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Igualdad/Capítulo XXXI

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Igualdad
de Edward Bellamy
Capítulo XXXI: Ni en esta montaña ni en Jerusalén

A la mañana siguiente, siendo otra vez necesario que Edith se presentase en su puesto de servicio, la acompañé a la estación. Mientras estábamos esperando el tren, atrajo mi atención un hombre de aspecto distinguido que se apeó de un vagon de un tren que había llegado. Bajo los estándares del siglo diecinueve, parecía tener unos sesenta años, y por consiguiente tenía presumiblemente ochenta o noventa, siendo este aproximadamente el margen de diferencia que he comprobado que es necesario considerar al estimar las edades de mis nuevos contemporáneos, debido a la más lenta aparición de las señales de la edad en estos tiempos. Hablando con Edith sobre esta persona, me resultó muy interesante cuando me informó que no era otro que el Sr. Barton, cuyo sermón telefónico me había impresionado tanto aquel primer domingo de mi nueva vida, como expuse en Mirando Atrás. Edith tuvo el tiempo justo para presentarme antes de tomar el tren.

Según salíamos de la estación juntos, dije a mi acompañante que si me disculpaba la pregunta, estaría interesado en saber a qué secta concreta o cuerpo religioso representaba.

"Mi querido Sr. West," fue la respuesta, "su pregunta sugiere que mi amigo el Dr. Leete probablemente no le ha dicho mucho acerca de la manera moderna de considerar los asuntos religiosos."

"Nuestra conversación ha girado poco en torno a ese asunto," respondí, "pero no me sorprendería saber que sus ideas y prácticas son totalmente diferentes de las de mi época. De hecho, las ideas religiosas y las instituciones eclesiásticas ya estaban sufriendo en mi época una descomposición tan rápida y radical que no era arriesgado predecir que si la religión iba a sobrevivir otro siglo, sería bajo formas muy diferentes de cualesquiera conocidas en el pasado."

"Ha sugerido usted un tema," dijo mi acompañante, "del mayor interés posible para mi. Si no tiene otra cosa que hacer, y le gustaría hablar un poco de ello, nada me complacería más."

Cuando le aseguré que no tenía absolutamente ninguna ocupación, excepto recoger información sobre el siglo veinte, el Sr. Barton dijo:

"Entremos entonces en esta vieja iglesia, que sin duda ya habrá reconocido como una reliquia de su época. Ahí nos podremos sentar cómodamente mientras hablamos, en un entorno adecuado para nuestro tema."

Percibí entonces que estábamos ante una de las iglesias del siglo pasado, que había sido preservada como monumento histórico, y, además, como de una manera bastante curiosa acontecía, esta iglesia en concreto no era otra que a la que mi familia había ido siempre, y yo también--esto es, cuando iba a la iglesia, que no era a menudo.

"¡Qué extraordinaria coincidencia!" exclamó el Sr. Barton, cuando se lo dije; "¿quién podría haberlo esperado? Naturalmente, cuando se vuelve a visitar un lugar tan cargado de recuerdos conmovedores, se desea estar a solas. Debe perdonar mi involuntaria indiscreción al proponerle volver aquí."

"En realidad," repliqué, "la coincidencia es meramente interesante, en absoluto conmovedora. Los jóvenes de mi época, por norma, no tomaban su relación con la iglesia muy en serio. Me interesa ver qué aspecto tiene este viejo lugar. Entremos, no faltaba más."

El interior demostró estar totalmente inalterado en los detalles esenciales, desde la última vez que había estado entre sus muros, hacía más de un siglo. En aquella última ocasión, lo recuerdo bien, había un servicio de Pascua, al cual había acompañado a unas primas muy guapas que habían venido del campo, que querían oir la música y ver las flores. Sin duda el proceso de degradación había hecho que fuesen necesarias muchas restauraciones, pero habían sido llevadas a cabo de tal modo que se habían conservado completamente los efectos originales.

Caminando por la nave principal, me detuve frente al banco de la familia.

"Este, Sr. Barton," dije, "es, o era, mi banco. Es cierto que estoy un poco atrasado en cuanto al alquiler del banco, pero creo que puedo aventurarme a invitarle a que se siente conmigo."

