Igualdad/Capítulo XXXV
"Esto es todo en cuanto a las causas de la Revolución en América, tanto la causa fundamental general, consistente en el nuevo factor introducido en la evolución social por la ilustración de las masas e irresistiblemente tendente a la igualdad, como a las causas locales inmmediatas peculiares de América, que explican que la Revolución llegase en el momento particular que lo hizo y que tomase el curso particular que tomó. Ahora, brevemente en cuanto a ese curso:
"La apretura en el zapato económico, resultante de la concentración de riqueza, primero fue sentida naturalmente por la clase con las menores reservas, los asalariados, y puede decirse que la Revolución empezó con su sublevación. En 1869 se formó la primera gran organización laboral de América para resistir el poder del capital. Antes de la guerra, el número de huelgas que habían tenido lugar en el país podían contarse con los dedos. Antes de que terminasen los años sesenta, se contaban por centenares, durante los setenta por miles, y durante los ochenta los informes laborales enumeran casi diez mil, implicando dos o tres millones de trabajadores. Muchas de estas huelgas eran de alcance continental, sacudiendo toda la estructura comercial y causando pánicos generales.
"Poco después de la sublevación de los asalariados, llegó la de los granjeros--menos turbulenta en los métodos pero más seria y permanente en los resultados. Esta tomó la forma de ligas secretas y partidos políticos visibles dedicados a resistir lo que se llamaba el poder del dinero. Ya en los setenta, estas organizaciones sumieron el Estado y la política nacional en la confusión, y más tarde se convirtieron en el núcleo del partido revolucionario.
"Tus contemporáneos de las clases pensantes no pueden ser acusados de indiferencia ante estos signos y portentos. La discusión pública y la literatura de la época reflejan la confusión y ansiedad con las cuales las manifestaciones sin precedentes del descontento popular habían afectado a todas las personas serias. Los alardes pasados de moda del cuatro de julio habían dejado de oirse en el país. Todos estaban de acuerdo de alguna manera en que las formas republicanas de gobierno no habían satisfecho su promesa de garantizar el bienestar popular, sino que se estaban mostrando impotentes para evitar la recrudescencia en el Nuevo Mundo de todos los males del Viejo Mundo, especialmente los de clase y casta, que se había supuesto que nunca podrían existir en la atmósfera de una república. Se reconocía por todas partes que el viejo orden estaba cambiando a peor, y que la república y todo lo que se había pensado que significaba estaban en peligro. El grito universal era que algo debía hacerse para detener la tendencia ruinosa. Reforma era la palabra en boca de todos, y el grito de reunión, sincero o fingido, de todo partido. Pero de hecho, Julian, no necesito perder tiempo describiéndote este estado de cosas, porque fuiste testigo de ello hasta 1887."
"Todo era como lo describe, la guerra y la confusión industrial y política, el sentimiento general de que el país estaba yendo mal, y el grito universal en pro de alguna clase de reforma. Pero, como dije antes, la agitación, aunque era bastante alarmante, era demasiado confusa y falta de propósitos como para parecer revolucionaria. Todos estaban de acuerdo en que algo enfermaba el país, pero no había dos que estuviesen de acuerdo en lo que era o en cómo curarlo."
"Así es precisamente," dijo el doctor. "Nuestros historiadores dividen toda la época revolucionaria--desde el final de la guerra o el comienzo de los años setenta, hasta el establecimiento del presente orden al principio del siglo veinte--en dos periodos, el incoherente y el racional. El primero de estos es el periodo del cual hemos estado hablando, y del cual trata Storiot en los párrafos que he leído--el periodo con el cual fuiste, en su mayor parte, contemporáneo. Como hemos visto, y sabes mejor que nosotros, era un tiempo de terror y tumulto, de agitación confusa y sin propósito, y una Babel de clamor contradictorio. La gente daba patadas ciegamente en la oscuridad contra los miembros del capitalismo, sin una clara idea de contra qué estaban dando patadas.
"Las dos grandes divisiones de los trabajadores, los asalariados y los granjeros, estaban igualmente lejos de ver clara y completa la naturaleza de la situación y las fuerzas de las cuales eran víctimas. La única idea de los asalariados era que organizando a los trabajadores manuales y artesanos, sus salarios podían forzarse al alza y mantenerse indefinidamente. No parecían tener absolutamente ningún conocimiento superior al de un niño sobre el efecto que tiene siempre e inevitablemente el sistema de la ganancia, el efecto de mantener el poder de consumo de la comunidad indefinidamente por debajo de su poder productivo y de este modo mantener un constante estado de más o menos agravada saturación en los artículos y los mercados de trabajo, y que nada posiblemente podría evitar la constante presencia de estas condiciones en tanto el sistema de la ganancia fuese tolerado, o su efecto finalmente para reducir a los asalariados al punto de subsistencia o por debajo, a medida que las ganancias tendiesen a bajar. Hasta que los asalariados no viesen esto y dejasen de gastar sus fuerzas en huelgas sin esperanza o triviales contra capitalistas individuales que no podían posiblemente afectar al resultado general, y se uniesen para derrocar el sistema de la ganancia, la Revolución debía esperar, y los capitalistas no tenían razón para inquietarse.
"En cuanto a los granjeros, como no eran asalariados, no tenían interés en los planes de éstos, cuyo objetivo era meramente beneficiar a la clase asalariada, sino que se dedicaban a intrigas igualmente triviales para su clase, en las cuales, por la misma razón de que eran meramente remedios de clase, los asalariados no tenían interés. Su objetivo era obtener ayuda del Gobierno para mejorar su condición como pequeños capitalistas oprimidos por los capitalistas mayores que controlaban el comercio y los mercados del país; como si cualquier dispositivo concebible, en tanto el capitalismo privado fuese tolerado, impidiese su evolución natural, que era el aplastamiento de los menores capitalistas por los mayores.
"Su principal idea parece haber sido que sus problemas como granjeros eran principalmente, si no completamente, explicados por ciertos actos crueles de la legislación financiera, el efecto de los cuales, sostenían ellos, había sido hacer que el dinero fuese escaso y caro. Lo que ellos pedían como cura suficiente de los males existentes era la revocación de la legislación cruel y una emisión mayor de dinero. Esto creían que sería especialmente beneficioso para la clase agrícola, al reducir los intereses de sus deudas y elevando el precio de sus productos.
