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Incendiario

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Incendiario
de Joaquín Díaz Garcés


Don Serafín Espinosa tenía su tiendecita de trapos en la calle de San Diego, centro del pequeño comercio, que, ya que no puede tentar por el lujo de sus instalaciones ni por el surtido de la mercadería, atrae por la baratura inverosímil de sus artículos. Se llamaba la tienda «La bola de oro», y mostraba en el pequeño escaparate tiras bordadas, calcetines de algodón, hilo en ovillos y carretillas, broches, horquillas, jabón de olor, polvos, botines, tejido al crochet y loros de trapo. Los géneros se reducían al lienzo común para ropa interior de pobre, al tocuyo tosco y amarillento, al percal barato y de colores vivos, y a una que otra variedad de velo de monja para mantos de poco precio.

Don Serafín era el alma más candorosa de la tierra. Se arruinaba lentamente tras del mesón; pero sin perder su encantadora sonrisa, modales amabilísimos, su generosidad innata y su fina cortesía. Si alguna mujer le pedía la llapa, al meter la tijera en el lienzo, corría como media vara más el corte y daba después el vigoroso rasgón sin importársele un ardite. Si un chico lloraba de aburrido mientras la madre regateaba largamente un corte de ocho varas de percal, corría él a la vidriera y cogiendo un loro de trapo se lo obsequiaba para calmarle la pena. Si una sirviente volvía desolada a devolverle tres varas de tocuyo, porque era de otra clase el que le habían encargado, recibía el trozo y daba del otro, guardando el inservible pedazo para algún pobre. Y en fin, lo que menos tenía don Serafín eran cualidades para comerciante.

Muchas veces, al caer la tarde, su vecino de la esquina, un simpático italiano, natural de Parma, dueño del almacén de abarrote «La estrella parmesana», se le acercaba en mangas de camisa, despeinado, sudoroso, pero aún no cansado de la fatiga del día, y le charlaba una media hora.

-¡Buona sera, don Serafine! ¿Cómo va questo? Malo ¿eh? Ma ¿qué quiere usted, signore? Non se puede ser santo e comerchante a la veche, non. Per ganare la plata se necesita malizia, acortare la vara, pasare de cuando en cuando una cuarta meno, vendere un lienzo de mala calitá... ¡Sí don Serafine! ¿Cómo quiere usté, santo varone, prosperare cuando lo da tutto? Usté sirá del chelo derechito y verá a Dios; pero lo que es el dinero no lo verá, non.

Don Serafín sonreía, porque él más que nadie estaba convencido de que habría hecho muchísimo más de lego recoleto que de dueño de «La bola de oro». Pero ¿tenía él la culpa de que al frente se hubiera establecido ese maldito «Bazar Otomano» con tres puertas, dos vidrieras y tantas medias lunas? ¿Tenía él la culpa de que todos prefirieran a su pobre tenducho con los eternos loros de trapo en la vidriera, los brillantes escaparates del vecino, con rosarios de concha de perla, collares de vidrio y polvoreras de cristal?

No, ¿y entonces? Y don Serafín seguía sonriendo amable y encantadoramente, obsequiando los loros de trapo y dando llapas de media vara.

Pero el negocio iba a menos rápidamente, y los cinco mil setecientos pesos que tenía en mercaderías corrían grave riesgo de fundirse.

-Si yo fuera un pillastre, un hombre sin conciencia -decía don Serafín-, le prendería fuego a «La bola de oro» y luego la Nacional me entregaría mis cuatro mil de seguro. Pero como tengo temor de Dios, y prefiero vivir pobre que deshonrado, no haré jamás tal crimen, y me contentaré con ver resignado cómo se van escurriendo entre los dedos estos cinco mil pesos, fruto de tantos años de trabajo.

En estos únicos momentos de amargura desaparecían de la cara de don Serafín la sonrisa amable y el gesto candoroso y en esos mismos momentos acortaba considerablemente la llapa.

La idea del incendio, rechazada tantas veces como criminal y pecaminosa, era, sin embargo, la única solución del negocio. Si yo le prendo fuego, lo que Dios no permita -pensaba don Serafín-, hago una cosa mala; pero si llega otro, sin que yo lo sepa, y sin que yo se lo aconseje y me quema «La bola de oro», entonces ¿qué culpa tengo yo?

Y desde entonces don Serafín se dedicó a hacer rogativas y mandas por lograr el completo incendio de sus mercaderías. Creyó conveniente, ya que de fuego se trataba, dirigirse a las ánimas benditas del purgatorio, que tienen las llamas al alcance de su mano, y las llenó de promesas, súplicas y oraciones.

Entonces se le vio a don Serafín Espinosa más alegre que de costumbre, agotando los loros de trapo de la vidriera y llegando a dar de llapa hasta una vara larga de tocuyo.

Por fin, fue oído el constante incansable tentador, y como la Nacional, ignorante de todo, no apeló por su parte a las ánimas para destruir el efecto de las velas, flores y oraciones de don Serafín, la cosa se inclinó del lado de éste.



Una noche, la tranquilidad de la calle San Diego fue turbada por el repiqueteado toque policial y gritos de ¡incendio!, ¡incendio! En un momento se despertó toda la cuadra, hubo voces, llamados, carreras, y cinco minutos después la ronca y fúnebre campana del cuartel general de bomberos sonaba en el silencio de la noche, haciendo poner en alarma media ciudad.

A patadas fue abierta la puerta de una colchonería, vecina a «La bola de oro», y una vez caídas las hojas, salió una llamarada envuelta en humo, que barrió en un instante con su letrero de madera: «Se llenan colchones».

