Igualdad/Capítulo XX
"Se me ocurre, doctor," dije, "que a una mujer de mi época le habría merecido más la pena haber dormido hasta ahora que a mi, viendo que el establecimiento de la igualdad económica parece haber significado más para las mujeres que para los hombres."
"Quizá Edith no se habría sentido complacida con la sustitución," dijo el doctor; "pero realmente hay mucho de verdad en lo que dice, porque el establecimiento de la igualdad económica significó, de hecho, para las mujeres, incomparablemente más que para los hombres. En su época, la condición de la masa de hombres era abyecta comparada con su estado en el presente, pero la suerte de las mujeres era abyecta comparada con la de los hombres. La mayoría de los hombres, de hecho, eran sirvientes de los ricos, pero la mujer estaba sujeta al hombre tanto si era rico como si era pobre, y en este último y más común caso era de este modo la sirvienta de un sirviente. No importa cuán hundido en la pobreza pudiese estar un hombre, tenía una o más personas todavía más hundidas que él, las mujeres dependientes de él y sujetas a su voluntad. En el mismísimo fondo de la pila social, soportando la carga acumulada de toda la masa, estaba la mujer. Todas las tiranías del alma y de la mente y del cuerpo que la humanidad ha soportado, pesaban al final sobre ellas con fuerza acumulativa. Tan por debajo incluso del más mísero estado del hombre estaba el de la mujer, que habría sido una formidable elevación para ella si tan sólo hubiese alcanzado el nivel del hombre. Pero la gran Revolución no elevó meramente el nivel de ella a un nivel de igualdad con el del hombre, sino que elevó a ambos con el mismo y formidable empuje hacia arriba hasta un nivel de dignidad moral y bienestar material tan por encima del anterior estado del hombre como el estado anterior de éste había estado por encima del de la mujer. Si los hombres deben gratitud a la Revolución, ¡cuánto mayor les debe parecer a las mujeres su deuda con ella! Si para los hombres la voz de la Revolución fue una convocatoria a un más elevado y noble plano de vida, para la mujer fue como la voz de Dios convocándola a una nueva creación."
"Indudablemente," dije, "las mujeres de los pobres lo pasaron indecentemente a causa de ello, pero las mujeres de los ricos ciertamente no estaban oprimidas."
"Las mujeres de los ricos," replicó el doctor, "eran numéricamente una proporción demasiado insignificante de la masa de mujeres para que merezca la pena considerarlas en una declaración general de la condición de las mujeres de su época. Tampoco, de hecho, consideramos su suerte preferible a la de sus hermanas pobres. Es cierto que no soportaban dureza física, pero eran, por el contrario, mimadas y malcriadas por sus hombres protectores como niñas demasiado consentidas; pero eso no nos parece un tipo de vida deseable. Hasta donde podemos saber por narraciones de la época y retratos sociales, las mujeres de los ricos vivían como en un invernadero en una atmósfera de adulación y afectación, todo ello menos favorable para el desarrollo moral o mental que las condiciones más duras de las mujeres de los pobres. Una mujer de hoy, si fuese condenada a volver a vivir en el mundo de ustedes, suplicaría al menos ser reencarnada como una mujer de la limpieza en vez de una mujer rica a la moda. Ésta, en vez de aquella, nos parece el tipo de mujer que tipifica más completemente la degradación del sexo en la época de usted."
Como a mi se me había ocurrido pensar lo mismo, incluso en mi vida anterior, no discutí este punto.
"El llamado movimiento femenino, el principio de la gran transformación en la condición de ellas," continuó el doctor, "ya estaba provocando bastante agitación en su época. Usted debe de haber oído y visto mucho acerca de él, y puede incluso haber conocido a alguna de las nobles mujeres que fueron sus primeras líderes."
"Oh, sí," repliqué. "Había una gran agitación en torno a los derechos de las mujeres, pero el programa anunciado entonces de ningún modo era revolucionario. Solamente tenía como objetivo el asegurar el derecho a votar, junto con varios cambios en las leyes acerca de la tenencia de propiedades por las mujeres, la custodia de los hijos en los divorcios, y detalles semejantes. Le aseguro que las mujeres no tenían en aquella época ninguna noción de revolucionar el sistema económico más que la que tenían los hombres."
