Il fermo proposito
El firme propósito, que concebimos desde el comienzo de nuestro pontificado, de querer consagrar a la restauración de todo en Cristo todas las fuerzas que la bondad del Señor se digne otorgarnos, despierta en nuestros corazones una gran confianza en la poderosa gracia de Dios, sin la cual nada grande y fructífero para la salvación de las almas podríamos pensar o emprender aquí abajo. Al mismo tiempo, sin embargo, sentimos más que nunca la necesidad de ser apoyados unánime y constantemente en la noble empresa por vosotros, Venerables Hermanos, llamados a formar parte de nuestro oficio pastoral, por cada uno de los Clérigos y de los fieles a vuestro cuidado. En verdad, en la Iglesia de Dios todos estamos llamados a formar ese cuerpo, cuya cabeza es Cristo: un cuerpo estrechamente relacionado, como enseña el apóstol Pablo[1], y bien compacto y unido por todas las articulaciones que lo sostienen, y esto en virtud de la operación proporcionada por cada miembro individual, por el cual el mismo cuerpo toma su propio aumento y se perfecciona en el vínculo de la caridad. Y, si en este trabajo de edificar el Cuerpo de Cristo[2] es Nuestro primer oficio enseñar, señalar la forma correcta de seguir y proponer los medios, amonestar y exhortar paternalmente, de igual modo es deber de todos Nuestros hijos queridísimos, dispersos por todo el mundo, acoger Nuestras palabras, aplicarlas primero a sí mismos y contribuir efectivamente para aplicarlas también en otros, cada uno según la gracia recibida de Dios, su estado y cargo, y el celo que inflama su corazón.
Aquí solo queremos recordar aquellas múltiples obras de celo, comúnmente designadas con el nombre de la acción católica, que en bien de la Iglesia, la sociedad y los individuos particulares, florecen por la gracia de Dios en todo lugar y que abundan también en nuestra Italia. Entended bien, Venerables Hermanos, cuánto queridos Nos deben resultar queridas y cuán profundamente anhelamos verlas firmes y promovidas. No solo lo hemos tratado ya repetidamente, al menos con varios de vosotros y con sus principales representantes en Italia en aquella ocasión en que nos trajeron en persona el homenaje de su devoción y de su afecto filial, sino también publicando Nosotros sobre esto tema o haciendo publicar con nuestra Autoridad varias documentos, que todos vosotos ya conocéis. Es cierto que, algunos de estos, como lo requerían las circunstancias, dolorosas para nosotros, tenían como objeto eliminar los obstáculos para un progreso más rápido de la acción católica y condenar ciertas tendencias rebeldes que, con grave daño a la causa común, se estaban insinuando. Pero esta situación retardaba el deseo de Nuestro corazón de dirigir a todos una palabra de paternal consuelo y exhortación, para que retirados ya, en lo que toca a Nosotros, estos impedimentos, se continúe construyendo lo bueno e incrementamándolo ampliamente. Nos es, por tanto, muy gratio, hacerlo ahora con Nuestra presente encíclica para común consuelo, con la certeza de que nuestras palabras serán docilmente escuchadas y seguidas por todos.
Vastísimo es el campo de la acción católica que, por sí misma, no excluye absolutamente nada de lo que, de alguna manera, directa o indirecta, pertenece a la divina misión de la Iglesia. Claramente se reconoce la necesidad del concurso individual en una obra tan grande, no solo para la santificación de nuestras almas, sino también para difundir y dilatar cada vez mejor el Reino de Dios en los individuos, las familias y la sociedad, procurando cada uno, según sus propias fuerzas, el bien del prójimo con la difusión de la verdad revelada, con el ejercicio de las virtudes cristianas y con obras de caridad o de misericordia espiritual y corporal. Este es el caminar digno de Dios, al que nos exhorta San Pablo, para complacerlo en todo, produciendo frutos de toda buena obra y creciendo en la ciencia de Dios: Ut ambuletis digne Deo per omnia placentes: in omni opere bono fructificantes et crescentes en scentia Dei[3].