"Indudablemente los capitalistas habían abusado vergonzosamente del dinero, la acuñación, y el sistema financiero gubernamental en general, para acaparar la riqueza de la nación en sus manos, pero su mal uso de esa parte de la maquinaria económica no había sido peor que su manipulación de las otras porciones del sistema. Sus artimañas con el dinero solamente les habían ayudado a monopolizar la riqueza del pueblo un poco más deprisa de lo que lo habrían hecho si hubiesen dependido para su enriquecimiento de lo que se llamaban legítimas operaciones de renta, interés, y ganancias. Aunque era una parte de su política general de sometimiento económico del pueblo, la manipulación de la moneda no había sido esencial para esa política, que habría tenido éxito con toda certeza aunque no se hubise manipulado. Los capitalistas no habrían tenido necesidad de haber hecho malabarismos con la acuñación, si se hubiesen contentado con hacer un poco más ociosamente el proceso de devorar las tierras y efectos de la gente. Para ese resultado, ninguna forma particular de sistema monetario era necesario, y ningún sistema monetario concebible lo hubiese evitado. Oro, plata, papel, dinero caro, dinero barato, dinero árduo, dinero malo, dinero bueno--toda forma de moneda desde conchas de molusco hasta guineas--todas habían respondido igualmente bien, en momentos y países diferentes, a los designios del capitalista, siendo los detalles del juego sólo ligeramente modificados conforme a las situaciones.
"Para haberse convencido de la locura de atribuir a una acta del Congreso relacionada con la moneda la zozobra económica a la cual su clase y el pueblo en general habían sido reducidos, el granjero americano sólo necesitaba haber mirado a los países extrajeros, donde habría visto que la clase agrícola estaba sumida por doquier en una miseria mayor que la suya, y, también, sin la menor relación con la naturaleza de los diversos sistemas monetarios en uso.
"El que los agricultores fuesen a la bancarrota, ¿era verdaderamente un fenómeno tan nuevo o extraño en los asuntos humanos, que el granjero americano debiese buscar una explicación para el hecho en alguna nueva y peculiar política americana? Al contrario, este había sido el destino para la clase agrícola de todas las épocas, y lo que ahora estaba amenazando al labrador de las tierras americanas no era otra cosa que el destino funesto que había sufrido su clase en toda generación previa y en todas las partes del mundo. Manifiestamente, entonces, debería buscar la explicación no en ninguna conjunción de circunstancias particulares o locales, sino en alguna causa general y siempre operante. Esta causa general, operante en todos los países y momentos y en todas las razas, se vería inmediatamente en cuanto se interrogase a la historia, era la irresistible tendencia por la cual la clase capitalista en la evolución de cualquier sociedad a través de la renta, el interés, y las ganancias, absorbe para sí toda la riqueza del país, y de este modo reduce las masas del pueblo a la sumisión económica, social, y política, siendo invariablemente la clase más abyecta de todas el labrador de las tierras. Durante un tiempo, la población americana, incluyendo los granjeros, había sido capaz, gracias al inmenso botín de un continente virgen y vacío, de eludir el funcionamiento de esta ley universal, pero el destino común estaba ahora a punto de darles alcance, y nada podría ayudar a evitarlo salvo el derrocamiento del sistema del capitalismo privado del cual había sido y siempre debería ser el efecto necesario.
"Faltaría tiempo incluso para mencionar las innumerables reformas-panacea ofrecidas para la cura de la nación, por pequeños grupos de reformadores. Iban desde la teoría de los prohibicionistas, de que la causa principal de la zozobra económica--de la cual los abstemios granjeros del Oeste eran los peores sufridores--era el uso de bebidas alcohólicas, hasta la del partido que estaba de acuerdo con que la nación estaba sufriendo un castigo divino porque no había reconocimiento formal de la Trinidad en la Constitución. Por supuesto, estas eran personas extravagantes, pero incluso aquellos que reconocían la concentración de la riqueza como la causa de todos los problemas, fracasaban por completo en ver que esta concentración era en sí misma la evolución natural del capitalismo privado, y que no era posible evitarla o evitar cualquiera de sus consecuencias a menos que y hasta que se pusiese punto final al propio capitalismo privado.
"Como podría esperarse, los esfuerzos de resistencia tan mal calculados como estas manifestaciones de los asalariados y granjeros, por no hablar de las huestes de pequeñas sectas de supuestos reformadores durante la primera fase de la Revolución, eran inefectivos. Las grandes organizaciones laborales que habían surgido poco después de la guerra tan pronto como los asalariados sintieron la necesidad de agruparse para resistir el yugo del capital concentrado, después de veinticinco años de lucha habían demostrado su redomada incapacidad para mantener, mucho menos para mejorar, la condición de sus trabajadores. Durante este periodo, tuvieron lugar diez o quince mil huelgas o cierres patronales registrados, pero el resultado neto de la guerra civil industrial, prolongada durante un periodo tan largo, había sido demostrar a los trabajadores más obtusos la falta de esperanza de asegurar ninguna mejora considerable de su suerte mediante la acción u organización de clase, o realmente de incluso mantenerla contra abusos. Después de todo este sufrimiento y lucha sin precedentes, a los asalariados les iba peor que nunca. Y los granjeros, la otra gran división de las masas insurgentes, no habían tenido más éxito en resistir el poder del dinero. Sus ligas, aunque controlaban millones de votos, habían demostrado ser todavía más impotentes, si es posible, que las organizaciones de los asalariados para ayudar a sus miembros. Incluso donde habían tenido éxito aparentemente, y habían capturado el poder político de estados, vieron que el poder del dinero era todavía capaz, mediante mil influencias indirectas, de frustar sus esfuerzos y convertir sus aparentes victorias en manzanas de Sodoma, que se hacían cenizas en las manos de quienes las cogían.
"Del inmenso, ansioso, y angustiado volumen de discusión pública sobre qué debería hacerse, ¿cuál había sido el resultado práctico después de veinticinco años? Absolutamente nada. Si aquí y allí se habían introducido pequeñas reformas, el poder, en conjunto, de los males contra los cuales aquellas reformas habían sido introducidas se había incrementado inmensamente. Si el poder de la plutocracia en 1873 había sido tan pequeño como el dedo meñique de un hombre, en 1895 era más grueso que su lomo. Ciertamente, en lo que respecta a indicadores superficiales y materiales, parecía como si la batalla hubiese sido hasta ese momento constantemente, velozmente, y sin esperanza, en contra del pueblo, y que los capitalistas americanos que gastaban sus millones en comprar títulos nobiliarios para sus hijos fuesen más listos en su generación que los hijos de la luz, y mejores juzgadores del futuro.
"Sin embargo, ninguna otra conclusión podría posiblemente haber estado más equivocada. Durante estas décadas de aparentemente invariante fracaso y desastre, el movimiento revolucionario para el completo derrocamiento del capitalismo privado había hecho un progreso que para las mentes racionales debería haber presagiado su completo triunfo en un futuro cercano."
"¿Dónde hubo un progreso?" dije; "no veo ninguno."
