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Infanticida: 8

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La multitud invadía «la Sala». Como cuña a mano era menester introducirse en el público para ganar las primeras filas. Los asientos de preferencia estaban ocupados por gente de buen tono. Al fin y a la postre no era en carne vulgar en la que iba a recaer sentencia.

La luz del sol, cernida por las sucias vidrieras, penetraba en «la Sala» hecha polvo gris. Este polvo formaba niebla en el espacio. Una gran tristeza bajaba con la niebla de la artesonada techumbre.

Al fondo, sobre el estrado, asentaban los jueces. Un Cristo de metal fijo en el centro de la mesa daba espalda a los juzgadores, encarándose con el banquillo, donde una mujer de cabellos rubios y ojos azules, enmatecidos por la pena contemplaba a la imagen, con la barba en el puño y el codo sobre las rodillas.

Aquella mujer era Hortensia. Su defensor la animó con una sonrisa de esperanza. Otra sonrisa fue también recogida por los ojos de la infeliz: la sonrisa de Julia. Hortensia bebió aquellas dos sonrisas como bebería dos gotas de agua un agonizante de sed.

En torno a los jueces tomaron asiento los jurados. Un murmullo sordo circulaba por la estancia sombría. El murmullo cesó al comenzar el interrogatorio del presidente a la acusada.

Ésta se puso en pie; su rostro, pálido y convulso, reflejaba la angustia; su pecho se alzaba y se deprimía con violencia; dio algunos pasos, y extendiendo las manos en dirección del Cristo, exclamó con acento donde temblaba el llanto y se estremecía el sollozo:

-¡Tuve miedo!... ¡Miedo del mundo, de mis hermanos, de mis padres!... ¡Estaba loca de miedo! ¡Ahora no sé nada! Sólo una cosa sé: ¡que he matado a mi hijo y que quiero morir!

Un grito ronco brotó por su garganta, y tambaleándose, oscilando pesadamente, cayó sobre el banquillo. Oculto entre las manos quedó el rostro, por los dedos resbalaban las lágrimas irisándose a los reflejos de la luz.

El fiscal examinó los hechos con rigidez escrupulosa; ateniéndose a ellos y al Código reclamó la pena consiguiente, y sin ensañarse con la culpable terminó su oración, fría y seca como los párrafos de un texto legal.

Tocó su vez al defensor. Era este un mozo joven, de frente espaciosa, ojos firmes y ademanes resueltos.

-Yo -dijo, luego de rebatir con breves frases los argumentos del fiscal- no voy a hablaros, señores jurados, de la ley escrita. Según ella, acaso y sin acaso hallaréis en mi defendida culpabilidad suficiente para un fallo condenatorio. Es a vuestra conciencia a quien recurro en tribunal de apelación; haced de vuestra conciencia Código, y de acuerdo con ella, juzgad, después de oírme, a la mujer que llora enfrente de vosotros.

»Esta mujer ha dado muerte a su hijo. El hecho es indudable. Ni ella lo niega, ni yo he de negarlo tampoco. ¡Una madre que mata a su hijo!... ¡Qué horrible! ¿Verdad?.. Parece imposible que tales horrores sucedan. Sin embargo, ahí está uno de ellos palpable, vivo, representado por esa mujer, por esa joven, hasta su culpa, modelo de virtudes; hoy, ejemplo para vosotros, con sus lágrimas y con sus frases últimas, de arrepentimiento hondo y de desventura incurable.

»Ahí está. Y yo me pregunto y os pregunto: ¿Es posible que la naturaleza yerre hasta convertir el más santo de los amores en el más cruel de los odios? ¿Puede el más perfecto y mejor organizado de los seres incurrir por su propio influjo y con no interrumpida frecuencia en crueldades ajenas a seres de más ínfima representación? La mujer, que fue siempre la imagen más acabada de la bondad y de la dulzura, la más completa encarnación de la maternidad, ¿puede, sin causas externas que la obliguen y que la empujen, contrariar esa su más alta significación y ese su más arraigado y noble afecto? ¿Cabe pensar que la mujer sea la menos madre de todas las madres?

»No; no es posible. Suponerlo valdría tanto como negar el perfeccionamiento ascendente de los seres; tanto como decir que el hombre, el organismo más remiso en su desarrollo, el que más atenciones y mayores cuidados precisa, es el más expuesto a no ser atendido por la ternura maternal. Esto es absurdo; esto no puede ser. La madre humana, por sí propia, por su esencia material y moral, es la más amante, la mejor de todas las madres. Si delinque, si atenta a la vida del hijo, hay que buscar los orígenes de su proceder en causas a su naturaleza ajenas; causas que, influyendo sobre esa naturaleza por modo invencible, llegan a modificarla, ápervertirla, a endurecerla, transformando el cariño en odio, la ternura en miedo, el amor, que vivifica y salva, en vergüenza que estrangula y destruye.