Sin embargo, además de estos, hay una gran número de bienes pertenecientes al orden natural para los que la misión de la Iglesia no está directamente ordenada, pero que también surgen de esa misma misión, como una consecuencia casi natural. Tanta es la luz de la Revelación católica, que se difunde de un modo vivo sobre toda ciencia; tanta la fuerza de las máximas evangélicas, que los preceptos de la ley natural en ellas se arraigan más seguros y se afianzan; finalmente, la eficacia de la verdad y la moralidad enseñadas por Jesucristo es tan grande que el bienestar material de los individuos, la familia y la sociedad humana se apoya y es providencialmente promovido por ella. La Iglesia, al predicar a Jesucristo crucificado, escándalo y necedad para el mundo[4], se ha convertido en la primera inspiradora y defensora de la civilización; y ha difudido por todos los lugares donde predicaron sus apóstoles, preservando y perfeccionando, los buenos elementos de la antigua civilización pagana, extrayendo de la barbarie y educando para una convivencia civil a los nuevos pueblos que se refugiaban en su seno, y dando a toda la sociedad, aunque poco poco, pero con un trazo seguro y cada vez más progresivo esa marcada huella, que aún hoy se conserva universalmente. La civilización del mundo es civilización cristiana; tanto es más verdadera, más duradera, más fecunda en frutos preciosos, cuanto es más claramente cristiana; y tanto disminuye, con un inmenso daño del bien social, cuanto más que se aleja de la idea cristiana. Por tanto, por la fuerza intrínseca de las cosas, la Iglesia también se convirtió de hecho en la guardiama y defensora de la civilización cristiana. Y este hecho, en otros siglos de historia, fue reconocido y admitido; y formó la base indiscutible de la legislación civil. Sobre ese hecho descansaban las relaciones entre la Iglesia y los Estados, el reconocimiento público de la autoridad de la Iglesia en asuntos que tocan de alguna manera la conciencia, la subordinación de todas las leyes del Estado a las leyes divinas del Evangelio, la armonía de los dos los poderes, del Estado y de la Iglesia, al procurar de este modo el bien temporal de los pueblos, que no lleva consigo un detrimento de lo eterno.
No necesitamos deciros, oh Venerables Hermanos, qué prosperidad y bienestar, qué paz y armonía, qué sujeción respetuosa a la autoridad y qué excelente gobierno se obtendría y mantendría en el mundo, si el ideal perfecto de la civilización cristiana pudiera realizarse por entero. Pero, dada la lucha continua de la carne contra el espíritu, de las tinieblas contra la luz, de Satanás contra Dios, no se puede esperar tanto, al menos en toda su extensión. Donde continuos desgarros se van infringiendo a las pacíficas conquistas de la Iglesia, tanto más dolorosos y fatales, cuanto más tiende la sociedad humana a regirse con principios contrarios al concepto cristiano, y así a apostatar entreramente de Dios.
Por esto no se ha de perder el coraje. La Iglesia sabe que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella; pero también sabe que padecerá la presión del mundo, que sus apóstoles son enviados como corderos entre lobos, que sus seguidores siempre estarán cubiertos de odio y desprecio, como de odio y desprecios fue colmado su divino Fundador. Pero, la Iglesia continúa impertérrita, y mientras difunde el Reino de Dios allí donde todavía no fue predicado, trata por todos los medios de reparar las pérdidas en el Reino ya conquistado. Restaurar todo en Cristo siempre ha sido la divisa de la Iglesia, y es particularmente la Nuestra en los momentos de ansiedad que atravesamos. Restaurar todo, no de cualquier modo, sino en Cristo: en él mismo, todas las cosas que están en el cielo y en la tierra, agregó el Apóstol[5]: restaurar en Cristo no solo aquello que corresponde a la misión divina de la Iglesia de conducir almas a Dios, sino también lo que, como hemos explicado, deriva espontáneamente de esa misión divina, la civilización cristiana en el conjunto de todos y cada uno los elementos individuales que la constituyen.