Había dicho con toda sinceridad al Sr. Barton que había poco sentimiento conectado con las relaciones que había mantenido con esta iglesia. De hecho, eran meramente una cuestión de tradición familiar y buenas costumbres sociales. Pero en otro aspecto me sentí no poco conmovido, mientras, al situarme en mi lugar acostumbrado a la cabecera del banco, miré a mi alrededor en aquel oscuro y silencioso interior. Mientras mi vista iba de banco en banco, en mi imaginación revivían los hombres y mujeres, los jovenes y las doncellas, que acostumbraban a sentarse los domingos, cien años antes, en aquellos bancos. Mientras recordaba sus diversas actividades, ambiciones, esperanzas, temores, envidias, e intrigas, dominado todo, como lo había estado, por la idea del dinero poseído, perdido, o codiciado, estaba impresionado no tanto por la muerte personal que les había llegado a estos mis viejos conocidos, como por el pensamiento de cuán completamente todo el esquema social en el que habían vivido, por el que se habían movido, y en el que habían existido, había muerto. No sólo se habían ido ellos, sino que se había ido su mundo, y este lugar ya no lo conocía. ¡Qué extraño, qué artificial, qué grotesco había sido aquel mundo!--y aun así, a ellos y a mi, mientras fui uno de ellos, nos había parecido el único modo posible de existencia.

El Sr. Barton, con delicado respeto por mi abstracción, esperó a que yo rompiese el silencio.

"Sin duda," dije, "puesto que conservan nuestras iglesias como curiosidades, ¿deben ustedes tener otras mejores para su uso?"

"A decir verdad," replicó mi acompañante, "hacemos poco o ningún uso de las iglesias."

"¡Ah, sí! Había olvidado por un momento que escuchan sus sermones por teléfono. El teléfono, con su actual perfección, debe de hecho haber terminado del todo con la necesidad de una iglesia como lugar de audiencia."

"En otras palabras," replicó el Sr. Barton, "cuando nos reunimos ahora, ya no necesitamos llevar nuestros cuerpos con nosotros. Es una curiosa paradoja que mientras el teléfono y el electroscopio, aboliendo la distancia como obstáculo para ver y oir, han traído a la humanidad a una cercanía de solidaria e intelectual compenetración nunca antes imaginada, al mismo tiempo han hecho que los individuos, aunque están en estrecho contacto con todo lo que ocurre en el mundo, puedan disfrutar, si lo desean, de una privacidad física, que en su época había que ser un hermitaño para conseguirla. Nuestras ventajas a este respecto nos han llevado a pensar que estar en una muchedumbre, que era el castigo natural con el que había que pagar para ver u oir algo interesante, parece un precio demasiado caro para pagar por casi cualquier esparcimiento."

"Puedo imaginar," dije, "que las instituciones eclesiásticas deben de haberse visto afectadas de otras maneras además del desuso de las iglesias, por la adaptación general del sistema telefónico a la enseñanza religiosa. En mi época, el hecho de que quien hablaba no podía alcanzar con su voz más que a un pequeño grupo de oyentes, hacía necesario tener un verdadero ejército de predicadores--unos cincuenta mil, digamos, sólo en los Estados Unidos--para instruir a la población. De éstos, ni uno entre muchos cientos era persona que tuviese algo que decir que mereciese la pena oirse. Por ejemplo, digamos que cincuenta mil clérigos predicasen todos los domingos otros tantos sermones a otras tantas congregaciones. Cuatro quintas partes de esos sermones eran pobres, la mitad del resto quizá pasables, algunos de los demás buenos, y unos pocos, posiblemente, de todos ellos, excelentes de verdad. Ahora bien, nadie, por supuesto, oiría un discurso pobre sobre cualquier asunto si pudiese oir con la misma facilidad uno excelente, y si hubiésemos perfeccionado el teléfono hasta el punto que lo han hecho ustedes, el resultado habría sido, el domingo siguiente a su introducción, que todos los que quisiesen oir un sermón habrían conectado con la sala de discursos o las iglesias de los pocos predicadores ampliamente reconocidos, y el resto no tendría oyentes en absoluto, e inmediatamente se habrían visto obligados a buscarse una nueva ocupación."

