Ismael/LV
LV
Desde sus claustros de San Francisco, en donde un proseguían sus tertulias cada vez más animadas a medida que aumentaban los ardores políticos del tiempo, los frailes nuestros antiguos conocidos, oyeron anhelantes los ruidos lejanos de la artillería.
Contaminados por el espíritu entusiasta de la época, que iba penetrando insensiblemente en los centros más reacios a la innovación, y depositarios exclusivos decirse puede, de la escasa ciencia y conocimientos político-filosóficos de su tiempo, los conventuales entre los cuales había jóvenes de hermoso talento siguieron afanosos los progresos del movimiento revolucionario, comentando paso a paso los hechos que se producían y que hasta ese instante eran coherentes con los ideales acariciados por todo el elemento criollo.
No bastaba eso a sus fervores profanos.
Desde el principio de la lucha, ellos procuraron por medios sigilosos ponerse en contacto con los jefes del movimiento, coparticipar a la distancia de las emociones del triunfo o del contraste, y aún trasmitirá Artigas especialmente los datos y nuevas que juzgaban interesantes a la causa revolucionaria.
En la soledad de los claustros, la ansiedad era así más honda y afligente.
En cambio se miraban con sensatez las cosas y los hombres, y por intuición lúcida se descubrían en parte los velos del porvenir.
Fray Benito era un apóstol convencido, tan manso y culto de carácter como inteligente y sagaz de espíritu; estudioso por hábito, asimilador de verdades y principios nuevos, elocuente y persuasivo en el diálogo y en la controversia, ajeno a las intolerancias hirientes, apto por lo mismo para marchar con las ideas sin infringir la regla disciplinaria, y aunque joven, acreedor al respeto de sus cofrades que le oían siempre con interés marcado.
El joven fraile les comunicaba sin gran esfuerzo el fuego de sus creencias y su fe en el futuro, sintiendo en su naturaleza el ardimiento generoso de las aspiraciones nativas, y los grandes anhelos a una vida más conforme con el ideal humano, cuya fórmula dio Jesús, cuando lo bestial pesaba sobre el alma, y la fuerza del derecho no ejercía su vigor moral en la conciencia de los pueblos.
En las tertulias nocturnas de la celda, el eco de su voz era el que persistía en todos los oídos. Se hablaba quedo, pero con provecho y unción patriótica.
El rumor del combate, casi a las puertas del Real, los tenía pues con razón en extremo inquietos.
Parecían aspirar desde sus celdas el olor de la humareda, y aguardaban impacientes el desenlace de aquella batalla, de cuyo resultado dependía la suerte de las campanas.
Parte de ese día se pasó en zozobra.
Lo que ocurría era extraordinario y solemne.
En la celda de Fray Benito se había agrupado un regular número de religiosos, para oír un relato que hacía Fray Joaquín Pose, quién acababa de entrar de la calle después de haber cumplido con los deberes de su ministerio ayudando a bien morir dos heridos graves de caballería que habían logrado retirarse del campo de batalla en las primeras horas de fuego.
Según Fray Joaquín, Posadas estaba irremisiblemente perdido. Sus informes eran de abrumante exactitud.
Parte de la artillería abandonada, la caballería destruida, el parque en poder de Artigas, los cuerpos veteranos acosados de cerca, y ya sin municiones: el desastre a esa hora era inminente.
Una llamarada de júbilo iluminaba todos los rostros.
Los frailes callados, con la vista fija en el narrador, no perdían una sola de sus palabras.
Volvían a cada instante las cabezas apartándose con mano nerviosa la capucha para escuchar los rumores del convento, llevábanse los dedos a los labios cuando sentían ecos sospechosos, y en algún intervalo de silencio salían al patio quedándose atentos a las explosiones lejanas.
Continuaban los retumbos.
Volvíanse a entrar en la celda agitados y febriles, y proseguía el cuchicheo, casi juntas las bocas en estrecho círculo de miradas y de alientos, rozándose los cuerpos y, las manos trémulas bajo la presión de una ansiedad profunda.
Este grupo de frailes, inspirados por Fray Benito era el que se distinguía en los claustros, por sus opiniones favorables a la causa de los independientes; y de estas tendencias conventuales estaba enterado el virrey Elío por otros religiosos de la orden tan realistas como él.
De ahí que ellos procedieran en los últimos días con el mayor sigilo en todos sus actos y conversaciones íntimas, evitando en lo posible avanzar una sola frase que pusiera de relieve sus móviles, delante del padre guardián o de alguno de los fervorosos adeptos del viejo régimen.
-He notado agitación y movimiento en la ciudadela -decía Fray Joaquín.
