Historia general de la República del Ecuador I: Capítulo VIII
I
[editar]Este capítulo es un resumen general de todo cuanto hemos dicho en los anteriores; por esto, nadie extrañará que repitamos ahora conceptos expuestos ya antes. Los grandes estudios de las ciencias auxiliares de la Historia conducirán más tarde a los futuros historiadores del Ecuador por senderos, menos escabrosos que los que nosotros hemos recorrido, y les darán, sin duda ninguna, mayor luz, para que puedan descubrir la verdad, que nosotros en muchos casos apenas hemos logrado vislumbrar entre dudas e incertidumbres.
Los documentos que existen relativamente a las antiguas razas indígenas, que poblaban el Ecuador antes de la conquista, son, por desgracia, tan escasos que apenas pueden dar fundamento para ligeras conjeturas, y no para conclusiones históricas evidentemente ciertas. El estudio arqueológico detenido de los objetos, que se ha logrado salvar de la destrucción, ofrece luz muy escasa, para rastrear el origen de los primitivos pobladores de nuestro territorio; aunque esos objetos pertenecientes a las antiguas tribus indígenas son tan pocos, que no se puede fundar sobre ellos ningún sistema ni ninguna teoría razonable respecto de las inmigraciones, que debieron ir llegando poco a poco en distintas épocas al suelo ecuatoriano: ni menos puede asegurarse nada cierto en punto a las relaciones de semejanza que las diversas parcialidades indígenas del Ecuador tienen con otras naciones antiguas, mejor conocidas y más civilizadas del Nuevo Continente.
La dirección de los vientos y el rumbo de las grandes corrientes marinas pudieron traer algunos pobladores involuntarios del Asia a la América Meridional por el Pacífico; y del África a las costas del Brasil, por el Atlántico. La configuración de los dos continentes, la situación que ocupan en el globo y la corta distancia que hacia el norte separa a la América del Asia, explican fácilmente cómo han podido verificarse con frecuencia las inmigraciones de tribus asiáticas a las tierras americanas.
Los grupos de islas, sembrados en el mar que separa el Asia de la América del Norte, han podido servir muy bien de escala para las inmigraciones emprendidas de propósito del un continente al otro; así como las que están derramadas en el Atlántico y en el Pacífico han de haber contribuido indudablemente a facilitar la comunicación entre la América Meridional, la Oceanía y el África.
Las inmigraciones pudieron ser voluntarias, poniéndose algunas tribus en camino y haciéndose a la vela en busca de tierras donde establecerse, pues las prolongadas sequías, el hambre, la guerra, la exuberancia de población, obligan con frecuencia aun a los pueblos agricultores a abandonar sus hogares y a emprender largas y penosas marchas; pero, más a menudo, las inmigraciones serían involuntarias y forzadas, viéndose arrastrados los viajeros a puntos donde ni siquiera habían imaginado. El río negro, (Kouro-Siwo), de los japoneses y la corriente marítima de Tessán han arrojado más de una vez en los tiempos históricos juncos chinos de casi trescientas toneladas a las costas de California; y asimismo embarcaciones americanas han ido a dar en las Canarias, o desde esas islas han venido a las costas de Venezuela, traídas por la gran corriente del Atlántico, que corre de un hemisferio a otro, rodeando por el golfo de Méjico.
No es muy improbable el que los Chinos hayan conocido la existencia de América, pues el país de Fou-Sang, de que se habla en alguna de sus tradiciones, parece que no puede ser otro sino la costa occidental de Méjico en la América del Norte.
Algunas creencias religiosas, varias prácticas del culto tanto en Méjico como en el Perú, y, sobre todo, ciertas estatuas y bajos relieves de las célebres ruinas de Palenque en la América Central parecen rastros o indicios seguros de la predicación del Budismo en estas regiones; lo cual manifiesta que, en tiempos muy remotos, el antiguo continente estaba en comunicación con el nuevo.
Si se observa con cuidado la fauna del extremo setentrional de la América y también la flora, se encontrará que una grande parte del continente antiguo tiene bajo ese respecto no sólo semejanza sino hasta casi identidad con las regiones americanas próximas, y esta identidad es mayor en la fauna y en la flora paleontológicas. De donde, acaso, podría deducirse que en épocas geológicas anteriores a la actual, la América estuvo unida por el norte a la Asia y a la Europa, formando un solo continente.