Uno de los oficiales de policía fue corriendo a avisar a don Serafín, que dormía como un bienaventurado en su casa. Saltó éste de la cama, se impuso de la fausta nueva, se metió un macfarland y un par de zapatillas y salió a la calle brincando como un loco.

La sorpresa del policial que tímidamente estaba llamando a la ventana: «Señor Espinosa; no se alarme usted, pero se le está quemando la tienda», subió a un extremo indecible, al ver que don Serafín se le colgaba del cuello, lo estrechaba contra su pecho y hasta le estampaba un entusiasta beso en la punta de la nariz.

-Señor oficial, ¿no se chancea usted? ¿Es verdad que se me quema todo? ¡Qué dicha, Dios mío!

Y corría como un desesperado apretándose el macfarland para que le cubriera el cutis ante las miradas risueñas de los que lo miraban pasar.

En ese momento ya llegaban las bombas con una algazara de mil demonios: campana, gritos, galope de caballos resbalones, insultos, órdenes, arrastre de mangueras, piteos, en fin, un infierno.

Ya está un grifo listo, ya arde un fogón, ya late furiosamente una caldera, ya puja el agua ruidosamente en uno de los pitones, ya sale el chorro y barre a la muchedumbre que se apiña y hace saltar la bola de latón sobredorado de la tienda de don Benjamín y cae sobre el techo sofocando un penacho de llamas y de humo.

-¡Dios quiera que no quede ni un miñaque, ni un ovillo, ni un loro, ni un calcetín! -exclamaba el feliz tendero, balbuceando a ratos avemarías y atrayendo muy curiosamente sobre sí la atención de los vecinos.

El cielo lo oía; pero lo oía también el juez del crimen de turno que daba órdenes inmediatas para arrestar a don Serafín.

Trabajaron tenazmente las bombas; el agua destruyó al par que el fuego, y cuando ya no quedaron sino tres o cuatro murallas y un montón de escombros, se declaró extinguido el fuego, se tocó llamada y se recogió el material.

Un piño de curiosos se detenía delante de las humeantes vigas y de los húmedos adobes, que despedían un olor acre y pegajoso, y entre ellos se veían las albas mangas de camisa del dueño de «La estrella parmesana» que no había alcanzado a sufrir nada.

-Yo no masusto -decía a su auditorio- per esto se necesita calma. Así son las cosas de la vita. Don Serafine se resolvió a ser comerchante, e non santo. Así no sirá tan derecho del chelo pero tendrá en cambio dinero. Questo es la realitá, la realitá pura; el comercho non vive del oscurantismo.

Entretanto don Serafín estaba sentado en un banco con la cabeza sobre el pecho y los brazos cruzados, esperando la hora en que debía llegar el juez a instruir el sumario. Se encontraba en un vago estado de incertidumbre. Por un lado, daba gracias al cielo por el incendio, y por otro, le pedía salir bien librado de la delicada situación en que estaba.

Un guardián lo sacó de la incertidumbre, anunciándole que el juez lo llamaba. Don Serafín salió del calabozo y apareció con su cara serena, candoroso, amable, ante el juez que esperaba su llegada.

-Señor Espinosa. Parece que el incendio de «La bola de oro» ha sido intencional.

-No sólo lo parece, señor juez, sino que lo es.

-¡Hola!

-Sí, señor juez, como intencional, pocos lo habrán sido más.

-¿De manera que usted, señor, reconoce haber prendido fuego a su tienda de la calle de San Diego?

-Perdóneme, su señoría. ¡Eso no, eso nunca, eso, ni loco! Yo soy honrado ante todo... Se lo diré al señor juez. Este incendio es de lo más intencional que cabe, pero sólo porque yo he puesto toda la intención posible en que sucediera. Yo no vendía nada, señor juez. En la última semana, sólo he logrado salir de un jabón de olor, tres varas de huincha blanca y dos carretillas de hilo. Eso no era vida. En esta situación, le hice una novena a las ánimas benditas. No se ría, su señoría, porque me han oído... Por eso digo que como intencional lo es ¿a qué lo niego? ¿Pero mancharme, señor juez? ¡Eso nunca!

Y el simpático viejo se quedó mirando al juez con su amable sonrisa de siempre, sintiendo no tener un loro de trapo para dejárselo sobre la mesa para que aplastara con él tanto papel, y limpiara en su pechuga la pluma.

-Quítenme de aquí a este señor -dijo el juez-, y déjenle en libertad. Oiga usted, caballero: usted se ha equivocado, aquí no es donde debe purgar sus faltas.

-¿Y dónde será, señor juez?

-En el limbo...

Y en medio de una risa espontánea salió don Serafín después de hacer una venia.

No había llegado aún a los restos humeantes de «La bola de oro» cuando se topó con su amigo el parmesano, que le dijo:

-Amico don Serafine, suomo felice. Usted me debe solamente tres litres de parafine, que son sesenta centavos.

-¿Por qué?

-Per le inchendie qui io solo lo ha fato anoche.

-¡Usté!

-Cállese, don Serafine, que pueden oírnos. Yo lo he escuchado a usted que dicheba: «¡Anime dil purgatorio, inchéndiame 'La bola de d'oro'!». La colchoneta dechía poco meno. Yo mai dítto: «Non questo non é il camino. L'ánime dil Purgatorio non tienen parafina, io la tengo e mato dos pacaros d'un tiro. Hago un favore a due amichi y vendo parafina». ¿Non e vero?

-¡Pero esto es un crimen!

-¡Bah! ¡Silencio, bárbaro!

Y la férrea mano del simpático parmesano apretaba tan fuertemente el brazo de don Serafín, que éste, vencido y atónito, se buscaba en el bolsillo los sesenta centavos...