Ismael/X

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Ismael Velarde era un gauchito sin hogar.

La existencia azarosa, en medio de cuyos conflictos lo presentamos, no fue sin embargo la de sus primeros años de juventud. Aunque errante e indolente, por inclinación y por hábito, cumpliéndose en él y en casi todos los de su época de una manera fatal la ley de la herencia, tenía cierto cariño al trabajo rudo que pone a prueba el músculo y nutre al organismo con jugo salvaje. Sentía pasión por la vida libre, indisciplinada, licenciosa; pero le era también agradable por orgullo de raza que se fiasen de él, cuando hacía promesa de sudar en la labor honesta. Esta conciencia de su responsabilidad moral, impresa en su semblante, abríale sin sospechas depresivas el camino del trabajo. Los que lo oían, creían desde el principio de buena fe, que él sería capaz de cumplir con su deber. Pobre, solo, inculto, desamparado, realizábase en el joven gaucho el proverbio oriental: el hombre fuerte y el agua que corre, labran su propio sendero.

Fue así como, presentándose un día en el establecimiento de campo que la viuda de don Alvar Fuentes poseía en Canelones, sobre el río Santa Lucia, su mayordomo Jorge Almagro lo aceptase a su servicio para las faenas pastoriles.

La estancia de Fuentes como todas las de aquella época apartada, componíase de tres o cuatro construcciones de barro seco, que servía de revoque a las varillas o el ramaje de las paredes, techo de paja brava, y grandes troncos sujetos en horquetas; edificios que aparecían separados unos de otros algunos metros, con pocos árboles, una enramada espaciosa al norte, una huerta muy pequeña a espaldas del rancho principal, y una tahona que no funcionaba hacía tiempo, distante de aquel medio tiro de pistola.

Las «casas» o poblaciones de fábrica sólida, cal, ladrillo o piedra eran muy raros, aún tratándose de propietarios acaudalados. El rancho, algo más cómodo y mejor repartido que la choza primitiva, constituía el tipo arquitectónico agreste, con sus puertas bajas y sus ventanillas estrechas, piso de tierra dura, y patios sin desmonte ni acequias.

El depósito de agua potable, era un barril asentado de vientre sobre un armazón de troncos con cuatro o con dos ruedas toscas, que servían para arrastrarlo hasta el arroyo con un jamelgo manso, rodilludo y maltrecho.

Una especie de cabaña que había al fondo para guardar cueros y cerdas, y la tahona a que hemos hecho referencia, tenían por puertas pieles de toro sujetas fuertemente en maderos rústicos que a manera de marcos encajaban en las poternas. El corral, chiquero o redil -que de todo esto tenía algo- próximo a los ranchos, componíase de palos nudosos y retorcidos a pique, de tala y espinillo, unidos por guascas peludas de cuero vacuno.

El campo era muy extenso y feraz, y en él pacían varias majadas de ovejas, numerosas manadas de yeguas y más de cuatro mil vacas.

A la posesión exclusiva de estos bienes respondían todos los procederes de Jorge Almagro, el mayordomo, desde años atrás; la única heredera había llegado a la pubertad, y él había empezado ya sus maniobras.

Era este sujeto oriundo de Aragón, vinculado a la familia de Fuentes, y primo de Felisa, única nieta que la viuda conservaba a su lado, a quién Jorge creía una presa segura.

Tenía él la frente deprimida, los ojos verdosos, redondos y saltones, la nariz aplastada en el vómer, el bigote escaso y cerdudo, en partes chamuscado por la brasa del cigarro, la cabellera corta y rala enseñando ranuras aquí y acullá en el cráneo, grande la oreja, en forma de concha marina, labio inferior grueso, de esos que se apartan de la encía y se estiran como una trompa para dar salida a la voz, la espalda ancha, y piernas en arco por la costumbre de la espuela. Por lo demás, robusto y fornido. Hacía más repelente esta figura, un carácter avieso y tosco propio para la lidia con la hacienda brava. Los peones lo soportaban sencillamente; pocos le querían.

Era ella en cambio, una morena de ojos oscuros de espesas pestañas negras, abundosa cabellera que lucía en largas trenzas, afilada nariz y boca algo grande, pero roja y fresca con un arco dentario seductor. En sus pupilas brillantes, y en sus labios casi siempre entreabiertos, retozaban dieciocho primaveras.

