Invasión de hormigas

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Fábulas argentinas
Invasión de hormigas​
 de Godofredo Daireaux


Magnífico era el jardín. Cuidadas con cariñoso esmero, crecían las plantas con lozanía, prometiendo una regia cosecha de flores.

Una mañana vio el jardinero un pequeño insecto negro en una de las callecitas, pero no le hizo caso. Pocos días después, vio varios otros de la misma clase. Negros eran, activos, corrían por todas partes, como inspeccionándolo todo, y el jardinero los empezó a mirar con interés. Parecían inofensivos, eran pocos y pequeños, y por lo demás, no hacían daño.

Se acostumbró a verlos y dejó que en paz hicieran una cuevita, apenas visible, de la cual salían en procesión y a la cual volvían cargados de hojas de yuyos que por allí se cortaban, cumpliendo con ciertos ritos fijados de antemano, al parecer.

Primero los creyó inteligentes y parecían en realidad serlo, pero pronto vio que sólo tenían rutina, que nunca salían del caminito trazado por ellos y que su aparente inteligencia tenía límites estrechos que no podían franquear.

Pronto supo también el jardinero que eran dañinos.

Aunque parecieran ser todos del mismo sexo, su multiplicación iba siendo enorme y constante. Un día vio que se llevaban hojas que no eran ya de los yuyos del jardín, sino de una planta fina, nuevita, apenas brotada, y observándolos desde ese día con inquietud, vio que siempre con preferencia se apoderaban de las plantas nuevas, cortándoles las hojas para llevárselas a la cueva, donde amontonaban en secreto sus tesoros.

Y poco a poco se multiplicaron las cuevas; las procesiones se hicieron interminables y las plantas arruinadas fueron muchas y cada día más.

Vinieron otros insectos parecidos, colorados, blancos y amarillos, y todos hacían daño, aunque algo menos quizá que los negros, y se peleaban entre sí.

El jardinero no sabía cómo hacer para ahuyentar esa plaga, y mientras buscaba por qué medio lo haría, aumentaban los enemigos, destruyéndolo ya todo, no dejando una planta intacta, innumerables, insolentes e insaciables, imponiendo su dominación en todo el jardín y arruinándolo todo, cavando cuevas o edificando casillas por todas partes.

Hasta que el jardinero, no pudiendo ya sufrirlos más, resolvió destruirlos. Mucho trabajo le costó, y sólo después de mucho tiempo consiguió hacerles desaparecer de sus dominios, y sintió de veras haberles dejado entrar.