El Sr. Barton se divertía. "Ha tocado usted, de hecho," dijo, "el aspecto mecánico de uno de los contrastes más importantes entre su época y la nuestra--a saber, la supresión moderna de la mediocridad en la enseñanza, sea intelectual o religiosa. Siendo capaces de escoger entre los más selectos intelectos, y los más inspirados moralistas, y visionarios de la generación, todos están de acuerdo, por supuesto, en considerar una pérdida de tiempo escuchar a cualquiera que tenga mensajes menos valiosos para transmitir. Cuando consideras que todos son capaces de obtener de este modo la mejor inspiración que las mejores mentes pueden dar, y emparejar esto con el hecho de que, gracias a la universalidad de la educación superior, todos tienen al menos un juicio bastante bueno sobre qué es lo mejor, tienes el secreto de lo que podría llamarse inmediatamente la salvaguarda más fuerte del grado de civilización que hemos alcanzado, y la promesa de la tasa más alta posible de progreso hacia situaciones siempre mejores--a saber, el liderazgo de genios morales e intelectuales. Para alguien como usted, educado conforme a las ideas del siglo diecinueve en lo que respecta al significado de la democracia, puede parecer paradójico que la igualación de las condiciones sociales y educacionales, que ha perfeccionado la democracia, deberían haber resultado en la más perfecta aristocracia, o gobierno de los mejores, que podría concebirse; aun así, ¿qué resultado podría ser más natural? La gente de hoy, demasiado inteligente para ser inducida a engaño por semidioses o para que estos puedan abusar de ella para fines egoístas, está preparada, por otro lado, para comprender y seguir con entusiasmo el mejor liderazgo en cada caso. El resultado es que nuestros más grandes hombres y mujeres ejercen hoy un imperio altruista, más absoluto que lo que sus zares soñaron, y de una extensión que haría que las conquistas de Alejandro pareciesen provinciales. Hay hombres en el mundo que cuando deciden apelar a sus seguidores, por el mero anuncio son capaces de dirigir hacia ellos la atención simultánea de cien, quinientos, ochocientos millones de personas. De hecho, si se trata de una gran ocasión, y el que habla lo merece, reina un silencio en todo el mundo mientras en los diversos lugares, algunos bajo el sol, algunos bajo las estrellas, algunos bajo la luz del amanecer y otros a la puesta del sol, todos están pendientes de los labios del maestro. Quizá tal poder habría parecido peligroso en la época de usted, pero cuando considere que esta ocupación está condicionada a la sabiduría y altruísmo de su ejercicio, y fracasaría con la primera nota en falso, puede juzgar que es un dominio tan falto de riesgo como el de Dios."

"El Dr. Leete," dije, "me ha contado algo acerca del modo en que la universalidad de la cultura, combinada con sus aparatos científicos, ha hecho físicamente posible este liderazgo de los mejores; pero, le ruego me disculpe, ¿cómo puede un hablante dirigirse a un número tan inmenso de personas como usted dice, a no ser que se repitiese el milagro de Pentecostés? Seguramente la audiencia estaría limitada al menos por el número de los que entienden un idioma."

"¿Es posible que el Dr. Leete no le haya hablado de nuestro idioma universal?"

"No he oído otro idioma que el inglés."

"Desde luego, todos hablan el idioma de su propio país con sus paisanos, pero con el resto del mundo hablan el idioma general--es decir, hoy en día tenemos que aprender solamente dos idiomas para hablar con todos los pueblos--el nuestro, y el universal. Podemos aprender tantos más cuantos queramos, y habitualmente nos gusta aprender muchos, pero sólo estos dos son necesarios para viajar por todo el mundo o hablar por todo el mundo sin necesidad de intérprete. Un cierto número de las naciones más pequeñas ha abandonado por completo su lengua nacional y habla solamente el idioma general. Las grandes naciones, que tienen una excelente literatura preservada en sus idiomas, han sido más reacias a abandonarlos, y de este modo los pueblos pequeños han tenido cierto tipo de ventaja sobre los grandes. Sin embargo, la tendencia a cultivar solamente un idioma como lengua viva y tratar todos los demás como lenguas muertas o moribundas, está creciendo a tal velocidad que si hubiese usted dormido otra generación, no habría encontrado a nadie capaz de hablar con usted, salvo los expertos filólogos."

"Pero incluso con el teléfono universal y con el idioma universal," dije, "todavía queda por considerar el aspecto ceremonial y ritual de la religión. Para su práctica debo suponer que los que tienen inclinaciones piadosas todavía necesitan iglesias para reunirse, no importa en qué medida sea posible prescindir de ellas para el propósito de instruir."

