Huellas literarias/Corridas en Francia

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Corridas en Francia

Señores y señoras de extrangis que no seáis aficionados a las corridas de toros más o menos vacas nerviosas, con caballos o caballerías de servir en delantales de cuero, ¿tenéis más que no asistir a las corridas?... No parecerá tan atroz la salvajada, ni tan repugnante el espectáculo, cuando se ve, de regreso de las corridas, a muchas parisienses que exhiben, como si fueran reliquias, moñas y banderillas.


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No soy yo de los que creen, con la «inmensa mayoría» del público, que el número uno de los articulistas al día es en París Aurélien Scholl. Buena pluma es indudablemente; pero, lector, en París hay más, y aunque no soy quién para meterme a dar patentes de cronistas literarios, tengo a Scholl por inferior a Mirbeau... y a otros que, con tanto mosto de ingenio como Aurélien Scholl, no han tenido en sitio tan céntrico una tienda para exponer el vino... Por eso mismo de ser Aurélien Scholl un cronista excelente, no está bien que se le vaya la pluma al cielo en parrafitos de este jaez: -«Los españoles son bravos, fieros, de una lealtad a toda prueba, de una generosidad sin límites; pero (¡estos peros son los que revientan!) es preciso reconocer que la raza española es en la historia la raza más sanguinaria e inhumana. Por donde quiera que pasó un español corrió a torrentes la sangre y se hizo costumbre el ejercicio del tormento. Pizarro y Hernán Cortés en América, el duque de Alba en Flandes, la Inquisición en la Metrópoli, por todas partes el fuego, el hierro, el patíbulo, los miembros triturados, los hombres quemados vivos...»

¡Colocarnos tamaña avenga con la piadosa intención de evitar las corridas de vacas histéricas con caballerías nodrizas!

Es demasiado; y lo peor es que el caballero Scholl no nos cuenta nada nuevo. ¿Horrores de Pizarro y Cortés? Iguales los ha contado Heine con más gracia y causticidad, por supuesto. -¿Diabluras del duque de Alba en Flandes? Mayores han sido descriptas admirablemente por un crítico español, notable, -notabilísimo- Pompeyo Gener.

Pues bien; yo, que soy un mosquito literario comparado con esos señores, todo un cronista cínife, digo que semejantes censuras son tontas, son cursis, son grotescas. Además, son injustas. Porque en todas partes se cuecen personas; los grandes genios que se llaman César, Alejandro, Napoléon, Moltke, son unos carniceros con lujosos uniformes; y es tan crecida la plaga de bandoleros distinguidos, que se ha dado el caso de que un sabio francés, gran controversista de Lombroso, no haya podido cotejar cien criminales con cien hombres honrados, porque no pudo reunir el centenar de estos últimos.

Invoquemos, con el Sr. Fabre, a la virgen Juana de Arco (aunque no está en el calendario volteriano) ¡Virgen purísima, Estrella matutina, libra a Francia del «espectáculo nacional», límpiala de Caras Anchas y demás toreros, para que cesen las crónicas taurinas de los Scholl y Vervoort!...

Después de todo, Cara Ancha pagó una pesetilla por matar un bicho. ¡Veremos lo que paga el marqués de Morés por matar una persona!


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Se recordará -o podría recordarse- que el cronista Vervoort publicó un artículo terrible contra la incipiente afición francesa al «espectáculo nacional» en España; y, aunque parezca mentira, le contestaron los vecinos de Mont-de-Marsan... dando corridas «a la moda española», es decir, con caballos destripados y toros de muerte.

La protesta fue horrorosa. El presidente de la Sociedad protectora de bestias domesticadas, reclamó, en nombre de la ley Grammont, que se suprimiera tamaña iniquidad, y el señor prefecto des Landes escribió una epístola que no tenía fin. Allá, en el pueblo, reñían las opiniones de los principales personajes.

El alcalde: -«Se aplicará rigurosamente la ley Grammont, pero entiendo que se aplicará esta vez en su grado mínimo; porque los toreros han hecho maravillas y son encantadores...»

Lacroix, presidente del Sindicato de las corridas: -«Es un espectáculo popular, que forma parte integrante de las costumbres de nuestro país. Es, además, un espectáculo útil. ¡Dejádnoslo! Es menos inhumano que el tiro de pichón, las carreras de caballos, etcétera.»

El prefecto des Landes: -«Prohibí que entraran en la plaza los caballos que no estuvieran protegidos con delantales de cuero, y a pesar de la prohibición, temiendo yo que pudiese morir alguno, no asistí oficialmente al espectáculo, rompiendo así con la tradicional costumbre de ir a la plaza vestido de gran uniforme, escoltado por bomberos en trajes de lujo y precedido de bandas de músicas. El pueblo sintió mucho mi resolución. Asistí como particular a la corrida de toros, y pasé por la pena de ver reventados algunos caballos, a pesar de sus delantales de cuero. La pretensión de impedir la corridas es un sueño. Son una costumbre del pueblo.»