"En el desarrollo, entre las masas del pueblo, del necesario temperamento revolucionario," replicó el doctor "en la preparación de la mente popular, mediante el único proceso que podía haber sido preparada, para aceptar el programa de una reorganización radical del sistema económico de arriba a abajo. Una gran revolución, debes recordar, que va a cambiar tan profundamente una forma de sociedad, debe acumular una tremenda fuerza moral, un abrumador peso de justificación, por así decirlo, tras sí, antes de que pueda iniciarse. El proceso mediante el cual y el periodo durante el cual se lleva a cabo esta acumulación de impulso no son de ningún modo tan espectaculares como los eventos de su periodo subsiguiente, cuando el movimiento revolucionario, habiendo obtenido un impulso irresistible, arrastra, como si fuesen paja, los obstáculos que durante tanto tiempo lo retuvieron solamente para aumentar su fuerza y volumen al final. Pero para el estudiante, el periodo de preparación es el campo de estudio más propiamente interesante y crítico. Era absolutamente necesario que el pueblo americano antes de que pensase seriamente en emprender una reforma tan tremenda como la que estaba implicada en la sustitución del capitalismo público por el privado, estuviese plenamente convencido no por argumentos solamente, sino por abundante amarga experiencia y convincentes ejemplos perfectos, que ningún remedio menos completo o radical bastaría para los males de la época. Debían convencerse mediante numerosos experimentos de que el capitalismo privado había evolucionado hasta el punto en que era imposible enmendarlo, antes de que escuchasen la propuesta para ponerle fin. La gente estaba adquiriendo esta dolorosa pero necesaria experiencia durante las primeras décadas de la lucha. De esta manera, las innumerables derrotas, decepciones, y fiascos, con que se encontraron todos sus esfuerzos para refrenar y reformar el poder del dinero durante los años setenta, ochenta, y principios de los noventa, contribuyeron, mucho más que lo habrían hecho muchas victorias, a la magnitud y plenitud del triunfo final del pueblo. De hecho era necesario que todas estas cosas ocurriesen, para hacer posible la Revolución. Era necesario que el sistema de tiranía privada y de clase, llamado capitalismo privado, colmase la medida de sus iniquidades y revelase todo lo que era capaz de hacer, como irreconciliable enemigo de la democracia, el enemigo de la vida y la libertad y la felicidad humana, para asegurar el grado de impulso para el levantamiento en su contra que se avecinaba, que fue necesario para garantizar su completo y final derrocamiento. Las revoluciones que comienzan demasiado pronto, se detienen demasiado pronto, y el bienestar de la humanidad demandaba que esta revolución no cesase, ni hiciese pausa, hasta que el último vestigio del sistema por el cual el hombre usurpó el poder sobre las vidas y las libertades de sus semejantes a través de los medios económicos, fuese destruído. Por consiguiente, ningún ultraje, ningún acto de opresión, ninguna exhibición de rapacidad falta de conciencia, ninguna prostitución de poder por parte del Ejecutivo, Legislativo, o judicial, ninguna lágrima de vergüenza patriótica por la degradación del nombre nacional, ningún golpe de la porra de un policía, ni una bala o golpe de bayoneta de las tropas, podría haber sido escatimado. Nada, sino justo esta disciplina de fracaso, decepción, y derrota, por parte de los primeros reformadores podría haber educado al pueblo en la necesidad de atacar el sistema del capitalismo privado en su existencia, en vez de meramente en sus manifestaciones particulares.
"Contamos el comienzo de la segunda parte del movimiento revolucionario al cual dimos el nombre de fase racional o coherente, a partir del momento en que se hizo aparente una clara noción, por parte de al menos una considerable parte del pueblo, de la auténtica naturaleza del problema, como un problema entre los derechos del hombre y el principio de poder irresponsable personificado en el capitalismo privado, y la comprensión de que su resultado, si el pueblo quería triunfar, debería ser el establecimiento de un sistema económico completamente nuevo, que debería basarse en el control público, en interés público, del sistema de producción y distribución hasta ese momento dejado en manos de la gestión privada."
"¿Y en qué fecha aproximadamente," pregunté, "consideran que el movimiento revolucionario comenzó a pasar de la fase incoherente a la lógica?"
"Por supuesto," replicó el doctor, "no fue el caso de un categórico cambio de carácter inmediato, sino sólo el comienzo de un nuevo espíritu y raciocinio. La confusión e incoherencia y la miopía del primer periodo se superpuso mucho con el tiempo en que la infusión de un espíritu más racional y un ideal adecuado comenzaron a aparecer, pero datamos aproximadamente a partir del principio de los años noventa la primera aparición de un propósito inteligente en el movimiento revolucionario y el comienzo de su desarrollo desde una mera insurrección, sin forma, contra las intolerables condiciones, hasta una evolución lógica y consciente de sus propias acciones, tendente al orden de hoy en día."
"Parece que me lo perdí por poco."
"Sí," replicó el doctor, "si hubieses sido capaz de permanecer despierto sólo un año o dos más, no te habrías visto tan completamente sorprendido por nuestro sistema industrial, y especialmente por la igualdad económica por y para la cual existe, porque un par de años después de tu supuesta muerte, la posibilidad de que tal orden social pudiese ser el resultado de la crisis existente estaba siendo discutida del uno al otro confín de América.
"Por supuesto," continuó el doctor, "la idea de un sistema integrado que coordinase los esfuerzos de todos para el bienestar común, que es la base del estado moderno, es tan vieja como la filosofía. Como teoría se remonta por lo menos a Platón, y nadie sabe cuánto más, porque es una noción del orden más natural y obvio. Sin embargo, hasta que la difusión de información no hizo posible el gobierno popular, el mundo no estuvo maduro para la realización de semejante forma de sociedad. Hasta ese momento la idea, como el alma que espera una adecuada encarnación, debió permanecer sin encarnación social. Los gobernantes egoístas pensaron en las masas sólo como instrumentos de su propio enaltecimiento, y si ellos mismos estuvieron interesados en una organización más exacta de la industria, sólo fue con vistas a hacer de esa organización el medio para una más completa tiranía. Hasta que las propias masas no se hicieron competentes para gobernar, no fue posible o deseable una seria agitación en pro de una organización económica sobre una base cooperativa. Con los primeros indicios del espíritu democrático en Europa, llegó el comienzo de la discusión en serio acerca de la viabilidad de un orden social semejante. A mediados de siglo, en el Viejo Mundo, esta agitación ya se había convertido, para el ojo perspicaz, en uno de los signos de los tiempos, pero América, si exceptuamos los experimentos sociales de los años cuarenta, breves y abortivos, todavía permanecía totalmente indiferente al movimiento europeo.