"Así lo entendemos," replicó el doctor. "A ese respecto la lucha de las mujeres por su independencia se parecía a los movimientos revolucionarios en general, los cuales, en sus primeros estadios, iban dando bandazos y traspiés en semejante modo errático e ilógico en apariencia que haría falta un filósofo para calcular qué resultado esperar. El cálculo en cuanto al resultado definitivo del movimiento de las mujeres era, sin embargo, tan sencillo como era el mismo cálculo en el caso de lo que ustedes llamaban el movimiento de los trabajadores. Tras de lo que iban las mujeres era de su independencia de los hombres y su igualdad con ellos, mientras que el deseo de los trabajadores era poner fin a su vasallaje de los capitalistas. Ahora bien, la llave para los grilletes que llevaban las mujeres era la misma que abría los grilletes de los trabajadores. Era la llave económica, el control de los medios de subsistencia. Los hombres, como sexo, tenían ese poder sobre las mujeres, y los ricos como clase lo tenían sobre las masas trabajadoras. El secreto de la esclavitud sexual y de la esclavitud industrial era el mismo--a saber, la desigual distribución del poder de la riqueza, y el cambio que era necesario para poner fin a ambas formas de esclavitud debía ser obviamente la igualación económica, que tanto en la relación sexual como en la industrial debería inmediatamente asegurar que la cooperación reemplazase a la coacción.
"Las primeras líderes de la revuelta de las mujeres no fueron capaces de ver más allá de los fines de sus narices, y consecuentemente adscribieron su condición de subordinación y los abusos que sufrían a la maldad del hombre, y parecían creer que el único remedio necesario era una reforma moral por parte de él. Este fue el periodo durante el cual expresiones semejantes a 'el déspota hombre' y 'el monstruo hombre' eran lemas de la agitación. Las adalides de las mujeres cayeron precisamente en el mismo error cometido por una amplia proporción de los primeros líderes de los trabajadores, quienes gastaron bastante aliento y desgastaron su temple denunciado a los capitalistas como los deliberados autores de todos los males del proletario. Esto era peor que el chismorreo; era desorientador y cegador. Los hombres esencialmente no estaban peor que las mujeres a las que oprimían, ni los capitalistas que los trabajadores a los que explotaban. Pongase a los trabajadores en los puestos de los capitalistas y habrían hecho lo que los capitalistas estaban haciendo. De hecho, donde quiera que los trabajadores llegaron a ser capitalistas, se decía comunmente de ellos que eran los amos más duros. Así, también, si las mujeres hubieran podido cambiar su lugar con los hombres, habrían indudablemente tratado a los hombres precisamente como los hombres las habían tratado. Era el sistema que permitía a los seres humanos llegar a relaciones de superioridad e inferioridad entre ellos lo que causaba todo el mal. El poder sobre otros es necesariamente depravante para el amo y degradante para el sometido. La igualdad es la única relación moral entre los seres humanos. Cualquier reforma, debiese resultar en remediar los abusos de los hombres sobre las mujeres, o de los capitalistas sobre los trabajadores, debía por tanto estar dirigida a igualar su situación económica. Y hasta que las mujeres, así como los trabajadores, no abandonasen la locura de atacar las consecuencias de la desigualdad económica y atacasen la desigualdad en sí misma, no había ninguna esperanza para la liberación ni de las unas ni de los otros.
"La idea absolutamente inadecuada que las primeras líderes de las mujeres tenían de la gran salvación que debían tener, y cómo llegaría, está curiosamente ilustrada por su entusiasmo por las diversas agitaciones llamadas de templanza, de aquel periodo, con el propósito de vigilar la embriaguez entre los hombres. El especial interés de las mujeres, como clase, en la reforma de los modales de los hombres--porque las mujeres como norma no bebían alcohol--consistía en el cálculo de que si los hombres bebiesen menos, sería menos probable que abusasen de ellas, y facilitaría espléndidamente su sustento; es decir, sus más altas aspiraciones estaban limitadas a la esperanza de que, mediante la reforma moral de sus amos, pudiesen asegurar un tratamiento algo mejor para ellas mismas. La idea de abolir el puesto de amo no se les había ocurrido todavía como posibilidad.