Al pasar por la calle de San Carlos vi parado en columna un cuerpo de la marina, en actitud de marcha.
-¿Irá de refuerzo?
-Tal vez. La cabeza de la columna miraba al Portón de San Pedro.
Oí decir que se reunían a prisa todos los caballos de los carreros en el Hueco de la Cruz...
Dos carros de munición y alguna tropa salieron por el puente levadizo a las doce.
Fray Benito, reconcentrado en sí mismo, con la barba apoyada en la mano, meditó un momento.
Luego dijo:
-Al trote y galope de un mal caballo se recorren más pronto que las tropas, tres leguas...
-¿Y bien? -preguntaron casi a un tiempo sus colegas excitados e impacientes.
-En el Hueco de la Cruz, en una tienda de cueros, está José nuestro mensajero que tiene su caballejo de cargar carne en la costa del norte; y ahí cerca de las casernas debe encontrarse ahora el viejo pescador Pascual, en su canoa, echando el jorro a las mojarras...
-Cierto es...
-Fray Pedro López podría entonces sin pérdida de tiempo llegarse al Hueco de la Cruz, y poner en actividad a José para que avise a Artigas la salida del refuerzo.
José es un muchacho de doce años, Pascual un viejo inofensivo; la canoa puede conducirlo cómo antes de ahora a la playa del norte, en pocos minutos, y de allí con su caballejo correrse por la costa y los campos en que es baqueano.
-Voy al momento -dijo Fray Pedro López.
Pero, quién sabe si Josecillo se atreve...
-Es servicial y animoso.
-El padre ha servido con Artigas en las luchas del contrabando -observó Fray Joaquín.
-El aviso puede ser muy oportuno, y ningún agente más seguro que José...
-¡Veremos!
Fray Pedro López salió apresuradamente.
Era ya la una de la tarde.
Los redobles del tambor se sucedían a cada instante en la ciudadela, y parecía sentirse en la atmósfera el olor de la pólvora de las Piedras como un anuncio aciago de derrota.
Los conventuales siguieron desasosegados muy envueltos en sus capuchas, como en un manto de dudas e incertidumbres, vagando por los claustros, para concluir por congregarse de nuevo en alguna celda solitaria.
Los demás no se encontraban en mejor situación de ánimo; susurrábanse cosas graves y comentarios ardientes, a manera de rezos.
Fray Benito razonaba sobre los efectos probables del combate.
-En caso de triunfo por Artigas -decía- el desaliento va a cundir en el recinto.
Pero, Elío tiene mucha entraña; y los muros muchas bocas de fuego. ¡Contra esta coraza terrible va a estrellarse todo empuje!
-¿Y qué importa, si las campañas están en armas?
Sobrevendrá el asedio.
-Cierto es. La revolución ha armado a los instintos, y ellos van a demolerlo todo con una premura asombrosa, quizás sin tregua ni cuartel, porque destruir es la obra con la fuerza del torrente.
¿Qué puede de lo viejo quedar en pie, que no sea una mole en mitad del camino de la nueva vida?
Es preciso cambiar de sangre y de formas, aun cuando cada esfuerzo sea un sacrificio, y cada abnegación un martirio.
¡Los tiempos han cambiado!
Del dique...
Fray Benito se interrumpió aquí.
Desfilaron por su memoria los cuadros que en ella habían diseñado las recientes lecturas de la revolución francesa, las doctrinas de Robespierre y de Dantón, «el hombre forrado en pieles y fierezas» de Juan Jacobo, y hasta los actos de cruel severidad con que el movimiento inicial de Mayo había marcado el rumbo a la ardiente y poderosa generación del tiempo.
Figurose quizás una victoria completa del nuevo derecho sobre la fuerza, y una sociabilidad dispersa, pero llena de anhelos desbordados, en frente de leyes y de costumbres tradicionales que eran enemigos más peligrosos que los ejércitos vencidos en los campos de batalla; sistemas, organizaciones, fórmulas, ensayos violentos en pos de la obra de la espada, tribunos impacientes por avanzarse al tiempo, muchedumbres ebrias exhibiendo todas sus llagas y, armando todas sus cóleras para prolongar en los años el estridor de la pelea y el delirio de la venganza, hiriendo en propia carne, como para hacer saltar por las heridas la sangre negra que formó el mal de herencia.