La posibilidad de inmigraciones del continente antiguo al continente americano ya no puede ser puesta en duda. Las tradiciones de los pueblos americanos conservaban además el recuerdo de inmigraciones antiquísimas, a las que estaba unido el origen de ellos y su establecimiento en los países, en que los encontraron los conquistadores europeos. Y ¡cosa notable! todas esas tradiciones hacen venir del norte las tribus a que se refieren: el norte ha sido, pues, en la historia de América como en la de Europa el punto de partida de las grandes inmigraciones. La Historia antigua del Ecuador ha conservado vivo el recuerdo de la famosa inmigración de los caras; a las costas de Esmeraldas sobre el Pacífico: los caras llegaron navegando en grandes balsas, y, a lo que parece, venían de algún punto situado al noreste. Pero esta inmigración podemos decir que es muy moderna; y, como todas las demás inmigraciones de que se conserva memoria en América, los recién llegados encontraron ya pobladas las regiones, a donde aportaron. ¿Se podrá fijar una época, en que haya principiado a ser poblada la América?
Los constructores de los grandes atrincheramientos, los que levantaban altozanos y túmulos, los edificadores de habitaciones fortificadas en las rocas, ¿llegarían también a la América Meridional?
El continente americano, acaso, no ha tenido en todos tiempos la misma extensión ni la misma configuración física que tiene ahora. El período glacial debió haber producido hondas modificaciones en la corteza terrestre, y, hasta ahora, no conocemos bien ni su duración ni las causas que lo produjeron. No obstante, la existencia de enormes mamíferos, cuyos huesos fósiles se encuentran en abundancia, hace presumir que nuestro continente, en las épocas terciaria y cuaternaria, ha sufrido modificaciones trascendentales en su superficie. Cuando esos gigantescos paquidermos, cuando esos colosales desdentados y probocídeos vagaban por nuestro suelo, acaso, la gran cordillera de los Andes todavía no se habría elevado. Las condiciones, que para la vida animal se encontraban entonces en América debieron ser muy diversas de las que ofrece actualmente: aquellos colosos del reino animal necesitaban un clima, una temperatura y unos alimentos que no hallarían ahora, si vivieran en los mismos lugares donde han existido antes, como lo manifiesta la abundancia de sus restos fósiles. Durante la época glacial, la dirección de los vientos, la abundancia de las lluvias y los demás fenómenos meteorológicos debieron ser muy variados.
Las aguas del mar no se aumentan, pero la corteza sólida de la tierra se levanta o se deprime gradualmente, por causas que todavía nos son desconocidas: observamos el fenómeno, apreciamos los hundimientos y los levantamientos del terreno, en puntos determinados de mayor o menor extensión, pero la ciencia no puede darnos todavía de estos hechos una explicación satisfactoria. ¿Cuál sería el aspecto de la América antes de la formación de la cordillera de los Andes? ¿Qué ríos la regaban entonces? ¿Cuál era el clima que reinaba en ella?
Lo ordinario es que las transformaciones que se observan en el globo terrestre se produzcan lenta y paulatinamente: un fenómeno tan trascendental como el levantamiento de la cordillera de los Andes, debió ocasionar cambios y mudanzas muy grandes en toda la superficie de nuestro planeta. Acaso, lo que era tierra continental pasó a ser fondo de los mares en algunas partes, y se rompió el antiguo equilibrio entre los océanos, produciendo variaciones asombrosas en la distribución primitiva de las aguas y de los continentes en todo el globo terrestre. Acaso también, entonces fue cuando desapareció aquel gran continente, denominado la Atlántida, en las tradiciones egipcias y helénicas no destituidas de todo fundamento.