"Este punto, por cierto, en cuanto a los esfuerzos de las mujeres de su época para reformar los hábitos de bebida de los hombres mediante ley, sugiere de un modo más bien impresionante la diferencia entre la posición de las mujeres entonces y ahora en su relación con los hombres. Si hoy en día los hombres fuesen adictos a cualquier práctica que les hiciese gravemente y generalmente ofensivos para las mujeres, a éstas no se les ocurriría intentar reprimirlo mediante ley. Nuestro espíritu de soberanía personal y la legítima independencia del individuo en todos los asuntos, sobre todo en los relativos a sí mismo, no toleraría de hecho ninguna de las interferencias legales, que eran tan comunes en su época, en las prácticas privadas de los individuos. Pero las mujeres no encontrarían la fuerza necesaria para corregir los modales de los hombres. Su absoluta independencia económica, dentro o fuera del matrimonio, les permitiría usar una influencia más poderosa. Inmediatamente resultaría que los hombres que se hiciesen ofensivos para las susceptibilidades de las mujeres, demandarían su favor en vano. Pero era prácticamente imposible para las mujeres de su época el protegerse o hacer valer su voluntad asumiendo esa actitud. Casarse era una necesidad económica para una mujer, o al menos suponía una ventaja tan grande para ella que no podía dictar bien los términos a sus pretendientes, a no ser que estuviese muy afortunadamente situada, y una vez casada, se entendía, en la práctica, que a cambio de su mantenimiento por su marido ella debían estar a su disposición."
"Suena horriblemente," dije, "a esta distancia en el tiempo, pero le ruego que crea que no era siempre tan malo como suena. El mejor hombre ejercitaba su poder con consideración, y con personas refinadas, las mujeres retenían virtualmente su propio control, y de hecho en muchos casos la mujer era prácticamente el cabeza de familia."
"Sin duda, sin duda," replicó el doctor. "Así ha sido siempre bajo toda forma de servidumbre. No importa cuán absoluto fuese el poder de un amo, era ejercido con un aceptable grado de humanidad en un gran número de casos, y en muchos de ellos el esclavo nominal, cuando tenía un fuerte carácter, ejercía en realidad una influencia controladora sobre el amo. Este hecho observado, sin embargo, no es considerado un argumento válido para someter a unos seres humanos a la arbitraria voluntad de otros. Hablando en general, es indudablemente cierto que tanto la situación de la mujer cuando estaba sometida al hombre, como la del pobre cuando estaba sometido al rico, eran de hecho mucho menos intolerables de lo que nos parece a nosotros que posiblemente podían haber sido. Así como la vida física del hombre puede ser mantenida y a menudo prosperar en cualquier clima desde los polos al ecuador, su naturaleza moral ha mostrado su capacidad para vivir e incluso poner flores fragantes bajo las más terribles condiciones sociales."
"Para comprender la prodigiosa deuda de la mujer con la gran Revolución," continuó el doctor, "debemos recordar que la esclavitud de la que se liberó era incomparablemente más completa y abyecta que cualquiera a la cual el hombre jamás hubiese sido sometido por sus semejantes. No estaba forzada por un simple yugo, sino por uno triple. El primer yugo era el sometimiento al dominio personal y de clase de los ricos, el cual la masa de las mujeres soportaba en común con la masa de los hombres. Los otros dos yugos eran característicos de ella. Uno de ellos era su sometimiento personal no sólo en la relación sexual, sino en todo su comportamiento, al hombre en particular de quien dependía para su subsistencia. El tercer yugo era intelectual y moral, y consistía en la servil conformidad que se la exigía en todo su pensamiento, habla, y actuación, con respecto a un conjunto de tradiciones y convecionalismos calculados para reprimir todo lo que era espontáneo e individual, e imponer una uniformidad artificial sobre la vida interior y la exterior.