¿Veía ya él acaso aparecer en la escena el nuevo elemento de acción y, reacción; el elemento móvil, activo, indomable que venía del fondo de las soledades, como los leones en sus crisis de fiebre, desmelenados e iracundos, a coadyuvar con todas sus fuerzas al ideal común de la absoluta emancipación, y a pedir en el teatro de la lucha un sitio de preferencia en nombre del robusto sentimiento local, so pena de ganarse él sólo posiciones a hierro y fuego entre olajes de sangre y, de despojos; al punto de trucidar el vínculo férreo de la vieja colonia y hacer perder el eslabón en la cuenca más profunda del Plata?
Bien pudiera ser: porque Fray Benito, fijando sus ojos expresivos en el semblante del hermano que le había argüido, agregaba como hablando consigo mismo:
-El dique, al torrente. Ese es el problema...
Imaginábase el fraile un pueblo que viene a la vida, al día siguiente de un trabajo de destrucción y de exterminio.
Todavía arden las venas, bulle el cerebro, el suelo está empapado, fresco está el olor de los cuerpos muertos, la pasión del valor aún palpita fogosa, el sensualismo de mando se acrece e increpa, los nuevos prestigios, las prepotencias que han surgido en los campos como los árboles indígenas, con raíces profundas, las huestes insubordinadas que se creen con alientos de legiones, la audacia agreste que se alza al nivel de la superioridad moral, los antagonismos crudos formados al calor de la emulación y, de la gloria, el celo del pago convertido en fanatismo social y político -en célula latente de repúblicas forjadas a botes de lanza- todo se agolpa y recrudece, se exagera y desarrolla en formas más siniestras a los últimos resplandores del incendio, subdividiendo el principio de autoridad entre los fuertes y reemplazando con las prácticas licenciosas la regla de obediencia, ¡que aparece entonces como ley de odiosa tiranía!
El sistema imperante había hecho refluir a las extremidades los elementos indóciles, en su impotencia para utilizarlos en vastas zonas despobladas, y estos elementos o fuerzas perdidas de la economía social, sin otro vínculo entre sí que el que ata a los seres de escala inferior que viven en república por instinto de propia conservación, habían llegado a crearse una atmósfera de extraña independencia, que favorecía de día en día la impunidad de los hechos, y al favor de la que los excesos se multiplicaban en proporción al desarrollo de los instintos feroces.
¡Sólo guerras sin cuartel, implacables luchas a cuchillo, podrían debilitar o destruir ese vínculo formado en los desiertos por la licencia del gaucho errante y la barbarie charrúa!
Como una tromba que comienza a formarse atrayendo desperdicios y desechos a su centro de vorágine para rodar en seguida por toda una zona inmensa, hinchada a su paso incontrastable con los despojos del desastre, ocurríasele al fraile que él distinguía en el horizonte -allá donde hervían las irritaciones nativas- una columna espesa de polvo y chispas que levantaban los cascos de los potros, sacudida por un viento caliente de tormenta, y que venía avanzándose desde los aduares solitarios entre siniestros rumores.
De ahí que Fray Benito abatiera a cada instante su pensamiento reflexivo al terreno práctico, y al sondar sus escabrosidades se detuviese abismado en lo que él llamaba el problema, verdadera esfinge que se erguía al final de la jornada o del camino, tal vez bajo las formas de un tipo selecto de raza caucásica, de ojos semi-azulados y cabellera casi rubia, torso de Alcestes, bien sentado en los lomos de un bridón de guerra, inmóvil entre las ruinas, como observando el sitio por donde debía abrirse paso al porvenir, banderas en alto y paso de victoria, la viril generación de la epopeya.
Después de esos diálogos breves y cortados, los frailes volvían al silencio y a la ansiedad, pareciéndoles que aquel día era demasiado largo; y que, dada la persistencia de los lejanos retumbos, en vez de doscientos debían haberse hecho ya los combatientes, dos mil disparos de cañón.
-Todos quedarán muertos antes de la noche, decía con mucha gravedad Fray Joaquín.
¡Cómo truena esa artillería del infierno!
Pero, las horas transcurrían.
A las cinco, Fray Pedro López trajo la nueva de que Josecillo había partido antes de las dos; y de que entraban a grandes grupos en la ciudadela los dispersos de la batalla.
-Todos son de caballería -decía.
El cañoneo ha cesado, y se supone prisionero a Posadas con sus cuadros veteranos.
Pero mucho sigilo, hermanos -añadió.
Un empecinado ha seguido mis pasos.
Ante estos informes, aumentó entre los conventuales el grado de excitación; y al cerrar la noche, ya no quedó duda del triunfo completo de Artigas.
Esparciose por todo el Real como una voz de alarma.
Infantería y artillería habían caído en poder del enemigo con sus planas mayores, piezas y banderas -y los independientes venían en marcha triunfal a tender sus líneas a tiro de cañón de la ciudadela.