"No necesito repetir que la razón, por supuesto, era el hecho de que las condiciones económicas de América habían sido para las masas más satisfactorias que nunca, o que en cualquier otra parte del mundo. El método individualista de ganarse la vida, cada hombre para sí mismo, respondía al propósito, en su conjunto, tan bien que a la gente no le interesaba discutir otros métodos. Se carecía del poderoso motivo necesario para despertar de la pereza y los hábitos mentales de las masas e interesarlas en un conjunto de ideas nuevo y revolucionario. Incluso durante el primer estadio del periodo revolucionario se había visto que era imposible que alguien prestase oído a las nociones de un nuevo orden económico que ya estaba agitando Europa. Hasta el final de los años ochenta, el fracaso total y ridículo de veinte años de desesperado esfuerzo para reformar los abusos del capitalismo privado no había preparado al pueblo americano para prestar seria atención a la idea de terminar con el capitalista totalmente mediante la organización pública de la industria para ser administrada como otros asuntos comunes en interés común.
"El pueblo americano estaba peculiarmente adaptado para comprender y apreciar los dos grandes puntos del programa revolucionario: el principio de la igualdad económica y un sistema industrial nacionalizado como su medio y compromiso. Los hombres de leyes habían hecho una Constitución de los Estados Unidos, pero la auténtica constitución americana--la escrita en los corazones de la gente--siempre había sido la Declaración inmortal con su afirmación de la inalienable igualdad de todos los hombres. En cuanto a la nacionalización de la industria, aunque implicaba un conjunto de consecuencias que transformarían por completo la sociedad, el principio sobre el cual se basaba la proposición, y al cual apelaba como justificación, no era nuevo para los americanos en ningún sentido, sino, por el contrario, era meramente un desarrollo lógico de la idea de autogobierno popular sobre la cual fue fundado el sistema americano. La aplicación de este principio a la regulación de la administración económica fue de hecho un uso de ella que era históricamente nuevo, pero tan absoluta y obviamente implícito en el contenido de la idea que, en cuanto fue propuesto, fue imposible que ningún demócrata sincero no se hubiese quedado atónito de que un corolario de gobierno popular, tan claro y tan de sentido común hubiese tardado tanto en ser reconocido. Los apóstoles de una administración colectiva del sistema económico en interés común, tenían en Europa una doble tarea: primero, enseñar la doctrina general del absoluto derecho del pueblo a gobernar, y luego, mostrar la aplicación económica de ese derecho. Para los americanos, sin embargo, sólo era necesario señalar una aplicación obvia, pero hasta ese momento pasada por alto, de un principio que ya estaba plenamente aceptado como axioma.
"La aceptación del nuevo ideal no implicaba meramente un cambio en programas específicos, sino un total giro de ciento ochenta grados del movimiento revolucionario. Hasta entonces había habido un intento de resistir las nuevas condiciones económicas impuestas por los capitalistas, recuperando las anteriores condiciones económicas mediante la restauración de una libre competencia como la que había existido antes de la guerra. Este era un esfuerzo necesariamente sin esperanza, viendo que los cambios económicos que habían tenido lugar eran meramente la evolución necesaria de cualquier sistema de capitalismo privado, y no podían tener éxito en su resistencia contra él, mientras se continuase con el sistema.
"'¡Media vuelta!' fue la nueva orden. '¡Luchad hacia delante, no hacia atrás! Marchad con el curso de la evolución económica, con contra él. El sistema competitivo nunca puede restaurarse, ni merece la pena restaurarlo, habiendo sido inmoral en el mejor caso, un barullo despilfarrador, brutal, en pos de la existencia. Nuevos problemas demandan nuevas respuestas. Es en vano oponer el sistema moribundo de la competición contra el joven gigante del monopolio privado; en vez de eso, a éste hay que oponer el gigante mayor del monopolio público. La consolidación de negocios en intereses privados debe encontrarse con la mayor consolidación en interés público, los trusts y consorcios con la ciudad, el Estado, y la nación, el capitalismo con el nacionalismo. Los capitalistas han destruído el sistema competitivo. No tratemos de restaurarlo, sino en vez de ello demosles las gracias por el trabajo, si no por el motivo, y emprendamos, no la reconstrucción del antiguo pueblo de casuchas, sino la construcción, sobre un lugar despejado, del templo que la humanidad ha estado esperando durante tanto tiempo.'
"Por la iluminación de la nueva enseñanza, la gente comenzó a reconocer que el lugar estrecho en el cual la república se había convertido no era sino el portal angosto y amenazador de un futuro de bienestar y felicidad universal, tal como solamente los profetas Hebreos tenían colores lo bastante fuertes para pintarlo.
"Por la nueva filosofía, el problema que había surgido entre el pueblo y la plutocracia era visto no como un evento extraño e inexplicable o deplorable, sino como una fase necesaria en la evolución de una sociedad democrática al pasar de un plano inferior a uno incomparablemente superior, por consiguiente, un problema al que había que dar la bienvenida, no un problema del que haya que huir, un problema que había que forzar, no evadir, viendo que no había duda de su resultado en el estado existente de ilustración humana y sentimiento democrático mundial. Por el camino que toda república se ha esforzado en subir desde las estériles tierras bajas de sus iniciales apuros y pobreza, justo en el punto donde se supera la pendiente de la colina y se abre una perspectiva de placenteras altiplanicies de riqueza y prosperidad, ha habido siempre una esfinge proponiendo un enigma, '¿Cómo combinará un estado la preservación de la igualdad económica con el incremento de la riqueza?' Sencilla de hecho ha sido la respuesta, porque sólo era necesario que el pueblo ordenase su sistema económico para que la riqueza fuese repartida en términos de igualdad a medida que se incrementaba, para que, no importa cuán grande fuese el incremento, no interfiriese de ningún modo con las igualdades del pueblo; porque la gran justicia de la igualdad es el bien de la vida política imperecedero para los pueblos, del cual si una nación bebe, puede vivir para siempre. No obstante, ninguna república anterior había sido capaz de responder al enigma, y por consiguiente sus huesos blanquean la cima de la colina, y ninguna había sobrevivido para entrar en las placenteras tierras que había a la vista. Pero ahora había llegado el tiempo en la evolución de la inteligencia humana, en el cual el enigma preguntado tan a menudo y nunca respondido, iba a ser respondido correctamente, se iba a poner fin a la esfinge, y liberar el camino para siempre para todas las naciones.
"Fue esta nota de perfecta seguridad, de esperanza confiada y sin límites, lo que distinguió la nueva propaganda, y fue el más imperativo y ennoblecedor de sus contrastes con el vacío pesimismo, por un lado, del partido capitalista, y los nimios objetivos, intereses de clase, visión corta, y espíritu tímido de los reformadores que se habían opuesto a ellos hasta ese momento.
