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Ismael/XIX

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XIX

Ismael alargó las manos temblorosas, y empezó a tantear. Ella dejó hacer. Mirole y sonriole, con los ojos húmedos y brillantes. Alguna vez pasó sus dos manos sobre las de él, no para reprimirles sus nerviosos tanteos, sino para acariciarlas. Sentíase feliz. Los alientos del varón le encendían la sangre, quemándole todo el cuerpo, y se abandonaba sin resistencias, acercando y retirando su cabeza del pecho de su amante, con esos movimientos bruscos al principio, pausados luego, de una voluntad que se rinde. En cierto momento él la estrujó en un arrebato enérgico. Suspiró Felisa, acercole otra vez su boca ardiendo, e hízole presa el labio con los dientes. Quiso él desasirse por un segundo, echando atrás el rostro; más ella le cogió suave con las dos manos de los rulos, y volvió a beber fuego en aquella boca sombreada por un bigotillo negro, con la tenacidad de una abeja en un pétalo de flor lujuriosa.

Entonces él se apoyó en la mesa, y la atrajo, con ímpetu rudo, callado, entre las sombras; y cuando Felisa quiso decir algo, que se quedó atravesado como un nudo en su garganta, ya era tarde... El gaucho vigoroso que domaba potros, era en aquel instante lo que el clima y la soledad lo habían hecho, un instinto en carnadura ardiente, una naturaleza llena de sensualismos irresistibles y arranque grosero.

Al sentir la presión de sus manos, como tenazas, ella se abandonó con cierto deleite dejando caer la cabeza en su hombro...

Transcurrieron algunos momentos.

Al cabo de ellos, una sombra negra apareció en el umbral sin que de ella se apercibiera ninguno de los dos.

Con acento débil, y balbuciente, decía Felisa:

-Yo me voy...

¿Quién era la sombra interpuesta en el umbral?

El mayordomo acosado por el celo había pasado del rancho en que se velaba el cuerpo de Tristán Hermosa, al de la familia de Fuentes. La vieja viuda dormía y el lecho de Felisa parecía solitario.

Jorge estuvo escudriñando algún tiempo. Después se dirigió a la cocina y supo por una negra que allí fumaba su «cachimbo» junto al fogón apagado, que la criolla se andaba por el campo, atrás de los bichos de luz.

Almagro fuese; descalzose detrás del rancho las espuelas que dejó allí tiradas, y encaminose derecho a la tahona, probando primero si el filo de su daga estaba al pelo.

Aldama, escondido en el montón de huesos, lo vio pasar como agazapándose en las sombras; pero, no tuvo tiempo de prevenir a Ismael, porque el mayordomo estaba ya a pocos pasos de la puerta, cuando él ante esta aventura, volvió a acordarse del aullido de los perros y de la «estrella con cola».

Jorge escurriose hasta el ventanillo; y escuchó.

Como le pareciese oír resuellos o respiraciones ahogadas de dos personas, la sangre se le subió a la cabeza; y con la cautela y la agilidad de un felino, introdújose sin ruido en la tahona.

En ese momento, Felisa pronunciaba las palabras que dejamos consignadas, y disponíase a desasirse de su amante, cuando sintió que una mano áspera y ruda cogía sus trenzas, y helósele la sangre. Esa mano o zarpa le rozó la nuca; oyéndose luego un crujido singular -el que hacer pudiera el filo de un cuchillo al cortar la cabellera de un solo golpe- en tanto barbotaba esta frase, una voz ronca e irascible:

-¡Te habías de dar al más ruin, perdida!

Escapó al pecho de la criolla un grito casi ahogado, al reconocer el acento del español. Dejose caer de rodillas; y cogiéndose con las dos manos la cabeza despojada de sus trenzas, lanzose enseguida sobre él, y clavole las uñas en el rostro.

Jorge la rechazó con brutalidad, arrojándola fuera de un empellón, que acompañó de un terno sangriento.

Ismael rechinó los dientes, y saltó como una fiera.

Dejose oír tan solo ruido de rodajas, en aquel brinco siniestro.

Los ojos de Almagro, redondos y fosfóricos como los del ñacurutú brillaban fijos en las tinieblas; estaba él encorvado, con las piernas en comba, junto a la puerta, conteniendo la respiración, para eludir el encuentro al primer choque, arrastrándose hacia afuera. Su afilada daga, tendida en guardia baja, oscilante como un péndulo en el crispado puño, despedía blancos reflejos.

Ismael dio un segundo bote ciego de rabia, y melláronse las dagas, echando chispas, al chocar en la sombra.

El pie de Jorge, al asentarse con la pesadez del plomo, tropezó en la caja de la guitarra caída en tierra; y las cuerdas estrujadas dieron rumbo cierto a Ismael, que dirigió rápido al sitio la punta de su arma.

Un relámpago de luz verdosa surcó le atmósfera, inundando la escena del drama. A esta instantánea iluminación Ismael pudo percibir a Aldama, de pie a algunas varas de la puerta, inmóvil, y cuchillo en mano; y a su enemigo a un metro apenas de distancia con la cabeza hundida en las espaldas en actitud de arrastrarse hacia el campo.

El momento era decisivo.

Siguiose una lucha sorda, cuerpo a cuerpo, en la que hasta la cabeza de vaca rodó por el suelo, junto con la mesa; después... el ruido de una masa que se desploma, y de una hoja de hierro que escapa a una mano ya sin vigor. Luego una ronquera bestial, algo como un resoplido feroz, sucediéndose a la caída en las tinieblas.

Por último, un silencio de muerte.

Un hombre saltó afuera.

Aldama reconoció a Ismael que acababa de pasar por encima del cuerpo de Jorge, a quien dejaba por extinto con una puñalada hasta el mango en el tronco.

Ismael se reunió a su compañero, limpiándose la sangre que le había empapado el brazo, y palpándose enseguida una pequeña herida de punta en el hombro izquierdo, en la que la daga de Almagro llegó a tocar el hueso.

La criolla, auxiliada por Aldama, habíase alejado veloz.

En aquel instante, alarmados sin duda por las voces y extraños rumores de la tahona, varios hombres salían en tumulto de la cabaña. Oíase tropel de caballos y chocar de sables.

-¡A ganar la loma! -dijo Aldama, tirando del brazo de su compañero.

No opuso éste resistencia; y los dos desaparecieron tras la gran pirámide de huesos, llevando por guía, una especie de duende negro que se deslizaba fugaz, deteniéndose a veces a uno u otro flanco, para lanzar sordos gruñidos a cada nuevo rumor. Era Blandengue.