Hombros y escuadras

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

HOMBROS Y ESCUADRAS

En el declive de la colina se destacaba á lo lejos la mancha blanca de la carpa sobre el verdor del matorral.

Salvando médanos, zanjas y zarzales, alleguéme hasta encontrarlo.

Sobre un cajón de municiones mauser había una reglita, una escuadra y un papel lleno de rayas.

El autor de éstas, recostado en la arena, se incorporaba para mirar el campo en torno suyo, y meditaba y escribía.

—¡Un poema?—le dije, al abrazarlo.

—Ni más ni menos—replicó con viveza; pero poema moderno, no de palabras dulces, sino de piedra y hierro. ¿Qué le parece?

Mire aquella avenida. ¡Divisa las tres plazas?

— ¡Ve aquellos bulevares? Esa es la calle San Martín, esa otra es Vélez Sársfield...

Y seguía empinado sobre el monte, mostrándome con el dedo una ciudad fantástica en la llanura desierta.

Antes de responder palabra, examinė el paisaje: En la cumbre de las sierras chispeaban los peñascales relucientes; en la pradera albeaban los rebaños; por entre las arboledas lejanas espejeaban las reverberaciones del Limay; y á grandes trechos, donde trabajaban los gendarmes, volaban sobre el monte los tajos de los sables en el aire cenital.

—«Campos de soledad, mustio collado»le repuse al fin en broma; pero él no pudo ocultar su desazón, diciendo: —¡Como todos! Quieren vivir al día. No ven el porvenir. No miran lejos. ¡Vea!

Y estrujando con nerviosidad el papelito de las rayas, me mostró en él las plazas, las avenidas, los parques y jardines de la capital del territorio.

—Aquí estamos nosotros—agregó, traspasando con la punta del lápiz el papel de parte á parte.—Ve usted?

Y dando un golpe firme con el pie sobre la arena, dijo: —Esta es la gobernación, el punto culminante del valle, adonde convergen todas las principales avenidas.

Trasegando luego entre la carpa, salió desdoblando otro papelito y continuó: —Este es el edificio: hall, oficinas, balcones, parque, jardines, etc.

Y al mirarle con asombro las pupilas, buscando en ellas el paisaje grandioso de su alucinación, vi tal firmeza en las miradas y tan vigorosa serenidad en su gesto, que principié á dudar de mí, llegando á convencerme de que yo era el ciego, el pueril, el que por limitarse á mirar en el espacio, no veía en el tiempó cuánto puede la voluntad de la potencia.

Yo fuí el alucinado.

De esto me convencí días después de aquella fecha, cuando desde los balcones del palacete oficial, veía surgir de entre el monte primitivo los muros audaces de una ciudad moderna.

Como enorme grillete de toda una raza aherrojada por la conquista argentina, elévase sobre la confluencia del Neuquén y el Limay el puente más atrevido del país, el coloso de hierro con que la civilización agarró de la garganta á la barbarie patagónica.

De ese puente arranca el ferrocarril sus rieles con rumbo hacia el desierto, cruzando el pintoresco valle del Neuquén en que se asienta la capital improvisada. ⚫ De la estación terminal, ó sea del centro de la población á las famosas aguas del Limay, se recorren pocas cuadras.

Por arboledas que tienen menos hojas que zorzales, está oculto ese balneario inédito, donde el caprichoso corte de las riberas y la vegetación excesiva de las islas forman las más extrañas combinaciones de remansos, grutas y corrientes.

Si los vaporcitos que remontan hasta Nahuel Huapi, ó los bañistas á la moda, ó los vascos chacareros, no ahuyentasen esas dríadas nativas iqué Arcadia!

El lado opuesto de la población tiene otra clase de belleza: Es la sierra granítica y dantesca en que el río Nauquén se apoya en su brusco salto, al abrazarse con el Limay para refundirse en el río Negro.

Las mesetas que la coronan tienen al pie la población y dominan, por un lado la confluencia de los ríos, y por otro las remotas resolanas, donde los borregos de los arreboles retozan breve rato antes de que la sombra los encierre en su redil.