"Con una doctrina para predicar, de una fuerza y belleza tan convincente, prometiendo cosas tan buenas para el hombre, que tantísimo las necesitaba, podría parecer que no se requeriría más que un corto periodo de tiempo para que toda la gente se uniera y la apoyara. Y así sin duda habría sido si la maquinaria de la información y dirección pública hubiese estado en manos de los reformadores o en cualesquiera manos que fuesen imparciales, en vez de estar, como estaba, casi por completo en las manos de los capitalistas. En periodos anteriores, los periódicos no habían representado grandes inversiones del capital, habiendo sido asuntos bastante rudimentarios. Por esta mera razón, sin embargo, era más probable que representasen el sentimiento popular. En la última parte del siglo diecinueve, un gran periódico con gran tirada necesariamente requería una inmensa inversión de capital, y consecuentemente los periódicos importantes del país eran propiedad de capitalistas y por supuesto eran llevados en interés de los propietarios. Salvo cuando daba la casualidad de que los capitalistas que los controlaban eran hombres de elevados principios, los grandes periódicos estaban por consiguiente del lado del orden de cosas existente y en contra del movimiento revolucionario. Estos periódicos monopolizaban las facilidades para reunir y diseminar la información pública y de ese modo ejercían una censura, casi tan efectiva como la que en la misma época prevalecía en Rusia o Turquía, sobre la mayor parte de la información que llegaba al pueblo.
"No sólo la prensa, sino la instrucción religiosa del pueblo estaba bajo el control de los capitalistas. Las iglesias eran los pensionistas de la rica y adinerada décima parte del pueblo, y abyectamente dependientes de ellos en los medios de ejercer y extender su trabajo. Las universidades e instituciones de enseñanza superior estaban de igual modo unidos mediante arneses de cadenas de oro al carro plutocrático. Como las iglesias, eran dependientes de las acciones benefactoras de ricos para su soporte y prosperidad, y ofenderles habría sido suicida. Además, la rica y adinerada décima parte de la población era la única clase que podía permitirse enviar niños a instituciones de educación secundaria, y naturalmente preferían escuelas que enseñasen una doctrina confortable para la clase poseedora.
"Si a los reformadores se les hubiese dado la prensa, el púlpito, y la universidad, que controlaban los capitalistas, para hacer llegar por este medio su doctrina hasta el corazón y mente y consciencia de la nación, habrían convertido y arrastrado el país en un mes.
"Sintiendo cuán rápido llegaría ese día si tan sólo pudiesen llegar al pueblo, era natural que el retraso les irritase amargamente, enfrentados como estaban al espectáculo de la humanidad crucificada diariamente de nuevo y soportando una angustia ilimitada que sabían que era innecesaria. De hecho ¿quién no habría sido impaciente en su lugar, y gritado como ellos, 'Cuánto tiempo, Oh Señor, cuánto tiempo?' Para las personas en tal situación, cada día que se posponía la gran liberación bien les podría parecer como un siglo. Involucrados como estaban en el fragor y el polvo de innumerables pequeños combates, era tan difícil para ellos como para los soldados en medio de la batalla, obtener una idea del curso general del conflicto y de la acción de las fuerzas que determinarían su terminación. Para nosotros, sin embargo, al mirar atrás, la rapidez del proceso mediante el cual durante los años noventa la gente de América fue convencida con el programa revolucionario parece casi milagroso, mientras en lo que al resultado final se refiere no había, por supuesto, la más mínima duda en ningún momento.
"Desde aproximadamente el comienzo de la segunda fase del movimiento revolucionario, la literatura de la época comenzó a reflejar de la manera más extraordinaria un espíritu completamente nuevo de protesta radical contra las injusticias del orden social. No sólo en los periódicos y libros serios, de pública discusión, sino en la ficción y en la literatura, el asunto de la reforma social se hizo prominente y casi dominante. Las cifras que han llegado hasta nosotros sobre la asombrosa circulación de algunos de los libros dedicados a la defensa de una reorganización social radical, bastan por sí mismas para explicar la revolución. El movimiento antiesclavista tenía una Cabaña del Tío Tom; el movimiento anticapitalista tenía muchas.
"Un hecho particularmente significativo fue la extraordinaria unanimidad y entusiasmo con el cual las comunidades puramente agrícolas del lejano Oeste dieron la bienvenida al nuevo evangelio de un sistema económico nuevo e igualitario. En el pasado, los gobiernos siempre habían estado preparados para la agitación revolucionaria entre los proletarios asalariados de las ciudades, y siempre habían contado con el imperturbable conservadurismo de la clase agrícola como la fuerza que contendría a los inflamables trabajadores. Pero en esta revolución, eran los agricultores los que estaban en la vanguardia. Este hecho por sí solo debería haber sido suficiente para presagiar el veloz curso y seguro resultado de la lucha. Al comienzo de la batalla, los capitalistas habían perdido sus reservas.
"Aproximadamente al comienzo de los años noventa es cuando el movimiento revolucionario aparece por primera vez de un modo prominente en el terreno político. Durante veinte años a partir de la finalización de la guerra civil, las animosidades que perduraban entre el Norte y el Sur determinaron principalmente las líneas de los partidos, y este hecho, junto con la falta de acuerdo sobre una política concreta, había impedido hasta ese momento que las fuerzas del descontento industrial hiciesen ninguna manifestación política impactante. Pero hacia el final de los años ochenta, la reducida acritud de los sentimientos entre el Norte y el Sur dejó al pueblo libre para alinearse respecto al nuevo problema, que había sido continuamente vislumbrado desde los tiempos de la guerra, como el irrepresible conflicto del futuro cercano--la lucha a muerte entre democracia y plutocracia, entre los derechos del hombre y la tiranía del capital en manos irresponsables.
"Aunque la idea de la dirección pública de las empresas económicas mediante agencias públicas no había llamado la atención o ganado el favor en América con anterioridad, aun así ya en 1890, casi tan pronto como se empezó a hablar de ello, los partidos políticos que favorecían su aplicación a importantes ramas de los negocios habían sido muy votados. En 1892 un partido, organizado en casi todos los Estados de la Unión, consiguió un millón de votos en favor de la nacionalización de al menos los ferrocarriles, los telégrafos, el sistema bancario, y otros negocios monopolizados. Dos años más tarde, el mismo partido mostró grandes avances, y en 1896 su plataforma fue sustancialmente adoptada por uno de los grandes partidos históricos del país, y la nación se dividió casi por igual sobre el asunto.
"El terror que esta demostración de la fuerza del partido del descontento social causó entre las clases poseedoras parece a esta distancia más bien notable, viendo que sus demandas, aunque atacaban muchos de los importantes abusos capitalistas, todavía no arremetían directamente contral el principio del control privado del capital como raíz de todo el mal social. Sin duda, lo que alarmó a los capitalistas incluso más que las propuestas específicas de los insurgentes sociales, fueron los signos de una asentada exasperación popular contra ellos y todas sus obras, lo cual indicaba que lo que ahora se pedía no era sino el principio de lo que más tarde se exigiría. El partido antiesclavista no había comenzado pidiendo la abolición de la esclavitud, sino meramente su limitación. Los esclavistas no fueron, sin embargo, engañados en cuanto al significado del nuevo portento político, y los capitalistas habrían sido menos listos en su generación que sus predecesores lo habían sido, si no hubiesen visto en la situación política el comienzo de una confrontación entre el pueblo y los capitalistas--las masas y las clases, como se decía entonces--que amenazaba con una revolución económica y social en el futuro cercano."