II
[editar]No conocemos bien todavía ni la historia ni las tradiciones de todas las naciones y tribus antiguas de entrambas Américas; la Arqueología nos revelará más tarde, indudablemente, secretos inesperados; las inscripciones misteriosas de las ruinas de la América Central y de Yucatán no han sido interpretadas todavía, y los recuerdos históricos que contienen aun yacen sepultados en el más impenetrable arcano; las pinturas y jeroglíficos mejicanos aguardan todavía que la sagacidad paciente de un nuevo Champollion americano les arranque sus enigmas y los revele al público, y, hasta ahora, el Perú podemos decir que apenas ha sido explorado por la ciencia: por lo mismo, no ha llegado todavía el tiempo en que se pueda escribir una historia propiamente dicha de las antiguas naciones y tribus indígenas, que poblaban el Nuevo Continente antes de su descubrimiento. ¿Será posible escribir la de las naciones y tribus ecuatorianas? ¿No sería hasta una temeraria pretensión el querer dar mayor importancia de la que, en verdad, tienen los escasísimos datos que poseemos al presente?
La Historia exige hechos ciertos, bien averiguados y que tengan importancia social, para instrucción y mejora del linaje humano: la Historia supone ya la existencia de los pueblos, como la Astronomía supone ya la existencia de los planetas y la Física general, la de los cuerpos. La historia del Ecuador supone, pues, la existencia del pueblo en el territorio ecuatoriano, es decir, en un punto determinado del espacio, para narrar sus vicisitudes en el tiempo. Investigar cuál ha sido el origen de un pueblo, cuáles sus principios, cómo ha comenzado a existir y desde qué tiempo, ésos son asuntos que no atañen a la Historia, sino a otras ciencias muy diversas.
Cuánto más se investiga la antigüedad americana, cuánto mayores son los adelantamientos que se hacen en las ciencias auxiliares de la Historia, como la antropología, la etnografía, la arqueología, etc., tanto más y mayores analogías y puntos de relación y semejanza se descubren entre las naciones indígenas de América y las del antiguo continente. Estas semejanzas arguyen comunicaciones frecuentes y aun mancomunidad de origen, con tal que no nazcan de las tendencias o necesidades espontáneas de la naturaleza humana, la cual, donde quiera, siempre es idéntica a sí misma. Mas, a pesar de las multiplicadas relaciones de semejanza, que pueda presentar la Historia entre las antiguas naciones indígenas de América y las del antiguo mundo, con todo, para resolver afirmativamente la cuestión relativa a la identidad de origen, siempre se tropezará con el arduo problema lingüístico referente a los idiomas americanos. Son éstos tan indígenas de América, tan propios del Nuevo Mundo, que, si tan sólo por la índole y naturaleza de ellos hubiéramos de resolver el punto relativo al origen de las naciones americanas, no nos faltaría fundamento para decir, que ha habido en el Nuevo Continente tanta variedad en la especie humana comparativamente con las otras partes del mundo, como la que hay en las plantas y en los animales, pues bajo ese respecto la América, (como es sabido), posee una fauna y una flora características, propias de ella y distintas de las del otro continente. La filosofía no ha acertado a explicar hasta ahora las causas, que producen la variedad real de los diversos idiomas. La religión católica tiene una explicación admirable, en la que aparecen el libre albedrío del hombre y la acción sobrenatural de la Providencia divina, que gobierna con un fin altísimo al linaje humano.
Algunos antropologistas han sostenido que en América no había más que una sola raza, y que todos los indios pertenecían a una y la misma raza, derramada desde la California hasta la Patagonia; pero estudios más detenidos, observaciones más atentas y, sobre todo, despreocupadas, sin teorías ni sistemas preconcebidos, han probado que en América, debían reconocerse no solamente una sino varias razas. Contrayéndonos a la América Meridional, desde el istmo de Panamá hacia el sur, se clasifican los antiguos pueblos indígenas en varias familias principales, oriundas de la rama meridional o sudamericana de la raza roja. Alcides D'Orbigny, en su obra clásica sobre las razas indígenas de la América Meridional, hace tres grandes grupos, en los cuales distingue hasta siete variedades.
Los tres grupos, o como dice D'Orbigny, las tres razas principales sudamericanas indígenas son: la brasilio-guaraní, la pampeana y la ando-peruana. Claro es que, según esta división, las antiguas tribus indígenas del Ecuador pertenecerían al grupo andino-peruano, y a la nación de los quichuas. Color bronceado más o menos intenso, estatura mediana, cabeza grande, gruesa, cuello largo, ojos pequeños, labios carnosos, nariz siempre abultada, dientes limpios y parejos, cabello abundante, negro, tieso y sin brillo, son los caracteres físicos generales de la raza indígena ecuatoriana, que puebla actualmente la gran meseta interandina.