En los perfiles de sus rocas persisten los gestos del cataclismo inmemorial, con variedad de fantasmas y torreones sugerentes de epopeyas sin cantor.

Al extraer de allí piedra de Hamburgo para la edificación, se han descubierto minerales y fósiles que hacen el recreo de los paseantes.

Las célebres violetas de los Andes, los lirios bárbaros, el liquen y la grama, perfuman ese inmenso balcón de los crepúsculos; que así podría llamarse esa colina deliciosa, de donde cada tarde se divisa hacia el poniente la fumigación suave del sol en los plumones flotantes de las nieblas, ó su crudo reguero de colores sobre los huracanes del cristal evaporado en los glaciares andinos.

En la época á que me refiero, las manzanas y calles de la población estaban apenas esbozadas por desmontes y estacas provisionales.

Los trenes llegaban cargados de familias pobladoras, cuya primera diligencia consistía en recibir de la gobernación su pedacito de terreno.

El jefe de familia, entumecido aún por la inacción del viaje, daba algunas vueltas exploradoras alrededor de su solar, y en el sitio de su elección se echaba con los suyos en la arena, desahogando al fin su pecho en un suspiro, de quién sabe cuántos años de fatiga y servidumbre.

Al poco rato humeaba allí el fogón campestre y se principiaba una excavación, que á los cinco ó seis metros ya brindaba agua potable.

Al lado de esos manantiales he visto cuál gozaban los colonos, sonrientes ante ese espejo subterráneo, como si en los burbujeos de la vertiente adivinasen las pulsaciones de su posteridad.

En las noches, los gritos fúnebres de los zorros y lechuzas se alejaban á la sierra, huyendo de las fogatas dispersas y de las canciones difundidas en el rumoreo tembloroso de acordeones y guitarras.

De los hornos de ladrillo se escapaba un acre olor a tierra requemada, que con el exhalado por el pan moreno aderezado en los fogones, formaba un ambiente de rusticidad vigorizante.

Cuando no banderolas cosmopolitas, cada día se izaban en la altura manojos de bosque virgen, anunciando el techado de las nuevas construcciones. Un cordero, una damajuana de vino y unos cohetes, constituían esa salutación patriarcal á la vida independiente.

Toda esa exultación era corroborada por la danza de las mozas sobre el musgo tachonado de margaritas, que para un tahur sería amplio tapete verde, rutilante de esterlinas.

Apenas año y medio ha transcurrido desde el día aquel en que encontré á Carlos Bouquet Roldán bajo su carpa; pero como esos regocijos de techar casas se repiten varias veces cada día, hoy ya tiene casi concluido su poema.

Donde blanqueó la carpa se eleva entre jardines un chalet; donde los rebaños ramoneaban al acaso, hay calles y avenidas sombreadas por centenares de robles, álamos y acacias; donde los cardos aguzaban sus espinas, los árboles frutales ya chupan á la tierra jugos dulces; donde los zorros merodeaban, se han instalado escuelas y talleres; y donde las lechuzas silbaron su tristeza, hoy desgranan los pianos y las risas de las niñas su alegría.

Casas de comercio, chacras, banco, oficinas públicas, hoteles confortables, club de esgrima, todo posee hoy la más recién nacida de las poblaciones argentinas, principiando á cumplirse la profecía del ministro González, cuando al fundarla saludó en magistral discurso á la grandiosa capital andina del futuro.

Pero uno de los que hace año y medio armaron rebufiña hostil contra ella, aun alegaba no ha mucho al Sr. Bouquet Roldán: —Aquí no se puede vivir. Usted ha olvidado algo indispensable...

—Y es...?

—El cementerio!

—En primer lugar—dijo Bouquet,—aquíno admito moribundos; en segundo lugar, si alguien cometiera el adefesio de morirse, su ubicación está prevista.

—¿Dónde?

—Allá arriba; allá lejos; sobre aquella colina. Hemos resuelto que los que aquí se mueran suban á la tumba. Así quedamos bien: Nosotros junto al agua, y ellos cerca del sol.