Ir por lana y volver trasquilado
(A Adolfo Saldías, en Buenos Aires)
Era una tarde veraniega del año de gracia 1580 y la hora crepuscular.
En casa de Francisco Palomino, macero del Cabildo de ésta tres veces coronada ciudad de los Reyes, hallábanse congregados en torno a una mesa con tapete verde el antedicho Palomino Juan de Ventosilla y Diego de Alcañices, soldados de arcabuceros reales y grandísimos devotos de Santa Picardía, y Pedro Carrosela, un pillete de lo más alquitarado de la truhanería de Lima.
Cubilete en mano, no daban reposo a las muelas de Santa Apolonia sino para de rato en rato aplicar un beso a la botella del tinto riojano.
Un mozo con capote de lamparilla entró en el cuarto, y dirigiéndose al dueño de casa, dijo:
-Don Francisco, ahí lo busca un caballero emperifollado, y dice que salga, que hablarle quiere.
-¡Por los clavos de Cristo! Pase adelante quien fuere, que en pisar mi casa, el mismo rey recibe honra.
Salió el mozo, y a poco entró un embozado de gallarda presencia. Levantose Palomino, y extendiendo la mano, que el desconocido no estrechó, dijo:
-¿En qué puedo servir a vuesa merced?
-Vengo, mi señor don Francisco, a entregarle una carta que me recomendó pusiese en manos propias un su amigo del Cuzco.
Y al dar la carta la dejó, como por torpeza, caer al suelo.
Agachose a recogerla Palomino, a la vez que el visitante sacaba a lucir un garrote, y en menos tiempo del que gasta una vieja en persignarse, le arrimó dos trancazos bárbaros al macero de la ciudad, dejándolo sin sentido.
Se armó una de pe y pe y doble hache. Figúrensela ustedes.
Los tres jugadores desenvainaron las tizonas y se vinieron sobre el alevoso apaleador, que también, charrasca en mano, se puso en actitud de defensa, gritando:
-¡No va nada con vuesas mercedes, caballeros! Yo vine sólo a castigar a Palomino, que tuvo la cobardía de poner la mano sobre el rostro de un mi deudo, hombre viejo y lisiado y por ello incapaz para cobrar desagravio por su propio brazo.
Pero los camaradas del macero, sin atender a palabras, lo acometieron con brío; y aunque el atacado se defendía con coraje y destreza, al cabo eran tres contra uno y a la larga habían de vencerlo.
Todos los picotazos
van a la cresta...
¡Quiera Dios que mi gallo
salga bien de esta!
Lo calculó Melchor Vázquez, que así se llamaba el hombre del garrote, y logró, batiéndose en retirada, ganar la calle. Sus adversarios no lo persiguieron fuera de la casa, y regresaron a socorrer al maltrecho don Francisco.
En la calle lo esperaba el deudo, y don Melchor, al enfrentarse con él, le dijo:
-Regocíjate, Antonio, que ya está bien castigado ese pícaro por la ofensa que te infirió.
-¿Castigado dices? -contestó el otro, acercándosele, y añadió con espanto-: ¿Y las narices, hombre de Dios?
-¿Qué narices?
-Las tuyas, cristiano.
Levantó Vázquez la mano y pasósela por la ensangrentada caza sin tropezar con la nariz. Ésta había emigrado.
-¡Ca... rráspita! -exclamó-. ¡Me fundieron!
Y como un huracán entrose de nuevo en casa de Palomino en busca de su nariz. Halló ésta tirada en el santísimo suelo y cerca de la puerta.
Cogiola ligeramente con la punta de los dedos, y volvió a salir sin dar tiempo a los compinches de Palomino para nueva embestida.
-¡Me las rebanaron, Antonio! ¡Me las rebanaron! -exclamaba el infeliz desnarizado-. ¡Y lo peor es que ya están frías y no podrá pegármelas el físico!
Y Vázquez y su deudo se fueron a toda prisa donde don Carlos Ballesteros, que era en esa época la filigrana de oro entre los médicos y cirujanos de Lima.
Éste declaró que las narices eran difuntas; que para ellas no había resurrección, y que lo único acertado que podía hacer su ex dueño en obsequio de ellas, era mandarlas enterrar en sagrado.
La rinoplastia estaba todavía en el limbo. Edmundo About no había escrito aún su ingeniosa novela La nariz de un notario.
Aunque el macrobio o centenario don Juan Rodríguez Fresle, en su famoso libro Carnero, cronicón divertidísimo, dice que Vázquez se mandó fabricar unas narices de barro muy al natural, otro escritor asegura que fueron de cera nicaragüense. A lo que dice el último me atengo.
Melchor Vázquez Campuzano fue en Lima la quinta esencia de la tunantería pasada por alambique. De buen talante, rumboso, espadachín, más alegre que día con sol de primavera, muy mimado por las princesas de a tres cuartillos.
La aventura mal aventurada de las narices tuvo para él, por consecuencia final, la de que su novia, que era una limeñita que calzaba zapaticos que parecían hechos por mano de ángel y para caminar sobre nubes, le expidiera pasaporte en regla y se echara a corresponder las carantoñas y cucamonas del Perico Carrosela, uno de los desnarizadores. La niña era de ésas que con sólo mirarlas, siente un cristiano calambre en las piernas y temblor en la barba. ¡Digo, sería linda! Compadezco al galán que por carencia de narices no pudo disfrutar del perfume de esa rosa pitiminí. Flores tales no las hizo Dios para los chatos.
Melchor Vázquez Campuzano, por miedo, no a los hombres, que buen acero llevaba al cinto para mantenerlos a raya, sino a las pullas con que sobre sus finadas narices y las de flamante reemplazo lo abrumarían las muchachas, se escapó de Lima y fue a sentar sus reales en Santafé de Bogotá, donde tuvo otras aventuras que he leído, relatadas por la galana pluma de Soledad Acosta de Samper.