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Huellas literarias/La conquista

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La conquista

A FERNANFLOR.

En Alceda.

Mi amigo: Usted acaba de decirlo, hablando con el Director de El Liberal: «Se complace usted viéndose como perdido en un pliegue de la inmensa Naturaleza»; y no se puede hacer, en menos palabras, la crítica de la conquista moderna.

Sin embargo, Francia lo recuerda con júbilo y para que le sirva de escarmiento en Dahomey...

Los Achantis estaban consternados. ¿Qué era aquello que se les iba encima? Siete mil quinientos soldados de todos colores, con blusas de dril y sombreros de jipijapa, un botiquín con mucha quinina y una porción de filtros para depurar el agua; víveres en abundancia, catres y hamacas para transportar heridos, trescientas mujeres, todo lo que exige la vida europea... ¿qué significaba aquella arca de Noé? ¿qué era aquello? El general Wolseley, con sus tropas, que se dedicaba a civilizar en nombre de Inglaterra.

En efecto: «En menos de un mes fueron arrasados los Achantis y arruinada Coumassie», capital de aquellos barbarotes.

Se explica. ¿Quién escapa con vida de semejante nublado? «La tranquilidad, observa un periódico, no ha vuelto a turbarse en aquel país.» Se comprende también. Lo inexplicable es que quedaran Achantis para contarlo.

Los yankees no niegan la raza. Están tranquilizando a los Iroquois. Un telegrama anuncia que en Homestead les sacan tiras de pellejo y les cuelgan de los dedos pulgares.

Es un modo de civilizar como otro cualquiera. Sabe Inglaterra que en Patagonia, por ejemplo, hay unos vecinos sin civilizar. ¡Qué lástima!... ¡No se les puede dejar así!... ¡Hay que salvarles de la barbarie!...

Un Wolseley se entera, mapa en mano: paraje caluroso (supongamos), plaga de mosquitos, plaga de fiebres palúdicas. ¡Bien! Se encarga un traje vaporoso y especial, de conquistador inglés, se prepara un botiquín con mucha quinina, y un inventor que nunca falta, pone a disposición de las tropas unas escafandras que evitan las picaduras de los insectos. Ya está. ¡En marcha!...

Los de Patagonia no sospechan el disparatado honor de semejante visita... De pronto, al ver al Wolseley en traje de civilizar, paradisiaco casi, le toman por un pariente forastero, que salió a buscar fortuna y regresa dado de polvos y vestido de mono sabio.

-¿Son ustedes de acá?

-Somos de allá. Ingleses... Venimos a civilizarles.

-Gracias; estamos a gusto así... Somos una tribu de Adanes y Evas que vivimos sobre los árboles, sin meternos con nadie.

-No importa. Hay que civilizarse...

(¡Bum! ¡Bum!... Cañonazo limpio.)

Ya no queda un patagón... ¡Ya no zumba un mosquito!... ¡Ya está civilizada la tribu!... El Wolseley puede poner un telegrama: «Patagones estar muy tranquilos.» Pero si un patagón, en uso del derecho de defensa, se come al Wolseley, entonces, ¡qué indignación, qué protestas, qué palabrotas de los lores!... Les he visto en Waterloo place coger, como quien dice, el cielo con las manos, porque no se sabía de Gordon; y, créame usted, amigo Fernanflor, he visto, en cambio, la felicidad de unos salvajes de las márgenes del Orinoco, que pasaban la vida arriba de las palmas, y conversando a su modo con los extranjeros, sobre quiénes disparaban, para festejarlos, tamaños cocos de agua dulce. ¿No es la civilización una verdadera desgracia para mademoiselle S'Nabou, princesita negra como la pez? Ya cuenta el Gaulois que un transeúnte la llamó «perro negro», y ella, que debe ser de rompe y rasga, fue y le llamó «cerdo blanco». ¿Qué se consigue con ser todo un Bismarck para que salga, cuando menos se piense, un emperador apedreándole con esta pregunta: ¿Wollen sie vielleicht mir meinen, kewchenzettel diktiren?

¿De qué sirve haber sido un Dantón, para que se olvide en 1892 todo lo que hizo en 1792, por aquello de que «honramos el recuerdo de los grandes hombres -según he leído... creo que en un almanaque- celebrando banquetes, porque ellos pensaron por nosotros y nosotros comemos por ellos». ¡Bien haya el opulento Vanderbilt, que está levantando sobre la playa una montaña que le guarde «en un pliegue de la inmensa Naturaleza!»

Eso quisieran los Achantis, los Iroquois, etcétera que les dejaran como cosa perdida entre las breñas de sus selvas. El hombre que siente y piensa no puede sustraerse, por muy culto que sea, al deseo imperioso de olvidarse de sí mismo y que lo olviden, en un rincón de la montaña, singularmente cuando se esponja la tierra y se enmarañan los parajes de una Naturaleza atormentada.

Beso las flores de la de Alceda, a quien conozco de vista, y la saludo con envidia en nombre del asfalto del boulevard que orilla «las tristes márgenes del Sena».