"Si, quienes sean, sienten esa necesidad, no hay razón por la cual no debieran tener tantas iglesias como quieran y reunirse tan a menudo como les parezca adecuado. No los conozco, pero hay todavía quienes así lo hacen. Pero con un grado de inteligencia que se hace universal, el mundo estaba destinado a superar el aspecto ceremonial de la religión, que con sus formas y símbolos, sus momentos y lugares sagrados, sus sacrificios, banquetes, fastos, y lunas nuevas, significó tanto en la infancia de la humanidad. Ha llegado plenamente el momento, que Cristo predijo cuando habló con la mujer junto al pozo de Samaria, en el cual la idea del Templo y todo aquello por lo que se erigió daría paso a la religión totalmente espiritual, sin considerar momentos o lugares, que Él declaró que así le complacía más a Dios.

"Superado el aspecto ritual y ceremonial de la religión," dije, "habiendo llegado a ser superflua la asistencia a la iglesia con propósito de instrucción, y eligiendo cada uno su propio predicador en base a motivos personales, diría yo que las líneas sectarias deben de haber desaparecido casi por completo."

"¡Ah, sí!" dijo el Sr. Barton, "eso me recuerda que nuestra charla comenzó cuando usted me preguntó a qué secta religiosa pertenecía. Hace mucho desde que la gente acostumbraba a dividirse en sectas y clasificarse bajo diferentes nombres a cuenta de variantes de opinión en lo que a las cuestiones de religión respecta."

"¿Es posible," exclamé, "que quiera usted decir que la gente ya no riñe a cuenta de la religión? ¿Me está diciendo que los seres humanos han llegado a ser capaces de mantener opiniones diferentes sobre el otro mundo, sin ser enemigos en este? El Dr. Leete me ha obligado a creer muchísimos milagros, pero este es demasiado."

"No me asombra que parezca una afirmación más bien extraordinaria, a primera vista, para un hombre del siglo diecinueve," replicó el Sr. Barton. "Pero, después de todo, ¿quién iniciaba y mantenía las disputas sobre religión en los viejos tiempos?"

"Por supuesto, eran los grupos eclesiásticos--los sacerdotes y predicadores."

"Pero no eran muchos. ¿Por qué eran capaces de causar tantos problemas?"

"A cuenta de las masas de la gente que, siendo densamente ignorantes, eran correspondientemente supersticiosos e intolerantes, y eran herramientas en manos de los eclesiásticos."

"Pero había una minoría de gente culta. ¿Eran intolerantes también? ¿Eran herramientas en manos de los eclesiásticos?"

"Al contrario, ellos siempre mantenían una actitud tranquila y tolerante sobre cuestiones religiosas y eran independientes de los sacerdotes. Si delegaban en la influencia eclesiástica, era porque les resultaba necesario con el propósito de controlar al ignorante populacho."

"Muy bien. Ha explicado su milagro. Ahora no hay ignorante populacho por quien sea necesario para los más inteligentes transigir de ningún modo con la verdad. Su clase culta, con su visión tolerante y filosófica de las diferencias religiosas, y de la locura criminal de pelearse por ellas, ha llegado a convertirse en la única clase que hay."

"¿Cuánto hace desde que la gente dejó de llamarse a sí misma Católica, Protestante, Baptista, Metodista, y así sucesivamente?"

"Ese tipo de clasificación puede decirse que recibió el golpe fatal en la época de la gran Revolución, cuando las demarcaciones sectarias y diferencias doctrinales, de las que ya nadie hacía mucho caso, fueron completamente barridas y olvidadas en el apasionado impulso de amor fraternal que congregó a los seres humanos para la fundación de un orden social más noble. El viejo hábito podría posiblemente haber revivido con el tiempo si no hubiese sido por la nueva cultura, que, durante la primera generación que siguió a la Revolución, destruyó el sustrato de la ignorancia y la superstición con el cual se había sostenido la influencia eclesiástica, e hizo que su recrudescencia fuese imposible nunca más.

