre la última representación del poder monárquico en Francia. Estos reyes franceses no quisieron jamás a la ciudad de París. Y como no la quisieron jamás, esquivaron sistemáticamente su presencia en ella. Y como esquivaron sistemáticamente su presencia en ella, erigieron innumerables palacios en vastos sitios reales. Si pusiéramos aquí su lista os maravillaríais de su número. Basta recordar los más celebres. Francisco I llegó a fingir una Italia para sí en las selvas de Fontainebleau, y Enrique II en el castillo de Anet. Catalina de Médicis, con haber embellecido tanto sus Tullerías al uso italiano, habitaba con frecuencia el palacio de Blois. Luis XIV trasladó la capital del inmenso y confuso laberinto formado por las oscuras calles de París, donde metían mucho ruido los frondistas, a los peinados jardines de Versalles, donde los cortesanos se parecían a las estatuas y las estatuas a los cortesanos. María Antonietta vivió entre aquel Trianoncillo de su predilección y aquel Saint-Clud, tan caramente pagado por la monarquía. Y no recuerdo San Germán, Compiegne, Rambouillet, Trianon, Marly y tantos y tantos retiros como ideaba la soberbia para ocultar la igualdad natural a un mundo, alejado de su presencia y puesto allá en los abismos sociales de hinojos y de rodillas ante sus reyes. Pues un palacio más es el sitio de Chambord. Yo lo visité hace tiempo en una de mis frecuentes correrías por los alrededores de París, y recuerdo hasta sus más exquisitas minuciosidades en mi feliz memoria. Si lo mirarais sólo de medio cuerpo abajo habría de pareceros a una feudal fortaleza de aquellas que tenían un foso alrededor, su puente levadizo a la entrada, sobre la entrada su torre del homenaje, y frente a la torre del homenaje su horca para el pechero. Los ventrudos torreones, algo parecidos a las colosales tinajas del Toboso, empotrados en las paredes, os recordarían un tanto el feudalismo, si bien el feudalismo que se dobla y se rinde. Mas luego el friso, las cresterías aéreas, las torrecillas elegantes, los relieves italianos, las esculpidas ventanas, con verdaderas cinceladuras dignas de las más ricas joyas; las azoteas, desde las cuales presenciaban las damas los torneos y monterías bajo doseles de piedras esculpidas; las pirámides, hermoseadas con toda suerte de grotescos muy semejantes a reminiscencias platerescas de nuestra Salamanca y de nuestro Toledo; los adornos, en su totalidad, habían de recordaros el Renacimiento y deciros que Chambord se trueca de castillo en palacio, como la monarquía de feudo en Estado, y sus bases fuertes, y sus muros espesos, concluidos por cincelados maravillosos, representan a los Valois, que, vestidos de brocados, con sus pulseras al brazo, y sus collares al cuello, y sus pendientes a las orejas, y sus afeminaciones múltiples, tenían valor para vestirse la fuerte armadura y entrarse arriesgados en las trombas formadas por el terrible y horroroso empuje de las guerras religiosas que comenzaban y las guerras señoriales que concluían en aquella época de artes y combates, de amores y matanzas. El recuerdo más vivo de Chambord es la hospitalidad ofrecida por Francisco I al emperador Carlos V en su travesía para humillar y vencer a Gante rebelada. Enrique V de Borbón tomo de tal palacio su nombre de destierro, porque Chambord, sacado a venta en el acerbo de los bienes nacionales, fue adquirido y regalado en los tiempos de su prosperidad por las municipalidades francesas. Pues allí acaba la familia de consagrar honras al muerto, y en una bandera colosal puesta sobre los altares, léese, en letras grandes trazada una inscripción que dice: «Con él se ha extinguido la última prole de San Luis» Ahora sí que un predicador elocuente podría aumentar la frase del clérigo no juramentado, que ayudó en su trance ultimo, en el cadalso, a bien morir al llamado por sus vasallos rebeldes Capeto, y exclamar: «Corona de San Luis, subid al cielo, puesto que no queda ya de vuestro brillo ningún representante aquí en la tierra»