Y ya que nos detenemos en esta última parte de la deseada restauración, Vosotros bien veis, Oh Venerables Hermanos, cuánta ayuda prestan a la Iglesia aquellos grupos elegidos de católicos que precisamente se proponen reunir juntas todas las fuerzas vivas, a fin de combatir con todos los medios justos y legales la civilización anticristiana: reparar de cualquier manera los gravísimos desórdenes que se derivan de ella; devolver a Jesucristo la familia, la escuela y la sociedad; restablecer el principio de la autoridad humana como representante de la de Dios; tomar en serio los intereses del pueblo y especialmente de la clase obrera y agrícola, no solo inculcando en los corazones de todos el principio religioso, única verdadera fuente de consuelo en las angustias de la vida, sino cuidando de enjugar las lágrimas, suavizar las penas y mejorar la situación económica con medidas adecuadas; trabajar, por tanto, para asegurar que las leyes públicas sean informadas por la justicia, y se corrijan o repriman aquellas que se oponen a la justicia: defender y sostener en todo, con verdadero espíritu católico, los derechos de Dios y aquellos, no menos sagrados, de la Iglesia.
El conjunto de todos estas labores apoyadas y promovidas en gran parte por el laicado católico y diseñadas de diversas maneras de acuerdo con las necesidades de cada nación y de las particulares circunstancias en que se encuentra cada país, es precisamente aquello que, con un término específico, y ciertamente nobilísimo, suele ser llamado acción católica, o bien acción de los católicos. Siempre vino en ayuda de la Iglesia en todo momento, y la Iglesia siempre ha acogido y bendecido esta ayuda, aunque según los tiempos haya explicado de modo variado.
Y, de hecho, debe señalarse aquí de inmediato, que no todo lo que pudo ser útil, o únicamente eficaz en los últimos siglos, puede hoy restituirse de la misma manera: tantos son los cambios radicales que, con el paso del tiempo, se insinúan en la sociedad y en la vida pública, y tantas las nuevas necesidades que las circunstancias cambiantes provocan constantemente. Pero la Iglesia, en el largo curso de su historia. siempre ha demostrado luminosamente poseer una maravillosa capacidad de adaptación a las condiciones variables de la sociedad civil, de tal modo que, salvada siempre la integridad e inmutabilidad de la fe y la moral, e igualmente salvados sus sacrosantos sus derechos, se pliega y se acomoda fácilmente en todo lo que es contingente y accidental, a las vicisitudes de los tiempos y a las nuevas necesidades de la sociedad. La piedad, dice San Pablo, a todo se acomoda, posdeyendo las promesas divinas, así para los bienes de la vida presente, como por los de la vida futura: Pietas autem ad omnia utilis est, promissionem habens vitæ, quæ nunc est, et futuræ[6] Y sin embargo, aunque la acción católica, cambie oportunamente en sus formas externas y en los medios que utiliza, siempre permanece la misma en los principios que la dirigen y en el nobilísimo fin que se propone. Porque, para que se haga al mismo tiempo verdaderamente eficaz, convendrá advertir diligentemente las condiciones que ella misma impone, si consideramos bien su naturaleza y su finalidad.
