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Igualdad/Capítulo XXV

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Poco después, mientras cruzábamos el Boston Common, absortos en nuestra conversación, una sombra cayó de lado a lado del camino, y mirando hacia arriba, vi elevándose por encima de nosotros un grupo escultórico de tamaño heroico.

"¿Quiénes son estos? exclamé"

"Si hay alguien que lo sepa, ese deberías ser tú," dijo el doctor. "Son contemporáneos tuyos que causaron bastante alboroto en tu época."

Pero, de hecho, sólo había sido una involuntaria expresión de sorpresa el que yo preguntase qué eran las figuras.

Dejadme que os diga, lectores del siglo veinte, lo que vi allá arriba sobre el pedestal, y reconoceréis el grupo mundialmente famoso. Hombro con hombro, como congregados para resistir un asalto, había tres figuras de hombres con el atuendo de la clase trabajadora de mi época. Estaban con la cabeza al descubierto, y sus camisas de textura gruesa estaban arremangadas por encima del codo y abiertas en el pecho, mostrando poderosos brazos y pectorales. Ante ellos, en el suelo, había un par de palas y un pico. La figura central, con la mano derecha extendida, con la palma hacia afuera, estaba apuntando hacia las rechazadas herramientas. Los brazos de los otros dos estaban flexionados sobre su pecho. Los rostros eran toscos y duros en su perfil y con una erizada barba descuidada. Sus expresiones eran de tenaz desafío, y con el entrecejo fruncido miraban fijamente al vacío que había ante ellos, con tal intensidad, que miré involuntariamente detrás de mi para ver qué estaban mirando. También había dos mujeres en el grupo, con vestidos del mismo grueso tejido y los mismos rasgos que los hombres. Una estaba arrodillada ante el hombre que había a la derecha, elevando hacia éste un brazo con el que sujetaba un niño escuálido, mientras con el otro señalaba las herramientas que había a los pies del hombre, con un gesto suplicante. La segunda de las mujeres estaba tirando de las mangas del hombre de la izquierda como si le quisiese hacer retroceder, mientras con la otra mano se cubría los ojos. Pero los hombres no prestaban atención a las mujeres en absoluto, ni parecían, en su enconada ira, saber que estaban allí.

"¡Vaya," exclamé, "estos son huelguistas!"

"Sí," dijo el doctor, "esto es Los Huelguistas, la obra maestra de Huntington, considerada el mayor grupo escultórico de la ciudad y uno de los mayores del país."

"¡Esas personas están vivas!" dije.

"Es el testimonio de un experto," replicó el doctor. "Es una lástima que Huntington muriese demasiado pronto para oirlo. Le habría complacido."

Ahora bien, yo, en común con la clase rica y culta en general, de mi época, siempre había sentido desprecio y antipatía por los huelguistas, como metepatas, personas peligrosas que se entrometían sin ningun derecho en los planes de uno para arruinarlos, tan ignorantes de sus propios y mayores intereses, como temerarios respecto a los de los demás, y generalmente unos individuos infames, cuyas manifestaciones, en tanto que no eran violentas, no podían desafortunadamente ser reprimidas por la fuerza, pero deberían ser siempre condenadas, y sofocadas de inmediato con mano de hierro en cuanto que hubiese una excusa para que interviniese la policía. Entre los adinerados, había más o menos tolerancia con los reformadores sociales que, mediante un libro o mediante su voz, abogasen incluso por cambios económicos muy radicales, en tanto que observasen los convencionalismos en la forma de hablar, pero para el huelguista había pocos apologistas. Desde luego, los capitalistas vaciaban sobre él los viales de su ira y rechazo, e incluso gente que pensaba que simpatizaba con la clase trabajadora agitaba su cabeza cuando se mencionaban las huelgas, considerándolas como calculadas más bien para dificultar que para ayudar a la emancipación del trabajo. Habiéndome criado con estos prejuicios, no puede parecer extraño que me desconcertase encontrar que tan poco prometedores sujetos habían sido seleccionados para estar en el lugar más destacado de la ciudad.

"No hay duda en cuanto a la excelencia del trabajo del artista," dije, "¿pero qué había en los huelguistas que os haya hecho escogerlos de entre la gente de nuestra generación, como objeto de veneración?"

"Vemos en ellos," replicó el doctor, "a los pioneros de la sublevación contra el capitalismo privado que dio lugar a la actual civilización. Les honramos como a quienes, como Winkelried, 'hicieron camino en pro de la libertad, y murieron.' Los reverenciamos como los protomártires de la industria cooperativa y la igualdad económica."