Y eso que aún hay, además de los Orleanes, competidores vivos y muy vivos, jóvenes y muy jóvenes, al nombre llevado por Chambord y a su representación. Cuantos han saludado la historia del gran movimiento revolucionario con que nuestro siglo se abre y se cierra el siglo último, habrán visto, a través de lágrimas en los ojos mal reprimidas, la suerte del desgraciado Delfín que había de llamarse Luis XVII si la catástrofe no interrumpiera la soberbia sucesión y no lanzara los reyes al cadalso. Estos hijos de Luis XVI han sido todos víctimas de un destino infeliz. Antes de que los maldijera el pueblo habíanlos ya deshonrado sus próximos parientes. El Conde de Provenza, más tarde Luis XVIII, tenía tal idea de Luis XVI, que lo consideraba incapaz de sucesión. Él difamó tanto como su primo el de Orleans a María Antonietta, y divulgó la idea de que sus hijos naturales y legítimos eran adulterinos y bastardos. No armó poco escándalo negándose a presenciar el bautizo del primogénito, so pretexto de que no era hijo de su hermano y sí de otro caballero, cuyo nombre no recuerdo en este momento. Infamias tales fueron causas segundas de aquel encrespamiento, cuyas causas primeras son las ideas y sus inevitables impulsos. En el naufragio desapareció el Delfín, y nunca se volvió a saber de él cosa ninguna. El mar devuelve los cadáveres; la revolución no devolvió jamás esta víctima, ni aún después de inmolada. Entregáronlo al zapatero Simon, y este revolucionario, cruel esbirro de la libertad y de la República, logró envolver al heredero de tanta grandeza en los misterios del olvido. Nadie ha vuelto a saber de él. Pero ha habido muchos aventureros que se han llamado Luis XVII, los cuales han dicho cómo cuantos príncipes han reinado después, aprovechándose de su muerte su puesta, son usurpadores.

Nada tan natural como tales apariciones, más o menos fantásticas, en las sombras más o menos espesas de un profundo misterio. Los falsos Demetrios de Rusia y los falsos Sebastianes de París prueban cuán fáciles resultan al cabo de algún tiempo tamañas falsedades en la historia. Y existen hoy unos pretendientes, los cuales se titulan a sí mismos Duques de Normandía, y se dicen herederos directos de Luis XVII, y, por consecuencia, del trono francés. El pretendido Delfín murió el año 45, de relojero en Holanda, y se llamaba Nadorff. Sus herederos han pugnado para reivindicar tal título hasta en los tribunales de justicia. Y es rarísimo que habiendo aparecido hace tiempo y declarádose Delfín de Francia, escapado a la prisión del Temple, no se haya obtenido medio de averiguar su estado civil, cuando los Borbones franceses llamaron a todas las cancillerías europeas en su necesidad de probar las imposturas del audaz y porfiado pretendiente. En el Haya permitieron las autoridades que al jefe de tal familia se le diese tierra entre honores verdaderamente reales y que sobre la piedra de su sepulcro se inscribiera el nombre de Luis, el número XVII y el título de rey francés. Pues ahora sus hijos, tres, salen con una protesta diciendo que Chambord era jefe de la rama conocida con el nombre de Artois, y París jefe de la rama conocida con el nombre de Orleans, y ellos los jefes verdaderos de la ilustre casa de Borbón. Echadle galgos al dichoso principio hereditario.