Jumel, diputado por Landes: -«Si se quiere prohibir las corridas 'a la moda de España', el pueblo se pondrá muy furioso. Habrá que lamentar muchas desgracias. Más vale que mueran reventados algunos caballos, que no algunos hombres; porque, lo repito, habrá la gran revolución.¡Dejadnos en paz con nuestras corridas! Cada pueblo tiene, sus costumbres...»

Y en Suavia -añadiría Heine- es donde mejor se hacen las morcillas.


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Cuenta un cronista que un caballero español le dijo, a propósito del espectáculo taurino, la siguiente frase: -«Os faltó, en vuestra resistencia contra los alemanes, el estar habituados a las corridas de toros. El pueblo español debe a ellas su victoria sobre Napoleón.»

Este recuerdo, que es de mucho mérito y de muchísima oportunidad, constituye una defensa habilísima... El cronista ha sabido herir la fibra sensible; porque en París se odia mucho a los toros, pero se odia más a los alemanes, y a trueque de vencerlos se haría torera toda la población.

Lo triste del caso es que, según cuenta el mismo cronista, no son toros, sino vacas bravas, los bichos de Mont-de-Marsan; y no vale la pena de discurrir y protestar tanto por unas corridas de vacas con caballos que gastan delantales de cuero, como si fueran criadas de servir, o curtidores de oficio.

Después de todo, los bichos hacen de las suyas, a pesar de los Scholl y Vervoort, y dan corridas espontáneas.

La de Ocourt ha sido estupenda. La población «en masa» puso los pies en polvorosa así que vio salir el bicho, o la bicha, puesto que pertenecía al sexo débil. Una vaca brava, que fue mordida por un perro hidrófobo, entró tranquilamente, al parecer, en la «culta» villa; pero se creció de pronto y lo primero que hizo fue entrar en la prefectura, por la escalera, como si fuera el prefecto en persona. Naturalmente, el prefecto, que contaba con todo menos con semejante visita, se vio obligado a tomar medidas extraordinarias, es decir, a descolgarse por la ventana como un acróbata de primera calidad. A la grita de los gendarmes, protestando contra tamaña profanación, salió la vaca escalera abajo y se codeó con unos cuantos transeúntes que se dieron por muertos echándose al suelo. El pánico fue indescriptible. Hubo un cierrapuertas general, y de lo alto de las casas se arrojaron contra la vaca pucheros de agua hirviendo, escobas y zorros. El animalito, cada vez más furioso, embistió a unos danzantes que volvían de un baile dominguero cantando el

Ta-ra-ra-boum de ay
Ta-ra-ra-boum de ay,

y de milagro no mató a ninguno. A las cinco de la tarde toda paz era Ocourt. El bicho había establecido sus reales en la plaza de la villa, inaugurando -en plena República- el reinado de la vaca regente. ¿Qué hacer? El prefecto, que suele tener ideas, recordó que vivía en un rincón del pueblo un zapatero español, llegado recientemente, y le ordenó y mandó que escabechara al bicho.

La decoración varió entonces como por arte de encantamiento. En los balcones y ventanas exhibiéronse las mozas crúas del pueblo, gritando ¡Jole! ¡Jole! y el prefecto, con todos sus adláteres, tomó asiento en el palco presidencial, ¿sea en el balcón de la prefectura, y soltó un brindis.

El zapatero, que no sabe el idioma, deseando entenderse con la vaca la llamaba ¡Vaquí! ¡Vaquí! y lesna en ristre se fue a ella y la despachó de un mete y saca, como de zapatero de viejo.

Palmas, joles, joles, y

Ta-ra-ra -boum de ay!


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Un periódico parisiense anuncia que Lagartijo ha sacrificado su coleta -la cual ¡atención! le bajaba de la nuca por toda la espalda- en aras de la salud pública, para que Dios se apiade de España, en donde «reina un cólera atroz».

Sería de sentir que Lagartijo hubiera sacrificado tan hermosa mata de pelo, porque el maestro puede ser útil a míster Gladstone si le ataca otra vaca en Hawarden. El telégrafo habrá anunciado a ustedes que el ilustre estadista estuvo a punto de morir del revolcón. Pero la culpa no fue de la vaca, sino de Mr. Gladstone, que «después de admirarla,» le hizo señas con un bastón.

Vamos, que quiso torear, y le ocurrió lo que le ocurriría a Lagartijo si se arrancara con un discurso sobre el home rule...