"Pero puedo asegurarle, doctor, que estos individuos, al menos en mi época, no tenían la más leve intención de sublevarse contra el capitalismo privado como sistema. Eran muy ignorantes y totalmente incapaces de captar un concepto tan grande. No tenían noción de cómo arreglárselas sin los capitalisats. Todo lo que imaginaban como posible o deseable era que sus empleadores los tratasen un poco mejor, unos pocos céntimos más por hora, unos pocos minutos menos de trabajo por día, o quizá meramente el despido de algún capataz impopular. La mayoría de ellos tenían como objetivo alguna insignificante mejora en su situación, y para alcanzarla no dudaban en arrojar toda la maquinaria industrial al desorden."

"Todo lo cual conocemos perfectamente," replicó el doctor. "Mira esos rostros. ¿Los ha idealizado el escultor? ¿Son caras de filósofos? ¿No dan la razón a tu afirmación de que los huelguistas, como los trabajadores en general, eran, por regla general, hombres ignorantes, de mente estrecha, que no comprendían las grandes cuestiones, e incapaces de una idea tan grande como el derrocamiento del inmemorial orden económico? Es totalmente cierto que hasta unos años después de que te quedases dormido, no comprendieron que su pelea era con el capitalismo privado y no con capitalistas individuales. En esta lentitud en caer en la cuenta del completo significado de su sublevación estuvieron precisamente a la par con los pioneros de todas las grandes revoluciones. Los "minutemen" de Concord y Lexington, en 1775, no comprendieron que apuntaban con sus fusiles contra la idea monárquica. Tampoco el tercer estado de Francia, cuando entró en la Convención en 1789, comprendió que su camino discurría por encima de las ruinas del trono. Los pioneros de la libertad inglesa, cuando comenzaron a resistirse a la voluntad de Carlos I, tampoco previeron, antes de terminar, que se verían obligados a tomar su cabeza. En ninguno de estos casos, sin embargo, la posterioridad ha considerado que la limitada visión de futuro de los pioneros en lo que respecta a las consecuencias completas de sus acciones redujese la deuda que el mundo tiene con su cruda iniciativa, sin la cual, el más completo triunfo nunca habría llegado. La lógica de la huelga significaba el derrocamiento de la conducta irresponsable de la industria, tanto si los huelguistas lo sabían como si no, y no podemos regocijarnos en las consecuencias de aquel derrocamiento sin honrarlos de un modo que muy probablemente, como das a entender, les sorprendería, si hubiesen podido saberlo, tanto como a ti. Permiteme que intente darte el punto de vista moderno acerca del papel jugado por sus originales." Nos sentamos en uno de los bancos que había delante de la estatua, y el doctor continuó:

"Mi querido Julian, ¿quiénes fueron, humildemente te pregunto, los primeros que hicieron que el mundo de tu época cayese en la cuenta del hecho de que había una cuestión industrial, y que mediante sus patéticas manifestaciones en contra de la injusticia, mantuvieron la atención de la gente fija sobre esa cuestión hasta que fue resuelta? ¿Fueron vuestros hombres de estado, acaso vuestros economistas, vuestros eruditos, o cualquier otro de vuestros llamados sabios? No. Fueron justo aquellos individuos despreciados, ridiculizados, maldecidos, y objeto de carcajadas, que se encuentran allá arriba sobre aquel pedestal, que con sus continuas huelgas no dejaron que el mundo descansase hasta que su injusta situación, que era también la injusta situación de todo el mundo, se hizo justa. Una vez más, Dios escogió las cosas insensatas de este mundo para confundir al sabio, las cosas débiles para confundir al poderoso.

"Para comprender cúanto poder tuvieron estas huelgas para convencer a la gente de la intolerable perversidad y locura del capitalismo privado, debes recordar que los acontecimientos son los que enseñan a las personas, que los hechos tienen una influencia educativa más potente que cualquier cantidad de doctrina, y especialmente era así en una época como la tuya, cuando las masas no tenían casi ninguna cultura o capacidad para razonar. No faltaron en el periodo revolucionario hombres y mujeres cultos, que, con voz y pluma, se adhirieron a la causa de los trabajadores, y les mostraron el camino de salida; pero sus palabras bien podrían haber sido de poco provecho, de no ser por el tremendo énfasis con el cual fueron confirmadas por los hombres que hay ahí arriba, que pasaron hambre para demostrar que eran verdad. Esos individuos de aspecto rudo, que probablemente no podrían haber constuído una oración gramatical, mediante sus esfuerzos combinados estaban manifestando la necesidad de un sistema industrial radicalmente nuevo, mediante un argumento más convincente que el que la habilidad de ningún retórico podría formular. Cuando los hombres arriesgan su vida para resistir la opresión, como hicieron estos hombres, otros hombres se ven obligados a prestarles atención. Sobre aquel pedestal hemos inscrito, donde ves el rótulo, las palabras que la acción del grupo que hay por encima parece decir a voces:

"'No podemos aguantar más. Es mejor morir de hambre que vivir en los términos que nos imponéis. Nuestras vidas, las vidas de nuestras esposas y nuestros hijos, las ponemos contra vuestras ganancias. Si ponéis vuestro pie sobre nuestro cuello, os morderemos el talón!'