"Este último era el yugo más pesado de los tres, y más desastroso en sus efectos tanto directamente sobre la mujer como indirectamente sobre la humanidad a través de la degradación de las madres de la especie. Sobre la propia mujer, el efecto era tan ahogador para el alma y tan atrofiante para la mente como para dar un pretexto plausible para ser tratada como alguien inferior por naturaleza por los hombres que no filosofaban lo suficiente como para ver que el pretexto que daban para el sometimiento de la mujer era en sí mismo el resultado de dicho sometimiento. La explicación del sometimiento de la mujer en pensamiento y acción a lo que en la práctica era un código de esclavitud--un código característico de su sexo y despreciado y ridiculizado por los hombres--era el hecho de que la principal esperanza de una vida cómoda para toda mujer consistía en atraer la favorable atención de algún hombre que pudiese mantenerla. Ahora bien, bajo su sistema económico era muy deseable para un hombre que buscaba empleo pensar y hablar como lo hacía su empleador si quería que le fuese bien en la vida. Aun así, un cierto grado de independencia de mente y conducta era concedido a los hombres por sus superiores económicos bajo muchas circunstancias, en tanto que no fuesen ofensivas de hecho, porque, después de todo, lo que se requería de ellos principalmente era su trabajo. Pero la relación de una mujer con el hombre que la mantenía tenía un caracter muy diferente e íntimo. Ella debía ser para él 'persona grata', como sus diplomáticos solían decir. Para atraerle, ella debía complacerle personalmente, no ofender sus gustos o prejuicios mediante sus opiniones o conducta. De otro modo, era probable que él prefiriese a otra. De este hecho se seguía que mientras que la formación de un muchacho estaba orientada a hacerle capaz de ganarse la vida, una chica era educada con la finalidad suprema de hacerla, si no agradable, al menos no desagradable para los hombres.
"Ahora bien, si particulares mujeres hubiesen sido formadas especialmente para satisfacer los gustos de particulares hombres--formadas por encargo, por así decirlo--aunque eso habría sido suficientemente ofensivo para cualquier idea de dignidad femenina, aun así hubiese sido mucho menos desastroso, porque muchos hombres habrían preferido en gran medida mujeres con mentes independientes y opiniones originales y naturales. Pero como de antemano no se sabía qué hombre en particular mantendría a qué mujer en particular, el único modo seguro era formar a las chicas con vistas a una atracción negativa en vez de positiva, para que al menos no pudiesen ofender los prejuicios masculinos corrientes. Este ideal se aseguraba con mucha probabilidad, educando a una chica para conformarse con los acostumbrados hábitos de pensamiento, habla, y comportamiento, tradicionales y en boga--en una palabra a los estándares convencionales que prevalecían en la época. Por encima de todo, ella debía evitar el contagio de cualquier idea nueva u original o de líneas de conducta en cualquier aspecto importante, especialmente en asuntos religiosos, políticos, y sociales. Es decir, tanto su mente como su cuerpo debían ser formados y vestidos conforme a los clichés al uso en ese momento. En pro de todas sus esperanzas de comodidad matrimonial, no debía conocerse que tuviese ninguna noción peculiar o inusual o certera sobre cualquier asunto más importante que bordar o decorar salones. Habiendo asegurado esto convencionalmente en lo esencial, cuanto más brillante e incisiva pudiese ser en asuntos menores y frívolos, mejor para sus oportunidades. ¿He errado al describir como funcionaba su sistema a este particular, Julian?"
"Sin duda," repliqué, "ha descrito usted fielmente el ideal correcto y en boga de la educación femenina de mi época, pero había, debe comprender, muchísimas mujeres que eran personas de mente totalmente original y seria, que se atrevían a pensar y hablar por sí mismas."
"Sin duda las había. Eran los prototipos de la mujer universal de hoy. Representaban la mujer que se avecinaba, la cual hoy ha llegado. Ellas habían roto por sí mismas las ataduras convencionales de su sexo, y demostrado al mundo la potencial igualdad de las mujeres y los hombres en cada campo de pensamiento y acción. Pero aunque las grandes mentes dominan sus circunstancias, la masa de mentes era dominada y formada por las circunstancias. Cuando pensamos en la carga del sistema sobre esta inmensa mayoría de mujeres, y cómo el virus de la esclavitud moral y mental entró a través de sus venas en la sangre de la especie, comprendemos cuán tremenda es la acusación de la humanidad contra el orden económico de ustedes, a cuenta de la mujer, y qué inmenso beneficio para la humanidad fue la Revolución que dio madres libres a la especie--libres no meramente de los grilletes físicos sino de los morales e intelectuales.