»Esas causas existen. Son producto de una organización social raquítica, antinómica, defectuosa, llena de contradicciones y anacronismos; organización aún rudimentaria, que se juzga perfecta en sus leyes, que olvida las imposiciones de la naturaleza y -por olvidarlas- crea conflictos y provoca crímenes de los cuales hace responsable al individuo, mientras ella colectivamente se exculpa.

»Ahí tenéis a esa mujer acusada de un horrible delito. Esa mujer ha nacido y se ha desarrollado en una atmósfera artificial, falsa, que vosotros, nosotros, todos creamos en nuestra ignorancia, en nuestro mal entendido concepto del deber y de la honra. Esa mujer ha oído repetir una vez y otra y otra a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, a la sociedad entera, que cuando la hembra se da a un varón, sin cumplir tales o cuales requisitos, está deshonrada; que lo reputado en la mujer casada como santo y glorioso, es afrentoso e imperdonable en la mujer soltera; como si el matrimonio, ese matrimonio que los hombres instituyeron, fuese una consecuencia humana y no un accidente social, Esa mujer amó a un hombre, y llegado un momento, una circunstancia, un impulso que las leyes sociales no pueden impedir, se entregó a él, obedeciendo a exigencias de su organismo, a mandatos de la naturaleza, porque la mujer ha nacido para ser madre y no para ser virgen.

»Aquel hombre la abandonó sin dar importancia a su abandono. Estos abandonos se estiman hecho natural y corriente. Apenas exigís responsabilidades al hombre que abandona; en cambio, seguís arrojando sobre la mujer abandonada vuestras preocupaciones, vuestros odios y vuestros estigmas.

»La mujer abandonada tuvo vergüenza, miedo; vió la social censura caer a plomo sobre su fama; comprendió que según prejuicios, la humanidad gestante en su vientre era un padrón, de futura ignominia; temió a sus padres, temió al mundo, y cuando su hijo vino, impulsada por ese temor, asesinó a su hijo, creyendo que desaparecido el hijo, el testigo, el vocero de su ignominia, recobraba la honra, esa honra que la sociedad exige a las mujeres solteras para cedularlas de respetables.

»Sé que alguien me respondería: «Esa mujer lo pudo arrostrar todo por su hijo.» Verdad. Sólo que para sufrir el escarnio, la afrenta, el latigazo en el alma, mil veces más doloroso que en el cuerpo, precisa heroísmo de mártir o fortaleza de rebelde. Los mártires y los rebeldes son excepciones humanas. No abundan encima de la tierra.

»Esta mujer cometió un delito. Es cierto; no cabe negarlo. Pero hay que estudiar los móviles que la impulsaron al delito. Recordad sus palabras últimas, las que ha pronunciado ante vosotros: «Tuve miedo.» ¿De quién? De la sociedad, que escarnece y ultraja a la mujer que se entrega por amor libremente, como si el amor no fuese un afecto que está por encima de todas, absolutamente de todas las leyes sociales y legales.

»El delito que esta mujer ha cometido es grande. Urge evitar que otros de índole semejantes ocurran. Para ello es preciso que vosotros, entidades sociales, hombres serios, jueces sabios, muchedumbres curiosas, no abofeteéis con vuestro desprecio a la mujer caída; que le tendáis la mano; que amparéis su desdicha; que si esto no basta, modifiquéis vuestras leyes por impotentes y por defectuosas; que cuando una mujer o enseñe a su hijo no preguntéis cómo le tuvo y que, ajenos a toda ofensa, respetando a la madre porque es madre y. sólo porque es madre, os inclinéis ante su paso en reverencia.

»Si no hacéis, si no hacemos esto, serán muchas las madres que maten a sus hijos. Habrá que conducirlas a presencia del juez. Habrá también que castigarlas.

»Pero, obrando en justicia, sería justamente preciso coger por el cuello a la sociedad toda entera y sentarla de golpe en el banquillo de los acusados.

»Ahora, juzgad y sentenciad.»

Murmullos en que se mezclaban admiración y asombro acogieron el discurso del defensor de Hortensia.

Ésta continuaba llorando. De su cabeza, hundida entre las manos temblorosas, sólo quedaba al descubierto la cabellera rubia; en ella se reflejaba con áureos cambiantes la luz cernida por los vidrios.

Acaso bajo aquellos oros, el pensamiento de la infanticida se encaminaba hacia un futuro en el cual, libre de temores y de prejuicios, arrepentida y fuerte, podría mostrarse a los ojos del mundo, ó por lo menos a los ojos de Dios, como una buena madre de hijos.