"Este era el grito," prosiguió el doctor, "de los hombres que habían llegado a estar desesperados a causa de la opresión, para quienes la existencia en medio del sufrimiento había llegado a no tener valor. Era el mismo grito que en forma diferente salvo en un sentido, había sido la contraseña de cada revolución que significó un avance para la humanidad--'Dadnos la libertad, o dadnos la muerte!' y nunca resonó con una causa tan adecuada, o hizo que el mundo cayese en la cuenta de una cuestión tan imponente, como en las bocas de estos primeros rebeldes en contra de la locura y la tiranía del capital privado.

"En tu época, lo sé, Julian," continuó el doctor en un tono más suave, "era costumbre asociar el valor con el sonido de las armas y la pompa y circunstancia de la guerra. Pero el eco del flautín y el tambor nos llega muy débilmente, y no nos conmueve en absoluto. El soldado tuvo su época, y murió para siempre junto con el ideal de la humanidad que él ejemplificó. Pero ese grupo de ahí significa un tipo de autosacrificio que nos atrae profundamente. Aquellos hombres, cuando dejaron caer las herramientas de su oficio, arriesgaron su vida tanto como soldados entrando en batalla, y encararon su suerte como desesperados, y no solamente en su propio nombre, sino en el de sus familias, de las que ningún país agradecido se ocuparía en caso de que ellos muriesen. El soldado avanzaba con música, y se sentía apoyado por el entusiasmo del país, pero aquellos otros estaban cubiertos por la ignominia y el público rechazo, y sus fracasos y derrotas eran saludados con aclamación general. Y aun así no iban tras las vidas de otros, sino solamente iban tras poder vivir a duras penas; y aunque primero habían pensado en el bienestar propio, y de sus más allegados, aun así no menos estaban luchando en la batalla de la humanidad y la posteridad, atacando de la única manera que podían, y mientras todavía nadie más se atrevía a atacar en absoluto el sistema económico que tenía al mundo sujeto por la garganta, y que nunca relajaría su agarre a fuerza de palabras suaves, o mediante nada más flojo que los golpes que lo neutralizasen. El clero, los economisas y los pedagogos, habiendo dejado que estos hombres ignorantes buscasen como pudiesen la solución del problema social, mientras ellos se quedaban sentados cómodamente y negaban que hubiese ningún problema, eran muy volubles en su crítica de los errores de los trabajadores, como si fuese posible cometer cualquier error al buscar una salida del caos social, que pudiese ser tan fatuo o tan criminal como el error de no intentar buscar ninguna. Sin duda, Julian, he puesto palabras más delicadas en boca de esos hombres de ahí arriba que las que sus originales podrían jamás haber entendido, pero si el significado no estaba en sus palabras, estaba en sus hechos. Y por lo que hicieron, no por lo que dijeron, los honramos como protomártires de la república industrial de hoy en día, y traemos a nuestros hijos, para que puedan en gratitud besar los toscamente calzados pies de aquellos que hicieron el camino por nosotros."

Mi experiencia desde que me desperté en este año 2000 podría decirse que ha consistido en una sucesión de reajustes mentales instantáneos de carácter revolucionario, en los cuales lo que antes me había parecido malo se transformaba en bueno, y lo que antes me había parecido sabiduría se transformaba en insensatez. Si esta conversación acerca de los huelguistas hubiese tenido lugar en cualquier otra parte, toda esta nueva impresión que había recibido acerca del papel jugado por ellos en la gran revolución social de la cual compartía el beneficio, simplemente habría sido uno más de esos reajustes, y todo habría sido un proceso mental. Pero la presencia de este asombroso grupo, la semejanza de las figuras con la vida misma, que crecía ante mi vista a medida que escuchaba las palabras del doctor, confirió una peculiar naturaleza personal--si se me permite que utilice el término--como reacción al sentimiento que experimentaba. Movido por un irresistible impulso, me puse en pie, y, quitándome el sombrero, saludé a las adustas figuras, los originales vivientes de las cuales había injuriado junto con mis contemporáneos.

El doctor sonrió con solemnidad.

"Sabes, hijo mío," dijo, "¿no ocurre a menudo que el torbellino del Tiempo trae de vuelta su venganza de un modo tan dramático como este?"