Infanticida: 1

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Infanticida de Joaquín Dicenta
Capítulo I


Los Méndez-Urda componen ejemplar familia. De modelo sirven a los buenos vecinos y aun a los malos, que doña Torcuata, la del ocho, madre de la picos pardos Juanita, dice, cuando ve por su frente al hijo mayor de los Urda:

-Como éste quisiéralo para mi niña y no el granujón de Melquiades que, sobre mantenerse con las ganancias de ella, me la pone a parir en cuanto se le enciende el humor.

El jefe de los Méndez-Urda es alto funcionario, ya retirado del oficinesco trajín, con buena cesantía, una sarta de cruces y su miaja de cupón a cortar. Nadie le gana en puntos de honra y en no sufrir mácula en la suya y en las ajenas. Respetos sociales, deberes religiosos, leyes humanas y divinas, tienen en D. Antonio fiel custodio e inquebrantable paladín. Antes pasará por rueda de tortura o por corbatín de garrote que por acción contraria a las costumbres, usos, prejuicios y ortodoxias en que sus padres le educaron.

Ha por compañera de tálamo a una cincuentona señora, casi ciega de ojos y ciega, sin casi, de intelecto. Reparte ella sus días, por mitad, entre la casera obligación y los deberes que, muy a su gusto le imponen, misas, rogativas, confesorio y novenas. En los quehaceres de la casa ayudan a doña Bibiana tres criados; en los de su beatería, el confesor, Dios y una ristra de santos que vuelven Congreso celestial la alcoba de la vieja. Teníalos antes en un gabinetito a la alcoba contiguo. Al cumplir los cincuenta, en la alcoba instaló a sus imágenes, segura de no molestarlas ni ofenderlas con su próxima vecindad.

Frutos hubo este matrimonio en número de cinco: tres varones y dos mujeres.

El mayor de aquellos entró, casi niño aún, a hacer méritos en la oficina de su padre.

Muchos y rápidos debieron ser los méritos porque ascendió como la espuma. Mientras ascendía, aprendió dos idiomas, un algo de contabilidad, otro algo de expedientes y un todo del arte adulador con que se conquista a personajes y ministros. Hoy, a los treinta y seis de edad, ocupa el destino de que su padre cobra aún la cesantía y de que su madre seguirá cobrando la viudedad al fallecimiento de Méndez-Urda si la muerte no lo remedia, llevándose a la mujer antes que al marido.

El hijo segundo es fraile en tierra de misiones; el menor ciñe espada, por él bravamente esgrimida cuando el caso justo o injusto lo requiere. El cumple su deber militar yendo donde le mandan. No discute de justicias y de injusticias; la disciplina se lo veda.

De las dos hijas, una, la menos joven, vive fuera del paterno solar, casada con cierto ricachón, cacique máximo en un castellano distrito. Algunas temporadas viene con sus padres a Madrid. No son ellas muy largas; hecha a triunfar de reina en su pueblo, no le gusta pasear la corte de súbdita.

Hortensia, la hija menor, el último vástago de los Méndez-Urda, es encantadora; cumplió los diez y ocho años, y desde los quince trae cautivo el mirar codicioso de los varones y el mirar celoso de las hembras.

Alta, rubia, esbelta sin llegar a la delgadez, tiene en sus andares gentileza; melancolías de leyenda en el azul de sus grandes ojos; transparencias provocativas en los ventanillos de su griega nariz; ansias de amor en los bermejos labios; en la sonrisa, luz; en el talle, languideces románticas. Sus pies son breves; sus manos, de puntiagudo remate. Cuando peina la cabellera y sube ésta retorcida desde la nuca, parece un casco de oro; si cae deshecha por la espalda, una lluvia de sol.

Educa fue, como sus restantes hermanos, en los principios más severos. Durante su internado con las monjas del Sagrado Corazón de Jesús sólo buenos ejemplos hubo o debió de haber a lo menos.

De su hogar no vale decir; los tertulios eran escogidos, pasados por tamiz. Nadie entraba en casa de los Urda que no llevase «marchamos» de honorabilidad. El círculo de sus relaciones también pertenecía a lo más honesto y remirado de Madrid.

