Huellas literarias/Guasa viva
Guasa viva
Desde el Capitolio -permitidme una cita a lo Fernández Villaverde- hasta la roca Tarpeya, no hay más que un paso; desde la prefectura parisiense hasta la casa anarquista de Fitzroy street, no hay, más que otro paso, y la policía tiene el deber de no ponerse en ridículo...
La prensa inglesa protesta contra los atentados de la policía parisiense en Londres. Inglaterra es un país libre, el único verdaderamente libre de Europa; y el abuso, aunque proceda de la autoridad, tiene en seguida la merecida censura. Inglaterra ha dicho que los agentes franceses no tienen maneurs porque han cometido, con la circunstancia agravante de no venir a cuento, una porción de arbitrariedades, castigadas por la ley inglesa, aunque se declarara autor de ellas el príncipe de Gales.
Ignoro si se querellará el Sr. Delebecque, dueño de la fonda que fue allanada por los representantes de la policía parisiense. Este es el aspecto grave de la cuestión; pero resulta más grave aún en la Metrópoli de los can-canes, el ridículo en que se ha puesto esa misma policía.
Llega a Londres, pide que la acompañen Melville y sus agentes, y todos juntos, formados en batalla, se dirigen a la calle Fitzroy, fieras las miradas, mirando de hito en hito la fotografía de la joroba de Meunier. El sitio dura desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde.
-Hay que sacudir estas moscas -dice Delebecque,- y se dirige a hablar con los agentes. De todos los balcones, de todas las ventanas, de las buhardillas inclusive, surgen como por encanto cabezas de anarquistas que hacen muecas burlonas y enseñan palmos de lenguas. La policía está muy azorada. Los vecinos gritan al verla: -«¡Son los carabineros de Offembach!», y saludando al agente Houllier: -¡Adiós tú, Troptard!
Gallaud, redactor del periódico En-dehors, toca en un organillo la marcha triunfal de Houllier.
-¿Qué es esto? -pregunta el obsequiado.
-Una murga -responde Delebecque- que se da a ustedes por espiar a mis huéspedes y comprometer la reputación de mi establecimiento.
-¡Que bailen! -grita una mujer que se parece a Luisa Michel.
Entonces se acerca respetuosamente un caballero anarquista, que responde por Charveson. Se acaricia las patillas, tose, escupe, y por fin se arranca.
-Señores... Esperábamos la honra que nos proporciona vuestra visita. Teníamos noticia de ella y os habríamos aguardado en la estación si nos lo hubieran permitido nuestras habituales ocupaciones pirotécnicas. ¡Ah, señores! Es sensible (para vosotros) que Francis y Meunier abandonaran esta casa cuando llegabais a Calais. Podéis, sin embargo, buscarlos, aunque deben estar lejos si han corrido bien. De Meunier puedo afirmar que está camino del país de los Mormones... ¡Qué sentimiento!
Una mujer. -¿Se marearon ustedes mucho en el canal?...
Otra Señora. -¿Están buenas las familias de ustedes?...
El Sr. Delebecque, propietario, comprende que hay que poner punto final a aquella broma de mal género. Invita a los agentes «Registren ustedes todo lo registrable.»
Charveson vuelve a usar de la palabra: -Yo os acompañaré. Permitidme el honor de ser vuestro cicerone... Mirad: este es el cuarto que ocupó Francis... Ese otro estuvo habitado por Meunier. Lo reconoceréis fácilmente en el hoyo que dejó en la cama la joroba de aquel compañero... ¡ah, señores! En el cuarto de Francis hay unas botazas muy viejas; en el de Meunier, unos calcetines intransitables. Los anarquistas han dejado algo: ¡el olor!
La expedición policiaca evacuó a la voz de mando la fortaleza de Tottenham Court Road; el periodista Gallaud empuñó nuevamente el manubrio del organillo y volvió a oírse en la calle la marcha triunfal de Houllier...
Un madrileño zorrillista, que se preparaba a bailar la marcha por lo flamenco con una miss de circunstancias, dijo a los amoscados agentes:
-No ofenderse, musiús; son todos muy caballeros; pero guasa viva.