"Me parece a mi," dije, "que en este escenario del movimiento revolucionario, los capitalistas americanos que fuesen capaces de una visión desapasionada de la situación deberían haber visto la necesidad de hacer concesiones si querían conservar alguna parte de sus ventajas."
"Si la hubiesen visto," replicó el doctor, "habrían sido los primeros beneficiarios de una tiranía quienes en presencia de una creciente avalancha de revolución jamás comprendieron su fuerza o pensaron en hacer concesiones hasta que era demasiado tarde y no había ninguna esperanza. Ya ves, los tiranos son siempre materialistas, mientras que las fuerzas que están detrás de las grandes revoluciones son morales. Esta es la razón por la cual los tiranos nunca prevén su destino hasta que es demasiado tarde para evitarlo."
"Deberíamos estar en nuestros asientos dentro de muy poco," dijo Edith. "No quiero que Julian se pierda el comienzo de la obra."
"Todavía faltan unos minutos," dijo el doctor, "y considerando que he sido inducido más bien involuntariamente a dar este tipo de bosquejo del recorrido de la Revolución, quiero decir alguna palabra sobre la extraordinaria explosión de entusiasmo popular que hizo que estos últimos estadios fuesen una corta historia, especialmente porque es de este periodo de lo que trata la representación a la que vamos a asistir.
"Debes saber, Julian, que hubo muchos que, aunque admitían que un sistema de cooperación debía finalmente tomar el lugar del capitalismo privado en América y en todas partes, esperaron que el proceso fuese lento y gradual, extendiéndose a lo largo de varias décadas, quizá medio siglo, o incluso más. Probablemente esa era la opinión más general. Pero quienes sostenían esto, fracasaron en tener en cuenta el entusiasmo popular que ciertamente tomaría posesión del movimiento y lo conduciría irresistiblemente hacia delante desde el momento que la perspectiva de su éxito se hizo lo bastante clara para las masas. Indudablemente, cuando el plan de un sistema industrial nacionalizado y que repartiese por igual sus resultados, con su promesa de abolición de la pobreza y el reino del confort universal, se presentó por primera vez a la gente, la mera grandeza de la salvación que ofrecía actuó para dificultar su aceptación. Pareció demasiado bueno para ser verdad. Con dificultad, las masas, embrutecidas por la miseria y endurecidas por la falta de esperanzas, habían sido capaces de creer que en el cielo no habría pobres, pero que fuese posible establecer aquí y ahora, en esta América de cada día, semejante paraíso terrenal, era demasiado para poderse creer.
"Pero gradualmente, a medida que la propaganda revolucionaria difundía el conocimiento de las bases claras e incuestionables sobre la cuales se asentaba este gran seguro, y a medida que las crecientes mayorías del partido revolucionario convencieron a los más desconfiados, de que la hora de su triunfo estaba al alcance de la mano, la esperanza de la multitud creció en confianza, y la confianza se inflamó en un irresistible entusiasmo. Por la mera magnitud de la promesa que en un principio les espantó, ahora se vieron arrastrados. Unas apasionadas ansias se apoderaron de ellos, de entrar en la deliciosa tierra, así que cada día, cada hora de demora les parecía intolerable. Los jóvenes decían, 'Apresurémonos, y vayamos a la tierra prometida mientras seamos jóvenes, que podamos saber lo que es vivir'; y los ancianos decían, 'Vayamos antes de que nos muramos, que podamos cerrar nuestros ojos en paz, sabiendo que a nuestros hijos les irá bien cuando nos hayamos ido.' Los líderes y pioneros de la Revolución, tras haber exhortado y apelado durante tantos años al pueblo que en su mayor parte había sido indiferente o incrédulo, ahora se vieron superados y arrastrados hacia delante por una poderosa ola de entusiasmo que no podían detener, y que era difícil de guiar, si el camino no hubiese estado tan claro.
"Entonces, para coronar el climax, como si la mente popular no estuviese ya en un estado suficientemente exaltado, llegó, 'El Gran Resurgimiento,' rayando este entusiasmo en la emoción religiosa."
"En mi época teníamos lo que se llamaban resurgimientos de religión," dije, "a veces muy extendidos. ¿Fue éste de la misma naturaleza?"
"Apenas," replicó el doctor. "El Gran Resurgimiento fue una marea de entusiasmo en pro de la salvación social, no personal, y en pro del establecimiento en amor fraternal del reino de Dios en la tierra que Cristo propuso a los hombres para que pusiesen sus esperanzas en él y trabajasen por él. Era el despertar general del pueblo de América en los últimos años del siglo pasado, al carácter profundamente ético y auténticamente religioso, y las demandas, del movimiento en pro de un sistema industrial que garantizaría la igualdad económica de todo el pueblo.
"Nada, seguramente, podría ser más evidente en sí mismo que la inspiración estrictamente cristiana de la idea de esta garantía. Contemplaba nada menos que un literal cumplimiento, a una escala social completa, de las enseñanzas de Cristo de que todos deberían sentir el mismo afán y hacer el mismo esfuerzo por el bienestar de los demás como por el suyo propio. El primer efecto de semejante afán debía ser necesariamente incitar el esfuerzo para hacer surgir un aprovisionamiento material igual para todos, como primera condición de bienestar. Uno ciertamente pensaría que una gente nominalmente cristiana, teniendo alguna familiaridad con el Nuevo Testamento, no habría necesitado que nadie le dijese estas cosas, sino que habría reconocido en su primera declaración que el programa de los revolucionarios era sencillamente una paráfrasis de la regla de oro, expresada en términos políticos y económicos. Uno habría dicho que cualquier cosa que fuese lo que otros miembros de la comunidad pudiesen hacer, los creyentes cristianos habrían acudido en masa inmediatamente para apoyar un movimiento semejante con todo su corazón, con toda su alma, y con todas sus fuerzas. El que fuesen tan lentos en hacerlo así debe ser atribuído a las malas enseñanzs y no enseñanzas, de una clase de personas cuyo expreso deber, por encima de otras personas y clases, era incitarles a esa acción--a saber, el clero cristiano.