En primer lugar, debe estar muy arraigado en el corazón que el instrumento fallaría, si no se ajustase a la obra que desea realizar. La acción católica (como es evidente por lo que se ha dicho), ya que se propone restaurar todo en Cristo, constituye un verdadero apostolado en honor y gloria del mismo Cristo. Para hacerlo bien, se necesita la gracia divina, y esta no se le da al apóstol que no está unido a Cristo. Solo cuando hayamos formado a Jesucristo en nosotros podremos ya restaurarlo fácilmente en las familias y en la sociedad. Aun así, aquellos que están llamados a dirigir o se dedican a promover el movimiento católico deben ser católicos a toda prueba, convencidos de su fe, firmemente instruidos en las cosas de la religión, sinceramente obedientes a la Iglesia y, en particular, a esta suprema Cátedra Apostólica y al Vicario de Jesucristo en la tierra; de verdadera piedad, de virtudes recias, de costumbres puras y de una vida tan intachable que sean para todos un ejemplo eficaz. Si el ánimo no es así de templado, no solo será difícil promover el bien en los demás, sino que será casi imposible proceder con una intención justa y le faltarán las fuerzas para soportar con perseverancia los problemas que llevan consigo todo apostolado, las calumnias de los adversarios, la frialdad y la falta de correspondencia de los hombres, incluso de los honrados, a veces hasta los celos de los amigos y de los mismos compañeros de acción, indudablemente excusables, dada la debilidad de la naturaleza humana, pero también muy perjudiciales y causa de discordias, de friccones, de pequeñas luchas domésticas. Solo una virtud paciente y firme en el bien, y al mismo tiempo suave y delicada, es capaz de eliminar o disminuir esta dificultad, de modo que el trabajo al que se dedican las fuerzas católicas no se vea comprometido. Tal es la voluntad de Dios, decía San Pedro a los primeros fieles, que haciendo el bien cierren la boca de los hombres insensato. Sic est voluntas Dei, ut bene facientes obmutescere faciatis imprudentium hominum ignorantiam[7]. Importa además definir bien las obras en torno a las cuales deben emplearse las fuerzas católicas con toda energía y constancia. Esas obras deben ser de una importancia tan evidente, responder de tal modo a las necesidades de la sociedad actual, tan apropiadas a los intereses morales y materiales, especialmente de las personas y las clases desheredadas, que, miemtras infunden un mayor ánimo en los promotores de la acción católica por el gran y seguro fruto que ellas mismas prometen, sean al mismo tiempo fácilmente entendidas y aceptadas voluntariamente por todos. Precisamente porque los graves problemas de la vida social actual requieren una solución rápida y segura, genera en todos el mayor interés por saber y conocer las diversas formas en que esas soluciones se proponen en la práctica. Las discusiones en un sentido u otro se multiplican más cada día y se propagan fácilmente a través de la prensa. Es por esto sumamente necesario que la acción católica aproveche el momento oportuno, presente con valentía y proponga también ella su solución y la haga valer con una propaganda firme, activa, inteligente y disciplinada, de modo que se oponga directamente a la propaganda opuesta. La bondad y la justicia de los principios cristianos, la rectitud moral que profesan los católicos, el completo desinterés lo propio, no anhelando abiertamente y sinceramene otra cosa distinta del verdadero y único bien supremo de los deás; en fin, su evidente capacidad para promover lo mejor de los otros, incuyendo los intereses económicos reales de las personas, es imposible que no incidan en las mentes y los corazones de quienes los escuchan y no aumenten sus filas, hasta hacerlos un cuerpo fuerte y compacto, capaz de resistir vigorosamente la corriente contraria y de obtener el respeto de los adversarios.
De esta suprema necesidad advirtió calaramente Nuestro Antecesor de feliz memoria León XIII, señalando, sobre todo en su recordada encíclica Rerum Novarum y en otros documentos posteriores, el objeto alrededor del que deberia desarrollarse la acción católica, esta es la solución práctica de la cuestión social, de acuerdo con los principios cristianos. Nosotros también, siguiendo tan sabias normas, con Nuestro Motu proprio del 18 de diciembre de 1903[b], hemos dado a la acción popular cristiana, que en sí misma comprende todo el movimiento social católico, una ordenación fundamental que fuese como la regla práctica del trabajo común y el vínculo de concordia y caridad. Aquí, por lo tanto, y para este objetivo tan sagrado y necesario deben agruparse y consolidarse las obras católicas, diversas y variadas en la forma, pero todas igualmente interesadas en promover con eficacia el mismo bien social.
Pero, para que esta acción social se mantenga y prospere, con la necesaria cohesión de las diversas obras que la componen, es importante sobre todo que los católicos procedan con ejemplar concordia entre ellos; lo que, por otro lado, nunca se logrará, si no hay en todos unidad de intenciones. Sobre tal necesidad no puede caber duda de ninguna clase; tan claras y abiertas son las enseñanzas de esta Cátedra Apostólica, tanta la luz viva que han esparcido en torno a ellas con sus escritos los más distinguidos entre los católicos de todos los países, tan loable ejemplo que muchas veces, incluso por Nosotros mismos, se ha propuesto a los católicos de otras naciones, quienes precisamente por esta concordia y unidad de intenciones, en poco tiempo obtuvieron frutos fructíferos y muy consoladores.