Las facciones son toscas, poco hermosas y dan a la fisonomía cierto aire desapacible, adusto y taciturno. Los caracteres físicos de los indios ecuatorianos manifiestan, que pertenecen realmente a la raza o nación de los quichuas; pero no era esta nación la única que poblaba el Ecuador al tiempo de la conquista, pues no sólo en el litoral, sino en algunas provincias de la sierra habitaban ciertas tribus que pertenecían más bien, a la familia de los aymaraes, que a la de los quichuas: la compresión artificiosa del cráneo lo está indicando bastantemente.
Pudo suceder también que en el territorio del Ecuador se encontraran otras razas además de la quichua; y, tal vez, no sería infundado decir que algunas tribus eran descendientes de la antigua familia nahual, cuyas huellas se descubren a entrambos lados del istmo de Panamá. ¿No se podría presumir también que la vigorosa familia caribe-guaraní pobló algunas provincias del Ecuador? El grupo caribe parece haber habitado en la comarca del Azuay, al otro lado de la gran cordillera oriental, y pudo haber sido el primer poblador de esa provincia, antes que llegaran a vivir en ella los célebres cañaris.
El grupo caribe, según nuestro juicio, está representado actualmente en el Azuay por la tribu de los jíbaros, que habitan al otro lado de la rama oriental de los Andes. Cuando todavía no dominaban los incas en el Ecuador, los jíbaros eran una de las parcialidades, que constituían la confederación de muchas y diversas tribus, conocida en la Historia por la denominación general de los cañaris. Los jíbaros serían, acaso, los más antiguos pobladores de una gran parte del Azuay, y las inmigraciones que fueron sobreviniendo los obligarían a retirarse a los territorios del Oriente. Talvez, se internaron en América, ocupando los puntos más favorables para la navegación de sus ríos caudalosos y surcaron aguas arriba el Orinoco, el Marañón y sus innumerables afluentes.
No hay duda de que tanto en el Ecuador como en toda la América debieron existir razas procedentes de diversos puntos, y, por lo mismo, unas han de haber sido más antiguas que otras en estos lugares; y las que primero ocuparon el suelo serían indudablemente rechazadas hacia el interior por las que llegaban después. Pero, ¿cuál de estas razas es la más antigua? ¿Cuál fue la que llegó a estas partes primero que las otras?
¿Cuándo, en qué tiempo, desde qué época principió la población del Ecuador por la raza indígena? Estas cuestiones, como las anteriores, no pertenecen propiamente a la Historia, sino a las ciencias auxiliares de ella; y, concretándonos al Ecuador, no vacilamos en decir, que al presente esos problemas pueden ser planteados, pero no resueltos.
Talvez, algún día la casualidad o la investigación paciente de la ciencia logrará descubrir algunos indicios de la existencia primitiva del hombre, en nuestro suelo, para calcular por ellos la antigüedad de la población de estas comarcas, hasta ahora los restos fósiles de animales de la época cuaternaria se han encontrado solos, y ni los instrumentos toscos, ni los utensilios groseros de la edad de la piedra han revelado la existencia simultánea del hombre y del mastodonte en nuestras regiones. En algunos puntos de la República existen considerables acumulaciones de fósiles cuaternarios, pero no se han encontrado ni restos del hombre ni vestigios de su existencia; y el descubrimiento de objetos propios de una civilización rudimentaria, enterrados en el lecho del mar, prueba que las costas ecuatorianas estaban habitadas desde muy antiguo, y que los primitivos pobladores habían sido testigos y, acaso, víctimas de esos espantosos cataclismos, que de cuando en cuando trastornan y modifican grandemente las costas del Pacífico en la América Meridional.