"Durante muchas épocas--casi, de hecho, desde el comienzo de la era cristiana--las iglesias habían dado la espalda al ideal de Cristo de hacer realidad un reino de Dios en la tierra mediante la adopción de la ley de la ayuda mutua y el amor fraternal. Abandonando la regeneración de la sociedad humana en este mundo como si fuese un proyecto sin esperanza, el clero, en nombre del autor del Padrenuestro, había enseñado a la gente a no esperar que la voluntad de Dios se hiciese en la tierra. Directamente trastocando la actitud de Cristo hacia la sociedad como un mal y un orden perverso de cosas con el que había que acabar, se habían convertido en los valuartes y defensas de las instituciones sociales y políticas existentes, y ejercían toda su influencia para desanimar las aspiraciones populares a un orden más justo e igualitario. En el Viejo Mundo habían sido los paladines y apologistas del poder y el privilegio y los derechos adquiridos, contra todo movimiento en pro de la libertad y la igualdad. Resistiendo los crecientes empeños de su pueblo, los reyes y emperadores siempre habían encontrado en el clero siervos más útiles que los soldados y la policía. En el Nuevo Mundo, cuando la realeza, en el acto de abdicación, había pasado su cetro al capitalismo, los cuerpos eclesiásticos habían transferido su lealtad al poder del dinero, y al igual que anteriormente habían predicado la naturaleza divina del gobierno de los reyes sobre sus semejantes, ahora predicaban el derecho divino a gobernar y usar a los demás que era inherente a la posesión de riquezas acumuladas o heredadas, y el deber de la gente de someterse sin rechistar a la exclusiva apropiación de todas las cosas llevada a cabo por los ricos.
"La histórica actitud de las iglesias como los paladines y apoligistas del poder y el privilegio en toda controversia con los derechos del hombre y la idea de igualdad siempre había sido un prodigioso escándalo, y en toda crisis revolucionaria no había dejado de costarles grandes pérdidas del respeto público y del seguimiento popular. En tanto en cuanto que la ahora inminente crisis entre la plena afirmación de la igualdad humana y la existencia del capitalismo privado era incomparablemente el problema de la clase más radical que jamás hubiese surgido, la actitud de las iglesias era probable que tuviese un efecto crítico sobre su futuro. Si hubiesen cometido el error de alinearse del lado impopular en esta tremenda controversia, habría sido para ellos un error colosal, si no fatal--un error que habría amenazado la pérdida de su último sostén como organización de los corazones y mentes de la gente. Por otro lado, si los líderes de las iglesias hubiesen sido capaces de discernir el pleno significado del gran giro del corazón del mundo hacia el ideal de Cristo de una sociedad humana, que marcó el final del siglo diecinueve, podrían haber esperado, alineándose en el lado adecuado, rehabilitar las iglesias en la estima y el respeto del mundo, como, después de todo, a pesar de tantos errores, los fieles representantes del espíritu y doctrina de la cristiandad. Hubo algunos, de hecho--sí, muchos, en el total--entre el clero, que vieron esto y buscaron desesperadamente mostrarlo a sus compañeros, pero, cegados por nubes de vanas tradiciones, y doblegados ante la tremenda presión del capitalismo, los grupos eclesiásticos en general, salvo estas nobles excepciones, no fueron conscientes de su gran oportunidad hasta que había pasado. Hubo otros grupos de hombres ilustrados que fracasaron igualmente en discernir la irresistible fuerza y divina sanción de la marea de entusiasmo humano que estaba barriendo la tierra, y en ver que estaba destinada a dejar tras de sí un mundo transformado y regenerado. Pero el fracaso de estos otros, no importa cuán lamentable, en discernir la naturaleza de la crisis, no fue como el fracaso del clero cristiano, porque su expresa vocación y ocupación, predicar y enseñar la aplicación a las relaciones humanas de la Regla de Oro del tratamiento igualitario para todos, es lo que la Revolución vino a establecer, y velar por la llegada de este auténtico reino de amor fraternal, cuyo advenimiento recibieron con anatemas.
"Los reformadores de aquella época eran muy acérrimos contra el clero por su doble traición a la humanidad y a la cristiandad, oponiéndose en vez de apoyar a la Revolución; pero el tiempo ha atemperado los ásperos juicios de toda clase, y miramos atrás más bien con profunda lástima en vez de con indignación, a estos infortunados hombres, quienes siempre conservarán la trágica distinción de haber perdido la mayor oportunidad de liderazgo jamás ofrecida a los hombres. ¿Por qué añadir el reproche al peso de semejante fracaso?
"Aunque la influencia de la autoridad eclesiástica en America, a cuenta del crecimiento de la información, había encogido enormemente en esta época desde sus anteriores proporciones, la actitud generalmente desfavorable o negativa de las iglesias hacia el programa de igualdad había influído pesadamente para retraer el apoyo popular, que el movimiento podría razonablemente haber esperado, de la gente declaradamente cristiana. Sin embargo, fue sólo cuestión de tiempo y de la influencia educativa de la discusión pública, que el pueblo se familiarizase con los méritos del asunto. 'El Gran Resurgimiento' vino a continuación, cuando, en el curso de este proceso de educación, las masas de la nación alcanzaron la convicción de que la revolución contra la cual el clero había dado la voz de alarma por no ser cristiana, era, de hecho, el movimiento más esencial e intensamente cristiano que jamás había apelado a los hombres desde que Cristo llamó a sus discípulos, y como tal, imperativamente ordenaba el más fuerte apoyo de todo creyente o admirador de la doctrina de Cristo.
"El pueblo americano parece haber sido, en su conjunto, el más inteligentemente religioso de las grandes poblaciones del mundo--tal como la religión era entendida en aquella época--y el más generalmente influenciado por el sentimiento de la cristiandad. Cuando el pueblo llegó a reconocer que el ideal de un mundo de igual bienestar, que había sido presentado a ellos por el clero como una peligrosa falsa ilusión, no era otro que el auténtico sueño de Cristo; cuando comprendieron que la esperanza que les llevó a abogar por el nuevo orden no era funesto 'fuego fatuo', como las iglesias habían enseñado, sino nada menos ni otra cosa que la Estrella de Belén, no hay que asombrarse de que el impulso que el movimiento revolucionario recibió fuese abrumador. Desde ese momento en adelante, asumió más y más el caracter de cruzada, la primera de las llamadas cruzadas de la historia que tuvo un válido y adecuado derecho a ese nombre y a hacer de la cruz su emblema. A medida que en las siempre religiosas masas arraigó la convicción de que el plan de un bienestar humano igualitario era nada menos que el designio divino, y que buscando su propia y más elevada felicidad mediante su adopción estaban cumpliendo el propósito de Dios para la humanidad, el espíritu de la Revolución se convirtió en un entusiasmo religioso. Como al sermón de Pedro el Hermitaño, así ahora una vez más las masas respondieron al sermón de los reformadores con el exultante grito de '¡Dios lo quiere!' y nadie dudó ya de que la visión llegaría a ocurrir. Así fue como la Revolución, que había comenzado su curso proscrita por las iglesias, fue llevada a su consumación en una ola de emoción moral y religiosa."
"Pero ¿qué fue de las iglesias y el clero cuando el pueblo averiguó los ciegos guías que habían sido?" pregunté.