"Hace un momento me he referido," prosiguió el doctor, "al cercano paralelismo existente en su época entre la situación industrial y sexual, entre las relaciones de las masas trabajadoras con los capitalistas, y las de las mujeres con los hombres. Esto es sorprendentemente ilustrado de otra manera más.
"La sumisión de los trabajadores a los dueños del capital estaba asegurada mediante la existencia en todo momento de una extensa clase de desempleados listos para ofertarse a un precio más bajo que los trabajadores y ansiosos para conseguir un empleo a cualquier precio y bajo cualesquiera términos. Este era el garrote con el cual los capitalistas controlaban a los trabajadores. De manera parecida, era la existencia de un cuerpo de mujeres inapropiadas lo que remachaban el yugo de la sumisión de las mujeres a los hombres. Siendo el mantenimiento el difícil problema de su época, había muchos hombres que no podían mantenerse a sí mismos, y un número inmenso que no podía mantener mujeres además de a sí mismos. El fracaso de un hombre para casarse podría costarle la felicidad, pero en el caso de las mujeres no sólo implicaba la pérdida de la felicidad, sino, por regla general, las exponía a la presión o peligro de la pobreza, porque era mucho más difícil para las mujeres que para los hombres el asegurarse mediante sus propios esfuerzos un sustento adecuado. El resultado era uno de los más impresionantes espectáculos que el mundo ha conocido jamás--nada menos, de hecho, que un estado de rivalidad y competición entre las mujeres por la oportunidad de casarse. Para comprender cuán indefensas estaban las mujeres de su época, para asumir hacia los hombres una actitud de dignidad e independencia física, mental o moral, basta con recordar su terrible desventaja en lo que sus contemporánes llamaban con brutal claridad el mercado matrimonial.
"Y todavía no estaba llena la copa de humillación de la mujer. Todavía había otra y más horrible forma de competición por medio de su propio sexo a la cual estaba expuesta. No sólo había un constante e inmenso superávit de mujeres solteras deseosas de asegurarse el sustento económico que implicaba el matrimonio, sino que por debajo de éstas había hordas de mujeres desgraciadas, sin esperanza de obtener el sustento de los hombres en términos honorables, y ansiosas por venderse a sí mismas por un mendrugo. Julian, ¿no le asombra que, de todos los aspectos del horrible lío que llamaban ustedes civilización en el siglo diecinueve, la relación sexual era lo que peor apestaba?"
"A nuestros filántropos les desasosegaba en gran medida lo que llamábamos el mal social," dije--"esto es, la existencia de esta gran multitud de mujeres descastadas--pero no era común diagnosticarlo como una parte del problema económico. Se consideraba más bien un mal moral resultante de la depravación del corazón humano, con el que se debía tratar adecuadamente mediante influencias morales y religiosas."
"Sí, sí, lo sé. A nadie en su época, por supuesto, se le permitía insinuar que el sistema económico era radicalmente perverso, y consecuentemente se acostumbraba a achacar todas sus abominables consecuencias a la pobre naturaleza humana. Sí, sé que había gente que estaba de acuerdo en que mediante la predicación podría ser posible disminuir los horrores del mal social, aunque aun así el país contenía millones de mujeres en desesperada necesidad, que no tenían otro medio de conseguir el pan salvo atendiendo a los deseos de los hombres. Soy un poco frenólogo, y he deseado a menudo haber tenido la oportunidad de examinar los desarrollos craneales de los filántropos del siglo diecinueve que creían honestamente en esto, si alguno de ellos de hecho lo creía honestamente."
"Por cierto," dije, "las mujeres de espíritu elevado, incluso en mi época, objetaban la costumbre que requería que tomasen los apellidos de sus maridos al casarse. ¿Cómo hacen ahora?"
"Los apellidos de las mujeres no se ven más afectados por el matrimonio que los de los hombres."
"Pero ¿y los de los niños?"
"Las chicas toman el apellido de la madre con el del padre como segundo nombre, mientras que con los muchachos es justo a la inversa."
"Se me ocurre," dije, "que sería sorprendente si un hecho que afecta tan profundamente a las relaciones de las mujeres con los hombres, como es el logro de la independencia económica, no hubiese modificado los estándares convencionales previos de moralidad sexual en algunos detalles."