III
[editar]Varios sistemas se han inventado para explicar la existencia del hombre sobre la tierra: pretenden algunos que el hombre es un resultado necesario de la combinación de las fuerzas naturales, y que ha aparecido donde quiera que estas fuerzas se han encontrado en condiciones favorables para producirlo. Consecuentes con estas teorías, sostienen los autores de este sistema, que el hombre ha principiado por un estado de profunda miseria intelectual y moral, y que desde ese tan hondo abismo de atraso y de ignorancia, más deplorable que el salvajismo degradante en que yacen actualmente algunas hordas de la Oceanía, se ha ido, por sus propios esfuerzos; elevando poco a poco hasta el mayor grado de civilización, mediante las leyes necesarias de la evolución y transformación progresiva de la materia. Basta enunciar este sistema para rechazarlo como absurdo: la simple exposición de semejante teoría manifiesta la flaqueza mental de los ingenios que la inventaron, pues no puede haber nada más contrario a la sana filosofía y hasta al sentido común.
No debe sorprendernos, por otra parte, la dificultad que hay para explicar el origen de las tribus americanas: a pesar de los grandes adelantamientos históricos, todavía se ignora completamente la historia de muchas de las naciones del antiguo continente; muy poco sabemos de los pueblos del Asia y aun de varias razas europeas no conocemos nada, absolutamente nada, de su historia anterior a las invasiones, con que asolaron el imperio romano en los primeros siglos de la era cristiana. ¿Nos maravillaremos de que el origen de las naciones americanas sea desconocido? ¿No es todavía un misterio en la Historia el origen de muchas naciones del antiguo continente?
Las tribus americanas, se dice, habían olvidado su procedencia respectiva y muchas de ellas se creían originarias del suelo en que vivían, lo cual prueba una antigüedad muy remota. El haber perdido todo recuerdo de la patria y origen de sus mayores prueba no solamente antigüedad muy remota; puede probar también superstición religiosa y decadencia intelectual en los pueblos indígenas. Por ventura, ¿los mismos indios, que se creían nacidos de cerros, de peñas, de quebradas, no conservaban, con religiosa veneración, los cadáveres de sus progenitores, de los régulos, padres de familia o fundadores de los pueblos? Esas momias, ¿manifestaban, acaso, una antigüedad remotísima? Por el contrario, ¿en varias de ellas no se descubrieron señales que revelaban no ser muy antiguas?
Propio ha sido siempre de todos los pueblos el tenerse como muy antiguos y originarios del mismo suelo en que habitaban: los egipcios, según Diodoro de Sicilia, se creían el pueblo más antiguo del mundo y nacidos en el mismo valle del Nilo; y los griegos aseguraban también otro tanto acerca de sus progenitores. Esta creencia es un brote espontáneo de la vanidad natural ingénita en todo pueblo, por la que ninguno quiere ser inferior a otro; antes sí más excelente que los demás. ¿Los romanos no llamaban bárbaros a todos los pueblos que no eran romanos? La unidad del linaje humano, enseñada como un dogma por el Cristianismo, ha hecho buscar el origen de los pueblos y las relaciones que tienen con los demás de la tierra.
El estado de salvajismo no es, pues, el principio necesario, por donde han comenzado los pueblos la obra de su civilización: el estado de salvajismo es una situación miserable, a que se ven reducidas algunas tribus, que caen y se degradan, extraviándose del verdadero camino de la civilización por causas, que a menudo no se pueden evitar.
El salvaje odia la vida civilizada y huye siempre de ella; así es que, el hombre no sólo no se eleva por sus propios esfuerzos del estado de salvajismo al de civilización, sino que prefiere perecer, antes que abrazar la vida civilizada: el salvaje se marchita y se deja morir antes que mantenerse en vida civilizada. ¿Cómo había de trabajar para conseguir lo mismo que odia y desprecia? De aquí es que esas edades de la piedra, del bronce, del hierro, con sus múltiples divisiones y subdivisiones, tales como las ha imaginado la Arqueología prehistórica, no se encuentran en la vida real de los pueblos, ni son jornadas necesarias y sucesivas, que deban hacer indispensablemente las razas humanas, saliendo del salvajismo a la barbarie, para pasar de ésta y llegar a la civilización.
Tampoco son siempre señal evidente de un estado de civilización que apenas comienza recién a dar los primeros pasos, pues pueden ser una consecuencia de la degradación y miseria a que ha descendido un pueblo, antes civilizado. Para producir esa transformación social pueden concurrir causas innumerables y, principalmente, en América, atendida la manera de vida de las antiguas tribus indígenas y las condiciones de la naturaleza física que les rodeaba.