"Aunque, por supuesto," continuó mi acompañante, "la universalización de la cultura general es la única causa que necesita ser considerada para explicar la total desaparición del sectarismo religioso, aun así obtendrá una comprensión más vívida del golfo que se abrió entre los antiguos y los modernos usos en lo que respecta a la religión, si considera ciertas condiciones económicas, que ahora han desaparecido por completo, que en su época apuntalaban el poder de las instituciones eclesiásticas de manera muy sustancial. Por supuesto, en primer lugar, los edificios religiosos eran necesarios para predicar en ellos, e igualmente para el aspecto ritual y ceremonial de la religión. Además, la autorización de la enseñanza religiosa, dependiendo principalmente de la autoridad de la tradición en vez de su propia razonabilidad, hacía necesario que todo predicador que se dirigiese a oyentes entrase al servicio de alguna de las organizaciones sectarias establecidas. La religión, en una palabra, como la industria y la política, estaba capitalizada por corporaciones mayores o menores que controlaban en exclusividad la planta y la maquinaria, y la dirigían para el prestigio y el poder de la compañía. Como todos los que deseaban implicarse en la política o en la industria estaban obligados a hacerlo sometiéndose a los individuos y corporaciones que controlaban la maquinaria, así era igualmente en asuntos religiosos. Las personas deseosas de ocuparse de la enseñanza religiosa podían hacerlo únicamente si cumplían las condiciones de alguna de las organizaciones que controlaban la maquinaria, planta, y buena voluntad del negocio--es decir, de alguna de las grandes coporaciones eclesiásticas. Enseñar religión fuera de estas corporaciones, cuando no era absolutamente ilegal, era empresa muy difícil, no importa cuán grande fuese la capacidad del maestro--tan difícil, de hecho, como era entrar en política sin llevar puesta la insignia de un partido, o triunfar en los negocios en oposición a los grandes capitalistas. El que iba a enseñar religión tenía que adherirse, por consiguiente, a una u otra organización sectaria, cuya boca él consentía ser, so pena de no obtener ningún oyente. La organización podía ser jerárquica, en cuyo caso recibía sus intrucciones desde arriba, o podía ser una congregación, en cuyo caso recibía las órdenes desde abajo. Un método era monárquico, el otro democrático, pero tanto el uno como el otro eran inconsistentes con el oficio de enseñar religión, cuya primera condición, según lo vemos nosotros, debería ser la absoluta espontaneidad del sentimiento y la libertad de expresión.

"Puede decirse que el viejo sistema eclesiástico dependía de una doble esclavitud: primero, el sometimiento intelectual de las masas a sus directores espirituales a través de la ignorancia; y, segundo, la esclavitud de los directores mismos a las organizaciones sectarias, que como capitalistas espirituales, monopolizaban las oportunidades de enseñanza. Como la esclavitud era doble, así lo era la emancipación--una liberación por igual de la gente y de sus maestros, que, bajo el disfraz de líderes, habían sido ellos mismos simples marionetas. Hoy en día, la predicación es tan libre como la escucha, y está abierta a todos. El hombre que siente una especial llamada para hablar a sus semejantes sobre temas religiosos no tiene necesidad de ningún otro capital que algo que decir, que merezca la pena. Dado esto, sin necesidad de otra maquinaria que el teléfono libre, es capaz de dirigirse a una audiencia únicamente limitada por la fuerza y la idoneidad de lo que tiene que decir. No vive para sus sermones. Su ocupación no es una profesión diferente. No pertenece a una clase separada de los demás ciudadanos, ni por educación ni por ocupación. No es necesario que lo fuese para ningún propósito. La educación superior que comparte con los demás le dota ampliamente en lo intelectual, mientras el abundante tiempo libre para fines personales con el cual se funde nuestra vida, y la total exención de servicio público después de los cuarenta y cinco años, dan abundante oportunidad para el ejercicio de su vocación. En una palabra, el moderno maestro de religión es un profeta, no un sacerdote. Sus palabras no son autorizadas por ninguna organización humana o exequator eclesiástico, sino, igual que ocurría con los profetas de la antigüedad, por la respuesta que sus palabras tienen el poder de evocar en los corazones humanos."

"Si la gente," sugerí, "conservando aún un gusto por los rituales de los viejos tiempos y la observación ceremonial y el sermón cara a cara, desease tener iglesias y clero para sus especiales servicios, ¿hay algo que lo impida?"

"Desde luego que no. La libertad es la primera y la última palabra de nuestra civilización. Es perfectamente consistente con nuestro sistema económico que un grupo de individuos, contribuyendo con sus ingresos, no sólo alquile edificios para los fines del grupo, sino que indemnice a la nación por la pérdida del servicio público de un individuo para asegurárselo como su ministro especial. Aunque el estado no lleva a cabo contratos privados de ninguna clase, no los prohíbe. El viejo sistema eclesiástico siguió de este modo durante algún tiempo tras la Revolución, y podía haber seguido hasta hoy si alguien lo hubiese querido. Pero el rechazo en el que había caído la relación de contratación, inmediatamente después de la Revolución, pronto hizo intolerable la posición de tales clérigos contratados, y pronto no hubo nadie que se degradase a entrar en una relación tan despreciada, y nadie, de hecho, que hubiese recibido servicio espiritual de otro en tales términos."

