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Iquique, Chile

De Wikisource, la biblioteca libre.
Iquique
(1892)
de Javier Valenzuela, hijo

Del libro Recuerdos e Impresiones de un Viaje, Guatemala 1895

IQUIQUE


Densa bruma cubría á Iquique cuando el Setos fondeó en la bahía. Apenas se distinguían vagamente uno que otro barco allí anclado y el Presidente Errázuris, magnífico crucero de la Armada chilena; y, como el grito que sale de una selva espesa, percibíase el silbido seco de las locomotoras que de la ciudad salen á las salitreras inmediatas.

Al cabo de un rato, la fuerza de los rayos solares empezó á disipar poco á poco la niebla, y poco á poco la vista fue contemplando las distintas fases de aquel paisaje, que por cierto ofrece mucho de particular. En Iquique se han juntado la vida y la muerte. Por un lado, en la bahía, un número considerable de buques, pin- tados sus cascos de diversos colores, y la población, de la que se destaca la torre de la Intendencia , están diciendo que allí hay vida, movimiento, comercio, riqueza; y por otro lado, los cerros, áridos como los arenales de un desierto, y la planicie en que la ciudad se levanta, tan árida como los cerros, están evidenciando que allí la naturaleza, desnuda de vegetación, sombría de color, está muerta. Ni un solo arroyo, ni una sola gota de agua brota de aquellos arenales.

El que no concibe la existencia sin flores, sin verdes campos, sin azules fuentes, sin cristalinos riachuelos, sin dilatadas llanuras, sin selvas, bosques y cofinas, y sin pájaros que cantan, y sin mariposas que revolotean, ese no puede, no podría vivir en Iquique. Pero el negociante, el mercader, el hombre de trabajo, el que aspira á ganar dinero, ese tiene allí ancho campo de acción; porque ¡que rica es aquella pobre naturaleza!

Lindas son nuestras costas centro-americanas y las de los países intertropicales, cubiertas de lozana vegetación, que ora las lluvias, ora las brisas del mar mantienen verde; pero ¡cuántas y cuántas veces podría cambiarse esa espléndida exuberancia vegetal por la horrible aridez de Tarapacá, con sus ricas minas de salitre!

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Es Iquique, después de Valparaíso y Guayaquil, el primer puerto del Pacífico en Sud-América; pues el Callao, á pesar de su Muelle Dársena (que tantas comodidades proporciona para el embarque y desembarque), y de su proximidad á Lima, ha decaído mucho en los últimos años.

No recuerdo cuánto produce la Aduana de Iquique al Fisco chileno; pero creo que le dá más de un millón de pesos al mes.

La población es, en general, muy bonita; sus casas, de construcción muy ligera, muchas de dos pisos, son de elegante apariencia, y el movimiento mercantil que en aquélla se nota, sorprende al que, como yo, no está acostumbrado á ver, en lugares de esa extensión, ese continuo vaivén de hombres ávidos de lucro, ó deseosos de ganarse el pan cotidiano, y el incesante movimiento de máquinas, carros y botes que por todas partes se observa.

Todo lo que pueda desearse para comodidad y solaz de los habitantes y viajantes, lo tiene Iquique: hoteles y cantinas; parques y teatro; buenos almacenes de mercaderías y casas bancarias; de todo hay en aquella ciudad, cuyos moradores no llegan á diez y seis mil.

Sin embargo de ser esencialmente mercantil, Iquique tiene vida intelectual, digámoslo así, como lo prueban sus escuelas y colegios y el interesantísimo diario que se publica con el nombre de El Nacional, que defiende las ideas y las miras del radicalismo, pero que también consagra sus columnas á los asuntos económicos, comerciales, fiscales y administrativos de la localidad y de la república, á los sucesos y cuestiones de importancia que se verifican y se suscitan en el mundo y á la bella literatura.

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Tal es, mal y ligeramente diseñado por mi pluma, el Iquique geográfico, material.

Porque hay otro Iquique, el histórico, el que recuerda y lleva unidas á su nombre algunas de las más puras, de las más legítimas glorias de Chile; el que recuerda el heroísmo y la destreza de dos de sus más grandes, si no los primeros, de sus marinos, y la bravura de los que, á principios de 1891, pusieron la primera piedra de la restauración constitucional, asestando un golpe seguro á la Dictadura, que en mala hora se alzó en la Moneda, entre las enérgicas protestas de un congreso soberano y el sordo rumor de un pueblo libre.

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Es el 21 de mayo de 1879.

Dos corbetas viejas, dos cascarones de buque, la Esmeralda, comandada por Arturo Prat, y la Covadonga, por Carlos Condell, sostienen el bloqueo de Iquique.

De repente se divisan en el horizonte dos tenues penachos de humó, que anuncian la aproximación de dos naves de guerra enemigas; la alarma cunde á bordo de los buques chilenos, y sus respectivos capitanes, comprendiendo el peligro que los amenaza y la imposibilidad absoluta de sostener un combate con buen éxito, tratan de salvarse poniéndose en marcha.

Pero el tiempo ha volado, y ya es tarde: el monitor Huáscar y la fragata blindada Independencia, poderosísimas máquinas de guerra, se han hecho perceptibles, y se aprestan, no á luchar, sino á caer como rayos exterminadores sobre la Esmeralda y la Covadonga.

Condell, sin embargo, por medio de una hábil maniobra, tiene tiempo de escaparse; pero, experto marino y sabedor de que pronto se le cazará, dirige su buque por paraje que no dará calado á la nave peruana, y en que, por tanto, encallará ésta, si su Jefe, por ignorancia ó por ofuscación, sigue la misma ruta. El Comandante de la Independencia no conoce aquella costa; persigue á la Covadonga caminando por la misma senda, y vara. Entonces el chileno vuélvese hacia atrás; dispara sus cañoncitos sobre el enemigo, y éste, viéndose perdido, se rinde á discreción.

Mientras tanto, la Esmeralda lucha con el Huáscar, lucha de uno contra ciento, de un pigmeo contra un gigante, sin fijarse su denodado Capitán y sus dignos subordinados en que la muerte será el premio inmediato de su temeridad.

La pelea se hace cada vez más imposible para el chileno, acribillado por las balas que sin cesar le arroja la poderosa batería contraria; pero su valor, lejos de atenuarse, aumenta más y más á cada nuevo disparo que se le hace, y que contesta, cuando no con un tiro de sus cañones de chispa, con un grito entusiasta, frenético, de “¡viva Chile!”

Encaja el Huáscar por tercera vez su espolón de acero en el casco de madera de la Esmeralda; y, después de cuatro horas de rudo batallar, se hunde ésta en el océano, con los cadáveres de los valientes que ya han entregado su vida en aras de la patria, y entre los hurras atronadores de los vivos, que antes prefieren ser alimento de los peces, que rendirse al enemigo. Prat, Serrano, Riquelme, Aldea y un grumete, que han abordado el monitor, sucumben en la cubierta de éste, pero sucumben animosos, impertérritos, y legando á Chile, la patria querida, una corona de inmarcesibles laureles.

Los chilenos saben ser héroes; pero Chile sabe premiar el heroísmo, no porque levante estatuas á sus hijos preclaros, ni porque acuerde pensiones y honores á sus familias, que esto podría hacerse por vanidad; sino porque el que por la patria se sacrifica y la honra, tiene, en el corazón de todos sus connacionales, un altar, en que la gratitud, el reconocimiento y la admiración tributante fervoroso culto.

No es preciso ser chileno para que el corazón palpite de entusiasmo al recordar la epopeya de Iquique. ¡Lástima que la pluma no acierte á describirla!