Las tres edades han estado, pues, reunidas simultáneamente en no pocos pueblos indígenas de América. Por lo que respecta al Ecuador, no se puede señalar con precisión en ninguna de las naciones antiguas la edad de la civilización, a que habían llegado. Conocían el hierro: en la lengua quichua, que era la general del imperio de los incas, tenían una palabra, a saber, un nombre sustantivo, con que designarlo; pero no lo labraban ni lo extraían de las minas por el mucho trabajo que exigía su explotación. Del cobre combinado con el estaño hacían armas, utensilios domésticos y otros instrumentos, tan bien templados que con ellos lograban taladrar curiosamente hasta las esmeraldas. Se servían de la piedra, y varias tribus de Quito principalmente de la obsidiana, para fabricar una gran variedad de objetos no sólo necesarios para los menesteres de la vida, sino de curiosidad, de adorno y de puro lujo; pero esos mismos que empleaban la piedra trabajaban el oro y la plata, fundían entrambos metales y hacían joyas mucho más primorosas, que las que en esa misma época trabajaban los plateros europeos.
Los indios de la Puná eran habilísimos para trabajar el oro, pues lo fundían y reducían a láminas delgadas, de las cuales, por medio de ciertos instrumentos de piedra, labraban cuentas, primorosas por lo redondo y pulido de ellas; pero tan menudas y pequeñas, que casi se perdían entre los dedos. De estas cuentecillas formaban sartas, que venían a ser como unos delgados hilos de oro, con los cuales se adornaban y engalanaban ellos y sus mujeres. Para trabajar estas cuentas, se tendían de pechos los indios en el suelo, sobre mantas de algodón, en las que ponían el oro y los instrumentos de su arte. ¿No podremos decir, con toda verdad, que en la Puná se encuentran a la vez la edad de la piedra y la edad de los metales?... Todavía aun después de la conquista, los indios de la Puná continuaban trabajando sus cuentas o granillos de oro, con los mismos instrumentos de piedra de que se habían servido antes de la llegada de los conquistadores.
Los mismos indios, que, a juzgar por ciertos instrumentos de uso doméstico, estaban apenas en la edad de la piedra pulimentada, tenían un sistema astronómico admirable, y en su régimen social y político habían establecido para el equilibrio de la autoridad ciertas combinaciones, propias del gobierno representativo. Ejemplo de ello son los scyris de Quito.
No vacilamos, pues, en declarar terminantemente que ni la edad de la piedra, ni la edad del bronce se encuentran en la Historia del Ecuador con aquella regularidad, aquella sucesión determinada, que especifican los sostenedores de la Arqueología prehistórica sistemática; y aun nos atrevemos a añadir, que esas etapas de la civilización humana no han existido jamás en ningún pueblo con esa rigurosa sucesión que pretenden los que en el estudio de los usos y costumbres de los pueblos no buscan desapasionadamente la verdad, sino la realización de las teorías y sistemas que han concebido de antemano.
La ciencia tiene principios fijos, evidentemente ciertos e indemostrables, y de ellos deduce consecuencias rigurosas. ¿Podrá haber ciencia allí donde los resultados de la experiencia y los hechos mismos contradicen a los principios? ¿Podrán ser éstos verdaderos, cuando a cada paso se ven desmentidos por la experiencia? La verdad constituye la ciencia, y la verdad y la moral son inseparables en la Historia.
Hemos acabado de trazar, a grandes rasgos, el cuadro de la Historia antigua de la República del Ecuador, dando a conocer a los indígenas que habitaban en estas comarcas, antes de que fuesen conquistadas por los españoles: sabemos y a quienes eran los indios y cuál el estado de civilización, a que habían alcanzado por sus propios esfuerzos; tiempo es, por lo mismo, de que estudiemos la manera cómo la nación conquistadora logró a enseñorearse de la raza indígena y a establecer en estas regiones no sólo su dominio, sino pueblos nuevos y colonias, que han venido a ser actualmente naciones civilizadas.
Era indispensable dar a conocer la raza conquistada, antes de referir la llegada a estas partes, los grandes hechos y la varia fortuna de la conquistadora: hemos contado lo que podemos llamar historia antigua del Ecuador; pasemos, pues, a narrar la serie de los acontecimientos, por los cuales se llevó a cabo el descubrimiento y la conquista.