Para asegurar pues su logro, entre las diversas obras igualmente dignas de elogio, se ha demostrado singularmente efectiva en otros lugares, una institución de caracter general, que con el nombre de Unión Popular está destinada a acoger a los católicos de todas las clases sociales, pero especialmente a las grandes multitudes de personas en torno a un único centro común de doctrina, propaganda y organización social. De hecho, ya que responde a una necesidad igualmente sentida en casi todos los países, y dado que su sencilla constitución resulta de la naturaleza misma de las cosas, que se dan igualmente en todas partes, no se puede decir que sea más propia de una nación que de otra, sino de todos los lugares donde se manifiestan las mismas necesidades y surgen los mismos peligros. Su gran popularidad la hace fácilmente querida y aceptable y no molesta ni impide ninguna otra institución, sino que le proporciona a todas las instituciones fuerza y compacidad, pues con su organización estrictamente personal alienta a los individuos a ingresar en las instituciones particulares, los capacita para el trabajo práctico y verdaderamente fructífero, y une los corazones de todos en un único sentir y querer.
Establecido así este centro social, todas las demás instituciones de naturaleza económica, destinadas a resolver el problema social de manera práctica y bajo sus distintos aspectos, se encuentan espontáneamente agrupadas en el propósito general que las une, mientras que, según las diversas necesidades a los que se aplican, toman diferentes formas y adoptan diferentes medios, según lo requiera el objetivo particular de cada una. Y aquí Nos agrada mucho expresar Nuestra satisfacción por lo mucho que en esto ya se ha hecho en Italia, con la esperanza cierta de que, dada la ayuda divina, haremos aún más en el futuro, reafirmando el bien obtenido y dilatándolo cada vez con mayor celo. Tarea en la que se hizo grandemente digna de elogio la Obra de los Congresos y Comités catolicos[c], gracias a la inteligente actividad de los eximmios hombres que la dirigieron, y que estaban a cargo o siguen a cargo de esas instituciones en particular. Sin embargo, este centro o unión de obras de carácter económico, tal como lo conservamos expresamente cuando cesó la mencionada Obra de los Congresos, deberá continuar así bajo la diligente dirección de los responsables.
Sin embargo, para que la acción católica sea eficaz bajo todos los aspectos, no es suficiente que sea proporcionada a las necesidades sociales actuales; conviene también que se sirva de todos aquellos medios prácticos, que ponen a su dispoción el progreso de los estudios sociales y económicos, la experiencia ya obtenida en otros lugares, las condiciones de la sociedad, la misma vida pública de los Estados. De otro modo se correría el riesgo de andar a tientas durante mucho tiempo en busca de cosas nuevas e inseguras, mientras que las buenas y ciertas están disponibles y ya han prporcionado una excelente prueba; o bien proponer instituciones y métodos propios quizá de otros tiempos, pero no entendidos hoy por la gente; o, finalmente, detenerse a medio camino no haciendo uso, en la medida concedida, de los derechos ciudadanos que las constituciones civiles ofrecen a todos y, por tanto, también a católicos. Y para detenernos en este último punto, es cierto que el orden actual de los Estados ofrece indiscriminadamente a todos el poder de influir en lo público, y los católicos, a excepción de las obligaciones impuestas por la ley de Dios y las prescripciones de la Iglesia, pueden con segura conciencia utilizarlo, para mostrarse igualmente aptos, o mejores que otros, para cooperar en el bienestar material y civil del pueblo y adquirir así aquella autoridad y respeto que, incluso, les permita defender y promover los bienes más elevados, que son los del alma.