Dejemos los asuntos interiores de Francia, y vamos a los asuntos exteriores. Nunca he sido partidario de la política colonial, puesta en uso allí, por creerla opuesta en todo a la reconcentración del espíritu francés dentro de sí mismo, reconcentración indispensable para influir en Europa moralmente y extender las instituciones republicanas y autorizar la democracia contemporánea con la reveladora virtud del ejemplo. Creí peligrosa la expedición de Túnez, y como la creí, lo dije. La enemistad implacable de Italia con la entrada en los conciertos austro-prusianos, y la ocupación de Egipto por Inglaterra, confirman mis previsiones y mis presentimientos. La nación francesa es esencialmente continental, como son continentales Prusia e Italia, y, por lo mismo, no es colonizadora como Holanda, flotante casi en los mares, esa isla que se llama Inglaterra y esta Península, compuesta de Portugal y España. El mismo Ferry ha declarado últimamente que ningún pueblo echa en el suelo propio raíces tan profundas como el pueblo de Francia, y, por lo mismo, ninguno más impropio para las expediciones largas y para los establecimientos lejanos, a pesar de su valor, de su inteligencia y de su pujanza. Pero, iniciada la política colonial, no puede negarse que ha prevalecido y alcanzado grandes y provechosas ventajas. Si un gobierno imperial, monárquico de antigua forma, completara los dominios de Orán y Argel con el protectorado sobre Túnez, saliera del conflicto de Madagascar airoso, y firmara el tratado último con Anam, ¡oh! no se cansarían sus cortesanos de cantarle a voz en coro hosannas y loores. Pocas empresas coronadas con una victoria diplomática tan grande como la empresa del Tonkin, que asegura la dominación francesa en la Cochinchina, que dilata su protectorado sobre grandes territorios, que somete Anam al imperio europeo, que abre al comercio ríos de verdadera importancia mercantil, que amenaza y refrena tribus piratas; con todo lo cual prospera mucho el saludable predominio de nuestra civilización y cultura en los cerrados territorios del Asia.

Los numerosos enemigos que, así en la diplomacia como en la prensa europea, tiene toda República francesa, por natural recelo de las monarquías, anuncian dos conflictos inmediatos en tal empresa, uno diplomático inevitable con Inglaterra y otro militar, inevitable también, con China. Soberana esta potencia de Anam, creen los pesimistas que no puede tolerar la sustitución de otra soberanía. Pero hay que distinguir entre soberanías nominales y soberanías verdaderas. Si abrís nuestras compilaciones de leyes os extrañará el numero de títulos honoríficos usados por los monarcas españoles. Aún se llaman soberanos de Cerdeña, como se llaman reyes de Francia los reyes de Inglaterra. La gramática en que yo mal aprendí el francés trae sobre tales vanidades regias un sueño instructivo y oportuno. Dice que hallándose presente a un consistorio en el Vaticano cierto infante de Aragón, deseoso de honrarle con algo extraordinario el Papa, exclamó, y muy enfáticamente: «Hago al Príncipe rey de Jerusalén.» Y como al oír tal nombramiento se levantara el agraciado en ademán de hablar, concedióle la palabra el Papa, sin duda para que diese las gracias, y el Príncipe respondió: «Señores, hago al Papa califa de Bagdad.» Pues califa de Bagdad, como nuestro papa del Chantreau, es, poco más o menos, en Anam, el emperador divino del Celeste Imperio. Si quiere llamarse dueño y soberano de Anam, como pretende, hágalo en buen hora, pues también se llama dueño y soberano de constelaciones que nos alumbran; y esta soberanía del Hijo del Sol sobre los espacios sidéreos no empece a que llegue hasta nuestras humildes retinas el resplandor de sus estrellas. La dificultad mayor se halla en la designación del territorio neutro que debe separar los dominios nominales y los dominios reales del emperador celestial. Pero todo se arreglará, contando como cuenta Francia con una cooperación activa en Inglaterra. El Gobierno radical inglés tiene por ley de su proceder internacional una inteligencia estrecha con Francia. El Gobierno parlamentario, a uno y otro lado del Canal, asegura la paz con la libertad de ambos pueblos y los preserva de aquellas antiguas competencias guerreras empeñadas por las ambiciones ciegas del primer Imperio. Así tendrá el embajador chino en París, el Marqués de Tseng, que resignarse a las condiciones de Francia, pues ha encontrado cerradas por completo a sus llamamientos las puertas del Ministerio de Negocios Extranjeros en Inglaterra. Y esta inteligencia de las dos grandes potencias continentales significa en el fondo algo más que la paz con el Celesle Imperio, significa la paz europea también, pues las veleidades conquistadoras y guerreras habrán de pararse y detenerse ante tan grande y formidable reto.