"Diga más bien," replicó el doctor, "que la igualación económica de los hombres y las mujeres por primera vez hizo posible establecer sus relaciones sobre una base moral. La primera condición de la acción ética en cualquier relación es la libertad del actor. En tanto la dependencia económica de las mujeres respecto de los hombres las impedía ser agentes libres en la relación sexual, no podía haber ética en esa relación. Una apropiada ética de la conducta sexual se hizo posible por primera vez cuando las mujeres fueron capaces de acción independiente mediante el logro de la igualdad económica."
"Habría sorprendido a los moralistas de mi época," dije, "que les dijesen que no teníamos ética sexual. Ciertamente teníamos un sistema muy estricto y elaborado de prohibiciones."
"Por supuesto, por supuesto," replicó mi acompañante. "Entendámonos exactamente en este punto, porque el asunto es sumamente importante. Tenían ustedes, como dice, un conjunto de normas y regulaciones muy rígidas en cuanto a la conducta de los sexos--esto es, especialmente en cuanto a las mujeres--pero la base de ello, en su mayor parte, no era ética, sino de prudencia, siendo su objeto la salvaguarda de los intereses económicos de las mujeres en sus relaciones con los hombres. Nada podía haber sido más importante para la protección de las mujeres en conjunto, aunque tan a menudo causándoles cruelmente sufrimiento a nivel individual, que esas normas. Eran el único método mediante el cual, aunque una mujer seguía siendo una persona económicamente indefensa y dependiente, ella y sus hijos podían igualmente estar parcialmente a salvo del abuso y la negligencia masculina. No imagine ni por un momento que hablaría con ligereza del valor de este código social para la especie durante el tiempo que fue necesario. Pero al estar completamente basado en consideraciones no sugeridas por santidades naturales de la relación sexual en sí misma, sino totalmente por consideraciones de prudencia que inciden en resultados económicos, sería un uso inexacto de términos llarmarlo un sistema de ética. Sería descrito con más precisión como un código de economía sexual--es decir, un conjunto de leyes y costumbres que cubren las necesidades de protección económica para las mujeres y los niños en la relación sexual y familiar.
"El contrato matrimonial estaba embellecido por un rico bordado de fantasías sentimentales y religiosas, pero no necesito recordarle que su esencia ante los ojos de la ley y de la sociedad era su caracter como contrato, una transacción estrictamente económica 'quid pro quo'. Era un cometido legal para el hombre el mantener a la mujer y a la futura familia en consideración a la rendición de ella a la exclusiva disposición de él--es decir, a condición de obtener un derecho sobre la propiedad de él, ella se convierte en parte de dicha propiedad. El único punto que la ley o la censura social contemplaban para fijar la moralidad o inmoralidad, pureza o impureza, de cualquier acto sexual era simplemente la cuestión de si esta transacción había sido ejecutada previamente de acuerdo con las formas legales. Habiendo sido atendido adecuadamente este punto, todo lo que anteriormente hubiese sido considerado como malo e impuro por las partes, se convertía en legítimo y casto. Podía haber personas no aptas para el matrimonio o para ser padres; podían haber sido arrastrados por los más bajos y sórdidos motivos; la novia podía haberse visto obligada por la necesidad a aceptar a un hombre que aborrecía; la juventud podía haber sido sacrificada a la decrepitud, y ser ultrajadas todas las propiedades naturales; pero conforme con los estándares de ustedes, si el contrato había sido legalmente ejecutado, todo lo que seguía era blanco y hermoso. Por otro lado, si el contrato había sido omitido, y sin él una mujer había aceptado un amante, entonces, no importa cuán grande fuese su amor, no importa cuán adecuada fuese su unión en cada aspecto natural, la mujer era tachada de impúdica, impura, y abandonada y consignada a vivir la muerte de la ignominia social. Ahora permitame repetir que reconocemos completamente la excusa para esta ley social bajo su atroz sistema como el único modo posible de proteger los intereses económicos de las mujeres y los niños, pero hablar de ello como ético o moral en su visión de la relación sexual es ciertamente hacer un mal uso de las palabras, tan absurdo, que no es posible cometer un absurdo mayor. Por el contrario, debemos decir que era una ley que, para proteger los intereses materiales de la mujer, estaba obligada deliberadamente a hacer caso omiso de todas las leyes que están escritas en el corazón en lo tocante a tales asuntos.