No hubiera temor de que en tal círculo topara la joven con mal ejemplo o con amistad perniciosa.

No entraban por la vivienda libros de esos cuyos autores, a título de apóstoles, de voceros de un mejor mundo, siembran en las conciencias la rebeldía o la impudicicia.

Si asistía Hortensia al teatro, hacíalo para ver funciones previamente consultadas y autorizadas por el confesor de su madre.

Al paseo iba acompañaba de doña Bibiana o de respetables y seguras personas. Como en vitrina se conservaba aquella virgen aguardando su hora, es decir, la hora en que la divina voluntad y el buen consejo de sus padres la esposaran con un hombre de bien.

¡Ah! ¡Los Méndez-Urda! Celosos eran como nadie del honor de sus hembras.

Siempre recordaba Hortensia, a este propósito una conversación de sus padres, hermanos y hermana Concha, conversación sorprendida por la doncella por entre los pliegues de un cortinaje, donde se paró a oír en un impulso de curiosidad inconsciente.

Hablábase de Julia Fuertes, antigua compañera de Hortensia en el Corazón de Jesús.

-Julia -llevaba la voz doña Bibiana-, aquella huérfana confiada a la tutela de una parienta añosa, se enamoró de un hombre y se dio a él, confiada en sus engañosos prometimientos. Quedó en cinta; el sujeto la abandonó, y ella... Ella -aquí subía de tono y acusaba aires de sorpresa la voz de la dama-, ella, a cuenta de avergonzarse, de esconder su falta, aguardó el momento del parto. Al advenir éste, toda la vecindad lo supo. Pasada la convalecencia, Julia se plantificó «en la del Rey», con el muñeco en brazos, paseándoselo por las narices a la gente. ¡Ah, la poca vergüenza! Malo, imperdonable era hacerse manceba de un hombre, pero la exhibición del hijo de la prueba de su deshonra, acrecía el crimen. ¡Al menos ocultarlo! ¡No perder del todo el pudor!... Pues qué, ¿no hay Inclusas? Y sin Inclusas, ¿no puede darse la criatura a criar en un pueblo? ¿No se puede y se debe esconder la falta bajo siete estados de tierra? ¡La muy perdida!... Andaba por las calles arrogante, alta la cabeza, con el rorro en muestra, ostentándolo como un trofeo... Por supuesto, que todas sus amistades le volvían la espalda.

-No faltaba sino que fuéramos a ella con los brazos tendidos -exclamó Concha, haciendo un mohín de asco-. No podía parar en bien. El marido de la tía de Julia, su difunto tutor, era un renuevamundos, un ateo. Con tal maestro y con tal maestra -la tutora es por el estilo-, ¿qué habla de ocurrir? lo que ocurre. Otra perdis por esas calles y otra inquilina más para la caldera del diablo.

-Menos mal que es rica -añadió el mayor de los Urda-. A no, pronto daría el salto.

-¡Qué dolor para esa familia! -interrumpió el padre, cubriéndose con las manos la cara-. Líbrenos la suerte de una desgracia así. Afortunadamente nosotros somos de otra hechura. En hipótesis hablo, pero si en mi casa ocurriera, me moriría de vergüenza.

-Yo -gritó el militar- no me moriría. Mataría al seductor como primera providencia; y a ella también. ¡Quién nos mancha la honra que lo pague en el cementerio!

El hermano fraile -de paso entonces por Madrid- murmuró:

-¡La carne, la maldita carne es culpable de todo! Grave la falta de esa pecadora; pero el escándalo que ofrece todavía es más grave. La hipocresía es a veces virtud. Dios la ampare y nos libre de tentaciones.

-Hortensia se alejó de puntillas, con las lágrimas en los ojos.

-¡Pobre Julia! ¡Pobre compañera suya de infancia y mocedad! Ya no volverían a hablarse. Como si hubiera muerto. ¡Tan buena, tan noble como fue con todas sus compañeras del Sagrado...! Y Hortensia lloraba a su amiga, enterrada por y para los Urda, en el diálogo familiar.