"Sin duda," replicó el doctor, "debió parecerles algo similar al Juicio Final, cuando sus rebaños los desafiaron con las Biblias abiertas y demandando por qué habían ocultado el Evangelio todos esos años y falseado los oráculos de Dios que habían afirmado interpretar. Pero hasta donde parece, el gozoso júbilo del pueblo ante el gran descubrimiento de que la libertad, la igualdad, y la fraternidad eran nada menos que el práctico significado y contenido de la religión de Cristo, parece que no dejó lugar en sus corazones para el rencor hacia ninguna clase. El mundo había recibido una culminante demostración, que iba a ser concluyente para siempre, de falta de fiabilidad de las directrices eclesiásticas; eso era todo. El clero, que había fracasado en su oficio de guiar, no lo había hecho, no hace falta decirlo, porque no fuesen tan buenos como otros hombres, sino a cuenta de la falsedad, falta de esperanza, de su posición como dependientes económicos de aquellos que asumieron como dirigentes. Tan pronto como el gran resurgimiento hubo comenzado claramente, se metieron de lleno en él con tanta ilusión como cualquiera del pueblo, pero ahora sin ninguna pretensión de liderazgo. Siguieron al pueblo a quien debían haber liderado.
"A partir del gran resurgimiento, datamos el comienzo de la era de la religión moderna--una religión que ha prescindido de los ritos y las ceremonias, credos y dogmas, y desterrado de esta vida el miedo y la preocupación por el más perverso de los seres; una religión de vida y conducta, dominada por un apasionado sentido de la solidaridad de la humanidad y del hombre con Dios; la religión de una humanidad que se sabe divina y no teme ningún mal, sea ahora o a partir de ahora."
"No hace falta que pregunte," dije, "sobre ninguno de los estadios subsiguientes de la Revolución, porque imagino que su consumación no se demoró mucho tiempo después de 'El Gran Resurgimiento.'"
"Ese fue de hecho el impulso culminante," replicó el doctor; "pero aunque dio un impulso al movimiento para su inmediata realización de una igualdad de bienestar que no podría haber resistido ningún obstáculo, hizo su trabajo, de hecho, no tanto echando abajo la oposición como haciéndola desaparecer. Los capitalistas, apenas es necesario decirlo, ya que eras uno de ellos, no eran personas de una disposición más depravada que las demás personas, sino meramente, como otras clases, lo que el sistema económico había hecho de ellos. Teniendo pasiones y sensibilidades similares a las de los otros hombres, eran tan incapaces de resistirse al contagio del entusiasmo de humanidad, de la pasión de la piedad, y de la compulsión de la ternura humana que El Gran Resurgimiento había despertado, como cualquier otra clase de personas. Desde el momento en que el sentido del pueblo llegó a reconocer generalmente que la lucha del orden existente para evitar el nuevo orden era nada más y nada menos que una controversia entre el todopoderoso dólar y Dios Todopoderoso, no hubo sino sustancialmente un bando. Una acérrima minoría del partido de los capitalistas y sus apoyos parece que continuó de hecho con su protesta en contra de la Revolución hasta el final, pero era de poca importancia. La mayor y la mejor parte de los capitalistas se unió con el pueblo para completar la instauración del nuevo orden que ahora todos hemos llegado a ver que iba a redundar en beneficio de todos por igual."
"¿Y no hubo guerra?"
"¡Guerra! Por supuesto que no. ¿Quién había para luchar en el otro bando? Es curioso cuántos de los primeros reformadores parecía que preveían una guerra antes de que el capitalismo pudiese ser derrocado. Constantemente se referían a la guerra civil de los Estados Unidos y a la Revolución Francesa como precedentes que justificaban su miedo, pero realmente aquellos no eran casos análogos. En la controversia sobre la esclavitud, dos secciones geográficas, mutuamente impenetrables a las ideas de la otra, se oponían y la guerra fue inevitable. En la Revolución Francesa no habría habido derramamiento de sangre en Francia salvo por la interferencia de las naciones vecinas con sus reyes brutales y poblaciones ignorantes. El pacífico resultado de la gran Revolución en América fue, además, potentemente favorecido porque todavía no había profundas distinciones de clase, y consecuentemente no había un enraizado odio entre clases. Su crecimiento estaba de hecho comenzando a avanzar a una alarmante velocidad, pero el proceso todavía no había ido lejos ni había profundizado, y era ineficaz para resistir el fulgor de entusiasmo social que en los años culminantes de la Revolución fusionó a toda la nación en una fe y propósito comunes.
"No debes dejar de tener en cuenta que la gran Revolución, tal como ocurrió en América, no fue en absoluto una revolución en el sentido político en el que habían ocurrido todas las anteriores revoluciones en interés popular. En todos estos casos, la gente, despues de decidir lo que quería cambiar, debía derrocar al Gobierno y hacerse con el poder para cambiarlo. Pero en un estado democrático como América, la Revolución estaba prácticamente hecha cuando el pueblo decidió que ésta era en su interés. No hubo nadie para disputarle su poder y su derecho para hacer su voluntad una vez que se decidió. La Revolución, en lo que respecta a América y otros países, en la proporción en que sus gobiernos eran populares, fue más como el juicio de un caso en los tribunales que como una revolución del tipo tradicional a sangre y fuego. El tribunal era el pueblo, y el único modo en que cualquier opositor podía ganar era convenciendo al tribunal, ante el cual no había apelación.
"En cuanto al escenario de las revoluciones tradicionales concierne, complots, conspiraciones, humo de pólvora, sangre y fuego, cualquiera de las diez mil disputas medievales de las ciudades Italianas o Flamencas, dio mucho más material al romancero o la dramaturgia que la gran revolución de América."
"¿Debo entender que no hubo en realidad ningún acto violento relacionado con esta gran transformación?"
"Hubo un gran número de disturbios y colisiones menores, implicando entre todos una cuantía considerable de violencia y derramamiento de sangre, pero no hubo nada parecido a una guerra con líneas trazadas, que fuese buscado por los reformadores. Muchas nimias disputas, sin causa ni resultado, entre reyes sin nombre, en el pasado, demasiado pequeñas para su mención histórica, costaron mucha más violencia y derramamiento de sangre que, en lo que América respecta, la más grande de todas las revoluciones."
"¿Y a las naciones europeas les fue tan bien cuando atravesaron la misma crisis?"
"Las condiciones de ninguna de ellas fueron tan favorables a una revolución social pacífica como las de los Estados Unidos, y la experiencia de la mayoría fue más larga y más dura, pero puede decirse que en ningún caso de los pueblos europeos los espantosos temores de sangre y carnicería se hicieron realidad como los primeros reformadores parece que sostuvieron que sucederían. Por todo el mundo la Revolución fue, en cuanto a sus factores principales, un triunfo de las fuerzas morales."