"Por lo que consta en los archivos, parece que en su época se hablaba mucho sobre el hecho escandaloso de que había dos códigos morales diferentes en asuntos sexuales, uno para los hombres y otro para las mujeres--negándose los hombres a estar atados por la ley impuesta a las mujeres, y la sociedad ni siquiera intentaba hacérsela cumplir. Los abogados que reclamaban un único código para ambos sexos decían que lo que estaba mal o bien para la mujer lo estaba igualmente para el hombre, y que debería haber un estándar de bien y mal, pureza e impureza, moralidad e inmoralidad, para ambos. Era obviamente el punto de vista correcto sobre el asunto; pero ¿qué ganancia moral habría habido para la humanidad incluso si los hombres pudiesen haber sido inducidos a aceptar el código de las mujeres--un código tan absolutamente indigno en su idea central de la ética de la relación sexual? Nada excepto la amarga coacción de su esclavitud económica hubiera forzado a las mujeres a aceptar una ley contra la cual la sangre de diez mil inmaculadas Margaritas, y las vidas arruinadas de una innumerable multitud de mujeres, cuyo único delito había sido un amor demasiado tierno, clamaban a Dios perpetuamente. Sí, debía haber habido sin duda un estándar de conducta para hombres y mujeres a la vez, como hay ahora, pero no debía ser el código del esclavo, con su sórdida base, impuesto sobre la mujer por sus necesidades. El común y más elevado código para hombres y mujeres que la conciencia de la humanidad demandaba se hizo posible por primera vez, e inmediatamente a partir de ese momento se aseguró, cuando hombres y mujeres estuvieron los unos frente a los otros en la relación sexual, como en las demás, en actitud de absoluta igualdad y mutua independencia."
"Después de todo, doctor," dije, "aunque al principio me sorprendió un poco oirle decir que no había ética sexual, aun así en realidad no dice usted nada más, ni usa palabras más fuertes, que las que usaron nuestros poetas y escritores satíricos al tratar sobre el mismo tema. La completa divergencia entre nuestra moralidad sexual convencional y la instintiva moralidad del amor era un tópico entre nosotros, y aportaba, como indudablemente sabrá usted bien, el motivo de una gran parte de nuestra literatura romántica y dramática."
"Sí," replicó el doctor, "nada podría añadirse a la fuerza y el sentimiento con el cual sus escritores expusieron la crueldad e injusticia de la férrea ley de la sociedad en cuanto a estos asuntos--una ley hecha doblemente cruel e injusta por el hecho de que fue padecida casi exclusivamente por las mujeres. Pero sus denuncias fueron inútiles, y las abundantes emociones que evocaron tuvieron un resultado estéril, por la razón de que fracasaron por completo en señalar el hecho fundamental que era responsable de la ley que atacaban, y que debía ser abolido si la ley debía alguna vez ser sustituída por una ética justa. Ese hecho, como hemos visto, era el sistema de distribución de riqueza, mediante el cual la única esperanza de comodidad y seguridad para las mujeres fue hecha depender de su éxito en obtener de algún hombre una garantía legal de mantenimiento como precio por su persona."
"Me parece a mi," observé, "que cuando las mujeres, abrieron de una vez medianamente los ojos a lo que el programa revolucionario significaba para su sexo, mediante la demanda de igualdad económica para todos contenida en dicho programa, el interés propio debió haberlas hecho más ardientes devotas de la causa que incluso los hombres."
"Las hizo, de hecho," replicó el doctor. "Desde luego, la cegadora influencia de lo convencional, la tradición, y el prejuicio, así como la engendrada timidez de la inmemorial servidumbre, impidió durante largo tiempo que la masa de las mujeres comprendiese la grandeza de la liberación que se les ofrecía; pero una vez que la comprendieron, se arrojaron al movimiento revolucionario con una unanimidad y un entusiasmo que tuvo un efecto decisivo sobre la lucha. Los hombres podían contemplar la igualdad económica estando a favor o en contra, conforme a sus posiciones económicas, pero toda mujer, sencillamente porque era una mujer, estaba destinada a estar a su favor tan pronto como se le pasase por la cabeza lo que significaba para la mitad de la humanidad a la que ella pertenecía."