Ismael/XII
XII
Este odio se acentuó a causa de un accidente común en la existencia semi salvaje del pastoreo.
Un día, hallábase Ismael en la enramada aderezando su caballo, tras breves momentos de descanso. Aldama, su mejor compañero, azuzando los perros de campo, hacía salir del monte parte del ganado arisco habituado a la espesura. Las reses con aspecto siniestro, se lanzaban acá y acullá fuera del bosque rompiendo ramas y estrujando malezas, entre sordos bramidos, para emprender por los campos su furiosa carrera.
Algunos se detenían temblantes y feroces, escarbando la tierra que arrojaban por detrás a grande altura, para volverse iracundos hacia el sitio en que se oía el ladrido de los perros; hasta que, con la cabeza erguida y bramando se abalanzaban en pos de los otros, llenos de abrojos los borlones de sus colas tendidas al viento como gruesos dardos.
Uno de estos toros de guedeja descubierta, agilísimo y fornido, que traía sobre la vista enfurecida fibras vegetales enredadas en sus cuernos y el hocico cubierto de sangre por los dientes de algún perro, salvó el cerco endeble que circuía una pequeña huerta a espaldas de la casa; y precipitose al corredor del frente, abatiéndolo todo a su paso con la fuerza de un ariete.
Junto a una empalizada encontrábase Almagro en ese momento de pié; la criolla, que atravesaba el patio, lanzó un grito y sin fuerzas para huir cayó a lo largo a pocos pasos de la puerta. La embestida había sido rápida, y en su ímpetu el toro revolviose hacia Felisa despreciando un ademán agresivo de Jorge.
El trance era serio.
Almagro revoleó el rebenque por encima de su cabeza, lanzando una especie de alarido sin separarse de la empalizada.
El toro se paró de súbito a pocas varas de Felisa, resoplando; embistió por un instante a Jorge hiriendo el aire con sus agudos cuernos, y con la misma rapidez, como atraído por el vivo color rojo de un pañuelo que la criolla llevaba cruzado sobre el seno, arrojó tierra con una de sus pezuñas al rostro de Almagro y lanzose con el asta baja sobre el bulto que se revolvía en el suelo.
En ese segundo crítico, Ismael que había clavado espuelas a su caballo, salvando la distancia intermedia en dos botes prodigiosos, cayó como una tromba de flanco sobre la bestia, y al empuje de los poderosos encuentros de su bayo de trabajo, revolcose por el polvo la res, lanzando un ronco bufido.
Produjo el terrible choque un ruido semejante al de una marmita de hierro que se rompe, sentose el caballo sobre el toro con sus remos delanteros y por un momento formaron una masa informe en medio de la polvareda, jinete, toro y bridón, entre voces enérgicas, salvajes bramidos, sordos golpes y ruido de espuelas.
Cuando el caballo resoplando con esfuerzo, roto el pretal y temblorosa la piel saltó sobre la bestia bravía, e incorporose ésta haciendo en el suelo ancho surco con el cuerno; Felisa ya no estaba allí, y Almagro aparecía jinete en un tordillo.
Estaba pálido y ceñudo.
Ismael picó su cabalgadura sin darle tiempo, y recostándose al toro, lo acodilló con violencia y fuele azotando largo espacio para abandonarle en el declive de una loma.
Almagro se le reunió en breve; y sin mirarle, con aire taimado, díjole estas solas palabras:
-¡Caíste a tiempo!
Ismael, oprimiendo el barboquejo entre sus labios de mujer, miró con vaguedad al horizonte, y limitose a contestar con su modo seco y desabrido:
-Morrudo el orejano.
Desde este suceso, Jorge había ido acumulando mayor hiel contra el mozo.
Felisa solía mirarle con fijeza, delante de él, en ciertas oportunidades; y estas manifestaciones lo encelaban de un modo siniestro, ocurriéndosele pensar al fin que Felisa debía querer al de las chascas.
Poco tiempo después del lance, en una noche oscura y calurosa, Ismael cantaba a media voz, rascando la guitarra cerca de la cocina; de la que salía, extendiéndose algo hacia afuera, un resplandor rojo entre humaredas de carne «churrasqueada».
Era ya un poco tarde, y los peones se iban recogiendo a medida que cenaban: oíanse acá y acullá algunos bostezos sonoros, y un chic-chac de rodajas que disminuía por instantes.
Felisa llegó a percibir la voz clara de Ismael, salió de su pieza, parándose un momento en el umbral.
Enseguida se dirigió a la huerta pequeña de que hemos hablado; y allí, entre las coles y cebollines, el apio y el orégano que servían para el puchero diario había dos matas de claveles sin flor, y un cedrón que ya envejecía. Arrancole ella un gajo de la parte más tierna y verde, y lo tuvo bajo la nariz un rato; refregolo luego entre sus dedos, con la vista como enclavada en la tierra, y no tardó en volverse.
Pero en vez de entrarse a su habitación, llegose maquinalmente hasta el sitio en que se encontraba Velarde; púsose en jarras, y diole la espalda, con el gajito entre los labios.
Al principio, al verla, Ismael se calló, sin cesar de rascar las cuerdas; y después, siguió su cantinela en voz bajita, concertando el falsete con el tañido de la prima y la bordona.
Tenía tan cerca a Felisa, que él comenzó a revolverse de pronto, un poco desasosegado. Diose ella entonces vuelta, y dejó caer el gajito como distraída encima de la guitarra.
Hecho esto, se fue.
Velarde pasó su mano callosa por la caja del instrumento, sin apartar los ojos del bulto que se alejaba, tropezó con el cedrón que se había metido en el hueco, y lo olfateó con ruido de fosas, pareciéndole que «olía a mujer».
Almagro fue testigo de esta escena, allí próximo en la oscuridad, sin ser visto.