Era nieta de un gallego, capitán de milicias; pero, como buena criolla, tenía toda ella el sabor de la tierra, y los resabios de la taimonia local, que la escasa educación de aquellos tiempos favorecía más bien que extirpaba.

Su origen como se verá, no era oscuro; y merece consignarse un detalle histórico.

Contábase de su abuelo un episodio glorioso.

En el asalto de Montevideo por los cuerpos veteranos del general Anchmuty, en 1807, la artillería británica abrió con verdadero éxito sus fuegos bien cerca de la muralla por la puerta del sur, que servía de junción a las obras de la costa. Era el lado más débil: un lienzo sin terraplenes interiores, sin fosos ni contraescarpas. Abrir brecha, fue el intento. Bajo un fuego terrible, en pocos días, el proyectil del cañón inglés vomitado constantemente sobre el muro, desde la batería de la costa y los poderosos buques de la escuadra alineados frente al cubo, horadó el granito, abriendo ancho hueco.

Por entonces, ya las balas habían destrozado los revestimientos, parapetos y explanadas del próximo bastión. No se postró por eso, el ánimo esforzado de la defensa. Era preciso suplir el lienzo de muralla que había saltado en mil fragmentos, y por cuya abertura o boquerón siniestro llovía la metralla entre espantosos ruidos. ¿Cómo hacerlo? Por allí iba a precipitarse la columna de ataque, como una onda irresistible que al destrozar el dique sembraría por doquiera la desolación y el espanto... Una voz valiente mandó cubrir la brecha en cierto instante solemne. -Los defensores se miraron con desesperación-. La artillería inglesa seguía rugiendo furiosa; un viento de muerte soplaba de la parte del mar; el granito volaba en trizas por los aires entre un torbellino de polvo y arenas; y revueltos los soldados en las banquetas de los flancos mordían con rabia el cartucho, ya sin orden ni disciplina ante aquel huracán formidable que llevaba en sus alas ardiente plomo, ensangrentados guijarros y trozos de carne viva. En medio de escena tan pavorosa, otra voz robusta y potente gritó, dominando el tumulto: «¡barriquemos con cueros!». Era nuestro capitán de milicias quién había hablado a la tempestad de balas. Pero, ¿quién alzaría la carga y llegaría a plantarse en mitad de la brecha por donde se deslizaba exterminador el torbellino de mortíferos cascos?...

El bravo capitán dio el ejemplo. Lanzose rápido a una barraca cercana y volvió al antro infernal, con una pila de pieles secas sobre sus hombros. La noche avanzaba lúgubre y oscura; un obús colocado en posición oblicua enviaba en sordo ronquido sin cesar a las alturas en parabólicas trayectorias sus bombas y metrallas, que el cañón sitiador retribuía sin tregua a su vez con andanadas de hierro. La figura atlética del capitán de milicias dibujose de improviso ante el boquerón, agobiadas las espaldas bajo el peso de la carga, volteola con fuerza en medio de la brecha, y alentando entre enérgicos juramentos a sus soldados, corrió de nuevo al depósito y volvió a regresar con su dorso abrumado, semejante en la oscuridad a la carcoma de una acémila que se rebela irritada a la aproximación de una tromba. Por algunos momentos siguiose aquella faena homérica... El sitio estaba sembrado de escombros y cadáveres. A pesar de la borrasca de plomo y fuego, las pilas de cueros coronaban ya la brecha en más de un metro de altura. Sentíase en el exterior sordo rebote de balas. El capitán, libre por quinta vez de su carga, retrocedía con el rostro al peligro, altivo y fiero, chorreando sudor heroico, jadeante el pecho descubierto, paso a paso, casi ebrio con el humo de la pólvora... De pronto, oyose un choque seco: el titán se bamboleó con los brazos en alto, y tras aquella recia sacudida, desplomose frente al parapeto sin lanzar un gemido el bravo capitán gallego. Una bala enorme le había atravesado el cuerpo.

Horas después, a manera de colosal salva de cañones en épicos funerales, las bocas todas de esa parte de la muralla debían bramar a un tiempo con horrísono estampido, dirigiendo sus fuegos convergentes sobre la columna inglesa de ataque que entre profundas tinieblas erraba la brecha; y abrasarse con Browne el cuadragésimo regimiento bajo ese chorro espantoso de fuego; y caer Remy extinto al montar la pila, que el denodado capitán de milicias cubriera el primero con admirable esfuerzo.