"Según lo va relatando," dije, "parece que está muy claro cómo sucedió todo, y no podría haber sido de otro modo; pero quizá difícilmente puede imaginar cómo un hombre del siglo diecinueve, acostumbrado al inmenso lugar ocupado por el edificio eclesiástico y a la influencia en los asuntos humanos, se ve afectado por la idea de un mundo que avanza sin nada de ese estilo."

"Puedo imaginar algo de lo que siente," replicó mi acompañante, "aunque sin duda no adecuadamente. Y aun así, debo decir que ningún cambio en el orden social nos parece que hubiese sido presagiado con más claridad por los signos de los tiempos en su época que precisamente esta terminación del sistema eclesiástico. Como usted mismo ha observado justo antes de que entrasemos en esta iglesia, entonces estaba ocurriendo una decadencia general del dogmatismo, que hizo que sus contemporáneos se preguntasen qué iba a quedar. La influencia y la autoridad del clero estaban desapareciendo rápidamente, las líneas sectarias estaban siendo borradas, los credos estaban cayendo en el rechazo, y la autoridad de la tradición estaba siendo repudiada. Seguramente, si algo podía predecirse sin riesgo era que las ideas e instituciones religiosas del mundo se aproximaban a un gran cambio."

"Sin duda," dije, "si los eclesiásticos de mi época hubiesen considerado que el resultado dependía meramente del rumbo de la opinión de las personas, se habrían inclinado a abandonar toda esperanza de retener su influencia, pero había otro elemento en el caso que les infundía valor."

"¿Y cuál era?

"Las mujeres. En mi época se las llamaba el sexo religioso. El clero generalmente estaba dispuesto a admitir que en cuanto al interés de la clase culta de los hombres, y de hecho de los hombres en general, en las iglesias, iban por mal camino, pero tenían fe en que la devoción de las mujeres salvaría la causa. Las mujeres eran la última esperanza de la Iglesia. No sólo las mujeres eran los pricipales asistentes a los actos religiosos, sino que era en gran medida a través de su influencia sobre los hombres como éstos toleraban, incluso tanto como ellas, las pretensiones eclesiásticas. Ahora bien, ¿no estaban justificados nuestros clérigos al contar con el continuo apoyo de las mujeres, no importa lo que hiciesen los hombres?"

"Ciertamente lo habrían estado si la posición de la mujer fuese a permanecer inalterada, pero, como ahora le resulta indudablemente obvio, la elevación y ampliación de la esfera de la mujer en todas direcciones fue quizá el aspecto singular más notable de la Revolución. Cuando a las mujeres se les llamaba el sexo religioso, habría sido de hecho una elevada imputación si se hubiese querido decir que eran las que tenían pensamientos más espirituales, pero eso no era en absoluto lo que la frase significaba para quienes la usaban; meramente se pretendía exponer de forma complementaria el hecho de que las mujeres de su época eran el sexo dócil. Menos educadas, como norma, que los hombres, no acostumbradas a tener responsabilidades, y adiestradas en hábitos de subordinación y falta de confianza en sí mismas, se apoyaban por completo en el precedente y la autoridad. Naturalmente, por consiguiente, todavía sostenían el principio de la enseñanza autorizada de la religión, mucho tiempo después de que los hombres en general lo hubiesen rechazado. Todo eso cambió con la Revolución, y de hecho comenzó a cambiar mucho antes de ella. Desde la Revolución, no ha habido diferencia en la educación de los sexos ni en la independencia de su posición económica y social, en el ejercicio de la responsabilidad o la experiencia en la dirección práctica de los asuntos. Como puede naturalmente inferir, ya no son, como antaño, una clase peculiarmente dócil, ni tienen ya una tolerancia mayor que sus hermanos con la autoridad, sea en religión, en política, o en economía. En cada objetivo de la vida, se unen a los hombres en términos de igualdad, incluyendo el más importante y fascinante de todos los objetivos--la búsqueda del conocimiento concerniente a la naturaleza y destino del ser humano y su relación con el infinito espiritual y material del cual es una parte."