Esos derechos civiles son muchos y variados, hasta el de participar directamente en la vida política del país, representando a las personas en las cámaras legislativas. Graves razones Nos disuaden, Venerables Hermanos, de apartarnos de aquella norma decretada por Nuestro Antecesor de feliz memoria Pío IX y seguida luego por Nuestro Antecesor de feliz memoria León XIII durante todo su pontificado, según la cual está generalmente prohibida en Italia la participación de los católicos en el poder legislativo. A no ser que otras razones igualmente graves, relativas al bien supremo de la sociedad, que a toda costa deban salvarse, puedan requerir que en casos particulares se exima de esta ley, especialmente cuando vosotros, Venerables Hermanos, reconocida su estricta necesidad para el bien de las almas y de los supremos intereses de vuestras Iglesias, así nos lo pidáis.
Ahora bien, la posibilidad de esta benigna concesión Nuestra supone el deber en todos los católicos de prepararse prudente y seriamente para la vida política, cuando fuesen llamados a ella. Por lo tanto, importa mucho que esta misma actividad, ya encomiablemente desarrollada por los católicos para prepararse con una buena organización electoral para la vida administrativa de los municipios y consejos provinciales, se extienda también para prepararse adecuadamente y organizarse para la vida política, como se recomendó oportunamente con la Circular del 3 de diciembre de 1904 a la Presidencia General de Obras Económicas en Italia. Al mismo tiempo deberán inculcarse y y seguirse en la práctica los demás principios que rigen la conciencia de todo verdadero católico. Sobre todo debe recordar, en todas las circunstancias, ser y mostrarse verdaderamente como católico, acceder a los cargos públicos y ejercerlos con el firme y constante propósito de promover el bien social y económico del país y especialmente de las personas, de acuerdo con las máximas de la civilización específicamene cristiana, y defender a la vez los intereses de la Iglesia, que son los de la religión y la justicia.
Tales son, Venerables Hermanos, las características, el objeto y las condiciones de la acción católica, considerada en su parte más importante, que es la solución de la cuestión social, digna, por tanto, de que en ella se apliquen todas las fuerzas católicas con la máxima energía y constancia. Sin embargo, esto no excluye que se favorezcan y promuevan también otras obras de diverso tipo y de diferente organización, pero todas igualmente destinadas a este o aquel bien particular de la sociedad y del pueblo y para el florecimiento de la civilización cristiana bajo varios aspectos determinados. Ellas surgen principalmente gracias al celo de personas particulares y se extienden en algunas diócesis y, a veces, se agrupan en federaciones más extensas. Ahora bien, mientras el objetivo que se proponen sea encomiable, los principios cristianos que siguen y los medios que usan sean firmes, deben también ser elogiados y alentados en todos los sentidos. Y será necesario dejarles una cierta libertad de organización, ya que no es posible que, donde muchas personas se reúnen juntas, todas estén modeladas bajo el mismo tipo o se concentren bajo una única dirección. La organización debe surgir espontáneamente de las propias obras, de lo contrario habría edificios bien diseñados, pero sin fundamento real y, por lo tanto, completamente efímeros. Conviene también tener en cuenta la naturaleza de cada uno de los pueblos. Pues en los diferentes lugares se muestrn distintos usos y distintas tendencias. Lo que importa es que se trabaje sobre una buena base, con firmeza de principios, con fervor y constancia, y si esto se logra, la forma que toman las diferentes obras son y siguen siendo accidentales.
Finalmente, para renovar y aumentar en todas las obras católicas sin distinción la actividad necesaria, y para ofrecer a los promotores y a sus miembros la oportunidad de verse y conocerse mutuamente, para estrechar cada vez más los lazos de caridad fraterna entre ellos, animar el otro con un celo cada vez más ardiente por una acción efizaz y para proporcionar la mejor solidez y difusión de las propias obras, será muy útil celebrar, de vez en cuando, de acuerdo con las normas ya dictadas por esta Santa Sede, los Congresos generales o particulares de los católicos italianos, que deben ser la manifestación solemne de la fe católica y la fiesta común de la concordia y la paz.
