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Ismael/LIII

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LIII

Mantenido a pie firme con ardoroso empeño el terreno ganado en el primer empuje, los veteranos de Posadas con el apoyo de sus cañones enclaváronse a su vez en la loma, conservando vivo el fuego graneado e inflexible la tensión de su línea.

Con todo, y a pesar de la superioridad en calidad y número de esas tropas, así como de su artillería de campaña manejada por peritos marinos de guerra, la resistencia no podía durar muchas horas.

La división revolucionaria cada vez más enardecida, redobló sus descargas.

Entonces, la fuerte brigada de la loma sale de su posición en buen orden al paso de marcha ordinaria, mordiendo el cartucho, y comienza su repliegue hacia las Piedras, sostenida siempre por el fuego de los obuses.

Un escuadrón de caballería de los independientes, a una voz de Valdenegro, se avanza sobre una de las dos alas en retirada, y sujeta sus redomones casi en la cresta de la colina.

Por esa parte se arrastra una pieza, con un carro de municiones.

Un jinete se desprende con impetuoso arranque de la mesnada vocinglera, y cae a lanza sobre el grupo derribando dos artilleros, uno de los cuales estrujó bajo los cascos de su zaino oscuro.

Los demás arrojaron escobillón y mecha, y fueron a confundirse con el grueso del ala que se alejaba, todavía con aire fiero.

El gaucho -que era Ismael- clavó el cuento de su lanza junto al cañón, y quedose allí inmóvil, con la vista fija en la caballería enemiga como si algo buscase en su bien ordenada formación en escalones, un poco a retaguardia de los fusileros.

Jorge Almagro se agitaba a la cabeza en un caballo tordillo negro, y Velarde pudo verle a través de la humaza blanquecina sembrada de fogonazos que se extendía al frente de la línea.

Entonces movió el brazo con ira, y volvió riendas para ocupar su sitio en el escuadrón, en momentos que se ordenaba cargar vigorosamente por los flancos.

Ismael había entrado al campo de batalla en el momento en que los tercios españoles efectuaban su repliegue hacia la loma enhiesta.

Aunque apurado su caballo por la rodaja y el rebenque, venía brioso y entero.

El gaucho ocupó en el segundo escalón de uno de los flancos su puesto de combate, escudriñando con vivo interés la línea enemiga.

A la primera voz de mando, le hemos visto desprenderse de la formación y abalanzarse él solo sobre el grupo enemigo que pugnaba por arrastrar la pieza de artillería hasta el pie del declive; y retirarse luego de divisar a Jorge para entrar en la carga a fondo.

El mozo parecía querer provocar por todos los medios un encuentro con el mayordomo, y manifestaba en sus movimientos audaces un gran desprecio por el peligro.

Habíase alivianado de sus ropas, quedándose con una camiseta de lanilla, cuya manga derecha veíase recogida hasta más arriba del codo. Las boleadoras y el «lazo» ensebado -el que usaba para coger novillos y aún jaguaretées- de fina argolla y fuerte trenza, aparecían apenas ceñidos al recado, como para disponer de unas y otro en todo instante sin dilación alguna.

Tal vez precisase de esas armas, tan temibles en sus manos, en la carga decisiva sobre la caballería realista a que citaba el clarín de León.

Se hallaba el grueso realista en una posición desventajosa al final del declive de la loma, cuando la caballería de Maldonado se interpuso a gran galope, cortando su retirada a las Piedras, y la de las alas cargó como un huracán llevándose por delante los escuadrones en tumulto.

De estos, sólo uno que se componía de peninsulares voluntarios consiguió rehacerse tras el vértigo del entrevero; y el que arrastrado por Almagro con viril arrojo, formó a retaguardia de la infantería.

Los otros, dispersos a todos los rumbos, sin excluir el de Montevideo adonde llevaron la infausta nueva del desastre, no volvieron más al campo de batalla; y hasta pusieron en el caso de retroceder y guarecerse dentro de muros a un refuerzo de quinientos infantes que venían en auxilio de Posadas, suponiendo a éste el virrey Elío fortificado ya en la villa de las Piedras, en cuyo punto como es sabido había dejado una gran guardia con una pieza de a cuatro.

Los efectos brillantes de la carga de las milicias, el destrozo hecho en los cuadros veteranos, la pérdida de una parte de su artillería en el descenso fatal de la loma, el encierro a hierro y fuego de sus tropas inmediatamente después del desbande del vidrioso elemento de a caballo con que él contaba para reprimir los avances de las huestes de Manuel, de Pérez y de León, no abatieron el valor sereno del capitán de fragata y de sus pundonorosos tenientes, y dando cara al peligro en la hondonada, propúsose allí vender a alto precio la victoria.

Dentro de aquel cerco de aceros, en que se batía con denuedo, a la caída de la tarde percibíanse apenas en medio a las volutas espesas de la fusilería y del cañón los morriones de sus soldados aguerridos, y los celestes penachos de los patricios que adelantaban terreno paso a paso a la voz ronca ya de sus capitanes.

Una masa de caballería se movió de repente con estrépito, en la falda de una de las colinas ásperas del ala izquierda, y se vino al choque con la de Jorge Almagro que buscaba romper el cerco desesperado, a lanza y sable.

Aquel enjambre de centauros se revuelve un instante tumultuario y, ruidoso, entre feroces aullidos, descargas de trabucos a quema ropa, refregones de lanzas, ludimientos de caballos y de sables, volteos y reencuentros a toda rienda, sin formación y sin orden, saltándose por encima de los muertos y heridos que los redomones azorados pisotean y estrujan; y entre el polvo, el humo, el tufo de la carnicería van a estrellarse dos jinetes, cuando uno de ellos refrena de súbito los saltos de su lobuno, gritando con bronca voz:

-¡Esmaél!

Quien había hablado, era Aldama.

Ismael le mira lívido y mudo, y pasa a su lado como una saeta tendido sobre el zaino, cuyos ijares desgarran las espuelas, con la lanza en la diestra, sin sombrero y el vendaje en la frente, que sírvele a la vez de vincha para sujetar su larga melena sacudida en rizos sobre los hombros.

El zaino corría con las narices abiertas y la boca ensangrentada, muy erguida la cabeza, cual si en medio de sus pavores lo impulsara sin embargo adelante el furor de la refriega.

A su lado se deslizaba Blandengue veloz, con la lengua colgante llena de espuma, y el que al primer arranque de los escuadrones había tomado parte también en la carga, todo conmovido y tembloroso, el ojo sangriento y los colmillos a la vista, ladrando con furor, cual si se viese acosado por una manada de potros.