Nos queda tratar, Venerables Hermanos, otro punto de suma importancia, y este es la relación que todas las obras de acción católica deben tener respecto a la autoridad eclesiástica. Si se consideran bien las doctrinas que hemos ido desarrollando en la primera parte de esta Encíclica, se concluira fácilmente que todas estas obras, que vienen directamente en ayuda del ministerio pastoral espiritual de la Iglesia, y que se proponen una meta religiosa en bien de las almas, deben en todos los aspectos estar subordinadas a la autoridad de la Iglesia, y por tanto también de los obispos, puestos por el Espíritu Santo para gobernar la Iglesia de Dios en las diócesis que les han sido asignadas. Pero también las otras obras que, como hemos dicho, se instituyen principalmente para restaurar y promover en Cristo la verdadera civilización cristiana, y que, en el sentido explicado, constituyen la acción católica, no se pueden de ninguna manera concebirse independientemente del consejo y de la alta dirección de la autoridad eclesiástica, especialmente porque todas deben quedar informadas por los principios de la doctrina y de la moral cristianas; mucho menos es posible concebirlas en una oposición más o menos abierta con la misma autoridad. Ciertamene estas obras, dada su naturaleza, deben moverse con una conveniente y razonable libertad, recayendo sobre ellas la responsabilidad de la acción, especialmente en los asuntos temporales y económicos y en los que se refieren a la vida pública administrativa o política, ajenos al ministerio puramente espiritual. Pero, como los católicos siempre levantan la bandera de Cristo, por esto mismo levantan la bandera de la Iglesia, y, por tanto, es conveniente que la reciban de manos de la Iglesia, que la Iglesia vele por su inmaculado honor y que los católicos se sometan a esta vigilancia materna, como hijos dóciles y amorosos.
Por esta razón, es evidente que desaconsejados estuvieron aquellos, pocos en verdad, que aquí en Italia y ante Nuestros ojos, quisieron disponerse para una misión que no tenían de Nosotros, ni de ningún otro de Nuestros Hermanos en el episcopado, y se dispusieron a promoverla, no solo sin el debido respeto a la autoridad, sino incluso abiertamente en contra de su voluntad, tratando de legitimar su desobediencia con distinciones superficiales. Decían levantar un estandarte en nombre de Cristo; pero ese estandarte no podía ser de Cristo, porque no tenía en sus pliegues la doctrina del divino Redentor, pues también tiene su aplicación aquí: Quien te escucha, me escucha; y quien te desprecia, me desprecia[8]; El que no está conmigo está en mi contra; y el que no se reúne conmigo desparrama[9]: una doctrina de humildad, sumisión y respeto filial. Con extrema amargura de Nuestro corazón, tuvimos que condenar esa tendencia y detener con autoridad el movimiento pernicioso que ya se estaba formando. Y nuestro dolor fue aún mayor, porque vimos arrastrados incautamente por un camino tan falso un buen número de jóvenes queridos, muchos de ellos de exquisito ingenio, de celo ferviente, capaces de obrar efectivamente el bien, cuando son rectamente guiados.
Sin embargo, mientras señalamos a todos la norma correcta de la acción católica, no podemos disimular, Venerables Hermanos, el peligro no leve al que, debido a la condición de los tiempos, al que hoy se encuentra expuesto el clero; y es dar una importancia abrumadora a los intereses materiales de la gente, descuidando aquellos mucho más graves de su ministerio sagrado.
El sacerdote, elevado por encima de los otros hombres para llevar a cabo la misión que ha recibido de Dios, debe mantenerse igualmente por encima de todos los intereses humanos, de todos los conflictos, de todas las clases de la sociedad. Su campo propio es la Iglesia donde, como embajador de Dios, predica la verdad e inculca, con el respeto por los derechos de Dios, el respeto por los derechos de todas las criaturas. De esta manera, no se está sujeto a ninguna oposición, no aparece como hombre de parte, defensor de algunos, adversario de otros, ni, para evitar el impacto de ciertas tendencias y no irritar por muchos argumentos los espíritus amargos, se pone en peligro de ocultar la verdad o de guardar silencio al respecto, incumpliendo en uno u otro caso sus deberes; sin mencionar que, teniendo que tratar a menudo con cosas materiales, podría encontrarse envuelto en obligaciones perjudiciales para su persona y para la dignidad de su ministerio. Por tanto, no debe tomar parte en asociaciones de este tipo, sino después de una madura consideración, de acuerdo con su Obispo, y solo en aquellos casos, en los que su ayuda esté libre de cualquier peligro y produzca un evidente provecho.
Tampoco de este modo se enfría su celo. El verdadero apóstol debe hacerse todo para todos, para salvar a todos[10]; como el Divino Redentor, debe sentir que sus entrañas se mueven a piedad, mirando a las turbas matratadas. como ovejas sin pastor[11]. Con la difusión eficaz de los escritos, con la viva exhortación de la palabra, con la contribución directa en los casos antes mencionados, se empleará, a fin de mejorar, dentro de los límites de la justicia y la caridad, la condición económica de las personas, favoreciendo y promoviendo aquellas instituciones que conducen a esto, especialmente las que se proponen instruir bien a las multitudes contra el dominio invasivo del socialismo y que, al mismo tiempo, las salvan de la ruina económica y del desastre moral y religioso. De esta manera, la asistencia del clero a las obras de acción católica mira a una meta altamente religiosa, y nunca se convertirá de un impedimento, de hecho será de ayuda, para su ministerio espiritual, ampliando el campo y multiplicando su fruto.
He aquí, oh Venerable Hermanos, lo que queríamos exponer e inculcar en torno a la acción católica para sostenerla y proverla en nuestra Italia. —Señalar lo bueno no basta; es necesario llevarlo a la práctica. Para lo que ciertamente será de gran ayuda vuestra exhortación y vuestro paterno e inmediato estímulo para el buen hacer. Sean humildes los principios, siempre y cuando realmente se comience, la gracia divina los hará crecer y prosperar en poco tiempo. Y todos Nuestros amados hijos, que se dedican a la acción católica, escuchan de nuevo la palabra que, tan espontáneamente, nos brota del corazón. En la amargura que nos rodea todo el día, si hay algún consuelo en Cristo, si algún consuelo Nos llega de vuestra caridad, si hay comunión de espíritu y entrañas de compasión, Nosotros diremos con el Apóstol Pablo[12], completad nuestra alegría con la concordia, con idéntica caridad, con un sentimiento unánime, con humildad y la debida sujeción, buscando no la propia conveniencia, sino el bien común, e infundiendo en vuestros corazones aquellos mismos sentimientos de los que se alimentaba Jesuscristo, nuestro Salvador. Sea él el principio de todos vuestros esfuerzos: Cualquier cosa que digáis o hagáis, que todo sea en el nombre del Señor Jesucristo[13]; sea el término de todas vuestras obras: Porque de él y para él son todas las cosas; para él la gloria por los siglos[14]. Y en este día tan favorable, que recuerda a los Apóstoles, cuando, llenos del Espíritu Santo, salieron del aposento alto para predicar al mundo el Reino de Cristo, descienda también sobre todos vosotros la virtud del mismo Espíritu y doblegue toda rigidez, caliente los espíritus fríos, y devuelba al camino recto lo que está desvíado : Flecte quod est rigidum, fove quod est frigidum, rege quod est devium[d].
Mientras tanto, la Bendición Apostólica, que desde el corazón de nuestros corazones les impartimos a ustedes, Venerables Hermanos, a su Clero y al pueblo italiano.
Dado en Roma, en San Pedro, en la fiesta de Pentecostés, el 11 de junio de 1905, segundo año de nuestro Pontificado
Notas de la traducción
[editar]- ↑ En la publicación de la encíclica en el Acta Sanctae Sedis el texto aparece en la parte superior de cada página en italiano y debajo en latín. Tras el título de la encíclica, se incluye una nota al pie, solo en latín, que puede traducirse así:Es muy conveniente traer aquí, al pie [del texto italiano], la versión literal latina, que puede dar fe de su contenido, porque aunque se ha escrito precisamente para los católicos italianos, sin embargo, los términos más importantes de su doctrina pueden ser de gran provecho para todos los católicos y en todos los lugares
- ↑ Motu proprio de Pío X, Fin dalla prima
- ↑ Cfr. en Wikipedia Opera dei Congressi e Comitati cattolici
- ↑ La encíclica cita implícitamente una de las estrofas más conocidas de la Secuencia de Pentecostes
Referencias
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